EL CRISTIANO Y LA LUCHA DE CLASES

- Juzgo que un cristiano puede (quizá debe) aceptar sin prevención el hecho de la lucha de clases. Es más, debo añadir que en lo fundamental puede llegarse hasta aceptar la interpretación marxista de esa lucha, al menos en los planos económico-sociales... De todas formas, el cristianismo ha de sentirse internamente liberado en el centro de esa lucha: Sabe que el origen y el sentido de la vida se halla en Dios y no en alguna especie de batalla entre los hombres; sabe que en el fondo nos hallamos liberados por el Cristo que ha venido a ofrecer su salvación para los pobres, para todos los hombres de la tierra.

- Como razón para insertarse en esa lucha y situarse del lado de los pobres, el cristiano ha de acudir a la palabra y a la praxis de Jesús, el Cristo. En otros términos: El creyente no buscará la justicia y sociedad sin clases porque así lo ha dicho Marx y porque es cierto su esquema de la historia. Ese esquema puede ser importante, pero más fundamental es todavía la palabra de Jesús y su mandato de amarnos mutuamente como hermanos. Esto significa que, aunque no sea marxista, un cristiano está obligado a comprometerse por los otros, a entregar la vida (lo que tiene y lo que puede) por el bien de los hermanos.

- En el proceso de lucha de clases, las vea marxistamente o no, el creyente ha de buscar el bien total del hombre: Su realización económica, su desarrollo cultural, su autonomía... El cristiano será un hombre que valora de manera especial la gratuidad en la dialéctica de fondo entre los hombres; gratuidad supone vida desbordante, dar sin esperar la recompensa, entregarse sin temor hasta en la muerte, respetar siempre a los otros.

- Las formas económico-políticas de liberación serán importantes para un cristiano pero nunca se podrán convertir en definitivas, hacerse un absoluto. Sin duda alguna, un creyente puede -y quizá debe- participar con otros hombres en el proceso de transformación política, en el esfuerzo revolucionario por lograr estructuras económicas de mayor igualdad y de justicia. Un orden socio-económico mejor puede tomarse como símbolo del reino. Pero el creyente sabe que eso no es bastante; hay que transformar al hombre entero, ayudarle en sus debilidades y problemas interiores, hacerle madurar en nuevas formas de amor gratificante, sostenerle en el dolor de la existencia (enfermedad, etc.), darle una palabra de esperanza sobre el trance de la muerte.

- Por eso, el creyente no se limitará nunca a valorar la clase en general, el proletariado en su conjunto. Para el creyente vale el hombre, cada uno de los hombres como objeto del amor de Cristo, como sujeto responsable, capaz de realizarse o de angostarse en el fracaso. En cierta medida, el creyente ha de sentirse obligado a valorar a cada hombre como un ser absoluto. Ciertamente, yo me puedo sacrificar por los demás; pero no puedo sacrificar a ningún hombre, al menos en principio. Esto significa que el valor de la persona sigue siendo inalienable. Evidentemente, al decir que no se puede sacrificar a nadie me refiero a la persona en su raíz y no a su puesto social o a su digiero; es indudable que el proceso de instauración de una mayor justicia y la exigencia de ayuda a los más pobres exigirá cambios económico-sociales que serán muy dolorosos. ¿Cómo lograrlo sin destruir a las personas, es más, plenificándolas? Este es el secreto de una revolución que tenga un fondo de inspiración cristiana.

- Finalmente, es necesario resaltar que los creyentes son personas que viven la dialéctica que enfrenta y relaciona a mundo y reino. Vive el creyente en el mundo «desde el don y la tensión del reino»; por eso intenta reflejar sus rasgos en la tierra. Todo en el mundo se puede convertir en expresión, signo de reino, todo menos el pecado. Pero todo es, a la vez, muy relativo y puede hacerse signo de condena.

XABIER PIKAZA
Revista Corintios XIII, n. 5, pp. 145-147


La supresión de la sociedad clasista no se alcanzará previsiblemente sin el esfuerzo y la lucha de las clases oprimidas, por transformar el sistema social establecido. Pero la lucha parece reñida con el mandamiento nuevo del amor cristiano. En nombre de ese mandamiento, la Iglesia ha condenado la lucha de clases y ha propugnado la colaboración y la armonía entre las clases.

Sin embargo, esta actitud parece un tanto ingenua, porque desconoce la complejidad del hecho de la lucha de clases.

La lucha de clases tiene cuatro aspectos fundamentalmente distintos, que es necesario deslindar con claridad para llevar a cabo una valoración adecuada.

a) La lucha de clases es primordialmente la situación objetiva de opresión y antagonismo que dimana de la existencia de las clases.

