Sagrado Corazón de Jesús

Curación del corazón humano por el Corazón de Jesús (I)

El corazón de Jesús cura nuestras conciencias

 

Bertrand de Margerie S.J.

 

Hemos tratado de captar el alcance del simbolismo del Corazón de Jesús. Podemos, pues, percibir mejor la función terapéutica del culto privado y público que se le rinde. En un tiempo de secularización y aún de secularismo(1), los bautizados, que se preocupan de adorar al Corazón de Jesús en armonía con la Iglesia, experimentan una curación intelectual y afectiva, despojándose de errores y desviaciones que constituyen muchos de los factores de perturbación psíquica. Curación tanto más acentuada cuanto perciben mejor la identidad entre el Corazón de Jesús, por un lado, y su conciencia psicológica y moral por le otro. Estamos, aquí, en la confluencia de muchas ramas  (dogmática, sacramental, moral, ascética y mística) de la doctrina teológica.

El Corazón de Jesús cura nuestras conciencias

Cristo es el médico corporal y espiritual(2) que ilumina sin cesar las inteligencias atacadas por el Mentiroso, padre de la mentira (Jn 8, 44), príncipe de este mundo de tinieblas. La enfermedad intelectual más radical de nuestro tiempo es el ateísmo. El hombre “masificado” tentado de considerarse como un simple número en la sociedad industrial, desconoce fácilmente su origen y su finalidad divinas: el Amor creador de la Trinidad. Se hiere a sí mismo volviéndose indiferente, luego ateo, no sin terminar, algunas veces, en el ateísmo.

El orgullo ingrato favorecido por las deformaciones filosóficas desemboca en un “odio a Dios y a aquellos que lo representan legítimamente, la mayor de las faltas que pueden cometer los hombres creados a imagen y semejanza de Dios y destinados a gozar perpetuamente de su perfecta amistad en el cielo: separando en grado sumo al hombre del Bien supremo, ella lo conduce a apartar de él y de sus prójimos todo lo que viene de Dios, todo lo que une a Dios, todo lo que conduce a disfrutar del gozo de Dios, como lo recordaba Pío XII(3).

Una religión demasiado abstracta, demasiado separada del ejercicio de la sensibilidad y de la imaginación, favorece indirectamente el enrumbamiento hacia el ateísmo, frente al cual esta menos preparado para resistir con las fuerzas vivas de la persona. Por el contrario, el culto al Corazón de Jesús, favoreciendo la integración de la personalidad humana, ayuda a perseverar en el nexo que constituye la religión: actúa mediante imágenes sobre la imaginación y sobre la inteligencia incapaz de de pensar sin acompañamiento de imágenes. La imagen del Corazón de Jesús ayuda al espíritu a creer, resumiéndole el objeto de su fe (a saber: el amor salvífico del Creador por el ser humano), orientándolo hacia una deseable y bienaventurada eternidad de amor.

Se podría objetar: la fe en Dios ha existido, existe todavía sin ningún culto explícito al corazón atravesado ni a sus imágenes. Ciertamente, esto es verdad; pero es verdad, también, en los protestantes de buena fe, la perseverancia en la fe al Verbo encarnado e incluso a Dios Creador no es facilitada por el ejercicio de una religión cuya humanidad sensible se muestra ausente, y sobre todo, en los católicos, la ausencia de culto privado al Corazón del Redentor los priva, a menudo de una superabundancia de gracias actuales que inclinan a enraizar activamente en el misterio de Cristo y en la fidelidad a la Iglesia. El hombre es una unidad. Si se rehúsa a conceder a Dios el homenaje de su sensibilidad y de su imaginación, pone en peligro su crecimiento en la fe, la esperanza y la caridad; y aquel que no crece en esas virtudes está a punto de perderlas.

Lo que acabamos de decir muestre suficientemente el peligro que entraña, para la fe en la divinidad de Cristo, la ausencia de interés por el culto de su amor divino y trascendente, respecto del género humano. El culto bien entendido al Corazón de Jesús y que apunta, sobre todo (lo hemos largamente explicado) a su amor divino, preserva de las simplezas de una cristología horizontalista, de estilo “protestante liberal”. Poniendo el acento sobre la infalibilidad y la eternidad de la Persona de Cristo amante, ese culto nos libra del mito de un Cristo ignorante y errante favorecido por algunos modernistas; la Iglesia, en las Encíclicas Misserentissimus Redemptor y Haurietis Aquas(4) nos muestra, en Jesús, su corazón agonizante y sufriente consciente de nuestras faltas y susceptible de ser consolado por nosotros, siempre deseoso de consolarnos gracias a los méritos de sus propias desolaciones. Este consolador desolado nos manifiesta que tomó sobre él nuestros sufrimientos (Mt 8, 17; Is 53, 4).

Con el mismo golpe, favoreciendo la fe viva en la divinidad de Cristo, el culto a su Corazón estimula, igualmente, una fe penetrante en el rol extraordinario de su Humanidad trascendiendo cualquier otra. Este corazón no es el de un Liberador revolucionario, violento, sino el Corazón dulcísimo del Liberador espiritual, preocupado antes que nada, por arrancarnos a la esclavitud del pecado y del demonio. Frente al corazón de Jesús, nuestros pecados contra la fe a su amor divino y humano retoman gravedad a nuestros ojos y se muestran más detestables aun que nuestras faltas contra las virtudes cardinales y morales.
Incluso, el culto al corazón de Jesús, nos hace buscar contra todos los cismas, contra todas las divisiones, pero también contra todos los falsos irenismos(5), la verdadera unidad de los cristianos en su Preciosa Sangre de Profeta, Sacerdote y Rey, instituyendo para ello el Orden y el Papado unificador(6).

Igualmente, la contemplación del Corazón de Cristo Sacerdote, institutor y celebrante principal del Sacrificio eucarístico, nos ayuda a unirnos a Él a través de la comunión eucarística, a evitar y rechazar los errores negadores de su Presencia substancial y real bajo la apariencia del pan y del vino, Nos es más fácil, poniendo el acento sobre el amor creador y redentor en tanto que origen permanente de la permanente Presencia, de reconocer en esto un signo de su omnipotencia siempre activa, en medio de las variaciones históricas. Este amor actuante vive en una incesante oblación de sí mismo; y una de las consecuencias históricas más destacables del culto privado y público del Corazón herido del Señor ha sido y sigue siendo la ofrenda cotidiana del Apostolado de la Oración: concentrando toda la vida de cada persona humana, toda su actividad profesional, familiar y social en torno del altar, permite a cada uno desplegar y actualizar su vocación corredentora a favor del mundo.

De esta manera, podemos entrever mejor, como el culto del Corazón de Jesús facilita su reconocimiento íntimo y concreto como Profeta, Sacerdote y Rey, en tanto que Hijo del Hombre, como Creador, Mediador y Juez Remunerador en tanto que Hijo de Dios. ¡Ventaja preciosa en un tiempo de de “reducción cristológica”! Bajo la influencia de cierta literatura espiritual de nuestro tiempo, Cristo aparece hoy, a menudo, primeramente, como Amigo, Compañero, Benefactor y Taumaturgo: ¿cuán pocos, incluso entre los creyentes piensan en presentarlo primeramente como su Origen creador, su Sostén y Apoyo, a Aquél que deberán rendir cuenta exacta y exhaustiva de todas sus acciones y decisiones? Tal es la imagen del Cristo resultante del culto eclesial de su Corazón.

Estos últimos comentarios nos invitan a considerar la transfiguración ética producida por el culto, en Espíritu y en Verdad, del Corazón de Jesús: la victoria sobre l nihilismo moral, sobre la permisividad inmoral y sobre la desesperanza ética.

El nihilismo moral se extiende a una concepción exclusivamente sentimental del amor identificado con el placer y escindido de toda obligación como de toda finalidad o sanción. Frente a este vacío, el Corazón de Jesús nos presenta su ley de amor, enraizada en el ejercicio de la humildad: “Aprendan de mi que soy mano y humilde de corazón, ustedes que penan y que se curvan bajo el fardo (de sus pecados) y yo los aliviaré: mi yugo es suave y mi fardo ligero” (Mt 11, 28-30). El sentido de esas palabras, observaba Suárez(7), es hacernos ver a Cristo como el único Redentor, capaz de liberar al ser humano del peso y de las penas que merece, el único autor de la gracia y de la ley evangélica que nos libera del peso de la ley antigua (o solamente exterior), el único médico y autor de la salvación

Lo que Jesús nos enseña, pidiéndonos aprender de Él la humildad de su Corazón, es que sólo lo humilde puede amarse verdaderamente, querer su propio bien corporal y espiritual, temporal y eterno(8). Solo el humilde puede cumplir el mandamiento divino de amarse a sí mismo, inseparable del mandamiento de amar a Dios y al prójimo. El orgulloso, queriendo su propio mal al mismo tiempo que el del prójimo no se ama más y no puede comenzar a amarse sino aceptando de Jesús humilde de corazón el don de la humildad. La acogida del humilde amor para sí y para otro que ofrece a la persona humana el Corazón humilde del Verbo encarnado condiciona la eficacia de la lucha contra el vacío del orgulloso nihilismo moral.

De esta manera se hace posible la victoria sobre la permisividad inmoral de la desesperanza ética. El culto al Corazón de Jesús restaura, enraiza y profundiza la fe en los mandamientos de Dios, es decir el humilde reconocimiento de su origen divino y la esperanza del auxilio divino para guardarlos. Dios revelador nos invita a creer en las interdicciones de su Amor, preocupado de obtener así la reciprocidad del nuestro, y  a esperar de Él el don de una caridad capaz de no violar sus prohibiciones y de guardar sus mandamientos con perseverancia.

Conviene evocar aquí la solemne declaración del concilio de Trento: “Dios no te manda lo imposible, pero mandando te invita a hacer lo que esté a tu alcance y a pedir lo que no puedes y te ayuda a poder: esos mandamientos no son pesados, su yugo es suave y su fardo ligero”(9).

Sí, paradójicamente, dándonos mediante y con su Espíritu la gracia de obdecer por puro amor a sus mandamientos, el Corazón agonizante y traspasado de Jesús nos libera, del moralismo de las normas idolatradas, pero cuyo fin y origen divinos nos son percibidos, y del amoralismo que rechaza toda norma ética de carácter trascendente. El Corazón amante de Cristo nos preserva así de la incrédula negación de las normas absolutas(10) y del escepticismo en materia moral.

