Creer después de Freud

 

Carlos Dominguez sj

 

 

 

CAPITULO 6

 

EL DIOS DEL NIÑO Y EL DIOS DE JESÚS

 

 

El Dios con el que nos relacionamos en la oración es deudor también de una historia. Una historia que es justamente la nuestra, en la medida en que Dios, en cuanto objeto mental, se ha ido conformando a lo largo de nuestro proceso vital, íntimamente enlazado a los avatares de las relaciones con nosotros mismos y con el mundo. Dios nos ha ido viniendo a través y a partir de nuestras necesidades biopsíquicas más determinantes y ha ido tomando la forma y el colorido de nuestras experiencias vitales más profundas.

 

No surge Dios en nosotros como fruto directo y espontáneo, tal como determinadas posiciones teológicas o psicológicas nos han querido hacer ver y como, tal vez, le apetecería también a una fe ansiosa de evidencias.

 

La fe que busca evidencias y seguridades desearía, efectivamente, un Dios que, casi como instinto natural, se fuera manifestando progresiva y espontáneamente en la vida del niño. De este modo la religión se presentaría como una dimensión psíquica irrenunciable, sin la cual no sería posible hablar de persona psicológicamente sana o completa[1]. Semejante modo de concebir las cosas, aparte de suscitar numerosos problemas teológicos, parece un camino más por el que el hombre siente la tentación de convertir a Dios en "natural". Pero los hechos, como veremos, al menos en Psicología, no hablan en este sentido; por lo que también aquí será necesario afirmar que el hombre no nace sino que se hace religioso, del mismo modo en el que no nace sino que se hace ético, social o político.

 

Al mismo tiempo, sin embargo, es necesario también sostener que la dimensión religiosa cuenta con más oportunidades que ninguna otra en la vida del hombre para echar sus raíces en los niveles profundos de la personalidad. Su mundo afectivo se ofrece como un terreno especialmente fecundo para el nacimiento de los dioses, los demonios y los espíritus. La experiencia religiosa cuenta, en este sentido, con más posibilidades que ninguna otra en el conjunto de las formaciones culturales. De ahí la fuerza poderosísima que ha supuesto en la historia de la humanidad. Para su bien y para su mal, como tendremos ocasión de analizar a un nivel individual y como la misma historia de las religiones ha tenido oportunidad de demostrarnos a nivel de lo colectivo. Por ello también, muchas de las otras formaciones culturales, la política particularmente, han sabido ver en la religión un poderoso aliado por sus propios fines y objetivos. También las otras instituciones han tenido que aprender, dramáticamente a veces, lo peligroso que puede resultar tener a la religión como enemigo: las funciones que cumple y las frustraciones que evita puede desencadenar, en efecto, la peor de las violencias.

 

Ninguna otra dimensión de la vida humana es capaz, en efecto, de encajar de modo más preciso en la necesidad vital del otro para sentirse yo y en la aspiración de totalidad que marca a esa búsqueda.

 

En esta necesidad del otro para ser yo y en esa aspiración de totalidad que la marca, las figuras de la madre y del padre, como tendremos ocasión de analizar, se constituyen en los dos polos primeros y fundamentales. Por ello, la experiencia religiosa, que no puede ser ajena al desarrollo humano en el que se inscribe, ha tendido siempre a articularse simbólicamente alrededor también de esos dos grandes referentes humanos. Lo materno y lo paterno se presentan de este modo como las dos marcas, los dos referentes privilegiados en los que todas las grandes corrientes religiosas, judeo-cristianismo incluido, han expresado los contenidos fundamentales de sus creencias. Símbolos de profundas resonancias religiosas como son la tierra, la naturaleza, el centro, el agua, el mar, la casa, el hogar o la caverna remiten, como lo ha puesto de manifiesto la investigación psicoanalítica, al polo materno de la experiencia humana. El cielo, la fuerza, el árbol o el trueno, por el contrario, presentan indiscutibles conexiones con la experiencia de lo paterno.

 

Este irse fraguando Dios a partir de lo que constituyen las grandes experiencias del desarrollo humano supone, evidentemente, una gran posibilidad y un riesgo importante también. Posibilidad en cuanto que sólo de ese modo la experiencia religiosa puede prender en los más hondo de nuestra afectividad y hacerse auténticamente carne de nuestra carne, colorido vital profundo, visión de la vida enraizada en nuestras seguridades y confianzas más básicas.

 

Pero es evidente también que supone un alto riesgo. Riesgo, por una parte, de que la imagen de Dios sufra las distorsiones, los desenfoques, los traumatismos, y las perturbaciones que puedan sobrevenir en las complejas relaciones con lo materno y lo paterno y riesgo también de llegar a reducir la experiencia religiosa a unas necesidades puramente psíquicas, sin que esa experiencia religiosa llegue nunca a situarse realmente a la escucha de un Dios que venga a decir unas palabras diferentes de las que han escuchado y se desean escuchar. Por eso, el Dios que nació en nosotros a partir de las experiencias más básicas de nuestra existencia, ha de estar dispuesto a perpetuidad para dejarse modificar por una Palabra que viene de otro lugar pero que no acaba nunca por reducir la mediación de nuestra imagen. Una vez más nos estará prohibido confundir a Dios con su representación.

 

 

La totalidad materna como trasfondo de la divinidad.

 

El análisis de la interpretación freudiana de la religión nos ha puesto de evidencia el gran olvido que comete Freud al marginar el elemento femenino y materno en la génesis de la religiosidad[2]. Esa llamativa y sorprendente laguna fue desde muy pronto atendida por toda la psicología profunda posterior a Freud comenzando por el mismo Jung, con un esquema diferente al utilizado por el fundador del psicoanálisis, y por otros psicoanalistas que, con las mismas referencias freudianas, atendieron desde muy pronto las dimensiones femeninas y maternas de las principales corrientes religiosas[3].

 

La primitiva relación del bebé con la madre se constituye como una situación que acertadamente ha sido calificada de pre-religiosa. Experiencia de fusión en una totalidad envolvente y placentera, en la que tampoco se encuentran ausentes determinados elementos de carácter amenazantes que dejarán también su huella en las creencias religiosas concernientes a la simbólica del mal.

 

La madre, en efecto, se constituye en los primeros estadios de la vida en el objeto que polarizador del deseo infantil. De algún modo, el recién nacido, aspira a reproducir la situación de simbiosis total en la que se encontró durante los meses de su existencia intrauterina. Durante los primeros meses de su existencia su psiquismo se niega la separación que ha tenido lugar en el momento del nacimiento. Por la vía alucinatoria entonces el bebé se experimentará como una parte de la totalidad del mundo en el que vive: no posee todavía un Yo que le proporcione el sentimiento de su independencia y autonomía. En esa situación de inmadurez biológica radical, que le hace esencialmente dependiente de los otros, el lactante no acierta a identificarse como diferente del mundo que le rodea. De algún modo, él es todo y todo es él. En la situación de lactancia que marca de modo preferencial su vida bio-afectiva, el bebé no atina a saber en realidad si él es esa boca que succiona o si es ese pecho que le alimenta. Tan fundido y confundido con el mundo se vivencia a sí mismo.

 

Esa experiencia es compleja y marcada por sentimientos de carácter muy diversificado e incluso opuestos. Como nos han puesto de manifiesto Melanie Klein y su escuela, el amor, el odio, la culpa y la reparación surgen necesariamente frente a una realidad, la de lo materno, que no puede ni debe proporcionar la presencia total e inmediata de la fusión a la que aspira el bebé[4]. Aceptar amorosamente entonces la alternancia de presencia y ausencia de la madre y aceptar amorosamente también los propios límites en la constitución de un Yo diferente del mundo que le rodea, será un proceso a verificar para que las bases de la existencia encuentren un sólido fundamento.

 

A partir de aquí, la capacidad de simbolización nacerá como un modo de afrontar la distancia necesaria para la relación y el encuentro con el otro como otro, más allá del propio mundo de necesidades y deseos a satisfacer.

 

Pero todo surgirá desde el trasfondo de una situación fusional con la totalidad que nunca nos abandonará como intento. La nostalgia del todo, como afirma J. Lacan, supone una "asimilación perfecta de la totalidad al ser", y, como nos indica el mismo autor, tenemos que reconocerla en las ilusiones de una armonía universal, en el abismo místico de la fusión afectiva, en la utopía social de una tutela totalitaria: "Formas todas de la búsqueda del paraíso perdido anterior al nacimiento y de la más oscura aspiración a la muerte"[5].

 

Esa aspiración a la totalidad permanece como una estructura básica del deseo humano. Un deseo incumplido de fusión que viene, por tanto, a constituirse en el sustento de todo encuentro posterior. A este movimiento no puede escapar, naturalmente, el deseo religioso como deseo de un Todo trascendente.