Esa situación es injusta y, por tanto, anticristiana. La lucha de clases, en sentido estructural, ha de ser condenada sin reservas.

El amor fraterno nos obliga a eliminar las causas que atentan contra él. Como la estructura clasista de la sociedad impide la colaboración y armonía entre las personas de unas y otras clases, las clases han de ser suprimidas.

b) La lucha de clases es el esfuerzo de los grupos sociales oprimidos por una estructura clasista de la sociedad, para superar esa situación y alcanzar su liberación sociopolítica.

Ese esfuerzo es legítimo y a él han de sumarse todos los cristianos. Nadie puede oponerse, en nombre de la fe, a la defensa legítima, frente a una situación de injusticia estructural.

La emancipación colectiva del pueblo, mediante la eliminación de posiciones de poder fundadas en privilegios individuales o colectivos, es plenamente justa.

c) La lucha de clases es la aplicación de ciertas estrategias o tácticas, para conseguir la supresión de la sociedad clasista.

La lucha de clases, así entendida, no siempre es lícita para un cristiano. Existen medios morales y medios inmorales, incluso para combatir situaciones de injusticia.

El cristiano no acepta el uso indiscriminado de la violencia, la agudización sistemática y deliberada de los conflictos, la manipulación de las personas, el proselitismo apoyado en la calumnia o la mentira, y otros medios que incluyen formas de opresión, distintas de las que se quiere combatir, pero igualmente rechazables.

d) La lucha de clases puede significar, finalmente, la represión ejercida por los beneficiarios de la estructura clasista de la sociedad, contra los que se defienden legítimamente.

Esa modalidad de lucha amparada, en ocasiones, por una legalidad coactivamente impuesta, emanada de órganos legislativos ajenos a la voluntad ciudadana libremente expresada, o de un poder ejecutivo incontrolado, constituye un abuso injustificable.

La conciliación entre la vivencia práctica del amor teologal y la legitimidad de ciertas formas de lucha de clase, requiere unas últimas precisiones.

El amor cristiano es el amor de Dios, misteriosamente participado por los creyentes, pero forzosamente limitado en su ser y en sus expresiones, por las características de la condición humana.

Es un amor en camino hacia una forma nueva, cualitativamente diferente, que se manifiesta, a lo largo de la ruta terrestre, en imágenes deficientes.

La violencia, en sus diversas formas lícitas, es una expresión imperfecta, pero válida, del amor, en un mundo radicalmente tarado por el pecado, en el que tenemos que actuar, porque el amor verdadero ha de ser social y políticamente operativo y no podemos actuar sin ensuciarnos, hasta cierto punto.

El amor hacia todos -opresores y oprimidos- es el verdadero motor de la lucha en una existencia cristiana. Pero no se puede amar a todos de los misma manera. A los oprimidos se les ama liberándoles de sus miserias, a los opresores liberándoles de su poder injusto, ordinariamente contra su voluntad y sin su comprensión.

A la luz de estos datos, nos atrevemos a concluir que las deficiencias del amor cristiano en sus traducciones históricas y las limitaciones radicalmente insuperables de las liberaciones políticas, reclaman un amor transhistórico, que se insinúa germinalmente en el amor histórico, y una liberación plena que dé todo su sentido al esfuerzo humano, en una ciudad transhistórica.

Las liberaciones humanas parciales encontrarán su madurez y realización definitiva en una nueva tierra alumbrada conjuntamente por las luchas injustas de los hombres y el don salvífico de Dios.

RAFAEL BELDA
Revista Corintios XIII, n. 5, pp. 110-112


El análisis de las condiciones económicas escapa a la competencia específica de la Iglesia; para ello, acepta lo que aportan las creencias humanas; ella debe procurar conocer la realidad con la mayor objetividad posible; y la realidad es que nuestra sociedad es clasista y con lucha de clases; es evidente que en esta lucha hay unos que la provocan y mantienen por defender sus privilegios basados en el poder, sea económico, social, político, mientras los oprimidos luchan por romper tal situación que se les impone por coacción externa o interna. La sociedad clasista y la lucha de clases no han sido originadas ni provocadas por los socialistas: se fundamenta en bases objetivas; la Iglesia no puede sino reconocer esta realidad y enjuiciarla desde el Evangelio. Hace ya tiempo que los documentos del Magisterio de la Iglesia insisten en la opresión y la injusticia de las clases sociales y de los pueblos, en la igualdad fundamental de todos los hombres, en la aspiración eficaz por una sociedad fraternal, con igualdad real de oportunidades, en la aspiración a una sociedad sin clases; hace tiempo que cesaron las condenaciones del socialismo en los documentos del Magisterio, más bien hay coincidencia entre los valores que defiende la Iglesia y los que proclama el socialismo; la opción por el socialismo es perfectamente coherente con la Doctrina Social de la Iglesia; lo cual no significa que lo sea cualquier socialismo.