Especialmente, cultivando la redamatio respecto del Legislador amante de la ley de amor, el adorador del Corazón del Hijo encarnado se dispone a poner al servicio de la fe, de la esperanza y de la caridad el ejercicio racional y divinizado de sus pasiones en la imitación de las virtudes morales que Jesús practicó por puro amor por su Padre y que quiso continuar practicando en nosotros y por nosotros. Se comprende así que, para Kart Rahner(11) y Joseph Ratzinger(12), como para los papas(13), el culto rendido al Corazón de Jesús se sitúa al centro del cristianismo y aun del mundo.
Porque la devoción al Corazón de Jesús opera una recapitulación de toda la vida virtuosa moral en la llamas de la caridad (Col. 3, 14). Unifica los múltiples aspectos éticos de la existencia humana. Orienta toda la vida social, todas las dimensiones horizontales hacia la vida eterna ya que la caridad nos une inmediatamente al Creador(14).

En un período de la historia eclesial que manifiesta una falta de afecto frente a la comunión cotidiana y a la confesión frecuente o personal(15), una renovación de la Hora Santa del jueves y de la comunión del primer viernes de mes facilitan el acceso a los sacramentos, a la vez que preparan su digna recepción(16).

De igual manera, la insistencia acerca de la reparación ayuda a percibir mejor el carácter propiciatorio de la Misa, perdido de vista por aquellos que exaltan unilateralmente el aspecto de comida que acarrea(17).

El culto privado y público al Corazón corresponde a la necesidad permanente y profunda de simplificación y de unificación de toda la vida espiritual que se manifiesta en nuestro tiempo. Favorece, igualmente, una jerarquización de las finalidades éticas paralela a la jerarquía de la verdades que ha exaltado el concilio Vaticano II(18), sin sacrificar al “falso irenismo” denunciado por el mismo concilio(19), siguiendo a Pío XI(20).

Todo lo que acabamos de recordar fue ya anticipado por Charles Foucauld:

“La religión católica nos ilumina haciendo brillar frente a nuestros ojos la más luminosa, la más cálida, la más benefactora de todas las verdades: la “verdad” del Corazón de Jesús…  no estamos olvidados, solos, sobre el camino que sigue Jesús: antes de que fuésemos, un Corazón nos amó con amor eterno y todo el curso de nuestra vida ese Corazón nos abraza con el más cálido de los amores. Ese corazón es puro como la Luz: todas las bellezas y las perfecciones increadas resplandecen en Él; Dios nos ama, nos amó ayer, nos ama hoy y nos amará mañana. Dios nos ama en todo instante de nuestra vida terrestre y nos amará durante la eternidad si nos rechazamos su amor. Ésta es loa verdad del Corazón de Jesús, revelada para iluminar y abrazar los corazones de los hombres(21).

A pesar de los silencios (sobre la Iglesia y los sacramentos) que le confieren una tonalidad un poco “intimista”, ese texto de 1903 expresa admirablemente lo que en la actualidad siguen percibiendo y experimentando los adoradores del Corazón de Jesús.

Después de haber recordado los efectos positivos y terapéuticos operados por el ejercicio del culto privado y público hacia el Corazón de Jesús, podemos, ahora recordar las indispensables condiciones teológicas  que hacen posible ese culto(22):

  1. no hay culto al Corazón de Cristo sin fe en la Resurrección de su cuerpo crucificado; ese corazón sigue latiendo;

  2. no hay culto al corazón de Jesús si el pecado no es reconocido como ofensa personal frente a la Persona divina;

  3. no hay reparación posible frente a la Humanidad de su Persona divina si no se reconoce su ciencia humana y sobrenatural de los pecados del mundo (durante su Agonía).

  4. no hay culto al corazón de Jesús sin reconocimiento de su Sacrificio sobre la Cruz, perpetuado por la Misa, y de nuestra asociación eucarística a su vocación de Redentor.

Ahora bien, esas condiciones – esto es bien sabido – tienen  de manera desigual carencia en muchos sectores de reflexión teológica contemporánea.

El conjunto de esas condiciones equivale a una inteligencia correcta y ortodoxa del Misterio Pascual, como de la conciencia mesiánica de Jesús. Las confusiones y dudas debatidas sobre el carácter consciente, voluntario y libre, sobre el carácter humano y no solamente divino del Acto Redentor ponen en peligro la esencia misma del culto al Corazón de Cristo Salvador.

De rebote, esas dudas nos ayudan, indirectamente a percibir mejor la identidad entre su Corazón, por un lado, y su conciencia psicológica y sobre todo moral, por el otro, clave de su misión Redentora.

El Verbo, convertido en Corazón humano, es decir conciencia psicológica y moral, santa y amante, cura nuestras conciencias maculadas por el pecado.

En la antropología concreta y global de la Biblia, nos recuerdan en los exegetas, “el corazón del hombre es la fuente misma de su personalidad consciente, inteligente y libre, el lugar de sus elecciones decisivas, el de la Ley no escrita, el de de la acción misteriosa de Dios. En el Antiguo Testamento, como en el Nuevo, el corazón es el lugar donde el hombre encuentra a Dios, encuentro que se vuelve plenamente efectivo en el Corazón humano del Hijo de Dios(23)”.

La Biblia “no conoce término específico para designar la conciencia sino a partir del contacto con el medio griego: Syneidésis no aparece sino en Q10, 20 y Sab 17, 10(24)”.

Ausente de los evangelios, el término es, sobre todo, empleado por Pablo, que identifica claramente el corazón y la conciencia: “Los paganos privados de la Ley… muestran la realidad de esta Ley inscrita en su corazón, por cuanto les da testimonio de su conciencia” (Rm 2, 14-15).

Una vez reconocida la identidad entre corazón y conciencia en el Antiguo Testamento, una vez admitido que el Corazón humano del Hijo de Dios es el lugar del encuentro salvífico entre el hombre y Dios, lugar inseparablemente metafórico y físico(25); nuevas e importantes perspectivas se desprenden del conocimiento del Corazón de Jesús y de su misión redentora.

Se debe a que es el Hijo único y a que lo sabe, que Jesús puede realizar su misión de Redentor. Conviene subrayar, con P.I. de la Potterie, “la importancia absolutamente central de esta conciencia humana que tenía Jesús de su Yo divino o más bien de su conciencia de ser Hijo de Dios esta conciencia, es el “corazón” de la santa humanidad de Jesús”: el “misterio de la conciencia de Jesús” e idénticamente el “misterio del corazón de Cristo”(26).

Asumiendo una conciencia humana, el hijo único podía conducir a ésta conciencia, a ese corazón, el peso terrible del pecad del mundo, de todos los pecados de todos los hombres de todos los tiempos, conocidos todos en el horror de su culpabilidad, para expiarlos, detestándolos, por amor a sus autores.

Más qué el de Pablo y el de los griegos, el “Corazón-conciencia” de Jesús es el testigo interior – antecedente, concomitante y consecuente – de las acciones buenas y malas de los hombres, sus hermanos. Mucho más que en ellos, la Ley moral de amor por el Padre y por los hermanos está íntimamente presente en su conciencia psicológica y moral, en su Corazón. Conociendo lo que hay en el hombre(27), en los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos, en las conciencias y en los corazones de todos los primitivos y todos los civilizados, el Corazón humano de Jesús conoce y reconoce la presencia, en ellos como en sí mismo, de esta Ley moral que los finaliza como lo finaliza a él mismo.

La conciencia moral de Jesús tiene por objeto los valores morales, los bienes morales, las virtudes, los deberes que debe realizar y la manera de realizarlos. Se enraíza en la conciencia psicológica de su identidad teándrica y de su misión. En Jesús, la conciencia moral estuvo siempre conciente de haber actuado bien, nunca de haber actuado mal. Jesús siempre tuvo conciencia moral del valor de sus actos(28).

Esta conciencia inseparablemente psicológica y moral, es ejercida por Jesús en su nombre pero también nombre de la humanidad entera: es la “conciencia capital” del Jefe de la humanidad y de la Iglesia, que acompaña a la “gracia capital” que Él recibe para beneficio de la humanidad. En y por su conciencia moral, Jesús es el Corazón de la humanidad.

En el acto de su conciencia moral, el Corazón de Jesús se sabe unido y obligado por los mandamientos amantes del Padre, de los que recibe el poder de dar la vida por sus hermanos y recuperarla (Jn 15, 10; 10, 18). Se sabe obligado a obedecer la ley de amor sacrificial dictada por el Padre (Jn 10, 13).

La pureza de conciencia de Cristo trae consigo la ausencia, en él, de toda falta consentida su corazón es irreprochable (1 Tm 3, 9). Su buena conciencia purifica las conciencias deformadas por el pecado(29).

El corazón de Jesús es el Salvador de las malas conciencias, maculadas:las hace buenas mediante su expiación y su perdón (Cf Ti 1, 15). A través de sus sacramentos, la conciencia moral de Cristo Sacerdote y Rey rectifica los apetitos, confiere, con la caridad, las virtudes morales informadas por ella. Por medio de la eucaristía, la conciencia de Jesús ayuda a la conciencia que estaba voluntariamente y  culpablemente deformada a reformarse desterrando sus juicios erróneos y a la conciencia deformada a perseverar en la rectitud.(30) Recibiendo a Cristo eucarístico, recibimos a aquél que, en la conciencia humana de su Corazón, nos conoció y amó siempre, del Pesebre a la Cruz, pasando por el Jardín de su Agonía, como Dios y como Hombre. Viene a transformar en las llamas de su caridad nuestras conciencias y nuestros corazones vacilantes, a manudo divididos(31).

Entonces, la conciencia moral de Cristo eucarístico viene a nuestras conciencias deformadas por el pecado a reformarlas haciéndolas conforme a la suya y aun a transformarlas por el don de su Espíritu. Comulgar, es recibir y adorar la conciencia moral del Corazón de Jesús, perfecto Adorador, divino Adorador, Adorador infinito, único Adorador(32).

El corazón eucarístico de Jesús se manifiesta, así, como el terapeuta sacramental de esta humanidad cuyo pecado la hizo espiritualmente enferma.


