EL CRISTIANO: HOMBRE NUEVO.

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3. ELEMENTOS DE REFLEXIÓN

3.1. Dios comunica al hombre su don

Ser creyente implica no contar exclusivamente con uno mismo, sino también con otro, con el Otro, con Dios. Ser creyente implica sentir la vida, el cuerpo, todo lo que tenemos como don, como regalo. Ser creyente implica descubrir y mantener la relación de amor con Dios, una relación que se inscribe en la Historia de la Salvación de toda la humanidad. Y esa historia empezó con la creación.

Nuestro Dios no es un ser solitario: la creación

El misterio de la Santísima Trinidad significa, en primer lugar, para nosotros que Dios no es un ser solitario, aburrido, aislado. Dios es tres, es familia, es comunidad, es Amor. Que Dios es Padre, Hijo y Espíritu Santo supone que es relación y compañía.

Pues bien, era tanto el amor que se encerraba en ese Dios Trino que explotó, salió fuera y se comunicó. El resultado fue la creación: Dios hizo el mundo, el universo y el hombre. Lo hizo porque quiso, por su deseo de darse y de comunicarse. Y lo hizo de la nada.

La Biblia nos cuenta en el Génesis ese acto creador utilizando un género literario: la distribución en siete días o fases y el relato de la estatua de barro que se convierte en Adán y de la costilla que da lugar a Eva. Desde el principio, Dios pensó que <<no es bueno que el hombre esté solo>>, y por eso le dio la compañera. Se trata de un rasgo que pertenece a lo más profundo de la imagen y semejanza de Dios: las tres divinas Personas son comunidad, amor y compañía, y el hombre, que es copia suya, necesita serlo también.

Que el hombre haya sido creado a imagen y semejanza de Dios tiene también como consecuencia que está en el centro de todo lo que existe. Es la cima de la creación, la única criatura a la que Dios llama amigo, con la que habla y se entretiene. Y, sobre todo, la única criatura con la que se va a identificar en su Hijo, Cristo. Esto establece una diferencia radical entre el hombre y todos los demás seres que han salido de la mano de Dios.

El mundo y el hombre, dones absolutos de Dios: creación desde la nada

En el Credo decimos: <<Creo en Dios Padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible>>. Con ello damos a entender que todo, absolutamente todo, tiene su origen en Dios, procede de él, ha sido creado por él. Dios ha creado cada ser desde la nada.

Hoy día, los científicos nos dan diversas teorías sobre el origen del universo, y también sobre su estructura y su composición: el Big Bang, la expansión de la materia, los agujeros negros. Ninguna de esas teorías es incompatible con la fe en la creación. Incluso la que sostiene que la materia es eterna y que el universo ha existido siempre: Dios puede haberlo creado desde siempre y puede haberse servido de cualquier procedimiento físico o cósmico.

Lo mismo podemos decir sobre la aparición de los seres vivos y, en particular, del hombre. La teoría del evolucionismo, propuesta por Charles Darwin en el siglo pasado para explicar la diversidad de las especies, encontró al principio la oposición de la Iglesia. Hoy, en cambio, ya no la ve como contraria al dogma de la creación: en caso de ser cierta -cosa que no está absolutamente demostrada ni aceptada por todos los científicos-, sería el modo escogido por Dios para hacer el hombre.

El hombre, un ser muy especial, divino

Aunque se acepte que el hombre desciende del mono, o de cualquier otro animal, para Dios es un ser muy especial, completamente distinto de los otros. Para expresar esa diferencia, tradicionalmente se solía decir que tenía alma, además del cuerpo. Ahora, a los antropólogos les gusta más decir-y en ello están más de acuerdo con la Biblia- que el hombre es alma y cuerpo a la vez. El hombre se diferencia de los animales y de todos los demás seres en que posee una dimensión espiritual, trascendente, que lo hace eterno e inmortal. Y, además, esa dimensión es inseparable de la dimensión corporal. Frente al antiguo dualismo que dividía al ser humano en alma y cuerpo, la moderna antropología prefiere definirlo como espíritu encarnado o cuerpo espiritual.

