Creer y saber


Joseph Ratzinger


Han pasado ya más de cien años desde que el filósofo y sociólogo francés Auguste Comte formulara el diagnóstico según el cual la evolución de la conciencia humana habría pasado históricamente a través de tres estadios: del estadio teológico-ficticio, por el estadio metafisico-abstracto, hasta el pensamiento positivo, que estaría destinado a abarcar sucesivamente todos los ámbitos de la realidad.

Por fin se conseguiría examinar y reelaborar, también de un modo científico-positivo, el sector más complicado, el más escurridizo, la última fortaleza de la teología, la defendida durante más tiempo: los fenómenos morales, el ser humano mismo en lo propio de su ser de hombre. También en este ámbito, con el progreso del pensamiento exacto, perdería terreno paulatinamente el misterio de los teólogos.

Al final sería posible desarrollar una "fisica social", que no tendría que ser menos exacta que la física del mundo inorgánico. Con esto desaparecería definitivamente la esfera de los sacerdotes, y la cuestión acerca de lo real pasaría, sin residuos, a las manos de los sabios. La cuestión de Dios llegaría a ser necesariamente, como consecuencia de esta evolución del pensamiento, una cuestión superada, que la conciencia abandonaría sin más como superflua: así como a nadie se le ocurre hoy negar la existencia de los dioses homéricos, porque tal existencia no representa ya en modo alguno una cuestión real, así, en el ámbito de un pensamiento que habría llegado a ser definitivamente positivo, la cuestión de Dios dejaría de plantearse por sí misma.

Por este motivo, Comte se ahorra la agitación de una lucha contra Dios como la que mantuvieron algunos de los grandes ateos, antes y después de él, con la más encendida pasión. Comte avanza tranquilo hacia una era post-teística; en el periodo final de su vida se esforzó incluso en proyectar una nueva religión de la humanidad para este tiempo, porque el ser humano podría vivir sin Dios, pero no sin religión!.

Me parece innegable que muchos círculos comparten hoy la conciencia formulada por Comte: la cuestión de Dios no significa ya nada para el pensamiento; el contexto del mundo está cerrado en sí mismo y la hipótesis de Dios, empleando una conocida expresión de Laplace, ya no es necesaria para comprenderlo.

También entre los creyentes se difunde cada vez más un sentimiento como el que puede apoderarse de los pasajeros de un barco que se hunde: se preguntan si la fe cristiana tiene todavía un futuro o si, por el contrario, resulta cada vez más evidente que ha sido superada sin más por el progreso intelectual. En el trasfondo de estas reflexiones está la conciencia de una profunda división entre el mundo de la fe y el del saber, que parece imposible de superar, con lo que la fe queda como algo irrealizable.

Veamos ahora a grandes rasgos dónde se sitúan aquí los puntos críticos. La dificultad empieza ya en la primera página de la Biblia: la representación de la creación del mundo, tal como se describe en ella, contradice manifiestamente todo lo que hoy sabemos sobre la formación del cosmos y, aun cuando por lo general estemos informados de que estas líneas no son un manual de historia natural y, por lo tanto, no deben ser interpretadas literalmente como explicación del devenir cósmico, tenemos que admitir que queda un cierto malestar; subsiste siempre el temor de que se quiera buscar aquí un subterfugio que no está fundado en modo alguno en los textos originales. Y así, al leer la Biblia, se amontonan las preguntas a casi todas sus páginas: se nos presenta, en una página realmente chocante, la imagen del barro, que bajo la acción de Dios se convierte en ser humano e, inmediatamente después, la imagen de la mujer, formada del costado del varón dormido y reconocida por él como carne de su carne, como respuesta a la pregunta de su soledad.

Tal vez hoy comprendamos de nuevo que estas imágenes han de ser entendidas como profundas expresiones simbólicas sobre el ser humano, como imágenes cuya verdad está en un plano totalmente diferente del plano descrito por la teoría de la evolución y la biología; pese a todo, reconocemos que también ellas expresan una verdad, más aún, una verdad más profunda, una verdad que alcanza más al ser humano, en lo que tiene de más específicamente humano, que los enunciados de la ciencia natural, por muy exactos e importantes que éstos sean.

