La controversia teológica sobre el Dios Uno y
Trino
por D.B.P.L.
Tras una introducción, se especifican
las dificultades de la Teología Trinitaria, se describen las desviaciones
doctrinales, se expone la doctrina católica sobre el asunto, se plantea la
características de la naturaleza humana y naturaleza divina, de la persona
humana y persona divina y se marca la configuración individual de las Personas
divinas
Nos
vamos a ocupar de un tema que estimo apasionante y fundamental para los
cristianos. Sobre la doctrina ortodoxa de este misterio, en el que se conjugan
lo que en principio parece contradictorio, a saber, la unidad de Dios y la
Trinidad de las personas divinas, se construye teológicamente la totalidad
dogmática de nuestra Religión. El Dios, uno y trino al mismo tiempo, es el punto
de partida de una exposición correcta y coherente de la Verdad revelada.
Ahora bien; entiendo necesario advertir que el Dios uno y trino de los
cristianos no coincide con el Alá islámico del Corán, ni tampoco con la
interpretación que los judíos hacen del Yavé de la Antigua Alianza. Me interesa
ponerlo de relieve para no confundir, identificando aquello que la Revelación,
tanto la vetero como la neotestamentaria, nos dice acerca de Dios, con lo que de
Dios se predica en las otras dos religiones monoteístas.
Esta aclaración es sumamente importante porque, como ha puesto de relieve
Bernard de Margerie, "la Iglesia ordena la no absolución, ni siquiera en peligro
de muerte, a quien ignore este misterio por negligencia culpable, incluso si
hubiera creído antes en él, ya que considera que la muerte de cada hombre ha de
ser una muerte trinitaria, una última profesión de fe en el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo" (La Trinité Chretienne dans l´Histoire. Edt Beauchesne. París
1.975, pag. 468).
Recuerdo que la fiesta de la Santísima Trinidad comenzó a celebrarse el domingo
siguiente a Pentecostés, a comienzos del siglo X, y que en el siglo XV fue
declarada obligatoria en toda la Iglesia. En el Prefacio de la Misa podemos leer
esta síntesis del Misterio: "Pater Omnipotens qui cum unigenito Filio tuo et
Spiritu Sancto, unus est Deus: non in unius singularitate personae, sed in unius
Trinitate sustantiae".
Dificultades de la Teología Trinitaria
Hemos de hacer una afirmación previa que explica las dificultades imposibles de
superar al exponer esta teología trinitaria, y es la de que nos enfrentamos con
un misterio absoluto, el más oscuro de los misterios de la fe y, como escribe el
teólogo de la Iglesia Ortodoxa Vladimir Lossky, de "un crucigrama para el
pensamiento humano" (The mystical theology of the easter Church. Edt. James
Clarck. Cambridge 1.973, pag 65). Por su parte, Matthias Josef Scheeben afirma
que se trata del "Misterio de los misterios ante el cual cubren sus rostros los
mismos serafines cantando con admiración y asombro el tres veces santo" (Los
misterios del cristianismo. Edt. Herder. Barcelona 1.967, pag. 26). San Gregorio
Nacianceno, al que se ha calificado de juglar de este misterio, al contemplarlo
exclamó: "mis ojos han sido cegados por la luz de la Trinidad, cuyo brillo
sobrepasa lo que la mente pueda concebir".
Vamos a exponer algunas de las dificultades a que hemos aludido:
La primera se deriva de que el dogma del Dios uno y trino es, sin duda,
impenetrable para la razón humana. Es más, si la razón humana puede descubrir la
existencia de Dios (y ahí están las pruebas de dicha existencia, ofrecidas por
Santo Tomás ), lo que no es posible para la misma es descubrir la Trinidad de
las Personas divinas, y mucho menos que esa Trinidad sea compatible y no
destruya la unidad de Dios. Sólo, pues, por la automanifestación que Dios hizo
en Cristo -encarnación del Hijo, y persona divina- tenemos, como dice Pablo VI,
"un conocimiento recto y pleno de (Dios mismo) que se revela como Padre, Hijo y
Espíritu Santo" (Credo del pueblo de Dios, de 30 de junio de 1.968).