 

La experiencia religiosa, en efecto, parece encontrar en esa aspiración abierta a la totalidad que se inscribe en el psiquismo humano, la base para lo que constituye la vertiente mística de dicha experiencia. El deseo místico, como deseo de perderse en una totalidad, de fundirse y diluirse en el todo de la divinidad en lo que se ha dado en llamar "sentimiento oceánico", encuentra en esa primera experiencia humana de fusión con la madre su base y su misma posibilidad[6].

 

Es un hecho comprobado por las investigaciones psicológicas que difícilmente podría madurar una experiencia religiosa, particularmente en esta vertiente mística, si esa primera experiencia de felicidad vivenciada en la primitiva fusión con la madre no hubiese tenido lugar. Como afirma Vergote, la psicología clínica nos descubre en ese sentimiento básico de integración, de inserción en la totalidad del ser, la condición indispensable para el despertar de la actitud religiosa[7]. Actitudes tan fundamentales para las vivencias de fe como son las de una confianza esperanzada en la vida o la del sentimiento de protección y respaldo en el existir, difícilmente podrían llegar a tener lugar si no les hubiera precedido esa confianza primera de contención y protección que la madre proporciona.

 

Nuestra imagen de Dios llegará a adquirir forma y configuración, tal como veremos más adelante, a partir del símbolo paterno. Pero esa imagen presentará siempre unas evocaciones, tonalidades y rasgos que claramente están determinados por la experiencia de relación con la madre. Son muchos y variados los estudios que ponen de manifiesto esta integración de las imágenes parentales en nuestra representación de Dios[8]. Sin lo materno, en efecto, nuestra imagen de Dios no llegaría nunca a ser lo que es.

 

A este mismo respecto no deja de resultar significativo el hecho de que en aquellas personas en las que el componente religioso cobra especial preponderancia en sus vidas, como son las que sienten la vocación religiosa o sacerdotal, el impacto de la imagen materna parezca estar especialmente acentuado. Así lo ponen de manifiesto también numerosos y variados estudios[9]. El deseo de una vida especialmente cercana a Dios parece, pues, movilizado precisamente desde estas dimensiones maternas de la estructura psíquica.

 

Evidentemente la relación establecida entre deseo de Dios y búsqueda de una totalidad materna plantea serias interrogaciones sobre el valor de las experiencias místicas, sobre su carácter de mera derivación de un deseo infantil y sobre sus posibles dimensiones patológicas. Si bien esa problemática no podrá ser emprendida en toda su complejidad dentro del marco que ahora nos planteamos, sí cabrá determinar al menos sus direcciones fundamentales. Ello, sin embargo, sólo será posible cuando hayamos planteado la necesaria transformación que el deseo de la totalidad materna tiene que experimentar a lo largo del desarrollo psíquico para que la dinámica de ese mismo deseo no se convierta en una perdición para el sujeto. La liberación de la fascinación fusional con la madre es la que se llevará a cabo a través de la intervención del símbolo paterno.

 

 

Imagen paterna y configuración de Dios.

 

La representación de la divinidad originada a partir del deseo fusional no tiene todavía forma ni figura, nombre ni imagen. Sólo mediante la aparición del padre que rompe la fusión con lo materno Dios podrá adquirir un nombre, una figura y una imagen. Si lo materno, pues, se constituye como impulsor del deseo de Dios, lo paterno se presenta como lo que le proporciona imagen y configuración.

 

El niño se ve obligado a superar la situación fusional en la que pretende mantenerse para pasar a una situación generalmente conocida como "relación dual". En ella comienza a dibujarse la realidad del mundo y del otro como diferente y autónoma, pero permaneciendo todavía una predominancia de la subjetividad, que convierte al otro en una pura ocasión para la satisfacción de las propias necesidades y deseos. En realidad aún no existe el otro en tanto otro, ni, por ello mismo, el yo en tanto yo, es decir, en tanto instancia diferente y autónoma.

 

Desde esta posición, el niño debe progresar hasta una "relación triangular" que es la que viene a inaugurarse mediante el conflicto edípico. Sólo a través de esta nueva situación el niño podrá llegar a la aceptación de la diferencia, de la distancia, de la limitación y, desde ahí, a la aceptación del otro como otro más allá de su propio mundo de deseos y de intereses. Es el padre el que libera de la fascinación de la relación dual imaginaria. Él aparece como un otro que impide el acceso total y exclusivo al objeto amoroso. Todo ello, como sabemos, desencadena una difícil y compleja problemática en la que se entrelazan amores y odios, culpas y amenazas fantasmáticas, que terminan desencadenando unos procesos de identificación con el progenitor del propio sexo. Con ella se efectúa la introyección de la Ley, entendida simbólicamente, como limitación de la omnipotencia devastadora del deseo; limitación que, por otra parte, es la condición indispensable para una existencia autónoma y para la misma adquisición de la libertad.

 

El padre, según hemos visto en los análisis freudianos, se ha constituido en la imagen sobre la cual el niño proyecta la omnipotencia; una omnipotencia que en principio él se atribuyó hasta que la propia experiencia forzó la renuncia a creer en ella. El padre, entonces, aparece como la realización cumplida de la omnisciencia, la omnipotencia y la omnibenevolencia.

 

Los padres constituyen, como tan acertadamente describió Pierre Bovet, el primer "objeto de adoración", pues, de algún modo, ellos son objeto de una suerte de divinización por parte del niño. Todo ello hace pensar que el sentimiento religioso es un sentimiento de carácter primordialmente filial[10]. Pero el niño, si no cambia de religión, al menos se ve obligado, como afirma el mismo Bovet, a cambiar de dioses. Es lo que tiene lugar a lo largo de esa conflictiva situación edípica[11].

 

Esa situación se juega primordialmente en el terreno de los sentimientos de omnipotencia. Como ya hemos defendido en otro lugar, Edipo, más allá de una mera rivalidad en relación al objeto materno, es la renuncia a dar por perdida la omnipotencia[12]. Si el padre es un rival, no lo es tanto en cuanto poseedor de la madre sino en cuanto poseedor de la omnipotencia y, desde ahí, poseedor de la madre también.

 

Pero en el Edipo, el niño ha de enfrentar la Ley, es decir, la limitación del deseo ilimitado y omnipotente: la omnipotencia ha de darse por irremisiblemente perdida. Ese padre, al que se le atribuyó imaginariamente, ha de morir para dejar paso a un padre que está sometido a las leyes del nacimiento y de la muerte, un padre que no lo puede ni lo sabe todo y que está sometido también a imperdonables deficiencias en el área del amor.

 

El Dios del niño, el nuevo dios del niño si aceptamos con Bovet que su primer dios fueron sus progenitores, se constituye ahora bajo la figuración de un padre que sí lo sabe y lo puede todo. Desde ese todo-poder y todo-saber se constituirá a la vez en un objeto de veneración, pero también de temor y recelo.

 

A través del padre, pues, Dios ha tomado nombre, forma y figura. Cuestión decisiva para que no le confundamos con una totalidad difusa en la que diluirnos y perdernos. A través de la dimensión paterna nos capacitamos, efectivamente, para comprender que Dios nos enfrenta a nosotros mismos como seres autónomos y libres y a la realidad como limitación que se opone a la desmesura de nuestras demandas afectivas. A través del padre, podremos también configurar una imagen de Dios como llamada a crecer conforme a unos parámetros morales y religiosos.

 

Pero una cuestión importante, decisiva desde nuestro punto de vista para la vida de fe, permanece todavía abierta a partir de la crítica freudiana a la religión. Se trata de saber si esta fe no se ofrecerá, a partir de la situación edípica descrita, como un lugar y una posibilidad abierta para mantener en el seno de sus contenidos y mediante un astuto desplazamiento, una problemática infantil a la que no se quiera o no se acierte a dar solución definitiva. Si la fe no estará ahí para atraer hacia ella y darle vigencia a unos sentimientos infantiles de omnipotencia que se resisten a ceder. En definitiva la cuestión radica en saber si ese nombre, forma y figura que ha adquirido el Dios infantil a partir del símbolo paterno son sin más el nombre, forma y figura del Dios que se nos manifiesta en Jesús de Nazaret[13]. Pero antes de abordar esta última cuestión conviene todavía realizar algunas observaciones sobre las dimensiones maternas y paternas de la experiencia religiosa.

 

 

La difícil articulación de mística y compromiso.

 

Ya hemos considerado cómo la primitiva relación de fusión con el todo materno se constituye en una base en cierto modo necesaria para que pueda enraizar en nosotros el deseo de Dios o, lo que es lo mismo, la vertiente mística de la experiencia religiosa. Una vertiente que hay que considerar que, en grado mayor o menor, resulta absolutamente necesaria para que una actitud religiosa pueda arraigar y mantenerse con vida. Sin el deseo de Dios, en efecto, sin aspiración a situarse en su cercanía y en su contacto, sin el anhelo de experimentar y disfrutar de su presencia, difícilmente podemos entender una vivencia auténticamente religiosa.

