De la dignidad y el sentido de la vida al sentido y dignidad de la muerte


viernes, 23 de enero de 2009
Aquilino Polaino
 



 

 

Gentileza de Arbil.org

Sumario

Introducción.- Algunas paradojas contemporáneas.- La vida humana: dignidad y sentido.- El sentido de la dignidad de la muerte.

Introducción

Es como si nadie quisiera estar donde está, como si nadie estuviera seguro de aceptarse a sí mismo en su ser natural. Acaso por eso se ha iniciado la moda del transformismo biológico, una vez que ya se ha rebasado el transformismo socio-cultural y psicológico.

Nuestro tiempo, acaso no sea mejor ni peor que otros tiempos pero, a lo que parece, sí que es un tiempo de confusión, aunque no se atrevería el autor de estas líneas a afirmar si la confusión hoy vigente es mayor o menor que en otras épocas de la historia. En todo caso, se me concederá que, sea o no por ese confusionismo que acabo de apuntar, muchos hombres de hoy viven en una continua paradoja.

Podría poner muchos ejemplos —ejemplos trágicos y desgarrados muchos de ellos; en otros casos tragicómicos o, sencillamente, estúpidos— de las contradicciones que hoy anidan en la intimidad del hombre. En esta colaboración me limitaré a señalar una sola de ellas, pues, aunque tal vez no sea la más importante, sí es al menos una de las más relevantes para el hombre, por cuanto que afecta profundamente a la vida humana. Me refiero concreta, simple y llanamente, a la vida humana.

Hay muchos términos que manifiestan la preocupación contradictoria acerca del vivir del hombre. El término "dignidad" está hoy en la boca de muchos, acaso de demasiados, cuando se refiere a la vida del hombre.

Algunas paradojas contemporáneas

Hoy, como ayer, la vida parece importar más que la muerte. El hombre anda azacanado procurando implementar la dignidad de su vida, mientras que vuelve sus espaldas desentendiéndose de la muerte. Pero las cosas no son tan sencillas como aquí se dibujan. La vida y la muerte resumen la complejidad de la persona humana y, en consecuencia, ellas mismas son cuestiones que no pueden dejar de ser complejas. De ahí que en nuestro horizonte cultural los hombres se posicionen frente a estas cuestiones a lo largo de un amplísimo espectro, albergando en ocasiones actitudes contradictorias.

Estas contradicciones salpican tanto el concepto de la vida como el de la muerte.

De ordinario el énfasis se pone hoy sobre la vida. Pero ello no supone que la vida sea considerada como el valor supremo, como lo absoluto. Frente a la vida-valor, se alza simultáneamente en algunos la vida-temor. Lo diré sin ningún eufemismo: hoy se tiene miedo a la vida, a pesar de que se considere como un valor. Asistimos así a la presencia de un "valor temeroso": he aquí la contradicción.

Respecto de la muerte —excluida tantas veces de nuestro horizonte cultural, escamoteada a nuestra vista y denostada siempre— el hombre hoy ha tomado una actitud huidiza, fugitiva, en una palabra, de evitación. Simultáneamente que esto sucede, el problema se intelectualiza: nunca hasta hoy hemos dispuesto de más publicaciones periódicas —aunque todas inmersas en un marco que intenta ser científico— en torno a la muerte del hombre. Es como si tras intentar sumergir la cuestión, excluyéndola de nuestro entorno, ésta reflotara haciéndose presente a un nivel más científico, pero también más sofisticado y maquillado.

La ambivalencia axiológica ante la vida remite a la ambivalencia axiológica ante la muerte.

Surgen así una montaña de contradicciones, muy difíciles de justificar. Pondré a continuación algunos ejemplos.

A la tercera edad —¿podremos hablar pronto de una cuarta edad?— hoy se la margina y denigra con excesiva frecuencia. Los viejos de hoy son un estorbo para los actuales jóvenes. La gerontofobia está servida en nuestra actual sociedad. El lenguaje coloquial es un buen exponente de esta fobia: términos como "palmera", "retablo", "carcamal", etc., son ahora moneda corriente en el uso coloquial del lenguaje de las más jóvenes. El anciano es un inútil que consume lo que no produce, que vive a expensas de los hercúleos esfuerzos de los más jóvenes. Pero esto plantea un problema, frente al que alguna de las soluciones ofrecidas, se vislumbran como radicalmente antihumanas: la eutanasia. Un viejo cuesta cuatro veces más caro a la Seguridad Social, que un joven. Habida cuenta de la escasa natalidad hoy imperante ¿quién pagará mañana?, ¿quién continuará trabajando para seguir generando los medios necesarios que hacen posible y digna la continuidad de la vida de los menos jóvenes?