Este conocimiento de la Verdad revelada, y, sobre todo y necesariamente, su
aceptación, requiere, porque sobrepasa al entendimiento, la virtud teologal y
sobrenatural de la fe, porque, en definitiva, se trata -y hay que reiterarlo- de
un misterio. "Cuando la ignorancia es debida a nuestra naturaleza -escribe San
Hilario de Poitiers- es obligada la fe" (La Trinidad . Edt. B.A.C. Madrid 1.986,
pag 690)
Por serlo, San Columbiano aconsejaba que "no se pretenda rastrear lo
irrastreable de Dios, porque el conocimiento de la Trinidad es semejante al
conocimiento de lo profundo del Océano. Por ello, si la profundidad del Océano
es inalcanzable a las miradas humanas, así el binomio Unidad-Trinidad es
igualmente incomprensible para la razón. Si alguien, en consecuencia, trata de
saber lo que debe creer, no piense que llegará a saber lo que, creyendo, por la
Revelación sabe" (Opera. Dublín 1.957, pags. 62/66)
La segunda dificultad, consecuencia lógica de la primera, dimana de que a pesar
de la ayuda cualitativa y perfectiva del lumen Fidei, no llegaremos a desvelar
por completo e íntegramente el misterio trinitario, pues se precisa para ello
del lumen Dei, del que solo se disfruta allí donde se ve a Dios cara a cara; y
aquí en este mundo, como leemos en el Evangelio de San Juan, "nadie le ha visto
nunca" (1, 18). En este mundo -lo aclara San Pablo (I Cor. 13, 12)-: "a Dios
sólo le vemos por un espejo y oscuramente".
La tercera dificultad surge de que la exposición de la teofanía trinitaria hay
que hacerla -pues no disponemos de otra- utilizando, no una terminología a lo
divino, sino un lenguaje humano, de categoría inferior, ya que se trata de un
lenguaje que por ser equívoco es incapaz de ofrecernos y trasmitirnos la noticia
exacta del contenido de la Revelación.
Este lenguaje humano -repito- es equívoco. He aquí algunas pruebas: "yo creo"
puede aludir a dos cosas tan distintas como creer o crear; y si, por la riqueza
del vocabulario, refiriéndome a un cuadrúpedo concreto le califico de asno,
borrico, pollino o burro, puedo dar a entender que me refiero a animales
distintos. Lo mismo sucede cuando a una legumbre de la que solemos alimentarnos
la denomino indistintamente judía, alubia, o habichuela.
Por otra parte, en las lenguas vivas, como la experiencia nos dice, las
palabras, con el curso del tiempo, varían de significado. Piénsese, por ejemplo,
en la palabra "navegar", originariamente marítima, que hoy se utiliza en
"Internet" por los "internautas".
Esta imprecisión del lenguaje humano obliga a utilizar en la exposición, siempre
defectuosa, del incomprensible misterio trinitario un lenguaje analógico,
deductivo y comparativo, con palabras, imágenes y conceptos propios de un
lenguaje relacionado con las criaturas, con el tiempo y el espacio que,
lógicamente, no precisan con exactitud y claridad lo que es y lo que encierra un
misterio espiritual. Como dice Parente, "no hay palabra humana que se
identifique totalmente con la realidad divina" (Diccionario de teología
dogmática. Edt. Litúrgica Española S.A. Barcelona 1.963)
Sentado todo esto, la aproximación al tema del Dios trino y uno debemos hacerla
con humildad y de acuerdo con la "Teología arrodillada", que a quienes se ocupan
del estudio de los dogmas pedía Urs Von Baltasar .
Las desviaciones doctrinales
En primer término vamos a proyectar nuestra atención sobre las desviaciones
doctrinales contrarias al dogma, fruto de las dificultades a que acabamos de
aludir. Nos referimos a las herejías que al respecto han surgido en el curso de
la Historia.
