¡Salve, oh cruz, esperanza
única!
Autor: Cefid
Acto preparatorio:
Señor, quiero hablar contigo. Creo firmemente que Tú te encuentras en mi
corazón y sé que me invitas a este rato de intimidad. Aumenta mi fe, Señor,
pues quiero verte. Aumenta mi confianza en Ti, para caminar por la vida con la
certeza que sólo Tú me puedes dar. Enciende en mi pecho tu amor, para que me
entusiasmes, me llenes, me transformes. Desde mi debilidad, yo te adoro
rendidamente, Dios mío. María, tú que estuviste firme y fiel al pie de la
cruz, acompáñame y guíame para hacer con provecho esta meditación.
Petición:
Jesús, ayúdame a valorar la cruz como el regalo que Tú me ofreces para
identificarme contigo. Que no huya de ella. Dame la fortaleza para estar
siempre en vela contigo, y no abandonarte nunca.
1. La cruz: acoger sin reservas el plan de Dios
La cruz no es un producto muy cotizado en nuestros días. A inicios del tercer
milenio, lo que más se busca y anhela es el bienestar, el placer. Y sin
embargo, muchas veces nos encontramos con hombres y mujeres hastiados, incluso
heridos, por la vida. Personas que lo han disfrutado todo, lo han
experimentado todo, y sin embargo, son seres profundamente infelices.
Nos hemos olvidado del signo del cristiano, que es la cruz. La hemos
domesticado. No nos impresiona. Incluso es un adorno para nuestras casas o
nuestro cuerpo. Y precisamente ahí, en ese olvido de la cruz, está el inicio
de nuestro vacío interior.
Cristo enunció claramente la ley de la fecundidad en la vida: “si el grano de
trigo no cae en tierra y muere, queda solo... pero si cae en el surco, dará
mucho fruto”(Jn, 12, 24). Pero la pura idea de pudrirnos en el surco muchas
veces nos causa miedo, desasosiego interior. Somos hijos de nuestro tiempo...
pero también somos hijos de Dios y hermanos del Crucificado...
Ahora bien, la cruz y la abnegación en nuestra vida no pueden quedarse en
poesía e ideas abstractas. En realidad, seguir a Cristo por el camino de la
cruz significa renunciar al propio proyecto, a menudo limitado, para acoger el
de Dios. Es decir no a nuestra tendencia a lo más cómodo para acoger la
invitación de Cristo a caminar junto a Él con una vida coherente de
cristianos. Es renunciar a la “ley del mínimo esfuerzo” para vivir más bien
según la “ley de la máxima entrega”. Es aceptar la vocación que Cristo ha
querido regalarme y seguirla hasta las últimas consecuencias, aunque a veces
sangre el corazón. Es el camino de la verdadera libertad. ¿Vivo de verdad en
la libertad de los hijos de Dios? ¿Qué me detiene?
La cruz y la negación de sí mismo es el camino de la conversión indispensable
para la existencia cristiana, y por eso no debemos tenerle miedo. En la medida
en que configuremos nuestra existencia con la de Cristo, sobre todo por la
oración y el ejercicio práctico de las virtudes, podremos decir como San
Pablo: “Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mí.”
2. La cruz: signo del amor hasta el extremo
Cuando Cristo nos regala la cruz, nos obsequia la oportunidad de amar en
plenitud. Pero debemos evitar la trampa de creer que la cruz está presente en
nuestra vida sólo en los grandes momentos de dolor, como puede ser la muerte
de un ser querido, una enfermedad o un fracaso. La cruz es nuestra inseparable
compañera, porque Cristo quiere que experimentemos su amor constantemente, y
que cada día le amemos más y mejor. Ésta se manifiesta muchas veces en la
fidelidad a nuestro deber cotidiano hecho por amor.