Eso que llamamos alma no es ninguna parte de nuestro ser. Es el hecho de que Dios se ha dirigido a nosotros, a cada uno de nosotros, nos ha llamado por nuestro nombre, nos ha adoptado como a un hijo y un amigo. Y cuando Dios hace eso, lo hace para siempre, más allá de la muerte temporal del cuerpo.

El hombre, creado como Cristo, en Cristo y para Cristo

Hay otro motivo más por el que el hombre resulta un ser completamente especial: Dios lo hizo pensando en su Hijo, en Cristo, que un día nacería, viviría y moriría con un cuerpo como el nuestro. <<Todo fue creado en él y para él>>, dice San Pablo. Al hacerse hombre como nosotros en Cristo, Dios nos hizo <<dioses>> como él. San Ireneo, uno de los Padres de la Iglesia de los primeros siglos, ya comentaba este admirable intercambio. La ejemplaridad de Cristo respecto a nosotros abarca también su resurrección: somos iguales a él en la muerte, pero también en que un día resucitaremos.

Creación y salvación

¿Por qué ha creado Dios el mundo? ¿Para qué ha hecho al hombre? Ya lo hemos dicho antes: para dar salida a su amor, a sus ganas de darse. Los teólogos suelen decir que el fin primero de la creación es la gloria de Dios, y el segundo, la felicidad del hombre. Son dos fines que, en realidad, no se oponen ni se distinguen. Son una misma cosa. El mismo San Ireneo, que citábamos hace un momento, escribió: <<La gloria de Dios es el hombre vivo>>. Dios nos ha hecho para que seamos felices. Y, desde el momento que existe el pecado, el mal y la muerte, para salvarnos de todo esto. De ahí que la creación y la salvación que Cristo nos da sean inseparables, puesto que forman parte de un mismo proceso: la historia que nos lleva a participar de la misma vida divina y a formar parte de la familia de Dios, como hijos en el Hijo.

Dios conserva y cuida el mundo: creación continuada

Los cristianos no solamente creemos que Dios creó el mundo. También creemos en su Providencia. No lo creó y le dio unas leyes -las leyes físicas o naturales- para luego desentenderse y dejarlo rodar solo. Jesús nos dice en el evangelio que ni un cabello de la cabeza se nos cae sin que Dios lo tenga en cuenta, y lo compara con un padre que da a sus hijos el pan que le piden cada día.

Podemos sufrir la tentación de considerar la creación como algo lejanísimo, perteneciente a la prehistoria, de hace miles de millones de años. Sin embargo, la Sagrada Escritura nos dice que la creación no ha terminado, sigue en marcha. Alcanzó su momento cumbre con la aparición de Jesús en la historia y, en particular, con su resurrección. Pero hasta que <<todas las cosas sean recapituladas en Cristo>>, hasta el <<final de los tiempos>>, Dios sigue creando, sigue dándose y ofreciéndonos sus dones. Y quiere que el hombre, su amigo y su hijo, colabore con él en esa labor creadora. Nuestra libertad -un don grande y frágil- nos permite mejorar la creación o, por el contrario, estropearla y frustrarla.

3.2. El hombre, lugar de encuentro con Dios

Decíamos antes que Dios ha creado el mundo y el hombre para comunicarles su amor, para darles la posibilidad de ser felices compartiendo su misma vida. Pero Dios ha otorgado al hombre la libertad y eso ha permitido que entre en el mundo el pecado, la muerte y la infelicidad. Desde entonces, podemos optar por la vida o por la muerte, por la felicidad o el mal, por el amor o la soledad, por la gracia o el pecado. Y ello, siempre, a través de otros hombres, que nos ayudan a encontrarnos con Dios o a alejarnos de él: Adán, Cristo, todos y cada uno de nosotros somos mediadores -para bien o para mal- entre Dios y los hombres.