Junto al descrédito de la tercera edad, desde nuestra actual sociedad, también hay voces que se alzan en alabanzas de esa edad dorada. Hoy se exalta también -aunque menos intensamente de lo que se detesta- a la tercera edad, a esa edad de la postmadurez. Se dice que esta es la edad dorada del hombre, que el anciano gana en sabiduría lo que ha perdido en vigor; que si la vejez tiene sus achaques, también tiene sus experiencias acumuladas con las que hacer frente a aquellos . Algunos de nuestros jóvenes, al menos, se comportan como si estuviesen de acuerdo con el contenido de aquellos versos de Víctor Hugo:"se ve la llama en los ojos de los jóvenes, pero en el ojo del viejo se ve la luz".

Ello no obsta para que bastantes hijos ingresen a sus ancianos padres en los hospitales de la Seguridad Social durante los fines de semana, de modo que puedan sentirse liberados de éstos. Es fácil encontrar una excusa para el ingreso: ya se sabe, puestos a buscar, en un anciano algo falla siempre. Pero el supuesto fallo, aunque objetivamente, difícilmente justificará el ingreso. El fallo está más bien y únicamente en los propios hijos, quienes amenazan al médico de guardia capitalizando el potencial, aunque improbable, fallo en el organismo de sus progenitores. De este modo, si una vez negado el ingreso, a su padre le pasara algo, el médico que se negó a ingresarlo, y sólo él, sería el único responsable.

He aquí la paradoja y la contradicción de las más jóvenes respecto de la vida de los menos jóvenes, de quienes aquellos proceden.

Frente a la muerte las actitudes de muchos ciudadanos de hoy son también contradictorias: mientras unos están decididamente a favor de la eutanasia (de eso que con eufemismo se ha dado en llamar "morir con dignidad"), otros propician un ensañamiento terapéutico con los que, hágase lo que se haga, indefectiblemente han de morir. Mientras unos hacen la apología de la eutanasia y del suicidio, otros parecen apostar por la perpetuación de la vida humana, más allá de lo que sería debido y natural.

Algo parecido, sólo que más penoso y lamentable, es lo que sucede respecto de la vida de los que están llamados a nacer. Mientras la masacre del aborto se extiende y se fomenta, otros rodean al recién nacido, al niño, al joven, de numerosos medios, de muchos más medios de los que en realidad necesitan. Para los primeros el niño todavía no nacido es un agresor que viene a impedir la felicidad hedonista de la pareja; para los segundos, el recién nacido, a lo largo de todo su desarrollo, es el nuevo tirano al que hay que rendir pleitesía y al que todo debe someterse sin discusión alguna. En otras ocasiones se impide el nacimiento de una nueva vida humana, mientras que ocupa su lugar cualquier animal doméstico, que siempre es menos costoso y comprometido, e igualmente un "buen compañero", un buen "remedio" para la soledad. He aquí una contradicción más, esta vez centrada sobre la vida.

Es como si nadie quisiera estar donde está, como si nadie estuviera seguro de aceptarse a sí mismo en su ser natural. Acaso por eso se ha iniciado la moda del transformismo biológico, una vez que ya se ha rebasado el transformismo socio-cultural y psicológico. Hay personas que amparándose en los recursos quirúrgicos -hoy tan poderosos que casi se confunden con la ciencia-ficción-, se han sometido a varias y cruentas intervenciones, con tal de cambiar de sexo, para quizá un poco después intentar "regresar", quirúrgicamente, a su sexo inicial. En un tono menor y epidérmico es lo que sucede con el color de la piel. Mientras que muchas mujeres blancas ofrecen su cuerpo al sol a fin de broncearlo —aunque ello tenga sus riesgos como, por ejemplo, las quemaduras, el cáncer de piel o las encefalitis por insolación—, otras —de raza negra— no dudan en emplear pomadas de cortisona para "blanquear" la superficie de su organismo, a pesar de que los efectos del "blanqueador" puedan resultar nefastos para su salud.