La supresión del misterio se hace, en principio, eliminando uno de los términos
que la razón considera incongruentes: o bien se suprime la trinidad de las
Personas divinas en aras de un monopatrismo o monoteísmo riguroso, o se elimina
al Dios único, solitario, encerrado en sí mismo, afirmando, como lo hace el
triteísmo, que hay tres dioses independientes, toda vez que cada una de las tres
personas tiene la plenitud de la divinidad.
La primera de las soluciones heréticas la conocemos con el nombre de
sabelianismo, porque fue sostenida por Sabelio, o con el de modalismo, llamada
así por entender que en el Dios único monopersonalista hay una sola e
incomunicable sustancia divina que, en su actividad ad extra, creación,
redención y santificación se manifiesta de modos distintos, por lo que recibe
también los nombres distintos de Padre, Hijo y Espíritu Santo. Sería algo así -a
manera de ejemplo- como el agua, que sigue siendo agua en su triple estado
sólido, líquido o gaseoso, o como el Poder político, que en su noción correcta
no se divide -pese a lo que diga Montesquieu- y que juega como legislativo,
ejecutivo o judicial.
La segunda solución, la del triteísmo se la oí -y como partidario de la misma- a
un religioso. La expuso un domingo de la Santísima Trinidad al pronunciar la
homilía y comentar y criticar el dogma, por entender que la unidad de que el
dogma habla no es una unidad consustancial sino la unión moral o de voluntad de
tres dioses que comparten y conviven en una misma estancia.
Pues bien, la herejía modalista fue condenada por el Papa Calixto, que excomulgó
a Sabelio, y el triteísmo fue expresamente rechazado por el IV Concilio de
Letrán de 1.215
Hay, además de las dos soluciones heréticas a que acabo de referirme, una
tercera que, partiendo del monopatrismo o monoteísmo radical se conoce como
subordicionismo. Entiende esta herejía que solamente el Padre es Dios y que ni
el Hijo ni el Espíritu Santo son, por consiguiente, personas divinas sino
demiurgos a las órdenes y al servicio del Padre, Dios único, que se sirve de uno
y de otro para llevar a cabo su actividad fuera de su propio ser, es decir, en
la creación del Cosmos y en la tarea redentora de la humanidad. Defensores -con
matices- del subordicionismo fueron los obispos españoles Félix y Elipando, que
compartieron la tesis de que Cristo no fue el hijo de Dios encarnado, sino tan
solo un hombre adoptado por Dios como hijo.
Basándose en el mismo argumento, y como variantes del subordicionismo, podemos
señalar el arrianismo y el macedonianismo, que contemplan el tema con relación
tan solo a una de las personas que dogmáticamente consideramos divinas; y así:
El arrianismo, que fue la herejía más generalizada. Arrio aseguró que el Padre,
único Dios, no pudo engendrar al Hijo comunicándole, sin perderla, la plenitud
de su divinidad. Por ello el Hijo no es Dios, y Cristo no es una encarnación
divina sino un Dios entre comillas, como dice Joseph Ratzinger (Teología de los
principios teológicos. Edt. Herder, Barcelona, 1.985, pag 34) criticando a Arrio,
una criatura mediadora, procedente de la nada, de la que sólo puede predicarse
la filiación divina como se predica en general de nosotros. Se trata pues, de
una criatura, la más noble y la más excelsa, del Profeta por excelencia, mejor
dotado espiritualmente, pero sólo criatura y no Dios.
El macedionanismo, a diferencia del arrianismo, que reflexionó tan solo sobre la
relación Padre-Hijo, tuvo presente la Trinidad dogmática llegando a la
conclusión de que, así como el Padre y el Hijo son Personas divinas
consustanciales, el Espíritu Santo no es más que una criatura o energía del
Hijo.
El arrianismo fue condenado en el concilio de Nicea del año 325 y el
macedionanismo en el Concilio de Constantinopla del año 381.