El pecado o la desgracia de perder a Dios y a los demás

La Biblia, poco después de la creación, nos cuenta la historia del pecado original: Adán y Eva comen la fruta prohibida y pierden el paraíso que Dios les había dado. Es una historia que nos comunica varias cosas:

1) La libertad que Dios dio al hombre, su criatura, era tan real que éste podía oponerse al Creador y alejarse de él. Y, de hecho, lo hizo.

2) Junto a la libertad del hombre, en aquel hecho oscuro intervino la serpiente, el Tentador, algo que venía de fuera y que influyó en la libre decisión de Adán y Eva.

3) No sabemos en qué consistió exactamente aquel pecado original, pero tuvo unas consecuencias enormes: hizo que, a partir de entonces, todos los hombres, por el hecho de serlo, tengan el pecado en su interior y estén inclinados a él. Todos nacemos pecadores.

4) En realidad, el relato del Génesis sobre el pecado original no expone un hecho del pasado, a la manera de un libro de historia, o de prehistoria. Más bien, podemos verlo como una especie de metáfora en la que se refleja el dinamismo del pecado, de todo pecado, también del pecado que cometemos hoy. La historia de Adán y Eva -como la del hijo pródigo, o la de la Magdalena o la del rico Epulón- puede ser nuestra propia historia.

5) El pecado original ha introducido en la historia humana una espiral de pecado, que se ha ido ahondando y diversificando a lo largo del tiempo. De ella forman parte los odios, la muerte, la enfermedad, las guerras, las injusticias, los egoísmos y todo el mal de todos los lugares y todas las épocas. El pecado es una enfermedad que se comunica y se contagia a los demás.

6) Afortunadamente, y a pesar de todo lo anterior, el pecado no tiene la última palabra. Somos hijos de Adán y pecadores todos. Pero también nos encontramos bajo el influjo de la gracia y la salvación de Cristo, que es mucho más poderoso y más determinante. El pecado no ha corrompido tanto al hombre como para hacer que su naturaleza sea intrínsecamente mala; sólo está enferma y debilitada.

7) En el pecado del hombre hay una dimensión personal, individual, y otra, comunitaria. No hay ningún pecado exclusivamente privado: todos afectan de algún modo -negativamente- a los demás. Todos se hacen, en cierta manera, influidos por los demás. Pero, a la vez, la persona tiene una responsabilidad individual y debe dar cuenta de sus actos.

8) Sobre la naturaleza última del pecado, la Biblia nos ofrece varias perspectivas. El pecado es desobediencia a Dios, es ignorar a Dios y ponernos nosotros mismos o poner otras cosas en su lugar -idolatría-. Es esclavitud, pérdida de la paz y del amor, muerte.

La gracia o la suerte de recuperar a Dios y a los demás

Decíamos hace un momento que la primacía, en la historia humana, no la tiene el pecado sino la gracia de Cristo y la salvación que nos da. Jesús ha muerto y ha resucitado para que con él muriera también nuestro hombre viejo y con él resucitáramos todos como hombres nuevos. La gracia -una palabra que quizás nos suene ambigua y confusa- no es más que eso: nuestra participación en el Misterio Pascual de Cristo, en su muerte y su resurrección, a través del Bautismo y los demás sacramentos, a través de nuestra inserción en la Iglesia. La gracia es sinónimo de Dios mismo, con el que nos encontramos y del que recibimos una vida nueva.

Además de este sentido de la palabra gracia (=Dios mismo), la teología suele atribuirle otro: la ayuda o el impulso que Dios nos da para que podamos salir del pecado y superarlo, y también para que seamos capaces de obrar el bien y de sustituir el egoísmo o el odio por el amor. Sin esta gracia o ayuda de Dios, seríamos incapaces de hacer nada bueno, estaríamos prisioneros del pecado. Pero, afortunadamente, Dios nos ha predestinado a ser santos y nos da el empuje que necesitamos para ello (cfr. Ef 1,3-19).