1 Aunque estos dos términos sean diversamente entendidos, recordemos aquí dos definiciones a menudo admitidas: la secularización quiere sustraer de su orientación hacia el siglo futuro para reducirlos al servicio del siglo presente (cf. Mc 10,30; Mt 12, 32) a las personas o a los lugares o a las cosas consagradas ; el secularismo significa la tendencia a ignorar a Dios y a las cuestiones religiosas para darse enteramente a las actividades seculares (cf. Bertrand de Margerie, Le Christ pour le Monde, París, 1971, cap. 8, pp. 156-160.

2 San Ignacio de Antioquia, Ad Ephesios, VII, 1-2; SC 10, 64; cf. G. Dumeige, Médecin (le Christ) DSAM 10, 891, sq.

3 DC 67, col. 737; AAS, P. 349 Pío XII se refiere a santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II, II, 34, 2.

4 Cf. Nuestro cap 4 y, en HA, la alusión del § 27 a la ciencia infusa de Jesús (DC, 722; AAS, 328); Cristo nunca tuvo necesidad de auxilio de oro humano para descubrir el secreto de su propia identidad.

5 Cf. Vaticano II. Decreto sobre el Ecumenismo, § 11: “Nada más ajeno al ecumenismo que ese falso irenismo por el cual la pureza de la doctrina católica es puesta en peligro y su sentido auténtico y cierto oscurecido”.

6 Vaticano II (LG 28 fin sobre la misión del sacerdote) y Vaticano I (DS 305 1) sobre la misión del Papa.

7 Suárez, defensio fidei, II. 9,15 (Opera omnia, 24, 164).

8 Santo Tomás de Aquino de Aquino, Suma Teológica, II, II, 23 a 26.

9 Trento, DS 1536.

10 Como esta: no está permitido matar a un inocente.

11 K.Rahner, Le Dieu plus grand, París, 1971, p. 165.

12 J. ratzinger, Fe cristiana ayer y hoy, París. 1969:pp. 163-164.

13 HA, 69 a 71: DC, /37.738; AAS, 350-351.

14 Así, la opción por los pobres, en la medida en la que sobrepase un sentimiento natural de solidaridad y sea ejercida en virtud de una caridad sobrenatural, alcanza a Dios inmediatamente, aunque no sea conocido abajo sino mediatamente: santo Tomás, Suma Teológica, II, II, 27, 4.

15 Cf. B. de Margerie, Communion quotidienne et Confesión fréquente, Résiac, 1988.

16 Cf. Juan Pablo II, Discurso al Apostolado de la Oración, 13 d abril de 1985 § 4: el papa alienta vivamente la difusión renovada de la práctica del primer viernes del mes, Ésta puede y debe ser comprendida como un primer paso hacia comunión dominical e incluso la cotidiana, alentada por san Pío X, más que, históricamente, que el consejo de la comunión del primer viernes  que abrió el camino al llamado de este papa a la comunión cotidiana. (Cf. C. Bernard Le Coeur du Christ et ses symboles, París, 1981, p. 75.

17 Jesús no quiso dar al pan y al vino el valor de signo de una comida fraternal, al menos no en primer lugar; pero el pan partido es directamente signo de su cuerpo entregado, el vino de su s

18 Vaticano II, decreto sobre el ecumenismo, §11.

19 Ibid, cf. Nota 5, pag. 185.

20 Pío XI, Mortalium Animos, 6 de enero de 1928, AAS, 20 (1928), 12 citando 2 Jn 10: visiblemente el concilio Vaticano II consideró que esta monición del apóstol de la caridad se aplicaba, no a los herejes materiales, sino a los herejes formales.

21 C. de Foucauld, Oevres spirituelles, senil, París, 1958, p. 603.

22 C. Pozo., “La teología del Corazón de Jesús en la actual crisis del pensamiento teológico”, estudio aparecido en el volumen colectivo Semana de Teología y Pastoral, Valladolid, 1975, 44.

23 J. de Fraile y A. Vanhoye, art. Coeu, VTB, París, 1971, 2 p. 176.

24 X. Léon-Dufour, art. Coscience, ibid., pp. 204-205.

25 Los artículos sobre el corazón o sobre el hombre en los diferentes diccionarios  bíblicos manifiestan claramente el nexo entre el sentido físico y metafórico del término corazón en la lectura bíblica. El emplazamiento del corazón, invisible, al interior del pecho, explica el uso metafórico del término para designar la interioridad. Cf. A. Guillaumont, en Le Coeur, París, 1950, pp. 42, 45, 49-51, 65-66.

26 I. de la Potterie S.J., “Fundamento bíblico de la teología del Corazón… Su conciencia filial” en el volumen colectivo El Corazón de Jesús, Corazón del mundo, FAC París, 1982, p. 136.

27 Jn 2, 25.28

28 Cf. H. Brouillard, art. Consciencie Morale, Catholicisme, III (1952), 58 sq.

29 Cf. C. Spiq, “La conciencia en el Nuevo Testamento“, Revue bíblica, 1938

30 Santo Tomás de Aquino, de veritate, 17, 3.

31 J.M. Mc dermott S.J.., Revue biblique

32 El cardenal de Bérulle describía así a Cristo.


Traducido del francés por José Gálvez Krüger para ACI Prensa


 

Sagrado Corazón de Jesús

Curación del Corazón humano por el Corazón de Jesús (II)

El Corazón de Jesús purifica ilumina y unifica

 

Bertrand de Margerie S.J.

 

Ricoeur mostró que ciertos símbolos ponen nuestros pasados, nuestra infancia misma, como nuestro presente al servicio de nuestra búsqueda de beatitud(1). Para el teólogo Charles Bernard,(2) las oportunidades del simbolismo en espiritualidad residen, ante todo, en sus potencialidades de expresión y de intregración. Ya en el siglo IV, un autor neo platónico, Jamblico decía: “El poder inexplicable de los símbolos nos permite acceder a las cosas divinas”. Hemos visto en el capítulo precedente la importancia del simbolismo en el culto al Corazón de Jesús, lo que nos prepara a precisar su rol terapéutico.

En el conjunto, moralmente unánime, de las culturas humanas, el corazón no connota y no simboliza la interioridad de la persona humana si no connota a la vez al pecado(3), el sufrimiento y la compasión. El Corazón traspasado de Jesús, manifestando su amor herido, evoca al pecado del mundo expiado por Él en su compasión por los pecadores. Simboliza inseparablemente la acción –voluntaria – de su oblación espiritual, como la Pasión amante que ofreció al Padre en expiación por nuestros pecados, lo mismo que su plenitud de compasión hacia nosotros pecadores. Jesús hace suyas las heridas sufridas por los hombres pecadores. Las resumió conociendo y amando a sus hermanos.

Esta universal encarnación psicológica(4) esta, de hecho, ligada con la inhumación ontológica y física. En las profundidades de su Corazón amante, Jesús, durante su Agonía y su Pasión, transfiguró y transformó las heridas infligidas a los corazones humanos por el odio, en el curso de la historia, en una oblación sacrificial.

Mediante la Encarnación, Dios se revela. El Concilio Vaticano II, profundizó magníficamente nuestro comprensión de la Revelación precisando que Dios se comunicó, no solamente en palabras, sino también en actos(5). Prolonguemos este pensamiento, reconociendo que de hecho las palabras y las acciones de Cristo pre-pascual habrían sido inútiles para su obra de Revelador sin sus sufrimientos físicos y sobre todo morales. La pasión de Jesús es la modalidad suprema de su revelación. Crux Christi, suprema cátedra Revelatoris.

La Cruz de Cristo reveló a los seres humanos, a menudo odiosos y desventurados, que el eterno, bienaventurado e impasible Hijo de Dios pudo, quiso sufrir efectivamente en su interioridad humana para manifestar su amor. Especialmente en su Corazón traspasado y como Señor crucificado, Jesucristo es, siguiendo la expresión  de Vaticano II, la plenitud de la Revelación(6).

La conciencia moral del Corazón de Jesús suscita la adhesión a su Mensaje, iluminando y unificando las libertades humanas en la elaboración de sus “proyectos de vida”.

A través de su amor sensible, especialmente, el Corazón de Jesús transfigura la vía purgativa. Porque el culto ofrecido a s Corazón sitúa la lucha contra las tentaciones, los vicios y los pecados en el horizonte de una reparación amante, de un amor desinteresado y lleno de gratitud respecto del salvador. Ayuda a percibir los valores contenidos en la mortificación y la abnegación. Jesús es visto como inseparablemente Creador, Modelo, Mediador, Intercesor, Abogado, Juez, Remunerador y Salvador. La contemplación de su Justicia y de sus exigencias de Legislador jamás ha estado separada de su divina ternura, misericordia y Bondad: “Considera pues la bondad y la severidad de Dios; severidad hacia aquellos que han caído, y hacia ti bondad, en tanto permanezcas en esa bondad” (Rm 11, 2).

En esta vía purgativa, un rol especial es reservado a las imágenes del Corazón de Cristo, que es la Imagen por excelencia de la Bondad del Padre invisible (Col 1, 15). Las imágenes prolongan y manifiestan, de acuerdo a la doctrina católica, la Encarnación del Verbo-Hijo-Imagen con miras a la Redención de las imágenes humanas convertidas en desemejantes(7). Las imágenes del Corazón coronado par las espinas de nuestros pecados, llevando en sí mismo, desde su concepción, la cruz de nuestra salvación, plantada en su profundidad humana y divina, nos recuerdan constantemente el pensamiento de Pablo: “Me amó y se entregó por mí” (Ga 2, 20), es decir, me amó de un modo sensible y sufriente.

Espinas, cruz, Corazón traspasado: símbolos que ayudan al bautizado a ser siempre más plenamente imagen semejante de la única Imagen. Facilitan al psiquismo superior el señorío sobre la angustia causada por la perspectiva de las consecuencias futuras de los pecados pasados. Esa imágenes recuerdan a nuestras imaginaciones, pero también a nuestras inteligencias que nuestro Dios es un Dios “de ternura y de gracias, que castiga la falta hasta la tercera y cuarta generación” (Ex 34, 6 sq). Si sus castigos sugieren lo serio del pecado, su misericordia indefinida manifiesta, especialmente, su paciencia infinita.

Mostrándonos el Corazón traspasado y sufriente de Cristo, esas imágenes abren a nuestros corazones a una lucha amante y eficaz contra nuestros vicios y nos preparan a recibir el beneficio de su Perdón y de su acción a través del Sacramento de la Reconciliación penitente, especialmente por medio de la Hora Santa de Compasión a su Agonía (Cf. Mt 26, 4: “No han podido velar una hora conmigo”). Mediante ese Sacramento y esas imágenes, el Corazón del Sanador de la humanidad cura los recuerdos heridos e hirientes de nuestras infancias y aun del conjunto de nuestras vidas.