La ambivalencia calorimétrica abre aquí una pugna entre "bronceadores" y "blanqueadores", mientras el sujeto que habita bajo esa piel persiste en su disconformidad con el color de aquella.

¿Tienen sentido estos comportamientos? ¿Es acaso más digna una vida que se extingue voluntariamente antes de que llegue su hora, una piel que se muda de color, una vida que la frustran irreversiblemente cuando apenas se esforzaba por emerger a nuestro mundo? ¿Cuál es el sentido de todo esto? ¿Tiene sentido la pregunta acerca del sentido de lo que hacemos?

La vida humana: dignidad y sentido

El sentido de la vida guarda inexorablemente una íntima relación con el fin último del hombre y, por ello, con el principio de cada vida humana. Este fin último de cada vida personal es donde converge, en última instancia, todo el sentido, cualquier sentido de la vida humana. Por eso quien lo desconozca difícilmente podrá abrirse paso por entre el enmarañado y proteico mundo de las mil y una circunstancia —no siempre coherentes— que antes o después se concitan en la existencia personal de cada hombre.

La vida humana es, desde luego, un bien, y, sin discusión alguna, uno de los mayores bienes posibles, pero no es en sí misma un bien absoluto. La vida humana es un bien parcial para un bien absoluto, un bien para un Bien. El bien en que consiste la vida humana va más lejos de sí mismo; es únicamente un bien que nos ha sido dado para alcanzar, a su través, el Bien absoluto. En consecuencia, el bien en que consiste la vida naturalmente no se repliega en sí mismo, no es hermético, no es un bien cerrado, sino abierto. La vida humana vale tanto como el encaminamiento a lo que ella no es y, sin embargo, debe ser y puede llegar a ser. Desde esta perspectiva podría afirmarse que en tanto que la vida humana no es el bien absoluto, significa un bien relativo. Comparada al bien absoluto al que propende, esta afirmación, qué duda cabe, puede aceptarse; sin embargo, en tanto que sin vida se hace metafísicamente imposible el encaminamiento hacia el bien absoluto -puesto que la nada no puede propender hacia la nada- resulta válida la afirmación, no obstante, de que la vida humana es el mayor de los bienes posibles que pueden ser regalados al hombre. Pero, no se olvide, que ella misma, aún siendo el mayor de los bienes posibles, no es el bien absoluto.

Este bien para el Bien, en que consiste el sentido de la vida humana, explana otra rica significación: la vida humana es una perfección perfectible. Es una perfección porque en el orden del ser, el "ser" es la mayor de las perfecciones. Pero es una perfección que todavía no es perfecta, que mientras el sujeto hace camino al andar, se inscribe en el "aún no" de la perfección final.

Es perfectible porque en el trascurso de la existencia puede ir optimizando y satisfaciendo, en una palabra, logrando, lo que todavía ella no es y, sin embargo, está llamada vocacionalmente a ser.

Esta consideración imprime al sentido de la vida una urgida propositividad. De ahí que el sentido de la vida no se agote en una pasividad anhelante del bien al que el ser se siente llamado, sino que le estimula a aplicar sus mejores energías, sus decididos esfuerzos para culminar en sí (aunque no para sí) la perfección a la que está llamado.

Esto significa que aunque el hombre es, no obstante, no está hecho. Tampoco puede hacerse a sí mismo desde la nada. El hombre en parte tiene que hacerse y en parte ya está hecho. Más aún, en la medida en que parcialmente está hecho (tiene una naturaleza determinada en que consiste), tiene la obligación de completar, de llevar a término, de acabar su hechura personal, es decir, está llamado a conquistar el mayor grado de perfección posible, desde la perfección inicial y potencial que tiene por naturaleza.