 

Pero resulta evidente también que esa dimensión mística, por sí sola, no fundamenta ni presta validez sin más a una vida de fe. Al menos, a una vida de fe cristiana. La propuesta evangélica no es entendible como una mera invitación a sumergirnos en una interioridad mística o en una mera búsqueda de la paz y la armonía con el todo universal. Sin el enfrentamiento con la realidad, sin el proyecto histórico (de los modos -y los hay muy variados- en los que esto quiera entenderse) no hay posibilidad de acceder a una experiencia religiosa que podamos correctamente calificar de cristiana.

 

Los grandes místicos de la Iglesia son los mejores testigos de lo que queremos decir: un San Juan de la Cruz, una Santa Teresa, un San Ignacio de Loyola testifican mejor que nadie lo que el deseo de Dios puede llegar a suponer de pasión arrebatadora, sin que ese arrebato supusiera nunca, por otra parte, un enclaustramiento regresivo y narcisista que viniese a ignorar las condiciones de la realidad. Muy al contrario, el deseo de Dios se constituyó siempre en estos grandes místicos como un fundamental elemento propulsor en su obstinado empeño por la transformación de la realidad histórica que a cada uno de ellos les tocó vivir.

 

En las tentaciones de enclaustramiento espiritual, los arrebatos místicos acaban por arrebatar la misma realidad a la que estamos llamados a enfrentar con lucidez y a transformar con energía. Cediendo a esa tentación de unión sin límites todo acaba, efectivamente, en la construcción de un espacio puramente imaginario, constituido como un paraíso materno perdido. Pero es evidente que nunca tendremos derecho a identificar ese espacio imaginario con el Dios amor de Jesús de Nazaret. En tales experiencias "místicas" no sólo se nos arrebata la realidad, sino que también ha quedado arrebatado el mismo Dios, pues éste que no se deja confundir con una madre envolvente e inductora de una inmensa regresión infantil.

 

El análisis de los rasgos que caracterizan la experiencia religiosa de nuestros días parece poner de manifiesto un claro acrencentamiento de sus dimensiones más afectivas y emotivas[14]. Después del auge de los compromisos sociopolíticos que caracterizó a los cristianos de los años sesenta, parece como si el mundo de los sentimientos y afectos más o menos contenidos o marginados durante esa época emergieran ahora con renovado impulso. La preponderancia de lo emotivo parece que es un fenómeno general en nuestra cultura occidental actual que, a nivel de experiencia religiosa, vendría a explicar el éxito de las corrientes místicas y esotéricas inspiradas en las religiones orientales. El movimiento carismático, sobre el que diremos algo a la hora de enfrentar el tema de los grupos dentro de la Iglesia, parece, en cierta medida, deudor de este auge de lo emocional en la vivencia de fe. Evidentemente esta nueva situación comporta toda una serie de posibilidades y de importantes riesgos.

 

En la dimensión mística de la experiencia religiosa, en efecto, se puede manifestar lo mejor y lo peor de la religión, su mejor sentido y también la peor de sus patologías. La búsqueda de lo que se concibe como el centro secreto de la existencia, fuente de vida y objeto del deseo puede derivar en experiencia humana liberadora y plenificante o en trampa para mantener y alentar unos conflictos relegados al nivel de lo inconsciente. Como a este mismo respecto afirma A. Vergote en unas excelentes reflexiones sobre el deseo místico, la nostalgia de una Jerusalén celeste sobre la tierra puede hacer caer en el olvido o en la negación de la dimensión conflictual de la vida. La polarización por apaciguar un deseo puede hacer olvidar un dato fundamental de la fe: la inspiración profética de un Dios que llama a la construcción de un mundo diferente[15]. Si es así, la mística ha perdido su vinculación cristiana.

 

Sólo la intervención del símbolo paterno puede liberarnos de la fascinación de una religiosidad concebida como añoranza de una fusión maternal perdida. La intervención de la Ley que limita y estructura al deseo humano nos salva de la confusión original a la que en parte tendemos y nos enfrenta a las condiciones de la realidad en las que tenemos que vivir. El Dios que toma la figura y nombre desde ese símbolo paterno nos invita, pues, a mesurar nuestro deseo y a comprender que la comunión no significa la abolición de la distancia y de la diferencia, pues éstas constituyen las bases de nuestra autonomía personal y la condición misma de nuestra libertad.

 

Pero ese símbolo paterno, tan necesario para nuestra maduración humana y religiosa, puede también tendernos trampas muy poderosas en la configuración de nuestra imagen de Dios. El hecho de que este símbolo paternal se presente indisociablemente unido en el curso del desarrollo humano a una situación de conflicto como es la edípica, puede favorecer, en efecto, el que la imagen de Dios que se configura desde allí quede impregnada también por las marcas de la ambivalencia y de la culpabilidad. A partir de lo paterno, pues, pueden efectivamente derivarse representaciones de Dios marcadas por los caracteres de la intransigencia, de la hipermoralización, del recelo ante todo tipo de satisfacción o placer, del disgusto permanente con nosotros mismos, etc... Los análisis de Freud sobre la religión, con todas sus limitaciones, tuvieron sin duda el efecto de poner de relieve esas vertientes de la experiencia religiosa estigmatizadas por los conflictos con la paternidad. 

Nuestra religiosidad judeo-cristiana, por lo demás, dejando traslucir la configuración patriarcal de la sociedad judía en la que nació, ha concedido una relevancia especial a los vectores paternos de la fe. A diferencia de otros tipos de religiosidad, como las surgidas en el ámbito oriental, ha marcado sus distancias en relación a los elementos más específicamente femeninos y maternos. A diferencia también de la espiritualidad de Oriente, no se presenta como una invitación a profundizar en la propia interioridad con el objeto de triunfar sobre las limitaciones y conflictos que surgen desde el exterior sino que, más bien, nos propone acudir a esa realidad exterior para convertirla en una realidad diferente y mejor. La historia de Occidente, en lo que concierne a su propio progreso y desarrollo, tiene por ello mucho que agradecerle a esta fe . El precio, sin embargo, que se ha podido pagar por un exceso de componente paterno en nuestra religiosidad es el del mantenimiento de unas ambivalencias afectivas no resueltas en la relación con Dios y la exacerbación de la culpabilidad que de ella se deriva.

 

Así, pues, si el vector materno de la imagen de Dios puede inducirnos a la nostalgia de una fusión infantilizante, el vector paterno de esa imagen puede propulsar en nosotros todas las peores estrategias de los sentimientos de culpa. Pero sobre las trampas y los efectos de la culpabilidad inconsciente en las representaciones de fe y en las prácticas religiosas centramos nuestra atención en el capítulo siguiente.

 

 

La problematica maduración de la religiosidad.

 

Es un hecho sorprendente y, a veces, incluso escandaloso (a pesar de la frecuencia con la que, por desgracia, lo tenemos que enfrentar) el estado de inmadurez que revelan determinados comportamientos, actitudes o planteamientos religiosos de algunas personas. Tenemos, en efecto, la impresión de que en el ámbito de lo religioso pueden permanecer elementos enormemente infantiles al mismo tiempo que en los otros ámbitos de la personalidad se ha ido produciendo una evolución y desarrollo gradual hacia la vida adulta. Cualificados profesionales, líderes sociales, personas intelectualmente cultivadas, pueden sorprendernos en cualquier momento con unos planteamientos enormemente infantiles, dependientes, mágicos, tabuísticos o ilusorios que contrastan con las capacidades adultas, comprometidas, críticas y libres que ponen de manifiesto en otros sectores de su vida tales como los profesionales, económicos, políticos o familiares.

 

Resulta, en efecto, desconcertante que una persona pueda mostrar un alto grado de capacidad crítica frente a determinados planteamientos teóricos o una actitud de sana independencia frente a determinadas presiones ambientales y que en el ámbito de sus creencias religiosas acepte acríticamente cualquier tipo de formulación dogmática o que en sus relaciones intraeclesiales (con su director espiritual o con su grupo de fe) pueda llegar a adoptar las posiciones más sumisas y dependientes.

 

A veces, tenemos que enfrentar el hecho, escandaloso también, de que determinadas personas se vean más o menos forzadas a abandonar sus creencias y prácticas religiosas como paso ineludible para poder llevar a cabo un proceso madurativo general. El bagaje religioso parece que les llega a suponer una carga, incompatible con determinados pasos que se sienten honesta y éticamente impulsados a dar.

 

Todo ello parece poner de manifiesto, por una parte, que la vida religiosa posee como soportes básicos unos núcleos afectivos muy arcaicos (los vinculados con esos vectores maternos y paternos que hemos analizado) y, por otra parte, que esos núcleos afectivos cuentan con unas dificultades muy especiales de maduración y crecimiento cuando se articulan con los contenidos religiosos.