En su última cena, Jesucristo nos dio ejemplo e invitó a amar “hasta el
extremo”. Esta manera de amar quiere decir estar dispuestos a afrontar
esfuerzos y dificultades por Cristo. Significa que debemos olvidarnos un poco,
“desaparecer” un poco nosotros para que Cristo aparezca.
Naturalmente, ser seguidor de Cristo nunca a sido una tarea fácil. Amar como
Él nos ha amado significa también no temer insultos ni persecuciones por
nuestra vida coherente, por nuestra fidelidad al Evangelio. La historia de la
Iglesia está jalonada por los testimonios de hombres y mujeres que han sabido
amar así. Muchos de ellos son mártires cuya sangre se ha mezclado con la de
Cristo crucificado. Pero también existen otros mártires, que son los que han
despreciado su honra, su fama, su triunfo personal antes de traicionar a
Cristo.
Finalmente, el amor hasta el extremo que es la cruz nos exige estar dispuestos
a amar a nuestros enemigos y rogar por los que nos persigan. Ahí está,
precisamente, el núcleo de nuestro mensaje y el detonador de la revolución que
ha causado la encarnación, muerte y resurrección de Cristo: la caridad, el
perdón, la entrega sin reserva.
¿Acepto yo la cruz en mi vida? ¿La llevo con alegría, como el medio
privilegiado para amar como Cristo me ha amado y ha amado a los hombres?
3. La cruz: garantía de nuestra victoria
Una de las clásicas objeciones a la bondad de Dios, e incluso a su existencia,
es la presencia del sufrimiento en el mundo. Sin embargo, Cristo ha vencido
con su vida y, de modo especial en el misterio pascual, el sinsentido del
dolor. Cristo ha redimido el dolor porque Él mismo lo ha asumido en su pasión.
En Él nuestra debilidad, que experimentamos sobre todo al sufrir, se convierte
en el medio para nuestro triunfo.
Con relativa frecuencia se nos acusa a los cristianos de ser masoquistas al
poner tanto interés en la cruz. Sin embargo, cuando penetramos con el corazón
en el misterio de la cruz de Cristo, nos damos cuenta de que en realidad el
cristiano no busca el sufrimiento por sí mismo, sino el amor. El dolor, por el
dolor mismo, no tiene ningún sentido. Pero el amor, si es auténtico, se
manifiesta en la entrega. Y la entrega, no de lo que nos sobra, sino de
nosotros mismos casi siempre es dolorosa.
Es sólo Cristo, con su ejemplo, que nos muestra la fecundidad del dolor, sobre
todo en la renuncia a nosotros mismos. Esta cruz que el Señor nos ofrece cada
día de mil maneras se transforma, cuando la acogemos, en el signo del amor y
del don total. Llevarla en pos de Cristo, condición indispensable para ser sus
discípulos, quiere decir unirse a Él en el ofrecimiento de la prueba máxima de
amor.
Cada quien tiene su cruz, personal e intransferible. Y sigue siendo válido lo
que se dice que Constantino vio en el puente Milvio: “Con este signo [el de la
cruz] vencerás”.
Cuando algo nos cuesta, disfrutamos mucho de sentirnos amados. Volcamos
nuestra pena y dolor en una persona cercana, para que nos ayude a cargar
nuestra cruz. Cuando el sufrimiento toca a nuestra puerta, es que Cristo
quiere que le permitamos descansar un poco, llevando nosotros aunque sea una
astilla de su cruz, una espina de su corona. ¿Podemos negarle amor al Amor?
¿Nos damos cuenta de que sólo amando, entregándonos, llevando la cruz de
Cristo seremos plenamente humanos y cristianos?
Jesús mío, que quisiste morir en la Cruz para salvarme a mí y a todos los
hombres, concédeme aceptar por tu amor la cruz del sufrimiento aquí en la
tierra, ayudar a mis hermanos a cargar la suya, de manera que podamos unirnos
más íntimamente a Ti, desaparecer nosotros para que Tú aparezcas, y gozar en
el cielo los frutos de tu redención. Amén.