La doctrina católica
Pasemos ahora a la exposición católica del misterio trinitario, del que hay sin
duda -aunque lo niegue o lo desprecie Karl Rahner, contrariando a San Agustín
(Escritos teológicos IV. Edt. Taurus Madrid 1.961, pag 116) -vestigios vetero
testamentarios cuya reproducción sería muy extensa. Me limito al Imago Trinitas,
es decir, a las palabras de Yavé en el momento de la creación del hombre:
"hagamos -en plural- al hombre a nuestra imagen y semejanza" (Gen. 1,27),
señalando, por añadidura, que a este plural "hagamos" corresponde en el Nuevo
Testamento la frase de Cristo que nos recuerda San Juan: "Cualquiera que me ame
observará mi doctrina y haremos en él nuestra morada" (14,23).
Hecha la observación, y antes de entrar a fondo en el tema, conviene señalar que
no hay una sustancia previa o anterior de la que toman el ser las tres personas
que integran la Trinidad. Si ello fuere así nos llevaría, de alguna manera, a
una conclusión próxima al panteísmo, en abierta contradicción con el texto
dogmático que hace del Padre persona divina ingénita y Ab initio o Fons et origo
totius divinitatis.
La posibilidad de hacernos una idea de cómo se armonizan y no son incompatibles
la unidad de Dios y la trinidad de las personas divinas, nos lleva a diferenciar
lo que los teólogos llaman Trinidad inmanente, ontológica, ad intra, de la
Trinidad ad extra, trascendente, funcional, cósmica y económico-salvífica.
Esta diferenciación es necesaria, ya que, aun cuando se trata de la misma
Trinidad, las tres Personas existen y existirían aunque no hubiesen operado ad
extra (fuera de sí mismas), tanto en la creación del mundo como en la tarea
intrahistórica de la redención y de la santificación de la humanidad.
No ha sido así, afortunadamente para nosotros, y, como dice San Agustín: "la
razón de ser de las misiones temporales de las Personas divinas no es otra que
la de desvelar a los hombres a través de las mismas la Trinidad inmanente".
Ahora bien; lo que importa para conseguir algo lógico en esta difícil andadura,
es demostrar que la armonía de la aparente contradicción entre unicidad y
trinidad a que venimos aludiendo no carece de pistas orientadoras e iluminadas
por una advertencia acertadísima de Ratzinger: "La unidad de Dios debe
concebirse desde el espíritu y no desde el átomo" (Ob. Cit. Pag. 139).
A tal fin creo necesario aclarar dos cosas: 1º, que la naturaleza humana y la
naturaleza divina ni son iguales ni se comportan de la misma manera, y 2º, que
la palabra persona no quiere decir lo mismo tratándose de una persona humana que
de una Persona divina. Vamos a verlo.
Naturaleza humana y naturaleza divina
Los hombres tenemos la misma naturaleza, pero esta naturaleza se multiplica e
individualiza cuando el nasciturus es engendrado.
En Dios, la naturaleza divina no se multiplica sino que permanece una e
indivisible en cada una de las personas de la Trinidad, porque lo que llamamos
naturaleza, en este caso, sin dejar de serlo, se supera ontológicamente por
tratarse de esencia; y la esencia, al comunicarse, no engendra al modo humano
sino que genera.
Pero hay más; en la transmisión de la naturaleza humana hay que destacar la
potencia, el instrumento para ejercerla y el acto ejecutivo, mientras que en la
comunicación de la sustancia divina, la potencia, el medio y el acto se producen
al unísono o simultáneamente.
A este respecto quiero dejar constancia de la equívoca traducción del símbolo de
la Fe. El consubstantialem Patri no es igual a "de la misma naturaleza del
Padre". Sólo la primera fórmula es exacta y precisa. La segunda es, por el
contrario, equívoca. La traducción no quiere decir lo mismo que lo que se
traduce. Vosotros y yo somos de la misma naturaleza, pero no somos de la misma
sustancia. En este sentido, el gran teólogo español Juan González Arintero O.P ,
escribió que "la palabra consustancial expresa más fielmente que ninguna otra el
sentido católico, y que el Símbolo de la Fe del Concilio de Nicea sancionó para
siempre al consagrar el genitum non factum, consubstancialem Patri
(Desenvolvimiento y vitalidad de la Iglesia. II Edt. Fundación Universitaria
española, Madrid, 1975, pag 386).