 

A este propósito merece la pena evocar las reflexiones efectuadas hace ya algún tiempo por J. Pohier en un importante trabajo sobre el pensamiento religioso en sus relaciones con el pensamiento infantil. Nos recuerda este autor, a partir, sobre todo, de la obra de J. Piaget, que el pensamiento infantil evoluciona y se desarrolla hacia la madurez por la intervención de tres factores fundamentales: por una parte, la experiencia de sus contactos con los demás que permite al niño rectificar sus errores de perspectiva excesivamente ligados a una óptica egocéntrica. Por otra parte, el contacto con la realidad material le forzará a renunciar a una perspectiva extremadamente moralista mágica y finalista del mundo, para percatarse de que éste funciona a través de unas leyes muy concretas y de que la causalidad física juega al margen de la voluntad y de los deseos del hombre. Por último, la dolorosa experiencia de constatar las limitaciones humanas, particularmente la de sus adultos más queridos, le obligará a poner en tela de juicio la omnisciencia, omnipotencia y onmibenevolencia que a ellos les atribuyó. Todo, sin embargo, va a traer como benéfico resultado el generar unas profundas  transformaciones en su estructura mental que vendrán a facilitar su adaptación al mundo y a proporcionarle un sentido más profundo de su autonomía y libertad.

 

El problema viene dado, como resalta Pohier, por el hecho de que la naturaleza del pensamiento religioso hace muy difícil el juego de los factores habituales de maduración mental. El creyente, por ejemplo, corre el peligro de utilizar a Dios en su oración para pedirle que organice el universo en su provecho de la misma forma que el niño pide al adulto que organice el mundo a su favor. Los procesos de socialización, de contacto con la realidad y de la limitación humana no intervienen en el área del pensamiento religioso con la misma rotundidad con la que lo hacen, tan benéficamente, en el resto del pensamiento.

 

Por una parte, Dios no conoce limitación en su poder, saber o bondad. En nuestra comunicación con él, tal como hemos señalado en el capítulo anterior, no se da el juego habitual de interacción que tenemos en la comunicación humana: no le vemos, no le oímos, tan sólo creemos, pero no sabemos si nos escucha y menos aún si nos responde. Por último, hay que reconocer que en el dominio religioso es en el que menos se nos impone la confrontación con la realidad, tan inexorable pero tan provechosa en otros sectores de nuestra vida mental. De algún modo, todo es posible en el ámbito de lo religioso, donde, por esencia, nos abrimos a un mundo en el que ya no juegan las coordenadas habituales de nuestra realidad. El concepto de Dios designa un espacio psicológico más allá del mundo, de las personas y de las sociedades y que, por ello, como acertadamente formula A. Godin, se presenta como "un intervalo abierto al deseo en la realidad semántica".

 

La maduración del pensamiento religioso cuenta, pues, con unas dificultades que le son específicas y, lo que es peor, puede ofrecerse al sujeto como una posibilidad con la que eludir o lenificar las necesarias frustraciones y conflictos que se le ofrecen en la maduración global de su estructura mental: lo religioso vendría a constituirse de este modo como una especie de refugio en la que encontrar asilo y protección frente a los asaltos de una realidad que se hace difícilmente soportable. Las reflexiones freudianas en torno a los temas de la protección y el consuelo que hemos repasado anteriormente tendrían aquí todo su eco y su sentido.

 

Toda una serie de cuestiones pedagógicas y catequéticas importantes se derivan de aquí. El dios del niño ha de ser catequizado por el Dios de Jesús. Si lo materno y lo paterno se han ofrecido como una posibilidad para la escucha afectiva profunda de Dios en nuestra vida, también necesitan abrirse a la Palabra que nos viene por Jesús para que no confundamos a Dios con la madre que se nos hizo imposible o con el padre frente al que ambivalentemente pretendemos reconquistar la omnipotencia.

 

Toda pedagogía de la fe cristiana debe pasar, pues, por el abandono del egocentrismo religioso que convierte a Dios en un mero aliado del propio deseo e interés. Particularmente, la catequesis tendría también que insistir en la esencial dimensión histórica de nuestra fe, porque sólo en la historia se nos hace posible el encuentro con el Dios que historia se hizo.

 

La catequesis, por lo demás, no debería tampoco olvidar que en la realidad histórica el creyente no se encuentra en una situación de privilegio en cuanto que por su fe posea un salvoconducto para la verdad, la explicación del mal y del fracaso humano y la resolución de sus dificultades de cualquier tipo. La catequesis no debería, pues, bajo ningún concepto ser utilizada para escamotear las dificultades, la complejidad y el misterio, tantas veces desconcertante, que posee la existencia humana. En muchas ocasiones, quizás sería lo más honesto, y, lo más conveniente también desde un punto de vista pedagógico, responderle al niño que no sabemos, que no tenemos respuesta a muchos de los problemas que desde su posición egocéntrica nos plantea, que Dios no nos resuelve tantas cosas sino que prefiere estimularnos a buscar la solución por nosotros mismos y acompañarnos cuando esa solución no la encontramos o, sencillamente, cuando esa solución no existe.

 

La catequesis cristiana no debería tampoco olvidar nunca, como tantas veces lo hizo, que a Dios sólo lo descubrimos en Jesús y que no deberíamos decir nada sobre El que no lo encontremos respaldado en el acontecimiento cristológico. Porque lo que allí encontramos supone, ciertamente, un cuestionamiento muy radical de la idea que, a partir sobre todo de nuestras experiencias infantiles, tendemos a construirnos sobre Dios. En un sentido se podría afirmar con toda razón, que el Dios que vino a manifestársenos en Jesús no es, ciertamente, el que podíamos esperar.

 

 

La reconversión al Dios de Jesús.

 

El Dios de Jesús es un "Dios diferente" conforme a la acertada expresión que da título a la obra de Ch. Duquoc. Un Dios que pone radicalmente en cuestión las ideas que "espontánea y naturalmente" tendemos a construirnos sobre él. La Psicología en General, y el psicoanálisis más en particular, han venido a situarnos en la pista por dónde se va elaborando "natural y espontáneamente" esa idea común de Dios: el Dios del niño, el Dios del enclaustramiento narcisista o el Dios del todo saber y todo poder. Un Dios, podíamos decir, construido a la medida de los deseos y de los temores de nuestra infancia. Pero no es ese el Dios de Jesús. Para llegar a ese Dios del Evangelio se hace, pues, necesaria una radical y profunda "reconversión". Si esa "reconversión" no llega a tener lugar, vendríamos a estar en una situación que, quizás, podría ser calificada perfectamente de "religiosa", pero que en absoluto podríamos llamar cristiana; pues, como afirma el mismo Duquoc, "es imposible ser al mismo tiempo discípulo de Jesús y compartir sin más las ideas comunes sobre Dios o el Absoluto".

 

Distinguir el Dios que surge desde las necesidades más profundas y primitivas de nuestro mundo afectivo del Dios que se nos presenta a través de las palabras y, sobre todo, de las acciones de Jesús de Nazaret constituye un trabajo no exento de interés por las decisivas repercusiones para nuestra vida personal y colectiva en la fe. A la diferenciación de los rasgos fundamentales del Dios del niño y del Dios de Jesús dedicaremos, pues, nuestra atención en lo que resta del presente capítulo.

 

El Dios del niño es un Dios "Providencia-mágica" que primordialmente está ahí para gratificar y para hacer soportable la dureza de la vida. Es un aliado del Yo. Y sin embargo, el Dios de Jesús es el que nos remite a la realidad, con toda la dureza que ésta pueda presentar en muchos momentos de nuestra existencia y, en lugar de solucionarnos los problemas, prefiere dinamizarnos para que nosotros mismos trabajemos en un intento de solución. El Dios de Jesús no es -expresado en la terminología de M. Klein- un "pecho bueno" omnipotente y omnipresente que responde mágicamente al deseo. El Dios de Jesús es al que confiadamente se le pide "el pan nuestro de cada día", pero al que previamente le decimos "hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo" y "hágase tu voluntad y no la mía". También, quizás en determinados momentos, es el que tendrá que oír nuestro desconcierto más radical en el "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?". El Dios de Jesús es, pues, un Dios que exige que respetemos su libertad, ya que sólo de ese modo podemos ser fieles a la nuestra, y por tanto, adultos e hijos libres suyos.

 

El Dios del niño es un Dios "explica-mundos". Lo sabe todo y tiene una respuesta para cada problema o incógnita que se nos pueda plantear en la existencia. El narcisismo infantil, en efecto, exige que cada cosa tenga un porqué y es incapaz de pensar que algo pueda deberse al azar o a la casualidad. A muchos adultos también, anclados en estas posiciones infantiles, lo ignorado o lo aún desconocido (sobre todo si afecta a cuestiones existenciales), les provoca un grado considerable de ansiedad.

Pretenden desde ahí tener una respuesta totalizante en su fe que no deja dimensión alguna de la vida sin respuesta. Desde el Alfa hasta la Omega tienen una explicación para todo lo que acontece. Además, con ello no parecen caer en la cuenta de lo irritante, o lo insultante incluso, que puede resultar su arrogante omnisciencia para los que, sin fe, se debaten afanosa y honestamente con tantas interrogaciones vitales por resolver. Las síntesis completas poseen un enorme poder de fascinación.