De manera semejante, el culto privado y público del Corazón de Dios hecho hombre transfigura nuestro ejercicio de las virtudes morales, iluminadas por su actuar y por sus ejemplos. Él mismo es la vía que ilumina nuestro caminar virtuoso hacia el Padre y hacia la imitación de sus perfecciones: la Vía luminosa e iluminadora.

El culto tributado al amor humano y divino de Jesús por el mundo fortifica sin cesar el coraje necesario para mantener y cumplir el “proyecto espiritual”(8) en el contexto de las heridas infligidas al hombre moderno por una civilización industrial y post industrial que tiende a despersonalizarlo y a alienarlo, reduciéndolo al nivel de un objeto de mercancía.

El culto del Corazón de Cristo viene aquí en auxilio de la persona, ayudándolo a cultivar su propia identidad: el “Yo” humano es un sujeto que ha sido amado en su pasado, es actualmente amado y sabe que lo será por Aquél cuyo amor domina y unifica el pasado, el presente y el futuro. La permanente y creciente consciencia de estar envuelto por este Amor trascendente facilita la imitación de las virtudes que Él mismo ejerció durante su vida terrestre, inclusive que hasta el pasado  tiende a sumergir el pasado. Porque el sujeto humano encuentra en su relación con el Corazón de Cristo la fuerza y el dinamismo queridos para preparar y desafiar el porvenir. Ve en Él un maestro de confianza y de amor audaz.

En esta vía iluminativa, la imitación de Cristo es inseparablemente testimonio rendido a Cristo, bajo la influencia del Espíritu de Verdad y de las gracias sacramentales de la confirmación. Por medio de ellas, el Espíritu del Corazón de Jesús habla de Él, actúa por Él, suscita el deseo de ofrecerle los sufrimientos y las alegrías de la vida cotidiana.


1 Cf. P. Ricoeur, De l’interpretation, París 1965, p. 478: “los mismos símbolos son portadores de dos vectores; representan nuestra infancia, exploran nuestra vida adulta. Sumergiéndose en nuestra infancia y haciéndola revivir sobre el modo onírico es que representan el proyecto de nuestras posibilidades propias sobre el registro de lo imaginario. Esos símbolos auténticos son regresivos-progresivos.”

2 Ver C. Bernard, “La fonction symbolique en espiritualité”, Nouvelle Revue Théologique., 95 (1973), 1119-1136, especialmente 1131-1135; del mismo autor, Théologie affective, París, 1984, Ch. VII.

3 Cf. Mc. 7,6 y 21 -22; VTB, art. coeur

4 J.M. Le Blond, “Influence de la Réparation… sur la vie psychique de l ‘homme”, Cor Jesús, Roma, 1959, t. II, P. 369. “La atención cristiana pasó de la admiración delante de la encarnación ontológica a la encarnación psicológica”, del cuerpo físico a las emociones de Cristo

5 Vaticano II, constitución, dei verbum §2.

6 Ibid; cf Hc XXXX1, 1-2.

7 Cf. Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología I, 34 y 35.

8 C. Bernard, Le projet spirituel, Université Grégorienne, Roma, 1970.


Traducido del francés por José Gálvez Krüger para ACI Prensa


 

Sagrado Corazón de Jesús

Curación del Corazón humano (III)

Psicosíntesis terapéutica

Bertrand de Margerie S.J.

Se podría objetar a las consideraciones precedentes algunos pensamientos queridos a muchos liturgistas ante de Vaticano II: una piedad objetiva que pone en relieve la divina acción sacramental bastaría para la santificación, e indirectamente para la curación espiritual. Esta piedad objetiva haría largamente inútil la piedad subjetiva de las devociones, entre ellas el culto privado hacia el Corazón de Jesús.

Pío XII respondió con firmeza: sí, “Cristo nos salva cada día en los sacramentos, a través de ellos purifica sin cesar y consagra a Dios a toda la humanidad; es cierto que los sacramentos y el sacrificio de la Misa son actos de Cristo mismo que comunica la gracia divina a los miembros de su Cuerpo, pero éstos son cuerpos vivos, dotados de razón y de voluntad personal; aproximando sus labios a la fuente, deben apoderarse vitalmente del alimento, asimilarlo y apartar todo aquello que pudiera impedir su eficacia.(1)

Si alguien tiene sed, que venga a mí y que beba, decía Jesús prometiendo ríos de agua viva brotando de su Costado traspasado, al pedido de los Apóstoles y de sus sucesores, en el cáliz presentado por la Iglesia, siempre al final de la Cruz. Para beber, hay que tener sed e ir activamente, personalmente a Jesús. Nadie beberá si no comprende por qué debe beber y acercarse a Cristo crucificado, en la fe. Los actos de la piedad subjetiva, la mediación de las realidades sobrenaturales, el ejercicio de la inteligencia iluminada por la fe, se imponen con una “absoluta necesidad”(2) a  aquel que quiere crecer en las virtudes recibidas (inconscientemente) luego de su Bautismo(3). No hay curación rápida sobrenatural sin participación personal del enfermo en la terapia sacramental y “objetiva” llevada a cabo por Cristo.

Todo esto ya era cierto en el pasado, pero los es más todavía en el contexto de una civilización urbana, post-industrial. Cuando se presentan los momentos inevitables de crisis y de fuertes tentaciones, el cristiano, que busca oración litúrgica bella, no siempre la encuentra a su disposición en el momento de su elección.

Pero, siempre y en todas partes puede elevar una oración personal, reconocer , con la ayuda del Via Crucis o de los misterios del Rosario, el amor personal, divino y humano, espiritual y sensible, del Corazón de Jesús por él. Puede, de esta manera ejercer la indispensable perseverancia en la oración para volver a pasar de la “desolación” y de las tinieblas a las consoladoras luces de la fe, de la esperanza y de la caridad. En el misterio del Corazón de Cristo, su discípulo y adorador redescubre sin cesar que no es sólo objeto del amor del Salvador, sino también sujeto con Él, bajo Él de su acción salvífica. El culto al Corazón del Salvador ayuda, pues, a la persona humana a participar en la Providencia de ese Salvador sobre ella misma. Precisemos, una vez más, de qué manera.

Más que ningún otro símbolo, pero también en conjunto con muchos otros, que consolida y fortifica en su significación, el Corazón de Jesús, reconocido, amado, adorado, libera, canaliza, y domestica la energía psíquica, la energía de las pulsiones inferiores ofreciendo a la zona conciente de la persona y a la inconciente, un objeto digno de su atención, revelado supraconciente, que lo colma y lo eleva por encima de ella misma.

A través del culto a su Corazón, Jesús nos pone en contacto con una serie de símbolos secundarios y elementales que algunos aspectos de una civilización industria y post industrial, tienden, por momentos  a hacernos olvidar en su contexto original y rural: viento, agua, fuego, soplo y sangre(4). Los unifica y les da, así, un sentido más rico, más completo y más complejo. Porque ese culto enraíza toda la vida afectiva y espiritual en la unidad suprema del Ser absoluto.

El símbolo del Corazón de Jesús carga y libera una forma de explosión más formidable que todas las otras; la explosión del amor, que pone a su servicio los sentimientos y las pasiones que colman a l corazón de todo hombre, la caridad sobrenatural que viene a curar y divinizar la pasión natural del amor, la primera de todas las pasiones, la pasión que gobierna a las otras.(5)

Este símbolo “cristocordial” estimula, provoca, canaliza y concentra la energía afectiva, tan difícil de controlar. A la inversa de esta desintegración de la personalidad tan frecuente en nuestro mundo, en una época en que, a menudo, no alcanza a incluir en su pedagogía una formación afectiva e interpersonal, el culto hacia el Corazón real, corporal y simbólico de Jesús, manifiesta y actualiza la voluntad personal de integración, restaura el equilibrio psicológico unificando la personalidad en la adoración del Uno que es Único.

Por qué no decir, entonces, con Charles Bernard que la simbolización mística puede operar el mismo efecto que un psicoanálisis(6). Jung hablaba ya de un avasallamiento del ego y de su libración por medio de la actividad simbólica. Incluso se podría agregar que en nuestros “últimos tiempos” para los que el Señor previó, según Margarita María, como un supremo remedio, la devoción a su Corazón podría tener por fin y por efectos apartarnos de los males agravados resultantes de un psicoanálisis aislado de psicosíntesis. La primera, en ausencia de la segunda, puede ser la ocasión, si no la causa de una desintegración renovada de la personalidad.

Acabamos de pronunciar la palabra pronunciar la palabra decisiva “psicosíntesis”. En el culto al Corazón de Jesús se ejerce la más perfecta y la más completa psicosíntesis. Unifica las tendencias horizontales y verticales de la persona humana, su psiquismo superior (inteligencia y voluntad) e inferior (imaginación, sensibilidad, pasiones), sus dimensiones sociales y aun (a través de los símbolos secundarios asociados al símbolo primordial de corazón) cósmico. Los unifica en el impulso hacia el Uno que es Comunión trinitaria, principio y fin último de todo ser humano.

Mientras que el peligro de ciertos psicoanálisis sería reducir los superior a lo interior, la tendencia hacia Dios, por medio de las condiciones materiales de su ejercicio concreto, y terminar así en un verdadero retroceso de lo que hay de más noble en el ser humano, destruyendo la conciencia de su unidad, la psicosíntesis siempre progresiva que se opera por medio del culto doctrinal y sensible del Corazón de Jesús constituye una maravillosa terapia particularmente adaptada a la situación religiosa de la mayoría de los hombres de hoy, especialmente en el seno de la Iglesia católica.

En las sociedades desarrolladas, es decir, en el hemisferio norte, asistimos desde la Revolución francesa, a un proceso siempre creciente de secularización. Se ha vuelto menos fácil afirmar los valores cristianos en la vida social. A menudo, son rechazados en la esfera personal. De ahí una división profunda entre las tendencias personales del ser humano y su expresión social, deficiente. ¡Situación patológica!

El culto al corazón de Jesús “pone el acento sobre la vida interior, sobre la fe en el amor de Dios, presente a pesar de su aparente ausencia(7)” y sobre la reparación sacramental, socialmente visible y eficaz.