La profundización del misterio trinitario -que no margina el auxilio de la
Providencia -ha ido, con los titubeos propios de las limitaciones humanas,
creando o descubriendo vocablos no equívocos o menos equívocos para definir con
mejor propiedad aquello que se definía con vaguedades o imprecisiones.
Fue Orígenes el que en esta línea de investigación semántica hizo uso por vez
primera, y para diferenciar la naturaleza humana de la divina, de la palabra
griega Ousia, que quiere decir sustancia (o, como dice San Juan Damasceno, lo
que subsiste por sí mismo y nada necesita para subsistir) y de la que deriva
Homousio, que quiere decir consustancial y que, por cierto, encontramos en el
rito de la Misa mozárabe que, a este respecto dice: "Filium Dei... Omousion
Patri, hoc est eiúsdem cum Patre substántiae".
Persona humana y persona divina
Michael Schmaus ha escrito con acierto que "La Trinidad implicaría una
contradicción si el concepto de persona tuviese en Dios el mismo valor que tiene
cuando la aplicamos a las criaturas. En las criaturas es absurdo decir que tres
es igual a uno, pero en Dios tres y uno no están en el mismo plano sino en
esferas diferentes. Ello es oscuro, pero lo oscuro no es imposible" (Teología
dogmática. Edt. Rialp. Madrid 1.960, pag. 250)
En esta línea de pensamiento la existencia de tres Personas divinas - no
humanas- no elimina al Dios único, porque al no haber división o multiplicación
de la sustancia en ella subsisten dichas Personas. Se trata -dicen los teólogos-
de Personas cuya peculiaridad consiste en el modo como cada una de ellas posee
la sustancia que les es común.
El "Yo divino", el "Yo soy" (Jn , 8,58) el "Yo soy el Alfa y Omega, el primero y
el último" (Apc. 1,8 y17), a diferencia del "Yo" humano es un yo sui generis,
trinitario o trifásico, que tiene tres valencias o hilos conductores que le
hacen llegar, personificando, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, de tal
manera que la actividad y la receptividad de cada una de las Personas es
imputable al Dios único en cuya esencia subsisten. Pues bien, esta subsistencia
trinitaria personal en la sustancia única divina es lo que con la máxima
precisión posible se denomina hypóstasis.
Con la mirada puesta en la hypóstasis es preciso imaginarse -siempre con las
cautelas que venimos señalando- cómo dichas hypóstasis se llevan a cabo. Y se
llevan a cabo así: la comunicación de la plenitudo divinitatis (Col. 2, 9) se
produce desde el Padre que la posee ex se. Es el Padre, el ingenerado, el que
engendra, generando, al Hijo en el hoy eterno del principio sin principio (Salmo
II, 8). A su vez, desde el Padre y el Hijo, procediendo de ambos, se produce la
hypóstasis del Espíritu Santo mediante la recíproca efusión amorosa que vincula
a aquéllos. Esta efusión, en cuanto a los comunicantes, se llama espiración
activa, y espiración pasiva con respecto al Paráclito.
No puede decirse, pues, de nuestro Dios que sea un Dios solitario, porque unidad
y soledad no se identifican. Fue Dios el que creando al hombre de la nada, como
antes dijimos, lo creó a su imagen y semejanza, afirmando que no era bueno que
el hombre estuviera solo. Si ello es así, tampoco el modelo, es decir, el
Creador, puede ser imaginado solo, como un Dios solitario. Se trata, por
consiguiente, de un Dios que en su Trinidad personal proclama la existencia en
su esencia de tres hypóstasis, permitiendo descubrir en ella la trilogía "Yo",
"Tú" y "Él".