Quizá sea así, pero en el capítulo siguiente se suscitan nuevas cuestiones con la historia de la caída: cómo podemos compaginarla con la concepción de que el ser humano, según la tesis de la ciencia natural, no empieza desde arriba, sino desde abajo, no cae, sino que sube lentamente y está siempre afrontando la tarea de pasar de animal a ser humano? ¿y el paraíso?

El sufrimiento y la muerte estaban presentes en el mundo mucho antes de que hubiera seres humanos; los cardos y las espinas crecían mucho antes de que un ser humano abriera los ojos; y más aún: este primer ser humano apenas era consciente de sí mismo, ya que estaba abandonado a la necesidad de una existencia que difícilmente conseguía afirmarse, muy lejos de tener aquellos dones de conocimiento perfecto que, no obstante, le atribuye la antigua doctrina del paraíso. Pero si se hace añicos la imagen del paraíso y de la caída, parece necesario que pase lo mismo con la doctrina del pecado original y, como consecuencia, con la doctrina de la redención.

Naturalmente, también aquí podríamos formular reflexiones semejantes a las que hemos presentado antes a propósito del Dios alfarero, que infunde espíritu al barro de la tierra para que se convierta en ser humano; quiero decir que también aquí, como allí, podríamos hacer ver cómo la verdad del ser humano va mucho más allá de las constataciones de la biología. En efecto, si el ser humano, visto biológicamente, empieza "abajo", con esto no está todavía claro si empieza verdaderamente abajo o si tal vez, en cambio, su inicio específico, el verdadero punto de partida de la esencia humana, se encuentra "arriba", por usar aquí imágenes cuyo simbolismo nos resulta todavía comprensible, aunque ya hace bastante tiempo que nuestro universo no tiene puntos fijos de referencia, que arriba y abajo, izquierda y derecha, han pasado a ser intercambiables según la posición del observador. Pero sigue resultando difícil presentar reflexiones como las que acabamos de esbozar, porque quedan fuera del horizonte de nuestro modo normal de pensar, que se limita a constatar la contradicción.

Sigamos, por lo tanto, poniendo de manifiesto las cuestiones y las contradicciones que angustian a la conciencia general, para poder tomar la medida más precisa posible de la dureza de la problemática, que aparece ante nosotros detrás de la expresión "creer y saber".

Después del relato de la caída, las dificultades continúan con la imagen bíblica de la historia, que de pronto nos representa a Adán en un periodo cultural que se ha de datar alrededor del año 4000 a.C. Esta fecha concuerda de hecho con la cronología bíblica, que postula unos cuatro mil años desde los orígenes hasta Cristo. Pero todos sabemos hoy que en aquel momento histórico habían transcurrido ya centenares de miles de años de vida y esfuerzo humanos, que no pueden ser abarcados en la imagen histórica que nos ofrece la Biblia, la cual se limita al marco del pensamiento del antiguo Oriente.

Y con esto tocamos otro punto relacionado: la investigación histórico-crítica nos ha desvelado la naturaleza totalmente humana de la Biblia, venerada por la fe como palabra de Dios. La Biblia no sólo emplea las formas literarias de su entorno, sino que también en el modo de pensar lo más profundo del ámbito propiamente religioso está determinada por el mundo en que se ha formado. ¿Podemos creer nosotros todavía en el Dios que llama a Moisés desde la zarza ardiente, que golpea a los primogénitos de Egipto, que dirige a su pueblo en la guerra contra los habitantes de Canaán, que permite que Uzá caiga muerto por haberse atrevido a tocar el arca santa? ¿O, por el contrario, esto es para nosotros sólo antiguo Oriente, interesante, quizá importante como estadio de la conciencia humana, pero sólo estadio de la conciencia humana y no expresión de un discurso divino?