En las sociedades en vía de desarrollo, grosso modo en el hemisferio sur, el culto del Corazón de Jesús corresponde a las tendencias religiosas espontáneas de muchos, preservándolas  siempre de desviaciones sectarias muy amenazantes para ellas. Ayuda a luchar contra los peligros de la irracionalidad en materia religiosa. Contribuye a poner el psiquismo inferior al servicio del psiquismo superior y su conjunto al servicio del prójimo y Dios.

Por todos lados, el culto al Corazón de Jesús satisface a la vez las necesidades afectivas y racionales de la persona humana. Por una parte, ejerce las pasiones y las afecciones orientándolas hacia el fin último y sobrenatural en la caridad. Por otro lado, si la pastoral consiente a tener en cuenta la doctrina propuesta por Haurietis Aguas, da el más alto objeto posible al ejercicio de la razón, de la inteligencia y de la libertad: el Amor divino, el Amor creador, redentor y glorificador de las Tres Personas divinas para el género humano.

Inversamente, conviene destacar los dos peligros, inseparablemente pastorales y doctrinales, a los que está expuesta la presentación del misterio del Corazón de Jesús.

  1. el de señalar y subrayar exclusivamente el simbolismo del Corazón relativo al amor sensible de Cristo, arriesgándose, así, a favorecer un culto superficial y sin profundidad con relación a él, y dejando olvidar que este amor sensible, y ese Corazón son los de una persona divina y, por tanto, son mables, pero también adorables; y tambié

  2. el peligro (ciertamente menos frecuente) de poner en tal relieve al amor divino increado, puramente espiritual que se calle el amor sensible, orientando hacia una religión que finalmente haría la abstracción de la Encarnación: delante de las masas inclinadas a pensar espontáneamente que “las abstracciones no tienen necesidad de corazón” siguiendo la célebre expresión de Rahner, se transformaría esta devoción en un culto elitista

En ambos casos, desaparecería el valor terapéutico de nuestro culto porque habría desparecido la psicosíntesis que le es esencial. En el segundo caso, se habría obligado que es irracional para el ser humano no ejercer su afectividad, y en el primer caso, que es todavía más irracional, pretender ejercerlo solo y sin asociarlo a un ejercicio de la inteligencia y la libertad.

Por el contrario, insistiendo en la naturaleza y en los efectos de la psicosíntesis inherente al culto implicadas en su ejercicio, se prepara mejor el terreno al despliegue de las gracias sacramentales de la Eucaristía, sacramento de la vía unitiva, en la que se recibe a Cristo indivisible y único, Persona divina, alma humana inmortal y beatificada, Sangre derramada y glorificada, Cuerpo resucitado para no morir jamás: “el remedio de la inmortalidad(8)”, cuya gracia eleva cura y diviniza la naturaleza humana. ¿La Eucaristía no es síntesis objetiva operante – y de manera suprema en el contexto del culto al Corazón de Jesús – la psicosíntesis subjetiva, la psicoterapia directamente espiritual e indirectamente psicológica y corporal(9) del comulgante?

Finalmente, la persona humana, herida por el demonio en el pecado original originante y originado, herido por ella misma por medio de sus propios pecados actuales, herida por los pecados ajenos, encuentra en las Llagas – por siempre glorificadas – de nuestro dios encarnado, y particularmente en la llaga de su Corazón traspasado y amante, la posibilidad de hacer la experiencia eucarística(10) de la herida unificante e incurable del amor divino y de comenzar el camino hacia la curación definitiva de su Resurrección.

1 Pío XII, encíclica Mediator Dei, Doc, Cath.

2 Ibid., 205.

3 Tratándose del bautismo conferido a un niño que no haya alcanzado la edad de la razón.

4 Cf. Eloi Leclerc, Le Manrique des créatures ou les symboles de l’union: analyse de Saint François d’Assise, París, 1970.

5 Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, II, 28, 6 y 29, 2,

6 C. Bernard, op. Cit n. 34, p. 1130.

7 Citado por el T.R.P.H.Kolvenbach S.J., en su conferencia del 2 de julio de 1988 en Paray-le-Monial respecto de “una misión agradable” (edición de Prior et Servir, Apostolado de la Oración, Roma), p. 28.

8 San Ignacio de Antioquia, A los Efesios 20, 2; Rj 43.

9 Citemos aquí a Juan XXIII (AAS 52, 1960, 402): “La Eucaristía es misterio de vida física: directamente, de vida física eterna, porque, como Jesús nos asegura, aquellos que lo reciben con las disposiciones debidas tienen la certeza de la Resurrección gloriosa en el último día; indirectamente, de vida física temporal, porque, desarrollando la vida cristiana y las buenas maneras, preserva de múltiples enfermedades que vician el organismo atormentando la existencia pecadora”. Juan XXIII retomaba un texto de Pío XII. Prolonguemos su pensamiento: al igual que la Eucaristía, estimulando el ejercicio de las virtudes, preserva de muchas enfermedades que entrañan los vicios. Igualmente, cura las depresiones preservando de las tristezas irracionales y favoreciendo la alegría, fruto de la caridad, cuyo crecimiento es el efecto propio de la Eucaristía

10 Para san Buenaventura, la Eucaristía es el sacramento de la experiencia mística: cf. E. Longpré, Eucaristie et expérience mystique, DSAM, IV, 2 (1961), 1568-1621; B. de Margerie, Christ pour le Monde, París, 1971, pp. 384-385.


Traducido del francés por José Gálvez Krüger para ACI Prensa


 

Sagrado Corazón de Jesús

El Corazón de Jesús, principio y término de nuestra reconciliación penitente

 

Bertrand de Margerie S.J.

Transcripción de José Gálvez Krüger

 

Propongo aquí una reflexión acerca de la importancia de la “Reconciliación y de la Penitencia en la Misión de la Iglesia”. La contemplación del Misterio del Corazón de Cristo Jesús, centro del misterio de la Iglesia, arroja una luz radiante sobre este misterio. El Corazón de Jesús se manifiesta como un símbolo eficaz de la reconciliación vertical y horizontal, a la vez que un principio dinámico de penitencia sacramentalizada, en sus diferentes aspectos: contrición, confesión, absolución y satisfacción. Sin olvidar que “en el Bautismo es donde el cristiano recibe el don fundamental de la metanoia o conversión” (Paulo VI), que es la base de los actos del penitente.

I. El Corazón traspasado de Jesús, símbolo supremo de reconciliación

En las profundidades del corazón humano, por muy dividido interiormente y por muy corrompido que esté se origina, bajo la acción de su Creador y fortalecido por sus gracias actuales, el proyecto de una triple reconciliación: consigo mismo, con los demás y con Dios. Este es el proyecto mayor de cada uno de nosotros: unificarse íntimamente, en unión con nuestros compañeros de peregrinación y, sobre todo, con Aquel que es principio y término de nuestra existencia; por consiguiente, reconciliarse consigo mismo, con nuestros hermanos y con el Padre. Proyecto que, por cierto, supera nuestras fuerzas.

La Revelación nos manifiesta que el Hijo único de Dios quiso asumir un corazón de carne, un corazón dividido, un corazón amante y misericordioso, precisamente para convertirse en el Mediador deseoso de la realización de nuestro triple proyecto de reconciliación. Este Corazón quiso conocer y experimentar la desintegración de la muerte, el odio de sus hermanos y un misterioso abandono de su Padre a fin de cumplir en nosotros y en el universo su voluntad reconciliadora, reconciliándonos con nosotros mismos, con nuestros hermanos y con Él mismo y con su Padre. Aceptó, pues, detener, en la muerte, sus latidos amorosos para darnos, con la Sangre y el Agua de sus sacramentos, el Espíritu, que es la reconciliación en forma de remisión de los pecados (Jn 19, 30, 34; 20, 22-23), el Espíritu de Amor, que es el Soplo vivificante del Corazón del Resucitado.

Los hombres estaban incapacitados para expiar sus crímenes y satisfacer a la justicia misericordiosa del Padre; el Hijo unigénito, impulsado por el ardiente amor de su Corazón hacia nosotros, reconcilió totalmente los deberes y obligaciones de la humanidad con los derechos del Padre, poniendo en nuestras manos su satisfacción sobreabundante e infinita. De esta manera, Cristo Redentor es, por su Corazón humano, el autor de “esta admirable conciliación (miranda conciliatio) entre la justicia divina y la misericordia divina, donde tiene sus cimientos la trascendencia del misterio de nuestra salvación”, de acuerdo con la hermosa expresión de Pío XII en la encíclica Haurietis Aquas.

Dicho con otras palabras, al conciliar entre ellas las exigencias de la Justicia y d la Misericordia divinas, gracias a la ofrenda de su sacrificio expiatorio, Cristo reconcilió a su Padre celestial con sus hermanos humanos. En la Sangre derramada de su Corazón traspasado de Mediador teándrico, unificó el proyecto trascendente y divino de reconciliar a los hombres con su Creador, y el proyecto humano y dependiente de reconciliarse con Dios y con los hermanos humanos. En la no-violencia amorosa de su pasión, Jesús hizo humildemente violencia a su Padre a favor de los hombres: “el reino de Dios sufre violencia y los violentos lo conquistan” (Mt 11, 12). Su Corazón “manso y humilde” (Mt 11, 29) es el símbolo de su amor no violento que a los violentos convirtió siempre a la mansedumbre. El Corazón de Jesús es nuestra paz y nuestra reconciliación.

Esto no obstante, al expiación reconciliadora de Cristo está muy lejos de dispensarnos de ofrecer al Padre nuestra propia satisfacción reparadora; por el contrario, nos la hace posible y fácil, al suscitar su integración en el único sacrificio aceptable por parte del Padre. Cristo no murió para dispensarnos de sufrir y morir, sino para pudiésemos con Él, amar a su Padre, incluso en nuestro sufrimientos y en nuestras muertes, a pesar de nuestra debilidades y de nuestros pecados. De aquí, la institución del sacramento de la Penitencia reparadora, signo eficaz de la integración de nuestra satisfacción en la suya. Precisamente gracias a este sacramento, Cristo sigue reparando por nosotros a su Padre. Su reparación objetiva se completa en la reparación subjetiva.