La palabra hypóstasis -utilizada por los griegos- es la que, a mi juicio,
conviene aplicar a las Personas divinas, evitando así que las entendamos al modo
de las personas humanas, tal y como lo hicieron los latinos, provocando -sin
quererlo- la confusión reinante originada por su etimología. Así lo entendió San
Gregorio Nacianceno. A la hypóstasis inicial del Padre, didácticamente y no
cronológicamente, se agregan: la generación del Hijo y la procesión del Espíritu
desde el Padre y el Hijo por el autoconocimiento de aquel (Logos), en el primer
supuesto, y por el mutuo amor de éstos (Dilectio) en el segundo. Y ello es así
porque, a diferencia de lo que sucede en la naturaleza humana, el conocimiento y
el amor no son accidentes sino algo insito en la Ousio, o esencia divina, siendo
fruto de su sobreabundancia vital.
Si el teólogo protestante Karl Barth ha escrito que la palabra persona es
inadecuada para expresar la Trinidad del Dios uno, solicitando que sea
sustituida por otra más adecuada en la terminología teológica, entiendo que
recurrir a las lenguas muertas, como el antiguo griego, es muy útil para
conseguirlo; y así como la palabra Ousio es la más adecuada para designar la
naturaleza divina, la palabra hypóstasis lo es para cada una de las Personas de
la Trinidad del único Dios.
En esta línea de renovación terminológica me parece que sin recurrir al griego
antiguo, y dentro de la semántica española, se ofrece una palabra distinta para
dar a conocer el proceso de la comunicación por el Padre al Hijo de la plenitud
divina. La palabra engendrar es, a mi juicio, demasiado humana, y lleva la
imaginación del oyente a un contacto físico, ontológicamente imposible en el
caso que nos ocupa. Por alguna razón, mitigando el erróneo desviacionismo, el
Arcángel San Gabriel, en el mensaje de la Anunciación, le dice a María -que "no
conoce varón"- y que "el Espíritu Santo la cubrirá con su sombra". (Lc. 1,35)
Esa palabra, menos equívoca que la de engendrar, podría ser la de generar, que
parte de la misma raíz, pero que mitiga, y creo que evita, a la vez que
distingue, la trasmisión humana de la vida, de la comunicación de la esencia o
plenitudo divinitatis.
Configuración individual de las Personas divinas
Esta configuración individualizadora, que las distingue, se produce -según
entienden con unanimidad los teólogos- en razón de sus relaciones, motivadas por
su origen así como por sus atribuciones, es decir, por la actividad que
primordialmente realizan ad extra.
En cuanto a las relaciones de origen ya decía Santo Tomás de Aquino que en este
caso persona est relatio; y es que resulta evidente que la personificación
trinitaria deriva de que "el Padre no puede trasmitir esta condición al Hijo,
pues dejaría de ser Padre, al igual que -por idéntica razón- ni el Hijo puede
perder esta filiación, ni el Espíritu Santo su procesión. San Agustín presenta
así -y en esta línea de pensamiento- la Trinidad personal del Dios único: el
Padre del Hijo, el Hijo del Padre y el Espíritu del Padre y del Hijo (De
Trinitate. XV, 22 y 43). Por su parte, Vladimiro Lossky escribe que esta
individualización personificante "es más bien una negación" y, coincidiendo con
San Agustín, pero a la inversa, escribe que "el Padre no es ni el Hijo ni el
Espíritu Santo, que el Hijo no es ni el Padre ni el Espíritu Santo y que el
Espíritu Santo no es ni el Padre ni el Hijo" (ob. cit. Pag. 54).
En cuanto a las atribuciones, no contemplando la Trinidad inmanente o
intradivina sino la Trinidad económico-salvífica, se atribuye la "Creación al
Padre (Factorem coeli et terra, visibilium et invisibilium), al Hijo , al
encarnarse, la Redención (Redemptor hominis), y al Espíritu, al comunicar la
gracia, la Santificación (Dominum et vifvificantem), como recuerda Juan Pablo II
en su Encíclica de este nombre, de 18 de mayo de 1.986. Por eso, y en virtud de
estas atribuciones, podemos invocar a Dios llamándole Dios Creador del Génesis,
Dios Redentor del Gólgota y Dios Santificador de Pentecostés; y no sólo del
Pentocostés jerosolimitano de los circuncisos sino del de Joppe, es decir, de
los incircuncisos que nos relata los Hechos de los Apóstoles (cap. 11).