La libertad del hombre, entre la gracia y el pecado

A lo largo de la historia ha habido sistemas filosóficos que han negado la libertad del hombre y han considerado que éste, al obrar, se encuentra determinado por algo -el ambiente, el carácter, la educación recibida, las circunstancias-. Otros, por el contrario, la han afirmado sin cortapisas y han sostenido que el hombre es totalmente libre y puede escoger y hacer lo que quiera, tanto el bien como el mal. La Palabra de Dios y la tradición de la Iglesia nos presentan, respecto a este problema, una postura intermedia y un poco paradójica: el hombre no es totalmente libre, porque tiene el pecado original y tiende al mal por naturaleza; es débil y no sabe distinguir siempre lo bueno y lo malo. Y, sin la gracia -sin la ayuda de Dios-, sería incapaz de librarse del pecado. Pero, por otro lado, es libre. Su libertad consiste en que puede aceptar la gracia y optar por el amor, la justicia y el bien; o, por el contrario, rechazarla y optar por todo lo contrario.

Aun así, este problema de la libertad es uno de los más difíciles que se nos presentan y constituye, en último término, un misterio. No podemos juzgar a los demás y decir si obran libremente o no, si son responsables de lo que hacen o no. Se trata de un juicio que pertenece sólo a Dios.

Todos podemos ser lugar de encuentro con Dios

Dios ha planeado salvarnos del pecado y la muerte y llevarnos de nuevo hacia él sirviéndose de otros hombres. En primer lugar, de su Hijo, que, siendo también Dios, se hizo uno como nosotros. Después de su resurrección, nos ha dejado el Espíritu; y ese Espíritu habita en la Iglesia para dar a todos los hombres la vida.

Si somos dóciles al Espíritu que se nos da, podemos salvarnos. Y podemos ayudar a que otros se salven. Cada hombre revela a los demás el rostro de Dios y les hace participar de su amor salvador; o, por el contrario, se lo esconde y se lo falsifica. El evangelio nos llega no directamente del cielo, sino a través de otras personas, de una cadena humana que parte de Jesús y llega hasta mí y hasta ti. Todos vamos en el mismo barco y podemos remar en la misma dirección que los demás. Pero también podemos remar hacia atrás. O -peor todavía- tirarnos por la borda y, a la vez, arrastrar a otros.

3.3. El futuro del hombre

Dada la situación que hemos descrito hasta aquí, el futuro del hombre permanece como una incógnita abierta. ¿Qué va a ser de nosotros? ¿Qué nos espera? ¿Hacia dónde caminamos? Al futuro pertenece tanto el resto de nuestras vidas como la muerte y lo que hay más allá de la muerte. Puede ser un futuro negro, marcado por el mal, el fracaso, la soledad y la frustración; o bien un futuro de vida y de plenitud. El futuro nos invita a optar entre el pecado y la muerte a los que estamos inclinados, o la resurrección y la novedad que Cristo nos ha ganado.

De esclavos a hijos

La vida del hombre está marcada por el mal y la muerte, por la esclavitud del pecado. Pero, también, por la gracia de Cristo, que nos salva, nos comunica la fuerza de su resurrección y nos da espíritu de hijos, y no de esclavos: <<Mirad, no recibisteis un espíritu que os haga esclavos y os vuelva al temor; recibisteis un Espíritu que os hace hijos y que nos permite gritar: ¡Abba! ¡Padre! Ese mismo Espíritu le asegura a nuestro espíritu que somos hijos de Dios; ahora, si somos hijos, somos también herederos: herederos de Dios, coherentes con el Mesías; y el compartir sus sufrimientos es señal de que compartiremos también su gloria>> (Rom 8,15-17).