II. El Sacramento de la Penitencia, en sus diferentes aspectos, diviniza la Reparación

Se trata, ahora, de mostrar brevemente cómo el culto al Corazón de Jesús facilita el acceso a los Sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Entendemos aquí por reparación una participación libremente aceptada y llena de amor en el destino de Jesús, Nuestro Señor, por la aceptación de las consecuencias del pecado en el mundo: el dolor, el abandono, la persecución, cierta ausencia del Dios siempre presente y la muerte. Informada esta reparación por la caridad, se la puede considerar como la forma de todas las virtudes en el mundo del pecado y de la cruz.

La reparación es el ejercicio activo de una justicia amorosa para con un Dios misericordioso, incluso en su misma justicia: incluye la voluntad de compadecer en la Pasión de ese Dios por nosotros y de consolarlo en su agonía como hombre, con miras a completar lo que faltaba a sus sufrimientos, por su Cuerpo, que es la Iglesia.

En resumidas cuentas, la reparación asume todas las obligaciones de la justicia para con dios en una atmósfera de amor, tanto más y tanto mejor, por cuanto, lejos de aislar en Dios su justicia, la ve penetrada totalmente por la misericordia, ontológicamente idéntica a aquélla, en la infinita simplicidad del Ser divino.

Esta reparación suscitada por Él, Cristo la hace suya en el sacramento de la Penitencia. Sacramentaliza y diviniza nuestras reparaciones subjetivas integrándolas en su Reparación objetiva. “En Él – dice el Concilio de Trento - nosotros satisfacemos, al producir dignos frutos de penitencia, que sacan de Él su fuerza, por Él se ofrecen al Padre y, gracias a Él, son aceptadas por el Padre”.

Esta declaración se aplica a la contrición, a la confesión y a la satisfacción, mediante las cuales el penitente “concelebra” con el sacerdote, el Sacramento de la penitencia. Los “frutos de la penitencia” serán tanto más dignos de ser ofrecidos al Padre por el Hijo y aceptados por ambos, cuanto más penetrados estén de amor, gracias a la práctica del culto al Corazón.

La Hora Santa asocia al cristiano al Corazón de Jesús, destrozado durante su agonía a la vista del pecado del mundo: “Mi alma está triste hasta la muerte… ¿No has podido velar una hora conmigo? Vigilad y orad” (Mc 14, 34-38). El bautizado que ha caído en pecado se esfuerza por quebrantar voluntariamente su corazón de dolor ante el sufrimiento que su ingratitud causó al Hijo del Hombre. Al contemplar la agonía de Jesús en el Jardín de los Olivos, toma parte en la lucha que Él sostiene contra el pecado. Lucha junto a Jesús inocente, contra sus propios pecados. Los detesta. Se aparta de ellos. ¿Podrá haber una preparación mejor para recibir fructíferamente la absolución? ¿No se facilitaría de manera especial la vuelta de muchos a la confesión mensual, si se restableciera, en el contexto de una celebración penitencial, la Hora Santa los primeros Jueves de mes?

Cuando se cultiva por estos medios una contrición profunda, cuando la contemplación del Corazón agonizante de Jesús nos ha hecho reconocer que moriríamos de dolor si fuéramos conscientes de la gravedad inmensa del menor pecado venial, por cuanto ofende a la bondad infinita, la confesión ya no se experimenta tan sólo ni principalmente como una carga vergonzosa, sino también y mucho más como una necesidad que satisface la sed de reparación, suscitada por el Espíritu de Jesús con la contrición.

Juntamente con esto, la absolución se aprecia mejor como una palabra que nos libera de la más tiránica de las esclavitudes: el encadenamiento al capricho de las pasiones desordenadas. El penitente que carga sobre sí el yugo de Cristo, experimenta su suavidad, lo liviano del peso que su mandamiento del amor pone sobre nuestros hombros, desde el momento en que su misericordia nos libra de la pesadísima carga de nuestra propias fallas, gracias a la humildad de su pasión: “Mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 29-30). Sobre todo por las palabras de la absolución, el penitente experimenta en sí en la fe, el Corazón manso y humilde de Jesús, al compartir su humildad por la humillación voluntaria de la confesión. Gracias a que, en la contrición, ha llegado a reconocer que antes había sido “un mal hombre, que del tesoro malo de su corazón malo, saca cosas malas”, y gracias a que ha reconocido, en las palabras buenas de una confesión, sus pecados, puede ahora comprender al Hombre bueno, a Jesús, y sacar del buen tesoro de la abundancia de su Corazón, la cosa buena por excelencia, el perdón (cf. Mt 12, 34-35): “Tus pecados te son perdonados…vete y en adelante no peques más” (Mc 2, 5; Jn 8, 11).

Entre las palabras buenas que Jesús, mediante su Iglesia, saca de su Corazón – el único bueno – para ayudar al pecador perdonado a no volver a pecar, están las que le señalan la satisfacción que deberá cumplir para completar en sí la Pasión de Cristo, en el amor.

Por una parte, esa reparación amorosa al Amor justo y misericordioso al que ofendió, le permite restablecer el orden que había violado con sus pecados, ese orden que él transformó en desorden, y así “compensar a ese Amor increado, por la indiferencia, el olvido, las ofensas, los ultrajes y las injurias” que ese Amor ha sufrido por su vida de pecador ahora reconciliado.

Por otra parte, consciente de su deber de caridad para sus prójimos todos y solícito de acudir de acudir en ayuda de los demás a llevar la carga de sus propias deudas de las penas temporales para con la misma Justicia amorosa del Padre y del Hijo, el penitente, inspirado por el Espíritu, desea transformar su vida entera en una satisfacción reparadora de las faltas de los demás, en especial de los miembros de la misma iglesia doliente en el Purgatorio. Se preocupa por lo tanto, bajo la influencia de la gracia sacramental de la Penitencia, de acrecentar el tesoro de las satisfacciones de toda la Iglesia, comunión de caridad.

Por esta razón, quiere convertirse en un “compañero de expiación” de Cristo, de acuerdo con la magnífica expresión de Pío XI en la encíclica Miserentissimus Redemptor. “Cristo quiere tenernos como compañeros suyos de su expiación (socii expiationis)”.

Vemos, por consiguiente, que la expiación perfecciona la unión con Cristo, al asociarnos a los sufrimientos de Cristo; la completa, ofreciendo víctimas por el prójimo (expiatio uniones cum Christo, víctimas pro fratribus offerendo, consummat)”.

Ahora bien, Pío XI agrega de inmediato: “Eso fue con toda certeza la intención misericordiosa de Jesús cuando nos mostró su Corazón cargado con los símbolos de su Pasión y abrasado por las llamas del amor… El espíritu de expiación y de reparación ha ocupado siempre el papel primero y principal en el culto al Sagrado Corazón de Jesús” hasta tal punto, que la reparación no es en sí misma, sino la traducción – una de las traducciones posibles – del concepto evangélico de “metanoia”.

En otros términos, por la conversión que acompaña necesariamente a la reparación, Cristo lleva a cabo su propósito de hacernos sus compañeros de expiación y de asociarnos a su obra redentora. Por ella, y particularmente cuando se sacramentaliza, nos concede el realizar nuestra vocación fundamental  de personas humanas: actuar y padecer como co-redentores.

Esta reparación sacramentalizada que promueve el culto al Corazón del Reparador divino viene a convertirse en la palanca de una reparación social y horizontal: la gracia sacramental de la Penitencia nos impele e invita a “reparar nuestras faltas contra la justicia y contra la caridad para con el prójimo; reparación que manifiesta nuestra reconciliación con Dios”.

Conclusión: La misión de la Iglesia es la de fomentar el ‘corazón a corazón’ entre el Reconciliador y los reconciliados

A la luz  de nuestras reflexiones, el Corazón de Jesús se nos presenta como el principio y el término de la Reconciliación que nos ofrece.

Se halla en su principio, por cuanto fue su Amor increado el que le inspiró la decisión de asumir un amor humano, un corazón de carne a fin de poder expiar nuestras faltas en el sufrimiento y en la muerte.

Se halla también en su término, ya que, también con Él, en el sacramento de la Penitencia, nos reconciliamos, practicando para con Él la reparación y la compasión consoladora, que llega siempre hasta Él a través de la gente que sufre, en la cual esconde y manifiesta su presencia.

Todo viene de Dios, que nos ha reconciliado consigo por el Corazón de Cristo… Dios Padre, en efecto, es quien, en el Corazón de Cristo, se reconciliaba con el mundo, no tomando en cuenta nuestros pecados. Es por esto que la Iglesia nos suplica, por las entrañas de Cristo: Dejémonos reconciliar con Dios por su Corazón; reconciliémonos con su Padre en una reparación sacramentalizada de justicia y de amor.

Para participar mejor en la misión de la Iglesia a favor de la Reconciliación y de la Penitencia, renovemos nuestra contrición, nuestra conversión y nuestra consagración total al Corazón del Reparador divino, único e infinito.

Por la reparación, participemos en su muerte por amor; en tanto que la absolución reconciliadora hace brillar en nosotros el poder de su resurrección (cf. Flp. 3, 10).

Cf. Gaudium et spes, 10 y 11: “Los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano… La corrupción del corazón humano sufre con  frecuencia desviaciones contrarias a su debida ordenación”. De manera más acuciante, Juan Pablo II escribe: “El misterio interior del hombre, en el lenguaje bíblico, y no bíblico también, se expresa con la palabra ‘corazón’. Cristo, Redentor del mundo, es Aquel que ha penetrado de modo único e irrepetible, en el misterio del hombre y ha entrado en su ‘corazón’ ” Redemptor Hominis, 8, 2).

Además, el creyente – sea cristiano, judío o musulmán – que ha recibido del Dios revelador la fe en la existencia de los santos Ángeles, desea también reconciliarse con ellos.

Gaudium et spes, 22.

Cf. Haurietis Aquas: “Haec divina caritas est CORDES Christi ejusque Spiritus petriosissimum donum Eique (scilicet Patri) Cor suum ostendit vivum » AAS, núm 48 de 1956), PP. 335 y 337) : « Esta divina caridad, [es] don preciosísimo del Corazón de Cristo y de su Espíritu y a Aquel [es decir al Padre] muestra su Corazón vivo” (Ed. Tipográfica Poliglota Vaticana, versión castellana, 1956, pp. 27 y 29).