Ciertamente uno recuerda a Pascal, uno de los grandes genios de la naciente ciencia natural, que llevaba cosido en el forro de su ropa un trozo de papel con estas palabras: "Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, no de los filósofos". Para él había llegado a ser determinante de su vida el Dios en forma humana, cercano, que habla, actúa, ama, se enfurece: sólo en ello había descubierto él por primera vez el ser divino de Dios frente a los productos de la reflexión humana; ¡pero cuánto sufrió hasta que, a través de los relatos maravillosos del Antiguo Testamento, llegó a él el fuego de la zarza y pudo percibir la voz del Dios vivo! Y ¿quién de nosotros tiene todavía tiempo y fuerza para experimentar tal sufrimiento y tal experiencia, a los que, por lo demás, contradice tan manifiestamente la apariencia externa?

En efecto, ahí están todavía todos los relatos de milagros del Antiguo Testamento, que para nosotros no son hoy ya signos para la fe sino más bien impedimentos contra ella; más aún, son expresión de una imagen del mundo donde espíritus de todas las clases dominaban el cosmos, no según leyes fijas, sino según su capricho, de modo que los milagros aparecían en él como algo casi tan normal como extraños resultan en un mundo de leyes transparentes para el ser humano.

Pasemos ahora al Nuevo Testamento. Es indudable que nos toca mucho más de cerca que el Antiguo; el espíritu que reina en él nos toca todavía hoy de forma inmediata, en contraste con tantos relatos muchas veces crueles e inquietantes de no pocos textos del Antiguo Testamento. Pero la exigencia que nos plantea es, considerándolo atentamente, aún mayor. En efecto, todos los relatos están ligados a la figura de Jesús de Nazaret. Un ser humano concreto debe ser el centro de toda la historia, la persona que decide la suerte de toda la humanidad. Mas ¿no es ésta la pretensión ingenua de un tiempo que simplemente era incapaz de ver la grandeza del cosmos, la grandeza de la historia y del mundo? ¿No tiene más razón el pensamiento indio, que habla de una pluralidad de avataras de Dios, de descensos, en cada uno de los cuales el Eterno o lo eterno se mostraba de una forma nueva a los mortales, pero de tal modo que nada de eso era Dios mismo, su propia forma insuperable e incomparablemente amable?

Los pensadores indios no dudan en reconocer también a Jesús de Nazaret como avatara de Dios, junto a Krishna, Buda y otros muchos: todos ellos son "manifestaciones" de Dios, reflejos del Eterno en el tiempo. En todos se hace visible algo de él, todos son mediadores de la cercanía de Dios, pero ninguno "es" Dios. Están uno junto a otro como los colores del arco iris, en los cuales se descompone la luz, que es sólo una; no se excluyen, sino que remiten unos a otros [2].

¡Qué religioso parece todo esto, y qué juicioso frente a la pretensión de la fe cristiana: Jesús es Dios, verdadero ser humano y verdadero Dios, no mera apariencia, sino el ser del Eterno, mediante el cual Dios se une al mundo radical e irrevocablemente! Considero, confieso abiertamente, que toda la controversia que hoy se mantiene en torno al nacimiento virginal es una huida frente a la verdadera cuestión que aquí se plantea: un Dios, que puede llegar a hacerse ser humano, puede también nacer de la Virgen y ofrecer en esto un signo de su unicidad.

Ahora bien, ¿es esto posible? ¿Dios, un ser humano? ¿Un hombre totalmente hombre y al mismo tiempo verdadero Dios y, por lo tanto, que exija la fe de todos y en todos los tiempos? ¿No será que simplemente se ha sobrestimado aquel momento histórico? ¿No se manifiesta aquí una vez más una imagen del mundo que ya no compartimos: la tierra como suelo del cosmos, sobre el cual se arquean los cielos, de modo que la tierra es la parte más baja y más pequeña del universo, pero, precisamente por esto, también el fundamento de todo y, por consiguiente, el escenario del encuentro del Creador con su criatura?