 

Pero el Dios de Jesús no vino a darnos cabal explicación de cada uno de los problemas e incógnitas que la vida nos plantea. La vida, el mal, el sufrimiento de los inocentes, la dirección que toma el futuro humano, etc... permanecen ahí como incógnitas, en cierto modo escandalosas, para las que el creyente, por el hecho de creer, no tiene respuestas. En este sentido no se encuentra con ninguna situación de privilegio respecto a los que no tienen fe. Tan sólo le diferencia la esperanza que le supone el saberse acompañado por Dios, pero ese saber, esa certeza por la que arriesgadamente optan en su fe, no se alza como una explicación englobante de toda la realidad.

 

El Dios del niño es un Dios especialmente celoso en el área de la sexualidad, que, como sabemos, experimenta a lo largo de la infancia una difícil y compleja situación problemática inconsciente. El padre Ley, separador de la madre, el padre prohibición respecto a los intensos deseos sexuales infantiles es con demasiada frecuencia desplazado sobre la imagen de Dios operando una de las más terribles deformaciones del Dios de Jesús. A éste, por lo que nos cuentan los evangelios, y tal como analizaremos detenidamente en el capítulo "Los lazos de la carne", parece efectivamente que le preocupan más realidades de otro orden, tales como la injusticia, la hipocresía, la avaricia, el engaño o la religión legalista y opresora.

 

El Dios del niño -por seguir enunciando diferencias- es un Dios de prohibiciones, amenazas, castigos y perpetua vigilancia sobre nuestros actos e intenciones. Es el Dios del tabú ante el que se desarrolla una intensa ambivalencia afectiva, porque ante él desear es equivalente de pecar. El temor ante lo sagrado constituye , efectivamente, un rasgo que destaca en las investigaciones realizadas sobre la concepción de Dios en la niñez. En el fondo el niño teme a Dios porque le considera capaz de hechizar, hacer milagros y, sobre todo, castigar lo que considera malo. Si el Dios de la magia es construido a la medida del deseo, el Dios del tabú es un Dios construido a la medida del temor.

 

El Dios de Jesús, sin embargo, reduce todo tipo de ambivalencia puesto que es un Dios que tan sólo pretende el bien del hombre. No es un Dios bueno, sino exclusivamente bueno: "Dios es luz, y en el él no hay tiniebla alguna" (1 Jn. 1,5). No es ambiguo como el Dios infantil ni pretende, por tanto, inspirar el temor en nosotros: "el amor acabado echa fuera el temor" (1, Jn.4,18). Viene a ofrecer un mensaje de vida y de salvación y, en cierto modo, a despreocuparnos por una búsqueda angustiada de redención personal, para invitarnos, más bien, a un proyecto común de transformación de nuestro mundo en un Reino digno de Dios y digno del hombre.

 

El Dios del niño desconoce la muerte, porque el niño, desde la herida que la muerte supone al narcisismo, la niega. El niño, como sabemos muy bien, se resiste a entender el hecho, por otra parte, tan constatable, de la muerte. Y cuando este hecho va imponiéndose a su percepción de la realidad, el niño todavía se pregunta y pregunta a los adultos "si los padres también mueren"; puesto que, siendo sus progenitores el lugar donde él proyecta su sentimientos de omnipotencia, les resulta especialmente costoso aceptar una limitación tan esencial.

 

El Dios de Jesús, sin embargo, concede un lugar a la muerte, porque ella es parte constitutiva de la misma existencia humana. El Dios de Jesús, que no liberó a su Hijo de ninguna de las condiciones de la existencia humana, tampoco le liberó de la muerte como momento esencial de esa misma condición.

 

Desde esta perspectiva, la resurrección, para el Dios del niño, se convierte en un modo portentoso de eliminar la suprema herida narcisista de la muerte. Determinadas posiciones teológicas y pastorales resultan excesivamente deudoras de una concepción semejante. El más allá se convierte entonces en un modo camuflado de proyectar el deseo infantil de inmortalidad. Con ello, por otra parte, se olvida además que la resurrección de Jesús no trata de revelarnos a un Dios con más poder que la muerte, sino a un Dios que da su sí a lo que Jesús ha sido y a lo que Jesús nos ha manifestado sobre él

 

El psicoanálisis nos ha hecho conocer, en efecto, que nuestro inconsciente no conoce la muerte y que de mil modos nos traiciona impulsando en nosotros la creencia de la inmortalidad. Desde este conocimiento se hace obligada la sospecha de que determinadas teologías de la resurrección, en su empeño por desfigurar lo que resulta tan duro de ver, se hacen cómplices de esta ignorancia inconsciente de la muerte. La resurrección se presenta así como un modo de camuflar lo indeseable y de proyectar unos deseos frustrados de inmortalidad. Un "mundo al revés", como acertadamente lo ha expresado J. Pohier. Es decir, un mundo que se constituye justamente por aparecer como inversión de este mundo en todo lo que tiene de frustración del deseo. Un "otro mundo" que, en realidad, nos distrae de Dios, de nosotros mismos y de los demás

 

Pero la resurrección no es equivalente de inmortalidad, sino, más bien, de superación de una existencia que es mortal, no por herida, sino por naturaleza. Inmortalidad significaría permanencia perpetua en lo que somos, y eso sabemos que no ha sido  concedido a la condición humana. La resurrección, entonces, como nueva creación en Jesús, nos ayuda para afrontar de otro modo la experiencia humana de la muerte, pero no debe nunca convertirse en un modo de escamotear lo que esa experiencia supone de limitación.

 

En definitiva, todos los rasgos que hemos apuntado sobre el Dios del niño apuntan en una dirección bien definida: el Dios del niño es un Dios caracterizado esencialmente por el atributo de la omnipotencia. Esencialmente es el Dios del todo-poder.

 

 

Las trampas del Dios Omnipotente.

 

El análisis freudiano de la religión nos ha hecho ver que es precisamente en los sentimientos infantiles de omnipotencia donde podemos situar -a un nivel psicológico- el motor último y más decisivo de la motivación religiosa. Hay una búsqueda de totalidad que, referida primero a lo materno en clave fusional y, posteriormente, a lo paterno en clave de poder, puede encontrar luego en la representación de Dios el lugar más idóneo para proyectarse. El problema surge, entonces, cuando la fe religiosa se presenta como un espacio privilegiado para salvaguardar esos sentimientos de omnipotencia infantiles de los embates que va recibiendo en su necesario y benéfico contacto con la realidad. Quizás ninguna otra representación como la de Dios sea, en efecto, más apta para la proyección de esos sueños de totalidad. Dios, como el padre imaginario, no tiene principio ni fin, posee el origen en sí mismo, no conoce la muerte, lo sabe todo, lo puede todo, es origen de toda norma y de toda prohibición.

 

Pero es aquí particularmente donde tenemos que interrogarnos sobre si esa imagen de Dios como el Todopoderoso es la que hemos recibido de Jesús de Nazaret.

 

Hay que responder decididamente que no. De otros lugares nos ha llegado y es, precisamente en éste que el psicoanálisis nos ha puesto de manifiesto en su análisis de los sentimientos infantiles de omnipotencia, donde tenemos que situar uno de sus orígenes más decisivos. En ese lugar efectivamente se ampara la complicidad existente entre una catequesis que desvirtúa la imagen del Dios de Jesús insistiendo sobre los temas del poder y una escucha que engancha gustosamente con ese modo de presentación del mensaje. Importantes intereses inconscientes facilitan ese enganche.

 

En los evangelios nunca se llama a Dios omnipotente o todopoderoso. Como ha puesto de manifiesto la teología bíblica reciente, la conducta y las palabras de Jesús más bien nos hablan de un Dios débil, porque Dios aparece esencialmente como amor y el amor es débil cuando en su oferta es rechazado. Por ello, la entrega de Jesús hasta la muerte constituye la manifestación suprema de Dios como amor sin límites y, por ello mismo, de un Dios débil, en cuanto impotente frente al rechazo de su ofrecimiento.

 

El poder es la capacidad de influir en los otros conforme a la propia voluntad. Por ello, como afirma H.Kessler, "el crucificado, resucitado y elevado no posee ningún poder ni señorío. Es posible escapar a su influencia y rechazarla". El amor siempre deja libre al otro en la búsqueda y espera de la respuesta. Su poder sólo actúa cuando es aceptado en su oferta liberadora. Ese es el gran escándalo y el sin sentido aparente de la imagen de Dios que Jesús nos trae:"los judíos piden señales y los griegos buscan saber". Poder y saber; es decir, las dos representaciones emblemáticas de la omnipotencia del padre imaginario.

 

No es el de Dios Todopoderoso del que nos habla Jesús. La acción misma de los milagros, que tan fácilmente podría entenderse como la expresión de una potencia que salta por encima de las leyes naturales, aparece siempre en el texto evangélico como signo de la acción salvífica de Dios en favor de los hombres, nunca como la expresión de un poder sobre ellos con el objetivo, más o menos explícito, de atemorizarlos o de conseguir su reverencia o su admiración.

