CRISTIANO
COMPROMISO

 

Christian DUQUOC

Entonces, ¿de qué es de lo que nos libera Jesús? Yo creo que hemos sido liberados de un doble movimiento inherente a nuestra historia: la tentación mesiánica y el escepticismo espiritualista.

Hemos sido liberados de la tentación mesiánica en primer lugar, y en virtud de esta liberación es por lo que podemos estar en pie delante de Dios como hijos y no postrados como esclavos. Efectivamente, Jesús no ha luchado solamente contra los poderosos; dejó frustradas las esperanzas del pueblo. El pueblo, alimentado de imágenes proféticas y apocalípticas, creyó que tenía que ver en Jesús al líder que lo llevaría a expulsar a los ocupantes romanos y que restablecería el poder de Israel. Los discípulos compartieron esta opinión incluso después de la resurrección (cf. Hech 1, 6), imaginándose sin duda que el resucitado pondría a su disposición aquel poder manifestado en su victoria sobre su propia muerte. Pero Jesús no hizo nada de eso. Los exegetas están de acuerdo en reconocer que Jesús rechazó el papel de mesías político y ven en esa negativa el testimonio más claro del significado religioso de su mensaje.

Yo creo que hay que interpretar las cosas de otro modo: a mi juicio, el antimesianismo de Jesús señala por el contrario el significado político de su combate. Siendo mesías, esto es, enviado de Dios, se niega como tal a transformar las relaciones sociales, haciendo recaer sobre los hombres la tarea de ser los sujetos de esa transformación. Lo que superficialmente daba la impresión de ser una repulsa política era, por el contrario, un acto político: el mesías no priva en ningún caso a los hombres de la creación de su propia historia y de su sociedad. Las relaciones sociales no son elementos naturales que Jesús haya venido a restablecer en su ingenuidad primera; son productos históricos, y será produciéndolos, no ya reproduciéndolos según un pretendido modelo natural, como los hombres atestiguarán que toman en serio en su condición terrena las exigencias del reino. Jesús no apea a la política de sus derechos cuando rechaza el poder como mesías, sino que la reconoce como el lugar en donde el hombre, produciendo sus relaciones sociales, verifica las exigencias proféticas de las que se ha hecho pregonero. El anuncio del reino no hace vana la lucha histórica, sino que pone de relieve su sentido trascendente.

En efecto, una de las tentaciones más fuertes del creyente está en ceder al escepticismo por motivos espiritualistas. El absoluto o lo único necesario quita realidad al mundo y a la historia. La escatología o la parusía inminente quita toda validez y toda seriedad a las transformaciones pacientes en la historia. Los tesalonicenses esperaban que los cielos se desgarrasen; se cruzaban de brazos y vivían como gorrones. Los corintios creían superada toda la ley moral: todo es nuevo, estamos en la libertad del Espíritu, ya no existen marcos ni estructuras. La anarquía sin responsabilidad social es el resultado de esta efervescencia por el gusto de la libertad. La historia cristiana ha estado llena de movimientos análogos: la victoria de Cristo sobre la muerte una vez para siempre impulsa a una serenidad escéptica que se acomoda con todas las injusticias. Este esteticismo o este escepticismo, esta piedad idealista o esta serenidad no tienen nada que ver con la lucha de Jesús: Jesús no nos libera ni de vivir juntos, ni de la paciencia de la historia, ni de la precariedad de nuestra libertad. Al contrario, y es ésta la verdad de la parábola del juicio final tantas veces citada (cf. Mt 25, 31-46), el vivir juntos, la conquista de la libertad en la paciencia de la historia son los lugares de encuentro con el absoluto. El absoluto del que Jesús da testimonio y para el que nos hace libres no aplasta nuestra historia; nuestra historia es el único lugar donde se crea el porvenir. El Dios proclamado por Jesús no quita realidad a nuestro presente, sino que lo hace serio y empapado de gozo.

Ideologías de liberación y mensaje de salvación (pp. 75-77)