Pero esa perfección a alcanzar con el decurso de la vida no es una perfección para sí, sino una perfección para los otros. Y esto porque ningún hombre se ha dado a sí mismo la vida; y si la tiene y no se la ha dado a sí mismo, necesariamente ha de considerarse deudor de ella; una deuda ésta superior a cualquier otra, una deuda que en último término es ontológica. De ahí, esa necesidad apremiante y urgida de, en justa correspondencia, poner a trabajar todo lo que de bueno hay en uno mismo, al servicio de los demás. No es con ellos se satisgafa la deuda, pero al menos ésta se amengua y se reviste con la plenitud del sentido, mientras se acrece la dignidad personal y se satisface la necesidad de sentido de la existencia.

El sentido de la vida se oscurece y enajena, se retuerce y tergiversa, cuando el hombre se olvida de su deuda ontológica, cuando intenta satisfacer el sentido de su vida con la almoneda del hedonismo, cuando acaso busque la perfección, pero una perfección que es únicamente para sí y sin los otros. Entonces la vida humana se entenebrece sin lograr abrirse paso en la oscuridad. No, el sentido de la vida humana no puede lograrse en el replegamiento hermético del narcisismo que se hurta a todo lo que suponga un esfuerzo al servicio de los demás. En la medida en que el hombre intenta "ahorrar" su vida (ahorrarse a sí mismo), se descapitaliza y empobrece, se esfuma su razón de ser, a pesar de que intente levantase una y otra vez sobre el barro de su desesperación personal. Pues, como escribe Tagore, "la vida se da para merecerla y se merece dándola".

Cada vez son más abundantes las personas que se quejan de no encontrar sentido para su vida. El hombre contemporáneo tiene muchas de las cosas que siempre soñó, pero acaso no se tenga a sí mismo, lo que constituye su máxima indigencia y pobreza. Y no se tiene a sí mismo porque no ha conseguido alcanzar a comprender cuál es el sentido de su vida. Sin éste, poco importa que tenga pocas o muchas cosas, que satisfaga -siempre parcialmente- más no menos deseos; todo ello es irrelevante cuando se ignora lo que más se anhela: un sentido por el que vivir. Decía Kant que "cuando se tiene un porqué para vivir se soporta cualquier cómo". El hombre de hoy tal vez tenga todos los posibles "cómo" vivir, instalado confortablemente como está; pero le falta lo fundamental: un "porqué" para su vida. De ahí el estado perenne de frustración en que se encuentra y la perpetuación de la insatisfacción que aquella genera.

La donación gratuita que supone "el bien para el Bien", en que consiste la vida, hace que ésta tenga un carácter indeleble y fundamentalmente oferente. El hombre hace mal cuando se niega a pasar gratuitamente —tal y como lo recibió— el testigo de la vida. Lo que se le dio gratuitamente, gratuitamente debe ofrecerse. Por eso resulta difícil de entender esa autoliquidación en que consiste la cerrazón del hombre contemporáneo a seguir trasmitiendo la vida humana.

Asistimos aquí a una de las cumbres más altas de la autofrustración y desvitalización de la vida. Autofrustración, porque se usa la vida en contra de la vida. Desvitalización, porque al hacer uso así de la vida, ésta ni siquiera se trasciende biológicamente a sí misma.

Esta decisión, por muy extendida que esté, no deja de ser una solemne estupidez, una especie de extrañamiento, de enajenación, que de no ser ignorante es negligible y, por consiguiente, responsable y punible.

¿Cómo superar entonces la indignidad de una existencia estéril que desvitalizándose continúa obstinadamente replegándose en sí misma? En realidad resulta muy difícil contestar a este interrogante para el que no tenemos ninguna razón explicativa. En este punto, rozamos el misterio insondable de la vida humana.

Es posible que la ignorancia del hombre —voluntaria e involuntariamente— esté detrás de este misterio. Esta ignorancia es la que se teje y desteje cada día, confundiendo casi siempre la identidad personal. En realidad, el sentido de la vida es el norte, el punto guía por excelencia para vertebrar la identidad personal. Sin él, ésta resulta una tarea imposible. Si el hombre desconoce su último fin —el Bien absoluto al que propende desde el bien parcial en que consiste—, difícilmente podrá hacerse cargo de su identidad personal. Quien se ignora a sí propio difícilmente atinará en el encaminamiento hacia su propia perfección. Antes al contrario, andará a tientas y a ciegas, con pasos vacilantes, hacia no se sabe dónde, mientras su perfección inicial se arruina. La asistencia psiquiátrica de cada día prueba suficientemente, en muchas ocasiones, cuanto aquí se dice.