Mas, aun cuando estuviéramos dispuestos a aceptar en principio la idea de una encarnación de Dios, nos queda todavía por preguntamos, frente a la pretensión de la fe cristiana: ¿por qué Dios no se ha manifestado más claramente? ¿Por qué no se ha hecho perceptible para todos, para que todos puedan reconocer claramente: aquí está Dios? La serie de dificultades que, al parecer, hacen que creer y saber resulten irreconciliables, continúa si superamos el umbral del Nuevo Testamento y entramos en la historia de la Iglesia.

Y aquí la primera pregunta es: ¿dónde está verdaderamente la Iglesia? ¿A cuál de las partes en litigio tenemos que adherimos? Tal vez desde el principio hubo confesiones opuestas, de modo que sólo se pudo elegir un cristianismo parcial, o bien hubo que buscar el cristianismo detrás de las Iglesias o quizá contra ellas. En cualquier caso, nos parece que el antagonismo entre las diferentes Iglesias pone en cuestión sus pretensiones, disminuye su credibilidad y nuestra confianza en ellas. A esto se añaden, para continuar la lista de las dificultades, todos los problemas del magisterio eclesiástico: el dogma del Dios trinitario ¿expresa verdaderamente la fe de la Biblia o, por el contrario, no es más que el producto del pensamiento griego, que satisfizo de este modo su curiosidad especulativa?

Y, en todo caso, ¿qué significa exactamente que Dios es uno y trino? ¿Se expresa con estas palabras una realidad que puede decimos algo todavía hoy? Pasemos por alto todos los demás enunciados procedentes de la fe de la Iglesia antigua y que hoy representan un obstáculo para nosotros, y mencionemos un solo ejemplo, tomado de los dogmas medievales, que en los últimos tiempos ha pasado al primer plano de un modo particularmente destacado: la doctrina de la transubstanciación, de la transformación sustancial de las ofrendas eucarísticas.

El contenido sutil de esta proposición se presentó siempre a la conciencia común de un modo poco matizado, de forma que su sentido preciso nunca estuvo completamente claro; a esto se añade la dificultad de que el concepto medieval de sustancia nos resulta inaccesible desde hace ya bastante tiempo. Es cierto que nosotros hablamos todavía hoy en general de sustancia, pero con este término entendemos las últimas partículas constitutivas de la materia, a las que no pertenece ciertamente aquella mezcla química compleja que es el pan. Incluso cuando la reflexión consigue, con un poco de paciencia, aclarar algo en esta materia, siempre queda la pregunta: ¿por qué es tan complicado? El mero hecho de tener que dar tantas interpretaciones, y tan prolijas, para comprender algo de esta cuestión, ¿no demuestra justamente que está superada, que no es relevante para el presente?

Y con esto hemos llegado, a mi entender, al malestar propiamente dicho, que subyace en la expresión "creer y saber", y que nos angustia hoy a los seres humanos; y al mismo tiempo hemos llegado ciertamente al punto a partir del cual se puede empezar a buscar una respuesta.

Lo que nos molesta en la fe cristiana es sobre todo la carga de excesivos enunciados, que se han amontonado a lo largo de la historia, y se presentan ahora todos ellos ante nosotros exigiendo nuestra fe. Que precisamente ésta es la dificultad inmediata se ve por el eco extraordinario que siempre consigue suscitar un autor cuando hace transparente la multiplicidad de los enunciados, hasta el punto de resolverla en una sencilla confesión de fe. Cuando se oye continuamente que esta o aquella conferencia, este o aquel libro, han sido liberadores, entonces resulta claro que los seres humanos sienten hoy como una carga la forma de la fe, pero que al mismo tiempo están animados por la exigencia de ser creyentes; de lo contrario, podrían prescindir de todo ello sin dificultad y sin formalismos.