Pero no es sólo eso. Se trata, yendo más allá, de que la representación del poder aparece en los evangelios ligada precisamente a Satanás. El es el que mejor representa la propuesta del Dios poder: "dile a esta piedra que se convierta en pan..."; "te daré todo ese poder y esa gloria porque me lo han dado a mí y yo lo doy a quien quiero si me rindes homenaje"; "tírate de aquí abajo, porque está escrito: 'Encargará a sus ángeles que cuiden de ti y te guarden'" (Lc. 4, 1-13). Es la tentación. Como es la tentación la que en Getsemaní vuelve a Jesús para solicitar un Dios poder ("Todo es posible para ti...")que se imponga mediante la fuerza reconduciendo el curso de la historia en su propio favor. Un Dios que se impone, pues, en lugar de un Dios que se expone a quedar en manos de la arbitrariedad del hombre cuando rechaza su amor. Jesús triunfa en Getsemaní comprendiendo que debe llegar hasta el final, porque sólo así se pondrá totalmente de manifiesto la realidad de su Dios: el amor que se ofrece y es radical en su ofrecimiento, sin la posibilidad de dar marcha atrás eludiendo su riesgo mediante el recurso al poder. Getsemaní expresa la fidelidad suprema de Jesús al Dios amor que se entrega y la victoria ejemplar sobre la tentación del Dios poder.

 

La realidad de Dios como amor obliga, sin embargo, a realizar una serie de precisiones que creemos importantes. Esta visión de Dios en la que hoy la teología insiste desde varios lugares puede correr riesgos considerables si se olvidan determinados aspectos del amor del Dios de Jesús: el Dios bueno, comunicativo, tierno, débil, etc..., en definitiva el Dios Amor, no puede ser concebido como una nueva representación movilizadora de fantasías infantiles.

 

El término amor, que atribuimos con toda razón al Dios de Jesús como el que mejor le define, se presta también a enormes confusiones. Quizás no exista término más equívoco que el de amor. En su nombre también se han cometido atrocidades terribles porque, como la sabiduría popular afirma y la psicología clínica verifica, hay amores que matan. O amores que infantilizan, o amores que se utilizan como tapadera para eludir los conflictos, etc.

 

El Dios de Jesús es el Dios Amor, pero en un sentido muy determinado que es necesario captar, comprender y discriminar adecuadamente en las palabras y la conducta de Jesús: el amor que allí se nos muestra no es un amor que confunde o que anula las diferencias, no es un amor indiscriminado, no se utiliza como bella escapada a los inevitables conflictos de la realidad. El amor que vemos en Jesús es un amor que discrimina, es un amor que opta en una decidida preferencia por los débiles, marginados y oprimidos, es un amor que no elude el conflicto y que, precisamente porque ama, se enfrenta, denuncia, acusa y agrede a los que son fuente de opresión, de hipocresía, de odio, de marginación etc. El amor de Dios no es sin más la plenitud para nuestro vacío o la hábil coartada para eludir la inevitable conflictividad de la realidad interpersonal, social, política, etc. La dimensión mística, como vimos más arriba, despojada de la dimensión de exigencia y de compromiso desvirtua peligrosamente la experiencia religiosa.

 

Pero lo que es cierto es que Dios, concebido como amor, como amor que opta y se compromete en una tarea salvífica, no se presenta en Jesús como el Absoluto que, por serlo, se impone a la realidad humana. Primordialmente es relacional. Su vida, como acertadamente afirma Duquoc a partir del análisis de la simbólica trinitaria, no está en relación consigo mismo ni puede, por tanto, concebirse según un esquema narcisista. O como lo ha expresado el psicoanalista Th. de Saussure, la teología debe llamar pecado (pecado original) a la tendencia humana inalterable a situar a Dios como absoluto para ampararse religiosamente ahí ("y seréis como dioses") en la ilusión de una omnipotencia del deseo.

 

Ese Dios concebido como omnipotente y absoluto, y, desde ahí, como aliado de nuestro yo, genera fácilmente toda una serie de actitudes bastante peligrosas en la realidad social e interpersonal. Ese Dios-poder se presenta, en efecto, como aliado y legitimación del poder y de todos sus posibles atropellos. Porque el absoluto es el que respalda y legitima, no es tolerable lo relativo; porque es lo total, no es tolerable lo fragmentario: no hay lugar para lo diferente ni es admisible la disidencia. Por ello, el Dios omnipotente es un Dios de bota y guerra, de inquisición y hoguera, de ortodoxias y excomuniones. Es el perfecto sustituto y el aliado de nuestra voluntad de dominio.

 

Pero, por la misma razón también, el Dios omnipotente genera la ambivalencia y la rebelión más o menos camufladas. Es el Dios adorado como poderoso, pero el Dios odiado también porque el anhelado poder le pertenece tan sólo a él. Desde ahí se convierte en el rival del hombre. Prometeo surge entonces en una tentadora alternativa cuando no es soportable la perpetua inmolación. Conocida es la afirmación de Nietzsche: "si hubiese dioses, ¿cómo podría yo soportar no ser dios? Por lo tanto, no hay dioses"

 

 

En la clave de la omnipotencia, efectivamente, Dios deja de ser el fundamento que acoge y proporciona una confianza y seguridad en la existencia, para convertirse en una amenaza: cuanto más es el otro, necesariamente, menos soy yo. El conflicto permanecerá perpetuamente irresuelto. O surgirá la rebelión para conquistar la plena omnipotencia (con lo que alguno ha llamado "el complejo de Jehová"), o la extrema sumisión como manera camuflada de reconquistarla también por otra vía.

 

Ha sido el gran psicoanalista O. Fenichel uno de los que mejor han expresado la dinámica de omnipotencia que paradójicamente se esconde en actitudes de extrema sumisión. A través de ella se persigue una fusión con el poderoso y, en último término, un hacerlo dependiente de sí mismo. Los poetas son los que más han acertado, atreviéndose mediante el juego estético a expresar tal tipo de estratagema: "Soy tan grande como Dios: Él tan pequeño como yo/ no puede estar sobre mí, ni yo bajo Él.../Sé que sin mí Dios no puede vivir un instante./Si yo desaparezco, deberá entregar forzosamente su alma". Así se expresó Angelus Silesius.

 

Con el Dios omnipotente el conflicto de la ambivalencia afectiva se verá, además, continuamente activado y revitalizado. Desde esa ambivalencia será inevitable que los temas de la culpabilidad se alcen ocupando el centro mismo de la experiencia de fe. Una obsesión de pecado y de culpa, una permanente amenaza de condena y de angustiada búsqueda de salvación, un encerramiento en el perfeccionismo narcisista, una ritualización de la creencia, etc... vendrán a invadir el núcleo mismo de la vivencia de fe. En torno a estos temas de culpa y salvación nos vamos a centrar en las páginas siguientes.

 

 

  

 

 

                                                                CAPITULO 7

 

 

                                                       CULPA Y SALVACION

 

 

            La culpa en el primer plano.

 

            Con demasiada frecuencia parece como si para situarse en la presencia de Dios, se hiciese necesario, a modo de primera instancia, confesar la propia culpa. Como si Dios, al hacerse presente en nuestras vidas, exigiese, a modo de requisito previo, la confesión de nuestra pequeñez y de nuestra indignidad. Sólo cumplida esta condición, que vendría como a situar las cosas "en su sitio", se haría ya posible el establecimiento de la comunicación.

 

            Todo ello ocurre, por lo demás, sin necesidad de que seamos del todo conscientes de ello. Es posible que no se instale en nuestras palabras una petición explícita de perdón o una clara confesión de nuestra pequeñez. Pero, a veces, una actitud profunda de autodepreciación y descontento se instala como premisa previa en nuestro interior a la hora de situarnos en la presencia de Dios. Todo ello tiene lugar, además, no en razón de una justificada conciencia de nuestra pequeñez y de nuestra limitación frente a la grandeza y la santidad de Dios, sino más bien en razón de un movimiento de tipo compulsivo que, desde dentro, nos empuja al abajamiento y a la confesión de nuestra culpabilidad. Podremos tomar asiento después o permanecer de pie, pero parece que el primer paso obligado será postrarse de rodillas. Simbólica, internamente. Ese es el problema.

 

            Por lo demás, podemos estar tan habituados a este modo de proceder, que quizás nos pasen por ello desapercibidas las implicaciones poco maduras y también poco cristianas que se esconden bajo ese modo de concebir la relación con Dios. Como en tantas otras ocasiones, quizás tan solo comparando esta actitud ante Dios con la que podemos guardar en nuestras relaciones con los otros, entendamos en profundidad la extraña dinámica que ponemos en juego con ese modo de comportarnos.