Una trayectoria biográfica, en la que no se ha definido la meta, el fin, poco importa que se recorra rápidamente o lentamente, lo que es seguro es que llegará inevitablemente a ningún lugar. Pero no se piense que el lamentable resultado aparece sólo al término del camino. En cada hito, en cada revuelta del camino, el sujeto sentirá el zarpazo de no saber hacia dónde se dirige, de ignorarse a sí mismo. ¿Tiene, entonces, algo de particular que las llamadas crisis de identidad sean hoy tan frecuentes? ¿Es justo y lógico que una vida así vivida reclame para sí el título de la dignidad? ¿Nos pasmaremos acaso si el sujeto que recorre una trayectoria biográfica como la anteriormente descrita manifiesta una patología incluso somática?

No, en realidad no podemos entrañarnos de la aparición de esas manifestaciones patológicas. Pues como escribió Weizsaecker, Nichts organisches hat keinen Sinn; nichts psychisches hat keinen Leib, nada orgánico carece de sentido: nada psíquico carece de cuerpo. Y si el hombre no tiene en sí el sentido de su vida, su cuerpo tampoco tendrá sentido.

La angustia metafísica es una de las consecuencias principales que se derivan de esta inconsistencia de la conducta.

Hoy el progreso de la técnica se ha incrementado, al mismo tiempo que se intensificaba la regresión de los valores. Nada de particular tiene entonces que la persona humana, hastiada de la vieja retórica, gire sobre sí misma sin acertar a encontrar la puerta que buscaba. Hoy, lo heroico no está de moda, sino que más bien se rechaza. Precisamente por eso se detesta el esfuerzo y la aventura que supone la búsqueda de la perfección personal. Para buscar la perfección, hay primero que creer en ella. Y no se creerá en ella si simultáneamente no se cree, en cierto modo, en uno mismo, es decir, si echadas las cuentas sobre los recursos de que se dispone (tanto los actualmente disponibles como los que pueden lograr pidiéndolos), uno juzga a éstos insuficientes para alcanzar la meta deseada y alzarse a sí mismo con el premio de la victoria.

Acaso por miedo al desengaño —o por la impotencia que genera no creer en nada, ni siquiera en sí mismo—, el hombre contemporáneo rechaza todo riesgo, rechaza lo heroico, mientras se autosatisface con la épica mediocridad. Triste autosatisfacción ésta, por cuanto que además de ser siempre insatisfactoria, frustra y degrada lo mejor que hay en cada hombre. La instalación en la aurea mediocritas del hombre contemporáneo es hoy un hecho frecuente. Quienes así piensan ignoran que su historia personal se prolonga, se autotrasciende en la eternidad. Y que si en esta andadura biográfica se conforman con la mediocridad, la prolongación de ésta, en el mejor de los casos, también ha de ser mediocre.

Algunos de los que neciamente hacen gala de no creer en nada, sin embargo, no parecen tener inconveniente en creer firmemente en el mito del progreso científico. El materialismo vital en que se han acunado, les empuja con naturalidad y sencillez hacia esa opción lamentable,. Pero esa opción es posible precisamente gracias a que el hombre es algo más, bastante más, que pura materia. Dicho de otra forma, los hombres pueden optar por el materialismo, precisamente porque ellos mismos son transmateriales.

De una opción como la anterior difícilmente podrá surgir el sentido de la vida. El auténtico progreso no es tecnológico, ni material, sino humano. Gracias precisamente a éste, es posible aquél. Pero ya habíamos convenido anteriormente que sin haber logrado dilucidar cuál es el sentido de la vida personal resulta muy difícil, si es que no imposible, cualquier progreso. Y si el hombre, cada hombre, no progresa él mismo, más tarde o más temprano acabará por agotarse y desvanecerse el progreso material y tecnológico por el que el hombre había optado. Desgraciadamente tenemos hoy suficientes ejemplos a nuestro alrededor que prueban lo que estoy diciendo. La energía atómica, por poner un ejemplo, constituye, qué duda cabe, un buen tópico del progreso material alcanzado. Pero la energía atómica sin el progreso del hombre, de cada hombre, puede acabar por aniquilar al hombre mismo, a todos los hombres.