Desde el día de nuestro Bautismo, se ha abierto para nosotros la posibilidad de una vida nueva, una vida en libertad y amor. Ser cristiano significa no estar sometido a otra ley que la del ama y haz lo que quieras; significa alcanzar la verdadera libertad, la del que obra no por temor a un castigo o por alguna coacción, sino por el estímulo de la verdad que se ha descubierto (<<La verdad os hará libres>>) y del amor que salta todas las barreras. La ley vieja -la del egoísmo, la mentira o el sinsentido- nos ata y nos lleva a un horizonte de vacío y de muerte. Antes éramos esclavos, ahora somos hijos.

De muertos a vivos

Ser cristiano supone pasar de la muerte a la vida. Para ello, basta con seguir el camino de Cristo: participar en su muerte y en su resurrección. Lo hicimos en el día del Bautismo, pero necesitamos seguir desarrollándolo a lo largo de toda nuestra existencia. Paradójicamente, el evangelio nos enseña que vencemos al mal sometiéndonos al mal y triunfamos sobre la muerte pasando por ella. Jesús se anonadó, tomando la forma de esclavo; nació pobre, pasó por el fracaso más absoluto y se dejó matar. Y dijo: <<El que quiera ser mi discípulo, que tome la cruz y me siga>>.

Por eso, la vida de la que hablamos nosotros no es la buena vida a la que todos suelen aspirar: triunfo, poder, dominio, riquezas, prestigio, placeres. La vida nueva del cristiano es todo lo contrario: servicio, entrega, sacrificio. Es compartir y dejar pasar primero al otro. Es amar. María, la madre de Jesús y la primera cristiana, hizo una demostración práctica, ocupándose de los novios de Caná, ayudando a su prima embarazada o compartiendo la pasión de su Hijo en la cruz. Siendo los primeros, se hicieron los últimos. No temieron entregar la vida y la ganaron del todo. Cristo y su Madre nos preceden en la gloria de la resurrección y de la felicidad definitiva. Pero no sólo ahora que están en el Cielo: también en su vida terrena, cuando disfrutaban del privilegio de amar como nadie.

3.4. Tierra nueva y Cielos nuevos

Ese Cielo en el que decimos que están Cristo, María y todos los santos que nos han precedido en el mundo nos obliga a interrogarnos sobre la vida después de la muerte. Es cierto que el premio o el castigo del hombre están ya en esta vida y que el evangelio nos sirve para ser felices y realizarnos aquí. Pero también es verdad que, sin el más allá, nuestra fe no tendría sentido; le faltaría algo esencial. Sin la resurrección, los evangelios estarían incompletos y nosotros nos encontraríamos como los discípulos de Emaús antes de encontrar a Cristo en el camino <<Lo crucificaron, cuando nosotros esperábamos que él fuera el liberador de Israel>> (Lc 24,21).

Pablo afirma la necesidad de la resurrección: <<Si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo ha resucitado y, si Cristo no ha resucitado, entonces nuestra predicación no tiene contenido ni vuestra fe tampoco>> (1 Cor 15,1314). Por otro lado, nos cuesta mucho imaginarnos cómo será esa resurrección. Y se nos presentan muchos interrogantes respecto a otros temas relacionados con ella: el Cielo, el Infierno, el Purgatorio, el Juicio final... ¿Existen o no? ¿En qué consisten? ¿Hay que seguir creyendo en ellos?

Vida más allá de la muerte: la resurrección

Al principio del tema señalamos que la definición tradicional del hombre como compuesto de alma y cuerpo está ya muy superada. Hoy preferimos verlo -igual que hace la Biblia- como un ser más unitario, corporal y espiritual a la vez, espíritu encarnado o cuerpo espiritual. A partir de aquí podemos entender el concepto cristiano de resurrección: llevamos ya en nuestro ser el germen de la eternidad. Nuestra muerte no supone la aniquilación absoluta de nuestro ser. Al morir, aunque el cuerpo se destruya, queda algo de nosotros, un algo que podríamos seguir llamando alma, a falta de otra palabra. Nuestro yo permanece: seguimos existiendo.