 

            Imaginemos así el encuentro de dos enamorados, de dos amigos o el que puede tener lugar entre un hijo y su padre. Modelos todos, por lo demás, que frecuentemente han sido elegidos por Dios mismo para ayudarnos a captar el modo en el que él se sitúa en relación a nosotros. Pues bien, ¿qué podríamos pensar, si de modo obligado, esas dos personas, enamorado, amigo o hijo, iniciasen cotidianamente su encuentro con una confesión de culpa y una petición de perdón, antes mismo de apenas haberse saludado? Algo extraño, sin duda, pensaríamos que tiene lugar bajo ese modo de proceder.

 

            Parece evidente que en cualquier relación interpersonal profunda, será necesario confesar la culpa y socilitar perdón en determinados momentos de la vida. Asumir el daño que infringimos al otro y demostrar la capacidad para reconocerlo explícitamente ante él constituye, efectivamente, un rasgo de madurez en la relación interpersonal. Pero parece más evidente todavía que situar la confesión de la culpa como apertura de todo encuentro, estaría poniendo de manifiesto una auténtica perversión de sentido en la relación que así se establece.

 

            A veces nos comportamos con Dios de ese modo. Nuestra respuesta al saludo se convierte en una petición de perdón. El mismo ritual litúrgico nos invita diariamente en la Eucaristía, apenas oída la salutación de parte de Dios, a confesar que somos pecadores. Una y otra vez sin remedio. Muchas de las oraciones que nos acompañan durante los tiempos de Cuaresma o Adviento parecen poner de manifiesto igualmente una imagen de Dios que se encuentra en permanente espera de la confesión de nuestra culpabilidad.

 

            La cuestión surge entonces con gravedad: ¿Es realmente Dios el interesado en que reconozcamos permanentemente nuestros desvíos personales como primer requisito para encontrarnos con El o es nuestra conciencia, sería mejor decir, nuestra inconsciencia de culpa?

 

 

            El primer plano para Jesús

 

            A través de una lectura elemental de los Evangelios, parece claro que la pedagogía que siguió Jesús no fue, precisamente, la de forzar la confesión de la culpa como paso inaugural para instaurar la relación con él. Los relatos evangélicos nos obligan a pensar justamente lo contrario: Jesús pretendió positivamente cambiar los términos en los que, generalmente, el hombre religioso tiende a situar su encuentro con Dios.

 

            En efecto, parece como si Jesús se hubiese esforzado en derribar ese muro que separa al pecador de los otros y que, internalizado, se sitúa también como una barrera con la que él mismo se separa de Dios; es decir, parece que el empeño de Jesús fue el de deshacer el nudo con el que el pecador, tantas veces, intenta ahogarse a sí mismo en la soga de su culpabilidad. No es el perdón de los pecados lo primero que Jesús nos invita a  pedir en la oración modelo del Padre nuestro, sino la venida de su Reino (Mt 6, 9-13; Lc 11, 1-4). No es la confesión de la culpa lo primero que exigió el padre al hijo pródigo como primera condición para poder iniciar la fiesta con la que celebrar su regreso (Lc 15, 11-32). No es el reconocimiento de su proceder injusto lo primero que forzó Jesús en su encuentro con Zaqueo (Lc 19, 1-10). Es la relación gozosa y solidaria, es la posibilidad de entrar en el mundo del otro, recibir su hospedaje, en definitiva, la posibilidad de establecer un encuentro. Sólo a partir de ese encuentro, que no pide ni solicita perdón en primera instancia, pudo surgir la conciencia del propio pecado: "Mira, la mitad de mis bienes, Señor, se la doy a los pobres...". Los otros, los profesionales de la religión se escandalizan de que Jesús se hospede en la casa del pecador. Para ellos la culpa está situada en el primer plano. Por eso, lo primero es la acusación, el juicio y la condena; pero para Zaqueo, el modo de proceder de Jesús, que pide encuentro antes que confesión, trae consigo el cambio. Este es el resultado de un encuentro gozoso y no de haber padecido previamente una humillación[16].

 

            Todo lo dicho, además, no debe inducirnos a pensar que ese modo de proceder de Jesús pudiera suponer una actitud más o menos condescendiente o una mal entendida "tolerancia" frente al pecado: sabemos muy bien que sus exigencias éticas y religiosas superaron con mucho a la de los escribas y fariseos. Tenemos clara constancia de la radicalidad de sus planteamientos y de las enormes exigencias que se proponen para quienes desean caminar con él. Hay que estar dispuesto a dejar muchas cosas y sentirse capaz todavía de más: de tomar la cruz en un descentramiento radical de sí mismo y de situarse así exclusivamente en función del Reino (Mc 8, 35-38).

 

            Pero todo ello se lleva a cabo desde el convencimiento profundo de que se está ya perdonado y de que la energía que antes se derrochaba en un intento desesperado por la búsqueda de la propia salvación, tiene ahora que ser empleada en una lucha por la transformación de esta sociedad perversa e injusta en Reino de Dios. No adoptó Jesús en modo alguno una actitud complaciente frente el pecado ni mínimamente cómplice con el pecador. Pero, al no situar la culpa en el primer plano de la relación del hombre con Dios, llevó a cabo una auténtica revolución teológica que parece que todavía no hemos llegado a asimilar[17].

 

            Si las cosas son efectivamente así, tendríamos que plantearnos entonces una grave cuestión: ¿Ante quién nos estamos poniendo de rodillas cuando, nada más oír el saludo de Dios, nos sentimos empujados a la confesión de nuestra indignidad y de nuestra culpa? El psicoanálisis, particularmente a partir de Freud y Melanie Klein, puede hacernos comprender muchos de los elementos que juegan en esta seria y enigmática cuestión[18].

 

 

            Los tiempos olvidados de la culpa.

 

            Todo se inició allí adonde nadie recuerda. La culpa, en efecto, constituye una de las experiencias humanas más antiguas, arcaicas y primitivas de cuantas nos pueden acompañar. Surge en nosotros como una hija de la ambivalencia afectiva; es decir, como un fruto de la pareja del amor y el odio, que presiden nuestra existencia desde sus mismos inicios. Antes de que pueda existir en nosotros el más mínimo germen de moral o de religión.

 

            Antes de la Prohibición y la Ley, antes de todo conocimiento del bien o del mal, existía ya el sentimiento de culpa. Una culpa que no es fruto, por tanto, de ninguna transgresión; una culpa que nace sin saber siquiera cuál es el bien que no ha seguido ni el mal que cometió. Una culpa que lleva el nombre de la autodestrucción y la muerte. Nos conoce desde el día de nuestro nacimiento.

 

            Desde ese día el odio y la agresión nos amenazan, fantasmas de destrucción y aniquilamiento nos rodean. El pecho de la madre, convertido en el todo bueno existente, se acerca y se aleja, nos protege y nos abandona y, así, desde una situación en la que no existe posibilidad de comprensión ni control sobre lo que sucede, ese pecho se convierte en bueno y malo, es decir, en amigo o enemigo, en protector o perseguidor.

 

            Desde la indistinción entre el propio Yo y el mundo exterior, el amor lo considera propio; pero el odio, en sus fantasías más primitivas, lo devorará, lo ensuciará, lo despedazará porque es un objeto malo, perseguidor y dañino. La motivación para ello radica en la imposibilidad de comprender y aceptar que ese pecho bueno que es la madre no esté omnimodamente presente gratificando como nuestra omnipotencia infantil exigiría. Si no está, no es por ausencia sino por maldad.

 

            Desde este cruce de pulsiones de vida y de muerte, la culpa surge como protegiéndonos de tanta odio, evitando y reprimiendo tanta agresividad y tanta destrucción. El pecho malo, el objeto dañino y destructor quedará, sin embargo, como un objeto introyectado e internalizado en lo más profundo de nosotros, posibilitando siempre de este modo una culpa autodestructiva y persecutoria.

 

            Cuando en los primeros meses de vida sea ya posible percibir que el pecho malo, ese objeto dañino y perseguidor, no es otro ni distinto del pecho bueno amado y protector, la depresión y el pesar harán su entrada en nuestro interior: con nuestra agresión hemos puesto en peligro todo lo bueno que, al mismo tiempo, éramos y nos rodeaba. La necesidad de reparación acompañará a esta pena intentando resarcir de algún modo de daño causado. La culpa, entonces, no persecutoria, sino reparadora, procura establecer unas nuevas relaciones de objeto en la renuncia a las pulsiones más primitivas y destructoras.

 

            Desde los primeros días de nuestra vida, pues, el amor y el odio dan lugar a la culpa, culpa persecutoria y culpa depresiva, culpa que autodestruye y culpa que repara. Allí habitan en el reino de lo desconocido. Y desde allí, sobre nosotros actúan[19].

 

            La confluencia, sin embargo, del amor y del odio darán todavía lugar a otro tiempo clave en la estructuración de los sentimientos de culpabilidad. Un momento en el que la culpa aparecerá ya indisolublemente asociada con la norma, la prohibición y la ley. Se trata de la situación edípica infantil, más familiar para nosotros a partir de la exposición anterior del texto freudiano.