No tendrían necesidad de buscar, por medio de los teólogos, una liberación que les da la conciencia de permanecer, pese a todo, en el ámbito de la fe. Precisamente hoy existe, aunque pueda parecer paradójico, un anhelo de fe: el mundo de la planificación y de la investigación, del cálculo exacto y de la experimentación, no basta por sí solo, como se ve claramente. En el fondo, queremos liberarnos de él tanto como de la fe antigua, cuyo contraste con el saber moderno la convierte en una carga opresora. Pero no podría ser una .. carga si no nos sintiéramos tocados de algún modo por ella, si no hubiera algo que nos obliga a seguir buscando en este punto.

Tenemos que reflexionar todavía un poco más sobre la singular situación del ser humano moderno que acabamos de presentar, antes de tratar de definir el verdadero sentido de la fe. En efecto, una de las características de nuestra existencia es, actualmente, no sólo el malestar frente a la fe, sino también el malestar frente al mundo dominado por la ciencia; y sólo si describimos este doble malestar, que ciertamente Auguste Comte no había previsto, haremos una descripción de algún modo correcta de los presupuestos del problema "creer y saber".

La singularidad de la hora en que vivimos consiste en que, precisamente en el momento en que se cierra el sistema del pensamiento moderno, se hace al mismo tiempo evidente su insuficiencia, de modo que resulta obligado relativizarlo. Pero sobre esto tendremos ocasión de reflexionar ampliamente en el tercer capítulo. Por el momento puede bastar una observación: el positivismo, que se presenta ante todo como una exigencia metódica de las ciencias exactas de la naturaleza, ha prevalecido hoy ampliamente, sobre todo gracias al impulso dado por Wittgenstein, también en la filosona. Pero esto significa que la filosona, como la ciencia natural, hoy no se pregunta ya por la verdad, sino únicamente por la exactitud de los métodos empleados; y el pensamiento lógico, sobre todo el análisis del lenguaje, experimenta independientemente de la cuestión acerca de si la realidad corresponde también a los puntos de partida del pensamiento.

La realidad aparece, por lo demás, como algo inalcanzable. La renuncia a la verdad misma, la retirada a lo que es constatable y a la exactitud de los métodos pertenecen a las características típicas del espíritu científico moderno. El ser humano se mueve todavía únicamente en su propia cápsula; la agudización de sus métodos de observación no lo ha conducido a liberarse más de sí mismo y a penetrar en el fundamento de las cosas sino que, por el contrario, lo ha hecho prisionero de sus métodos, prisionero de sí mismo. Si la literatura es el termómetro de la conciencia de una sociedad, entonces nos lleva a un diagnóstico inquietante de la situación del ser humano actual: una amplia literatura del absurdo pone de manifiesto la crisis del concepto de realidad, en la que hoy nos encontramos.

La verdad, la realidad misma, se sustrae al ser humano, que aparece (por citar el título del último libro de Günter Grass, órtlich betäubt. Roman, Luchterhand, Darmstadt-Neuwied 1969 [trad. cast.: Anestesia local, Barral, Barcelona 1973]) sometido a anestesia local, capaz de captar solamente jirones deformados de lo real; está inseguro dondequiera que la ciencia exacta lo abandona, y en la medida en que se siente abandonado, percibe cuán exiguo es, a pesar de todo, el sector de realidad en que esta ciencia le da seguridad.

Es cierto que este sentimiento está lejos de encontrarse difundido por todas partes: también los acontecimientos necesitan tiempo para acontecer, como observa Nietzsche en su aforismo sobre la muerte de Dios, en el que, como consecuencia de ese acontecimiento, anuncia con imágenes inquietantes el ser humano absurdo y una realidad absurda, que él afirma con ardiente pasión. Las atroces visiones de Dostoievski de un mundo sin Dios, convertido en un sueño delirante, empiezan a verificarse hoy de un modo inesperado en los puntos más sensibles de nuestra sociedad, en la literatura y en sus descripciones del ser humano [3].