Pero eso no es todo. No estaremos enteros hasta que recuperemos también nuestra corporalidad. Los cristianos creemos en la resurrección corporal. Lo mismo que Jesús resucitó con el cuerpo que había sido destrozado en la cruz, un cuerpo cuyas llagas podían tocarse con el cual hablaba y hasta comía, también nosotros resucitaremos con el nuestro. Igual que María, la primera cristiana y la única que ya participa plenamente de la resurrección de su Hijo.

No podemos tratar de entender el cómo de esta resurrección en la que creemos, ni dar tampoco demasiados detalles sobre ella. Nuestra vocación a la eternidad se desprende del hecho de que Dios nos ha llamado y nos ha amado para siempre. Mejor que los científicos, son los poetas quienes pueden explicarnos que el amor es eterno, y que nuestro paso a la otra vida será como el de la semilla que germina en la tierra.

Un premio o un castigo que nosotros mismos nos damos

La Biblia nos indica que la resurrección afectará a todos los hombres, pero no será igual para todos. Para unos será una resurrección de salvación y para otros de condenación. Unos tendrán el cielo y otros el infierno. El cielo y el infierno no son lugares, sino estados o situaciones. Dios no ha creado un infierno con llamas y tormentos para castigarnos y vengarse de nosotros: el infierno nos lo vamos creando nosotros mismos ya desde ahora. El cielo es amor, apertura a los demás, alegría compartida. El infierno es odio, soledad, egoísmo que aísla.

Por otro lado, la Palabra de Dios nos dice que la alternativa entre el cielo y el infierno depende del uso que hagamos de nuestra libertad. Nunca somos libres del todo en nuestros actos (tanto buenos como malos), pero, en la medida en que lo somos, somos también responsables: nos hacemos merecedores de premio o de castigo. El evangelio de Lucas nos narra la historia del rico Epulón, que acaba <<en el infierno, en medio de los tormentos>> (Lc 16,23), y el pobre Lázaro, <<llevado por los ángeles al seno de Abrahán>> (Lc 16,22) después de su muerte. Y Mateo describe la escena del juicio final, en el que se salvan los de la derecha <<porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui extranjero y me recogisteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, estuve en la cárcel y fuisteis a verme>> (Mt 25,3436). A los que no hicieron todo esto Dios los rechaza: <<Apartaos de mí, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles>> (Mt 25,41).

La esperanza en un mundo nuevo

Antes decíamos que la resurrección es el futuro de todos los hombres. Ahora decimos más: el mundo entero, el universo, resucitará y será transformado. El libro del Apocalipsis habla de <<un cielo nuevo y una tierra nueva>>, en la cual <<ya no habrá muerte ni luto, ni llanto ni dolor>> (Ap 21,1-4). No debemos imaginarnos nuestra vida en el <<más allá>> flotando entre nubes o en forma de fantasma. La Biblia nos presenta una vida encarnada, sentados a comer y hacer fiesta en la mesa del <<banquete de bodas>> (cfr. Mt 8,11; 22,10; Ap 3,20).

El mundo futuro -en el que decimos que creemos, al final del Credo- será una continuación del mundo presente.

Por eso, el cristiano mira con esperanza y alegría a la Jerusalén celeste hacia la que camina; pero, al mismo tiempo, no aparta los ojos de la Jerusalén terrena, del mundo en que vive, porque sabe que éste está anticipando aquél. El cristiano empieza a preparar el cielo en la tierra, trabajando por la paz, la justicia y la fraternidad entre los hombres; preparando la mesa a la que todos nos sentaremos para hacer una fiesta eterna.