Crecen los documentos del Magisterio que, por exigencias de la liberación humana reclamadas por el Evangelio y por la historia, afrontan la realidad de la lucha de clases. Así el documento de los obispos de la Tarraconense:

«A veces, la estructura que hay que cambiar está tan íntimamente ligada con una parte de la sociedad, que parece coincidir e identificarse con ella. Cuando esta parte es opresora de otra parte de la sociedad en las relaciones de producción, surge el antagonismo y el enfrentamiento entre ambas. Este es un hecho mundial que nos revela el análisis sociológico. ¿De dónde proviene este enfrentamiento?,¿Es resultado necesario de la vida social moderna: Una necesidad natural, consecuencia del juego de las leyes económicas, o una necesidad histórica, producto de las contradicciones intrínsecas del capitalismo? ¿No es, más bien, el fruto de unas injusticias de la libre responsabilidad humana?

El cristiano no puede permanecer al margen de este hecho. Uno de los objetivos de su búsqueda creadora ha de ser encontrar la forma de participación en ella de manera compatible con su fe cristiana, es decir, utilizando medios conformes con el Evangelio...

Podemos considerar distintas hipótesis. La primera es la de la estricta opresión unilateral: Una parte emplea la violencia y la otra se ve obligada a sufrir sus consecuencias, sin posibilidad de reacción. Es evidente que la violencia de estos opresores que crean y mantienen un tal orden injusto es inmoral, pecaminosa y totalmente condenable. Nadie puede aprobarla ni mantenerla ni mostrarse indiferente ante ella. Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento manifiestan su indignación profética contra esta posición inhumana e impía. Una inhibición -falsamente inspirada en el amor o nacida de un erróneo concepto de paz- ante la opresión, sería una complicidad con la injusticia y, en realidad, una falta de amor. El amor no puede ser nunca encubridor de injusticias ni puede permanecer neutral ante ellas; al revés, ha de ser el estímulo de acción eficaz para vencerlas allá donde estén.

Cuando el grupo oprimido reacciona ante la opresión oponiéndose a ella, tenemos la segunda hipótesis. En este caso, a la opresión de clase sucede ta lucha de clases. Es otro hecho mundial manifestado por la experiencia de cada día y por el análisis sociológico. ¿Qué hay que pensar de él desde un punto de vista cristiano? Es preciso hacer una distinción. Cuando la parte oprimida resiste y combate contra la parte opresora utilizando todos y solos los medios de justa defensa y de acción justa, su lucha -al revés de la de la de la otra parte- es digna del hombre. Los distintos recursos morales que utiliza, según los casos -conversaciones, denuncias, orientación y llamadas a 1a opinión pública... y algunas veces, incluso la huelga, la presión política, los intentos de cambio en las estructuras económicas y políticas, etc. ; no son otra cosa que expresiones concretas de los derechos del hombre en este tipo de lucha. Es evidente que el cristiano tiene que participar en este tipo de lucha, impregnada de valor moral. Esta lucha forma parte de aquella acción universal que pretende, por un lado, e1 restablecimiento del verdadero orden humano y, por otro, la evolución-reforma-transformación ("urgente", "audaz", "profundamente innovadora") por la, que se inclina y a cuya realización nos invita el magisterio social pontificio.»

La visión interclasista de la sociedad que proporcionan los Papas, desde León XIII a Pío XII, es ideológica y falta de realismo; confundía la constatación científica y el análisis científico de la lucha de clases con el análisis marxista de la lucha de clases...

Se puede y se debe aspirar a una sociedad sin clases, se puede aspirar a una sociedad socialista, se puede aceptar la lucha de clases, sin que ello suponga dar por válida la concepción marxista de la lucha de clases. Es muy distinto aspirar a una sociedad más justa, igual y solidaria, aceptar la ineludible lucha de clases en la situación actual, que aceptar, junto con los análisis de la realidad social, una ideología que va mucho más allá de lo que permiten los análisis científicos. En esto, como afirma Pablo VI, «se impone un atento discernimiento» («Octogesima Adveniens», 31).

JAVIER MARÍA OSÉS
Revista Corintios XIII, n. 5, pp. 41-45