Es fácil dejarse sugestionar por el avance científico y por la tecnología que materialmente lo ha hecho posible, mientras se deja fuera de foco al hombre que hizo posible a ambos. La insuficiencia de la ciencia natural —escribe Weizsaecker— no estriba en lo que afirma, sino en lo que silencia. Y aquí el gran silencio, el sujeto más silencioso de todos es precisamente el hombre. No, a través de actitudes admirativas e idólatras hacia el progreso tecnológico el hombre jamás alcanzará un sentido para su vida.

El hombre se autotrasciende en el amor al hombre, porque en cada hombre se trasluce algo transhumano, que no por estar más allá de la naturaleza humana es impropio de ésta. Dicho con otras palabras: en todo hombre hay un plus sobreañadido, un carácter indeleble de además que le trasciende y en el que se trasciende. Misteriosamente el hombre es más que el hombre. En la medida que el hombre descubre la trascendencia humana, en esa medida alcanza un sentido para su vivir. Es en la trascendencia —sea la suya o la de otros hombres— donde el hombre descubre la naturaleza de su ser, de un ser permanentemente abierto que reclama contemplar su perfección; una perfección ésta que desbordándose acaba siempre por derramarse en los otros hombres.

Ahí, y sólo ahí, es donde puede encontrar la dignidad y el sentido para su existencia.

El sentido de la dignidad de la muerte

Hemos visto, líneas atrás, la dignidad del sentido de la vida; corresponde ahora afrontar cuál es el sentido de la dignidad de la muerte. En realidad, lo primero reconduce a lo segundo y la consideración de este último contribuye a explicar más satisfactoriamente lo primero.

La dignidad de la muerte —"el derecho a una muerte digna", que dicen algunos— no consiste en evitar al hombre, a cualquier precio, todo sufrimiento. El sufrimiento humano no es algo en sí mismo maldito, como algunos piensan. El sufrimiento humano también tiene sentido; más aún, parte de este sentido es lo que ayuda a encontrar el sentido de la vida. La muerte del hombre, puede ser digna o indigna, indistintamente que sea dolorosa o indolora. La presencia mayor o menor de dolor o su ausencia no constituye un criterio que discrimine entre muertes dignas o indignas.

La concepción hoy muy extendida de que la muerte dolorosa es sinónima de muerte indigna, no solamente constituye un grosero error antropológico, sino que al mismo tiempo desvela el sin sentido que ha guiado a muchas trayectorias biográficas.

Una actitud así lo que traduce es sencillamente la algofobia social, el temor al dolor. Pero el temor al dolor precisamente desvela un cierto dolor: el que denuncia el falso extremo por el que se había optado (el placer).

Es cierto —y los médicos lo sabemos muy bien— que hay que luchar contra el dolor; pero no es menos cierto que éste no es la suma de todos los males posibles sin mezcla de bien alguno. Entre otras cosas porque el dolor humano no es algo antinatural, sino que contrariamente es algo que se inscribe y caracteriza a la naturaleza humana.

Centrar la cuestión de la dignidad de la muerte exclusivamente en el criterio alguedónico significa, entre otras cosas, trivializar el mismo hecho de la muerte humana. El dolor, aún con ser muy importante es algo sensorial, y en tanto que sensorial, periférico (aunque también hay dolores de tipo central) y difícilmente podría agotar por sí sólo todo el rico significado que se alberga en la muerte de cada hombre. Por eso, definir la eutanasia con el eufemismo del "derecho a una muerte digna" no deja de ser otra cosa que eso: un eufemismo.

Este error manifiesta mejor que ningún otro la opción que la sociedad de nuestro tiempo ha hecho por el hedonismo. Quiere esto decir que se ha optado por considerar al placer como el sentido de la vida humana. De ahí que su ausencia, es decir, el dolor, constituya una indignidad, algo ignominioso que humilla y degrada al hombre. Pero, contrariamente a como algunos piensan hoy, el dolor está repleto de sentido, siendo un ingrediente que plenifica y autentiza la vida del hombre. No debo penetrar aquí en este problema, del que ya me he ocupado en otras ocasiones, pero vaya por delante la afirmación de que el dolor humano también tiene su sentido