Esta distribución individualizadora atributiva de las personas no incide para
nada en la unidad y simplicidad del Dios único, pues, como dice Parente, al no
rozar la sustancia afecta sólo a los accidentes; y estos accidentes ni aumentan
ni enriquecen la perfección del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, sino que
sólo ponen de relieve las relaciones entre los mismos. Una cosa es el ser in por
el cual se es sujeto "(yo soy hombre)" y otra el ser ad o ad alternum, por el
cual me refiero a otro (yo soy marido).
Es preciso, pues, afirmar que las atribuciones a las "Personas" no llevan a la
conclusión de que no existe un principio operativo único en la actividad ad
extra de cada una de ellas. La lectura cuidadosa de los textos sagrados pone de
relieve lo que se llama circuminsessio, conpenetración o, para usar un vocablo
griego, perikoresis trinitaria. Como dice Matthias Josef Sheeban "la operación
divina ad extra se realiza por la fuerza de la sustancia común, por lo que el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son sólo un principio único de todas las
obras , unum universarum principium, lo que ratifica y completa Vladimir Lossky
cuando escribe que las tres Personas son uno en la divinidad, y que la única
divinidad es tres en sus propiedades o atribuciones. Por su parte Schmaus apunta
que "en la causalidad operativa hay que distinguir la causa ex quo, que
corresponde al Padre, la causa per quem, que corresponde al Hijo, y la causa a
quo, que es la del Espíritu Santo, lo que equivale a decir que los actos
personales los ordena el Padre y los ejecuta el Hijo en el Espíritu Santo" (ob.
cit, pags, 300 y 404).
Entre nosotros, el P. Bienvenido La Hoz, mercedario, ha manifestado su
discrepancia con respecto a la circuminsessio, estimando que la actividad ad
extra de cada Persona divina le pertenece de un modo exclusivo, lo que,
ciertamente, no contradice el dogma. Se trata, por tanto, de un punto de vista
discutible dentro de la ortodoxia. A mi modo de ver, y estudiando lo escrito por
el P. La Hoz, es preciso señalar que la perikoresis de alguna manera existe,
pues afirma que un "consejo trinitario", es decir, de las tres personas,
distribuye previamente la actividad ad extra de las mismas (El destino humano en
el realismo introspectivo (en Obra Mercedaria. 1.964, nº 71).
Juan Pablo II, en la Encíclica Dominum et vivificantem (nº 10) dice que "el
Espíritu Santo es Persona-amor, amor personal del Padre y del Hijo, expresión
personal de este ser-amor"; y San Agustín ya dijo que "el Espíritu Santo es el
amor sustancial del Padre y del Hijo". El éxtasis personal del Padre y del Hijo
no es tan solo un vínculo entre dos personas que se quieren sino una expresión
personal que procede de ese vínculo y que conocemos con el nombre de Espíritu
Santo.
No quiero concluir sin ocuparme con más detenimiento de la Processio del
Espíritu Santo, porque de la misma se habla de modo diferente en la Iglesia
cismática y en la Iglesia católica, aunque ambas, de acuerdo con la Revelación,
coinciden en que Caritas Deus est"(I Jn, 4, 16), en que el Amor increado se
refiere al Espíritu Santo, en que el Espíritu Santo, como decimos en el Credo y
nos recuerda Juan Pablo II en su ya citada Encíclica de 18 de mayo de 1.986, es
Dominum et vivificantem (Señor y dador de vida) y en que el Espíritu Santo es el
que nos hace exclamar Abba, Padre (Rom. 8,15).
Pero ¿de quién procede el Espíritu Santo con toda exactitud? ¿Se trata de algo
opinable que el dogma permite? ¿Es un problema abierto al que todavía no se ha
encontrado una solución? ¿Cómo conciliar en la procesión del Espíritu Santo el
amor esencial del Padre y del Hijo (Dios es amor) con el amor personal de cada
uno de ellos?