El ser humano que se quiere limitar a lo exactamente cognoscible cae en la crisis de la realidad, se ve privado de la verdad. En él está el grito por la fe, que la hora actual del mundo no consigue suprimir, sino que, por el contrario, hace aún más dramático. Está el grito por la liberación de la cárcel de lo positivo, y está ciertamente también el grito por la liberación de una configuración de la fe que convierte a ésta en una carga y no en la forma de la libertad. y con esto hemos llegado finalmente al punto donde es posible plantearse la pregunta: ¿cuáles deberían ser propiamente las características de esa fe?

Hay que decir ante todo que la fe no es una forma disminuida de ciencia natural, un primer grado del saber, antiguo o medieval, destinado a desaparecer necesariamente cuando llega el verdadero saber, sino que es algo esencialmente distinto. No es un saber provisional. Es cierto que en nuestra lengua usamos la palabra "creer" también en este sentido cuando decimos: creo que fue así. Aquí creer significa lo mismo que opinar. Pero si decimos: te creo, entonces la palabra adquiere un sentido totalmente diverso. Entonces significa: me fio de ti, confio en ti; tal vez incluso: pongo mi confianza en ti. El tú del que me fio me da una certeza que es diferente, pero no menos sólida que la certeza que viene del cálculo y del experimento. y éste es el sentido que tiene la palabra en el contexto del credo cristiano.

La forma fundamental de la fe cristiana no es: creo algo, sino: creo en Ti. La fe es una apertura a la realidad, que es propia sólo de quien tiene confianza, de quien ama, de quien actúa como ser humano y, como tal, no depende del saber sino que es originaria como éste; más aún, es un elemento más sustentador y más central que el saber para lo que de muchos conocimientos sobrenaturales, que deberían estar junto al ámbito de la ciencia como un extraño saber de segunda categoría, sino una adhesión a Dios, que nos da esperanza y confianza.

Naturalmente esta adhesión a Dios no carece de contenido: es la confianza en que Dios se ha mostrado en Cristo y en que sólo podemos vivir confiados en la certeza de que Dios es como Jesús de Nazaret y, por consiguiente, en la certeza de que Dios lleva al mundo y a mí en él. En el próximo capítulo tendremos que avanzar en la reflexión de este contenido preciso. Pero ya ahora resulta claro que el contenido no es comparable a un sistema científico, sino que presenta la forma de la confianza.

Por esto ni siquiera importa, en último término, conocer o comprender todos los pormenores y todos los detalles puntuales de la fe [4]. Naturalmente, es importante para la Iglesia, a causa de la predicación, hacer continuamente este intento de comprender también las particularidades. y es indudable que la realización de semejante intento será enriquecedora cada vez en mayor medida. Así, por ejemplo, cuando se manifiesta que la afirmación según la cual el mundo se hizo por la palabra no contradice aquella otra afirmación según la cual el es propiamente humano.

Reconocer esto tiene consecuencias importantes, que en realidad pueden ser "liberadoras", si son asumidas seriamente. Porque esto significa que la fe no es en primer lugar una gran construcción mundo se formó en una expansión de la materia, porque en ambos casos se expresa una verdad sobre el mundo de un modo completamente distinto. y esto vale a propósito de todos los problemas que hemos mencionado antes. Además, al realizar este intento hemos de ser siempre conscientes de que toda época tiene sus puntos ciegos, ninguna puede abarcado todo y, por lo tanto, en cada uno de los periodos tiene que haber algo que permanece sin explicación, sencillamente porque el pensamiento carece de medios para ello.