Cf. San Anselmo: “Cur Deus homo?” (¿Por qué Dios hombre?), II, 20: “¿Podrá concebirse proceder más misericordioso que el de dios Padre, que dice al pecador condenado a los tormentos eternos y desprovisto de lo que podría rescatarlo: “Toma a mi Hijo Unigénito y ofréceselo en tu lugar”, y que el propio Hijo, diciéndole: “Tómame y rescátate” – tolle me et redime te?” De aquí la expresión del Doctor Angélico: “Dado que el hombre no podía satisfacer, por sí mismo, por el pecado de toda la humana naturaleza, Dios le dio a su Hijo para satisfacer por él” (Summa Theológica, III, 46, 1.3.). Pío XII concluye de allí: “El divino redentor… habiendo conciliado, bajo el estímulo de la caridad ardentísima para con nocoytros, las obligaciones y compromisos del género humano con los derechos de Dios, ha sido sin duda el autor de aquella maravillosa reconciliación entre la divina justicia y la divina misericordia, que justamente constituye la absoluta y trascendencia del misterio de nuestra salvación” (Haurietis Aquas, verio cit., p. 16). Los subrayados son del autor del artículo.

Juan Pablo II: Redemptor Hominis 9: “La redención del mundo – ese misterio tremendo del amor, en el que la creación es renovada – es, en su raíz más profunda, ‘la plenitud de la justicia en un corazón humano… para que pueda hacerse justicia de los corazones de muchos hombres’ ”.

Es decir: entre las diversas exigencias, a primera vista opuestas, de estas dos perfecciones divinas, idénticas en la simplicidad del Ser divino.

Cf. Supra nota 5.

Cf. Letanías del Corazón de Jesús: “Cor Jesu, Pax et Reconciliatio nostra, miserere nobis”.

Acerca del paso histórico de la noción patrística de reparación (sobre todo objetiva) a la noción moderna (que acentúa los aspectos subjetivos), ver Alonso, Joaquín María, c.m.f: “Teología de la Reparación” en Efemérides Mariol., núm. 27, 1877, pp. 305 ss. También Solano, Jesús, S.I. Desarrollo histórico de la Reparación, Roma, Cuore di Cristo, 1980. Partiendo de los datos históricos que nos proporcionan estos dos autores, podríamos resumir la evolución de esta manera: Para los primeros siglos, la reparación significa la restauración por Dios de su obra dañada por el pecado; para nosostros, su significado es, sobre todo, el de la compensación ofrecida a Dios. Esta segunda acepción se hallaba implícita en la primera y en la manera de celebrar el sacramento de la penitencia durante los primeros siglos. A partir de san Anselmo, lo implícito se torna explícito; a este santo le correspondió sobre todo destacar la noción de satisfacción, ya presente en Tertuliano, subrayando su orientación vertical de reparación teocéntrica. Simultáneamente, la reparación de justicia, polarizada por un orden subjetivo por restaurar, pasó a ser reparación de amor informando la precedente de la cual hace una restitución de amor.

Rahner, Kart, S.I., en Stierli, Joseph, S.I.: Le Coeur du Sauver, Mulhouse, 1956, pp. 179-180. Hemos modificado ligeramente el texto.

Nos inspiramos aquí en Pío XI: Miserentissimus Redemptor AAS, 20, 128, p. 169: “Increato Amori… illatae injuriae compensari debent… ob justitiae et amoris titulum” (Las injurias inferidas al Amor increado deben compensarse a título de la justicia y del amor). Obsérvese el paralelismo entre las dos virtudes humanas de justicia y caridad, por una parte, y las dos virtudes divinas de justicia y amor, por otra (cf. Supra notas 5 a 8), todas ellas en juego en el culto rendido al Corazón divino y humano de Jesús, el Mediador. La reparación es justicia amorosa para con el Amor justo y misericordioso. Luego, Pío XI subraya que el amor nos impulsa a la compasión consoladora.

Col 1, 24.

Concilio de Trento, DB 904, DS 1691.

Retengamos la admirable exégesis que hace Francisco Suárez de Mt 11, 28-30 (cf 9, 2 ss) en Defensio Fidei, II, 9, 15 (Opera Omnia, Vives, T. 24p. 164): 2El sentido de las palabras de Cristo es de que Él mismo es el único Redentor que puede quitar la carga y trabajos de los pecadores, así como de las penas contraídas por los pecados, y también, que es Él, e autor de la gracia y de la ley evangélica, quien nos liberó de la carga de la Ley antigua. Así pues, Cristo llama  a todos a que acudan a Él, como al médico y autor de la salvación”.

No olvidemos relacionar el texto de Mt 12, 34 con Mt 19, 17: “Uno solo es el Bueno”.

Pío XI: Miserentissimus Redemptor, loc. cit. p. 169. “A fin de que por la penitenciase reconstituya el orden violado”.

Ibídem.

Cf. Gal 6,2, aclarado por Mt 11, 30.

Por el ofrecimiento del valor satisfactorio de sus buenas obras.

Pio XI Miserentissimus Redemptor, loc cit., p. 174. ese asociarse los cristianos a Cristo que expía, anima a Pío XI, poco después, a esperar de Dios el perdón de los pecados actuales del género humano: “Nuestra más firme esperanza es de que la justicia de Dios que, en su misericordia, habría perdonado a Sodoma en atención a diez justos, perdone con mayor razón aún al género humano, porque la comunidad cristiana toda, de todo lugar y de toda raza, habrá ofrecido sus insistentes súplicas y sus reparaciones eficaces, unidas a Cristo, su Mediador y Cabeza” (ibid., p. 178) Palabras son éstas, que hoy día, ante la amenaza del holocausto atómico, adquieren particular valor. Sólo del ejercicio reparador del sacerdocio de los bautizados puede esperarse del Corazón de Jesús la paz no obstante las amenazas atómicas

Notemos de paso la identificación constante que se hace, en la redacción de la Encíclica Miserentissimus Redemptor, entre los vocablos reparación, expiación y satisfacción, especialmente en la p. 169 del citado documento.

Ibídem, p. 172.

En otra parte (ver Osservatore Romano, ed francesa, de 24 de noviembre de 1981, p. 8), hemos hecho resaltar la identificación que se hace en la encíclica Haurietis Aquas (loc. cit, pp 33 y 39) entre la reparación y la ley divina de la “metanoia” mencionada bajo el término expiación. El ejercicio de la reparación al Corazón de Jesús es una forma privilegiada de cumplir con el mandamiento divino de la metanoia

Paulo VI: Ancora una volta, AAS. 66, 1974, p. 448. Texto comentado en el mismo artículo mencionado en la nota precedente.

Cf. Flp. 1,8 y 2 Co , 20. La alternación entre “dejémonos reconciliar” y “reconciliémonos” hace alusión – a través de las dos traducciones, la una activa, del padre Allo (Segunda Epístola  a los Corintios, París, 1937, p. 171) y la otra pasiva de la Biblia de Jerusalén – al complejo sentidodel original griego y de su imperativo aoristo pasivo, que invita a la aceptación de una acción recibida de lo alto.


 

Sagrado Corazón de Jesús

La hora santa y la comunión del primer viernes


Bertrand de Margerie S.J.


En el contexto de la doceava  gran manifestación, Jesús pidió a Santa Margarita María la comunión de los primeros viernes del mes y la hora santa:

“Todas las noches del jueves, te haré participar en la tristeza mortal que quise sentir en el jardín de los Olivos, especie de agonía más difícil de soportar que la muerte. Y para acompañarme en esta oración humilde que presenté entonces a mi Padre entre todas mis angustias, te levantarás entre las once y medianoche para prosternarte durante una hora conmigo, la cara contra la tierra, tanto para apaciguar la divina cólera como para suavizar, de alguna manera, la amargura que sentía por el abandono de mis apóstoles, que me obligó a reprocharles que no habían podido velar una hora conmigo”.

Aquí, Jesús pidió claramente una participación en su agonía redentora. Estamos frente al programa pastoral elaborado por el Señor mismo: sufrir con él. Comulgar con su pasión para poder  - con un mayor amor – comulgar con su cuerpo Resucitado, sacramentalmente, después de la hora santa. La visión, que tuvo lugar delante del Santísimo Sacramento, está orientada hacia una participación digna en la Eucaristía, por excelencia, sacramento de la santificación y  de la salvación (Jn 6, 54-57).

De esta manera se preparaba la gran aparición de junio de 1675.

“Este es el corazón que tanto ha amado a los hombres, que no escatimó nada, hasta agotarse y consumirse para testimoniarle su amor. Y como agradecimiento no recibo, de la mayoría, sino ingratitudes por sus  irreverencias y sus sacrilegios y por las  frialdades que tienen por mí en este sacramento de amor (…). Te pido que el primer viernes después de la octava del Santísimo Sacramento sea dedicada a una fiesta particular para honrar mi Corazón, comulgando ese día haciendo reparación de honor por medio de una ofrenda honorable, para reparar las indignidades que recibió durante el tiempo que ha sido expuesto en los altares. Te prometo, igualmente, que mi corazón se dilatará para derramar abundantemente las influencias de su divino corazón sobre aquellos que le rindan este honor y que procuren que le sea rendido”.

El pedido de una fiesta significaba que cristo quería ver a su Iglesia celebrar cada año el sacrificio eucarístico en honor del amor divino y humano, infinito y finito que está en el origen de su institución. En el contexto de la legislación ritual en vigor en aquella época, los obispos podían establecer fiestas en sus diócesis respectivas, y la Santa Sede sólo en el conjunto del rito latino. El pedido de Jesús apuntaba, entonces, a la sede apostólica.

Pedido eucarístico, columbrando un horizonte reparador. El vocabulario utilizado por Margarita María refleja ciertamente no sólo su psicología personal, sino también la cultura de su tiempo y su país.

¿Qué significa esta “reparación de honor” en el contexto cultural de 1675 en Francia? Opuesta a la ofrenda “aprovechable”, de naturaleza pecuniaria, la ofrenda honorable es un castigo criminal, entre látigo y exilio. Desconocida por el derecho romano, era corrientemente infligida entre los siglos XV y XVII tanto a los clérigos como a los laicos. Según el arbitrio del juez, sanciona todo delito grave, contra Dios, la Iglesia y el Estado. El delincuente, cirio amarillo en mano, cabeza descubierta y pies descalzos, abierta la camisa, conducido por el verdugo, a menudo soga al cuello, y llevando visible para todos el libelo de acusación, grita con alta e inteligible voz su crimen, y arrodillado clama misericordia, es decir perdón.