Del planteamiento de los interrogantes que acabamos de enunciar han surgido dos
proposiciones: la católica y la cismática.
La solución cismática, defendida con tenacidad por el Patriarca griego Focio, es
la de A Patri solo, para la cual el Espíritu Santo procede únicamente del Padre,
con exclusión del Hijo ya que el Padre es el principio tanto de la divinidad
como de la unidad entre las tres personas.
La solución católica se presenta con tres fórmulas, a saber: Ab utroque, que
recordamos en el Tantum Ergo; Ex Patre filioque procedit, es decir, ex Patre et
Filio (que se recita en el Credo, y que Pablo VI suscribe en el Credo del Pueblo
de Dios, de 30 de junio de 1.968 (nº 10), y Ex Patri per Filium, que comparte
Orígenes.
Las dos primeras fórmulas vienen a ser idénticas aunque no aclaran si la
procedencia del Espíritu Santo se produce por la actuación de dos efusiones
diferentes, la del Padre y la del Hijo, como Personas, o de un solo principio,
el de la esencia divina total en la que el Padre y el Hijo subsisten.
La duda se resuelve al amparo de la decisión del Concilio de Letrán de 1.214,
que declara de Fide definita que el Espíritu Santo procede eternamente del Padre
y del Hijo, pero no como de dos principios, sino de uno solo, es decir, no por
medio de dos espiraciones, sino de una sola. En este sentido, por lo tanto, hay
que interpretar la fórmula ex Patre et Filio aprobada por el Concilio de Toledo
del año 589 y, más tarde, por el Papa Adriano I.
La fórmula ex Patre per Filium es ortodoxa igualmente y no está en contradicción
con el dogma. No afecta a la consustancialidad del Padre y del Hijo, porque se
limita a matizar que la efusión amorosa derramante, y sin pérdida, de la
plenitud divina que el Espíritu Santo recibe, se origina en el Padre pasando por
el Hijo, que le es consustancial. Pero no como el agua discurre por un canal
impermeabilizado, sino que integra la efusión personal del Hijo, en cuanto
Persona, a la manera como lo hace una corriente fluvial con el agua que le
proporcionan sus afluentes. En este sentido, sólo una espiración -en la que se
subsumen e integran la del Padre y la del Hijo como personas consustanciales-
lleva a cabo la procesión del Espíritu Santo. Por eso, aun cuando sean dos las
Personas que espiran la espiración es única.
Esta fórmula fue aprobada por el Concilio de Florencia, de 1.439; es la que
prefiere San Hilario de Poitiers (La Trinidad. Edt. B.A.C. Madrid 1.986, pag
379), la que proclama el Concilio Vaticano (Decreto Ad Gentes, nº 2 ) y la que
mejor interpreta, a mi modo de ver, al evangelista San Juan: "El Espíritu Santo
procede del Padre" (15-26), que os lo enviará en mi nombre; y recibirá de lo mío
que es también lo del Padre (14-26 y 16-14/15), porque el Padre y yo somos una
misma cosa (Jn. 10-30 y 17-21) y "mi Padre está en mí y yo en mi Padre" (Jn. 10,
38).
Esta interpretación no contradice sino que está en consonancia con la de Santo
Tomás de Aquino, para el que la procesión del Espíritu Santo arranca de un solo
principio en el que se aprecian: el remoto amor esencial de la sustancia divina
y el próximo amor personal y recíproco del Padre y del Hijo.
No quiero terminar sin que recordemos dos fórmulas trinitarias, a saber: una de
Cristo y otra de María. Cristo envió a sus discípulos a bautizar "en el nombre
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt. 28,19), y María, recitamos al
concluir el rezo del Santo Rosario, "es la Hija de Dios Padre, la Madre de Dios
Hijo y la Esposa del Espíritu Santo", pero también el "templo y sagrario de la
Santísima Trinidad".