Por lo demás, esta situación no se da sólo en la teología. La fisica progresa en sus conocimientos porque, entre otras cosas, partiendo de diversas observaciones singulares, formula después un modelo que explica estos fenómenos a partir de un todo, los inserta en un contexto global y, a partir de ahí, ofrece la posibilidad de seguir avanzando. Un modelo es tanto mejor cuantos más fenómenos pueda explicar. Pero los progresos decisivos se producen siempre que se consigue realizar observaciones, para cuya justificación no es suficiente ninguno de los modelos anteriores. Justamente los fenómenos no clasificables son importantes. Obligan a una búsqueda ulterior, hasta que finalmente surge un nuevo contexto y es posible un nuevo modelo, que salta el horizonte anterior y da una visión nueva y más amplia de lo real. Algo semejante le sucede también al pensamiento en la fe: se encuentra continuamente en situaciones inconclusas, que son su angustia, pero también su esperanza. Nunca se puede hacer totalmente inteligible la unidad de creer y saber, y no tenemos que sentimos obligados por la impaciencia por lo demás comprensible, a formular síntesis apresuradas, que al final comprometen la fe, en vez de estar a su servicio.

Esto vale sobre todo también para lo concreto: se trata del todo, de la adhesión a la fe como tal, y sólo secundariamente de la parte, es decir, de los diferentes contenidos en que se enuncia la fe. Una persona sigue siendo cristiana mientras se esfuerce por prestar su adhesión central, mientras trate de pronunciar el sí fundamental de la confianza, aun cuando no sepa situar bien o resolver muchas particularidades. Habrá momentos en la vida en que, en la múltiple oscuridad de la fe, tendremos que concentramos realmente en el simple sí: creo en ti, Jesús de Nazaret; confio en que en ti se ha mostrado el sentido divino por el cual puedo vivir mi vida seguro y tranquilo, paciente y animoso.

Mientras esté presente este centro, el ser humano estáen la fe, aunque muchos de los enunciados concretos de ésta le resulten oscuros y por el momento no practicables. Porque la fe, en su núcleo, no es, digámoslo una vez más, un sistema de conocimientos, sino una confianza.

La fe cristiana es «encontrar un Tú que me sostiene y que, a pesar de la imperfección y del carácter intrínsecamente incompleto de todo encuentro humano, regala la promesa de un amor indestructible que no sólo aspira a la eternidad, sino que la otorga. La fe cristiana vive de esto: de que no sólo existe un sentido objetivo, sino que este Sentido me conoce y me ama, de que puedo fiarme de él con la seguridad de un niño que en el tú de su madre ve resueltos todos sus problemas. Por eso la fe, la confianza y el amor son, a fin de cuentas, una misma cosa, y todos los contenidos alrededor de los que gira la fe, no son sino concretizaciones del cambio radical, del 'yo creo en ti', del descubrimiento de Dios en la faz de Jesús de Nazaret, hombre» [5].

Notas

[1] Sobre Comte, cfr H. De Lubac, El drama del humanismo ateo, Epesa, Madrid 1967, pp. 153-314 (orig. fr.: Le drame de l'humanisme athée).

[2] Sobre este tema, cfr J. Neuner, "Das Christusmysterium und die indische Lehre von den Avataras", en (A. Grillmeier - H. Bacht [eds.]) Das Konzil von Chalkedon llI, Echter, Würzburg 1954, pp. 785-824; C. Regamey, "Die Religionen Indiens", en (F. König [ed.]) Christus und die Religionen der Erde III, Herder, Wien 1956 2ª ed., pp. 73-227; aquí: pp. 157-162 (trad. cast.: "Las religiones de la India", en [F. König (ed.)] Cristo y las religiones de la tierra. Manual de historia de la religión III, BAC, Madrid 1961, pp. 67-212; aquí: 147-150).

[3. Sobre Dostoievski en esta cuestión, cfr De Lubac, op. cit., pp. 317-459.

[4] Esto también se ha considerado siempre obvio en las Summas medievales; por ejemplo, Buenaventura, Sent. III, d. 25 a. 1 q. 3: "Credere autem omnes articulos explicite et distincte... non est de generali fidei necessitate...".

[5] J. Ratzinger, Introducción al cristianismo, Salamanca, Sígueme 1970, pp. 57-58.