La ofrenda honorable deriva en línea recta de los ritos de la penitencia o satisfacción canónica. Pena corporal regeneradora de la persona como totalidad, incluye una forma de confesión pública y un pedido de reconciliación. Se sitúa, pues, muy claramente en la historia de la evolución del sacramento de reconciliación penitente, en tres de sus elementos esenciales: contrición, confesión, satisfacción.

Estas evocaciones históricas permiten comprender mejor el plan pastoral de Cristo: subrayando el carácter expiador del sacrificio eucarístico, su finalidad propiciatoria, valorizar también el recurso al sacramento de penitencia para disponerse a una comunión fructífera.

Por tanto, está permitido pensar y aun constara que las revelaciones privadas de Paray-le-Monial, destinadas al mundo entero, tenía por fin una mejor participación en el misterio pascual, especialmente bajo su aspecto de expiación. Ellas constituyen una nueva valorización de la propiciación infinita y superabundante para todos los pecados del mundo, ofrecida sobre la cruz por el único Mediador.

El Cristo exaltado por Margarita María es constantemente mediador:

“Estas son las más ordinarias ocupaciones de mi oración (…) salgo, a menudo, sin saber que he hecho, sin tomar ninguna resolución, pedido ni ofrenda que no sea la Jesús a su Padre eterno: “Dios mío te ofrezco a tu hijo bien amado como mi acción de gracias por todos los bienes que me haces, por mi pedido, por mi ofrenda, por mi adoración y por todas mis resoluciones, y, finalmente por mi amor y mi todo. Recíbelo, Padre eterno por todo aquello que deseas que te vuelva, ya que nada hay que se te pueda ofrecer que sea digno de ti, sino aquel cuyo disfrute me das con tanto amor”.

Se ve: la doctrina de la santa sobre Cristo esta centrada en los cuatro fines del sacrificio eucarístico mediante el cual el Mediador prolonga y renueva su único acto de mediación; el Corazón que adora y quiere hacer conocer es el Corazón traspasado del que manan Sangre y Agua, es decir los sacramentos de la Iglesia, el Corazón que se entrega en la penitencia y la eucaristía. Hay continuidad, y no ruptura, entre la pastoral de Paray  y la de los Padres de la Iglesia. Continuidad pero también progreso, porque el Corazón de Jesús revelado en Paray es aquel que se manifiesta invadido por un sufrimiento redentor desde el primer instante de su existencia terrestre (Cf. Hb 10,5):

“Este divino Corazón me fue presentado (…) rodeado con una corona de espinas, que significa las que nuestros pecados le hicieron, y una cruz por encima, que significaba que desde que su Sagrado Corazón fue formado, la Cruz estaba plantada, y fue colmado, desde esos primeros instantes, de todas las amarguras que le debían causar las humillaciones, pobreza, dolor y desprecio que sagrada humanidad debía sufrir durante el todo el curso de su vida en su santa Pasión”.

Esta perspectiva, lejos de estar aislada, resultaba de una profundización del Nuevo Testamento por la teología medieval y por la de la Contra-Reforma; explica la vida sufriente de santa Margarita María y el acento puesto en Paray sobre la Reparación, siempre iluminada por el amor.

El Cristo que se aparece a santa Margarita María es el profeta que anuncia su sacrificio de sacerdote, inaugurado en la Encarnación, para hacer reinar la ley de la Cruz plantada en su Corazón.

Ese Cristo sacerdote, profeta y rey que confió a la visitandina de Paray una misión relativa al aspecto de su propia misión, que quería subrayar (expiación amante), al culto que le es debido (fiesta de su Corazón), y a la modalidad (amante) del reino que Él quiere ejercer.

Tomado de Histoire doctrinale du culte au Coeur de Jesús
Mame


Traducido del francés por José Gálvez Krüger para ACI Prensa


 

Sagrado Corazón de Jesús

Meditación sobre la agonía de Nuestro Señor Jesucristo
en el Huerto de los Olivos

(Sacada de las Meditaciones de San Buenaventura)

Mira a Jesucristo atentamente como si estuvieras en el Cenáculo, míralo salir de la cena, después de haber concluido su discurso y dirigirse al huerto con sus discípulos. Entra y juzga por ti mismo, y juzga con qué afecto, con qué ternura, con qué familiaridad les habla y los exhorta a la oración; y como en seguida él mismo se adelanta un poco, como a un tiro de piedra, se arrodilla humilde y respetuosamente ruega a su Padre. Detente aquí algún tiempo y repasa piadosamente en tu memoria las grandes maravillas del Señor tu Dios.

El señor ora. Hasta ahora varias veces se le ha visto orar, pero oraba por nosotros como nuestro abogado. Ahora ora por Él mismo. Compadécete y admira su profundísima humildad. En efecto, es Dios, coeterno e igual a su Padre; y helo aquí, olvidando en cierto modo su divinidad, rogando como un hombre, y se presenta suplicando al Señor como el último del pueblo. Considera también su perfectísima obediencia. ¿Qué es lo que pide? Conjura a su Padre para que aleje la hora de su muerte; si quisiera pudiera, ciertamente, evitar la muerte, más no se acepta su  súplica por que había en Él otra voluntad contraria a su deseo. En efecto, entonces su voluntad era múltiple, como más adelante diré. Compadécete de Él, ya que su Padre quiere absolutamente que muera para salvarnos a todos. “Pues ha amado al mundo de tal modo que le ha dado su Hijo único”. Y el Señor Jesús acepta esta ley y la ejecuta con respeto. En tercer lugar, ve el indecible amor del Padre y del Hijo hacia nosotros, este amor tan digno de nuestra admiración, veneración y piedad. Es por nosotros que se pronuncia el decreto de muerte, es por nuestro amor que se ejecuta.

El señor Jesús ruega largo tiempo a su Padre, y dice: “Padre clementísimo, yo te suplico que escuches mis ruegos y no desatiendas mis súplicas. Mírame y óyeme, porque estoy atribulado, mi espíritu inquieto y mi corazón turbado. Inclina hacia mí tu oído, y escucha mi ruego. Te plugo, Oh Padre mío, enviarme al mundo para satisfacer la injuria que el hombre te había hecho y al punto acepté para cumplir tu voluntad; sin embargo, Padre mío, si es posible, líbrame de esta amargura cruel que mis enemigos me preparan. Han seducido a mi discípulo, se han servido de él para perderme, y le han dado en pago treinta monedas de plata. ¡Oh! Padre mío, yo te ruego que apartes de mi este cáliz…  Mas no se haga mi voluntad sino la tuya. Padre mío, levántate para ayudarme, apresúrate a socorrerme”. En seguida va adonde estaban sus discípulos, los recuerda y los exhorta a buscar nuevas fuerzas en la oración. Después volvió a su oración dos y tres veces, repitiendo la misma súplica, y añadió: “Padre, si has decretado que sufra el suplicio de la cruz, que tu voluntad se haga. Pero te encomiendo a mi Madre amadísima y a mis discípulos. Hasta ahora yo he velado sobre ellos: continua haciéndolo Tú, Padre mío”. Y mientras oraba, salió de su sagrado cuerpo un sudor de sangre que empapó la tierra.

Considera esta lucha de agonía y la angustia de su alma, y reflexiona, para vergüenza de nuestra impaciencia, que el Señor ha orado hasta tres veces antes de recibir una respuesta de su Padre.

Punto segundo

Mientras que el Señor oraba en la mayor ansiedad, he aquí que el ángel del Señor, el príncipe de la milicia celestial, Miguel, se acerca, lo sostiene y le dice: “Salve, Jesús mío; he ofrecido a tu Padre, en presencia de toda la corte celestial, tu oración y tu sudor de sangre, y todos, prosternándonos, hemos suplicado que este cáliz se aleje de ti”. El Padre nos has respondido “Mi amadísimo hijo sabe que la redención del género humano, que tan vivamente deseamos, no se puede efectuar sino por la efusión de sangre. Si quiere la salvación de las almas es preciso que muera por ellas”.  Y Tú ¿que decides? El señor Jesús respondió al ángel: “Quiero absolutamente la salvación de todas las almas, y prefiero morir para que sean salvas estas almas que mi Padre ha formado a su imagen, que de no morir y no dejarlas sin rescate. Que se haga pues la voluntad de mi Padre”. Y el ángel entonces: “Confórtate, Señor, obra valerosamente; conviene al Altísimo el hacer grandes maravillas y al que es magnánimo por excelencia soportar crueles adversidades. Los suplicios luego pasarán, y serán seguidos de una eterna gloria. El padre ha dicho que siempre estará contigo, que cuidará de tu Madre y de tus discípulos, y que los devolverá sanos y salvos. “El Señor Jesús recibe humildemente y con respeto esta exhortación de su criatura, considerando que, durante su morada en este triste valle de tinieblas, se hallaba colocado algo más abajo que los ángeles. En seguida les dijo adiós: y así como había sido entristecido como hombre, de la misma manera fue confortado como hombre con la palabra del ángel, y le rogó le recomendase a su Padre y a toda la corte celestial.

Finalmente, deja por tercera vez su oración. Míralo inundado de sangre, limpiándose el rostro y tal vez lavándose en el agua del torrente. Míralo abatido, y toma parte en su dolor, pues no podía soportar semejantes congojas sin sufrir cruelmente.

Jesús va donde sus discípulos y les dice: Duerman ya y descansen. Y descansaron un poco. Pero él, el Buen Pastor, vela sobre su pequeño rebaño. ¡Oh amor admirable! Es verdaderamente hasta el fin que ha amado a los suyos, pues en esta hora de extrema agonía les procura algún descanso. Ya divisaba de lejos a sus enemigos que llegaban armados y con antorchas encendidas, y sin embargo no recordó a sus discípulos, hasta que estuvieron cerca de ellos. Entonces dijo: Basta, ya han dormida, el que me va a entregar se acerca.

Aun hablaba, cuando llega el alevoso Judas y lo abraza. Pues se refiere que el Señor Jesús acostumbraba abrazarlos cuando volvían de alguna parte. Así es como el traidor traiciona a Jesús con un beso, y adelantándose a los otros, se sirve de esta señal de amistad como si hubiese querido decirle: “yo no vengo con esta gente armada sino que vuelo a ti; y según la costumbre, yo te abrazo y te saludo, Maestro”…

Pidamos por los pecadores agonizantes


Transcrito por José Gálvez Krüger para ACI Prensa