 

            Todo volvió a ocurrir allí donde nadie recuerda tampoco. En aquel lugar y en aquel tiempo donde todavía no existía la historia. Allí estaba la Prohibición. Una Prohibición original y originante para todas las prohibiciones posteriores. La madre (o el padre) estaba excluida (o excluido) del campo del deseo. La omnipotencia infantil quedó así mortalmente herida en su pretensión de amor total y exclusivo. Frente al deseo de ser todo para la madre, el padre aparece como la instancia simbólica de la que dimana la Prohibición.

           

            "Los hombres siempre han sabido que tuvieron alguna vez un padre primitivo y que le dieron muerte"[20], nos dice Freud aludiendo a su "mito científico" del asesinato del protopadre. Efectivamente, como en ese mito prehistórico todo ocurrió en aquel lugar y aquel tiempo donde nadie puede recordar. El amor y el odio dieron a luz una Ley y, en el mismo proceso, aquel animalito nacido de un hombre y una mujer se convirtió en un sujeto humano. Es el momento en que comienza la historia y se sumerge en el océano del inconsciente todo un continente ignorado. En él, sin embargo, nada queda totalmente liquidado; todo permanece activo: el deseo, el amor, el odio, el asesinato... y la culpa; una culpa de la que nunca sabremos exactamente de dónde nació ni qué nombre tiene.

 

            El padre, representante de la Prohibición y la Ley, rechazado y "asesinado" en la batalla, sitúa su tumba en el corazón de nuestro deseo y desde allí implanta un sustituto, representante y heredero. Es el Superyó: ojo eternamente abierto en nuestro interior que, sin permitirse el más ligero parpadeo, vigila, propone modelos y castiga la transgresión de sus normas e ideales. La Ley queda así ya, para siempre, inscrita e interiorizada en lo más profundo de nuestro ser. Ya no será necesario que nos amenacen por el incumplimiento de las leyes, ya no hará falta que nos indiquen dónde está lo "bueno" o lo "malo", ya no será preciso que se nos reprenda o castigue por la transgresión o la negligencia, ya nadie será auténticamente necesario para presentarnos o llamarnos hacia grandes ideales. Todo está dentro: la vigilancia, la voz de lo bueno y lo malo, el castigo por la transgresión, la presentación de los grandes ideales. El padre, algo más que el eco de las ideas y juicios paternos y sociales, tomará su asiento en el reino de lo olvidado y "no sabido". Desde allí dictará su Ley, propondrá los modelos, castigará con los sentimientos de culpa la transgresión y con los sentimientos de inferioridad la no adecuación a sus modelos[21].

 

 

            Confesar la culpa: ¿conversión o destrucción?

 

            Desde estas situaciones sumariamente descritas, la culpa puede desempeñar en nosotros funciones de orden muy diverso. Efectivamente, la culpabilidad constituye una estructura básica para la integración del sujeto y para su acceso a la realidad y al mundo de los valores. Necesitamos, por tanto, esa estructura psíquica que nos haga sentirnos a disgusto con nosotros mismos cuando nuestro comportamiento se aleja de lo que nos propusimos como un ideal ético o religioso. El daño que nos hagamos a nosotros mismos o a los otros sólo puede ser registrado como tal gracias a los sentimientos de culpabilidad; del mismo modo que el dolor físico constituye una señal de alerta necesaria para el organismo enfermo. No todo sentimiento de culpa podrá ser considerado, por tanto, como patológico.

 

            En gran parte estamos hechos por la culpa. Ella ha presidido los momentos fundamentales en nuestro devenir sujetos humanos. Las primeras fases de integración del Yo, el acceso al orden simbólico y al lenguaje, nuestro paso, en suma, de la naturaleza a la cultura ha contado con la culpa como elemento clave del proceso. Sería una ingenuidad, por tanto, pretender liberarnos de algo que nos ha constituido y nos constituye. Sin culpa viviríamos desorientados en el mundo de los valores como viviríamos desorientados en la realidad física sin los esquemas espacio-temporales.

 

            Saber sentirse culpable en determinadas ocasiones constituye, pues, un signo indiscutible de madurez. "La culpa no la quiere nadie", reza  el dicho popular. Con frecuencia podemos tender a negarla o también a proyectarla hacia el exterior responsabilizando a los otros o a las circunstancias de nuestros males y de las limitaciones que no deseamos asumir. Aprender a soportar el displacer ocasionado por una sana autocrítica es un reto que todos tenemos por delante para el logro de nuestra maduración[22]. Y una condición indispensable para nuestro progreso en la vida de fe. Sin reconocimiento de la culpa no exisiría posibilidad ninguna de transformación ni de cambio. Tampoco de conversión.

 

            Existe, efectivamente, una culpa de tonalidad depresiva que surge como expresión del daño realizado. Daño infringido al otro, ruptura del encuentro, pérdida de nuestro amor y pérdida de los valores que pretendemos que presidan nuestra vida y nuestro comportamiento. Es una culpa fecunda que surge como descubrimiento del engaño que descuidadamente se ha podido ir instalando en nuestra vida. En el decir de San Ignacio es una culpa que provoca "lágrimas motivas" (EE.EE., 319); es decir, un dinamismo de conversión y de cambio.

 

            Esa conciencia de culpabilidad mira primordialmente al futuro, evitando agotar toda su energía en una reconsideración minuciosa de la responsabilidad tenida a lo largo del pasado. Es una culpa al servicio de las pulsiones de vida y que viene, por ello, a expresar un deseo profundo de seguir viviendo más y mejor.

 

            Pero la culpa puede constituirse en nuestra vida también como un foco permanente de autodestrucción, revestido muchas veces, por lo demás, de exigencia o imperativo de fe. Es una culpa persecutoria, (angustiosa, pues, más que triste o depresiva) y que, además resulta infecunda. Es la que, en e l decir también de San Ignacio, produce "lágrimas amargas" (EE.EE., 69). No expresa el deseo de vivir, sino que más bien pone de manifiesto una dinámica destructiva de autodepreciación y de muerte.

 

            Esa culpa, en realidad, no tiene en cuenta el daño realizado. Tan sólo repara en el peligro de perder el amor del otro, en ese caso de Dios (como si Dios nos amase por lo que nosotros somos y no por lo que Él es) o en el daño ocasionado a la propia imagen ideal. Es, por tanto, una culpa egocéntrica que encierra al sujeto en sí mismo. Paralelamente, la vida espiritual queda polarizada en una obsesión de perfeccionamiento narcisista al que posteriormente nos referiremos. Dios y su Reino cuentan poco en realidad, por más que el sujeto prefiera pensar lo contrario. El final es que el sujeto acaba viviendo para su culpa, o, como se expresaría en la dinámica del régimen de la Ley descrito por Pablo, para sí mismo y no ya "para Cristo Jesús que por nosotros murió y resucitó" (2 Cor. 5, 15)

 

            Toda esta doble dinámica de la culpa encuentra en el Evangelio una magnífica ilustración viviente: Pedro y Judas, como dos modos de la doble dinámica que pueden desencadenar los sentimientos de culpabilidad.

 

            Ambos han roto su alianza con Jesús. Ambos rompieron su vínculo con él por la negación el uno y por la traición el otro. Ninguno de los dos resultaron ser un psicópata; es decir, un sujeto que, por una especie de déficit superyoico, permaneciera indiferente al daño que puede ocasionar. Ambos son presa del remordimiento por lo que hicieron y ambos se encuentran en una dinámica que quisiera borrar lo que previamente llevaron a cabo. Pedro llora amargamente y Judas devuelve las monedas de plata a los sumos sacerdotes, confesando también su culpa de modo explícito (Mt 26, 3-10). Pero el desenlace final resulta diametralmente opuesto. Pedro parece sentirse lavado con sus lágrimas, "amargas" primero; "motivas" después. Las de Judas son exclusivamente "amargas" y autodestructivas. A Pedro le duele la mirada que Jesús le lanzó al pasar (Lc 22, 61); a Judas parece que le duele tan sólo la mirada que él mismo echa sobre su propia imagen manchada. El final para uno es la vida; vida decepcionada primero y revolucionada de nuevo otra vez por el reencuentro. Para el otro el final es la muerte, el suicidio, como máxima expresión de la dinámica autodestructiva que tantas veces la culpa desencadena.

 

            En la experiencia cristiana, pues, debe haber un tiempo para la conversión y un tiempo para el gozo y el compromiso. Debe haber en nuestra experiencia de fe momentos en los que la conciencia de daño (por acción u omisión) se instale en nuestro interior y nos mueva a la transformación y al cambio. Como ocurre en cualquier tipo de relación interpersonal sana y profunda. Pero el problema se plantea cuando, como indicábamos al comienzo del presente capítulo, toda la experiencia de fe se ve invadida por una tendencia permanente a la culpa bajo las diversas (y a veces sutiles) modalidades en las que esta puede presentarse.

 

            El problema surge cuando el Dios ante el que nos situamos, nos devuelve permanentemente una imagen negativa de nosotros mismos, cuando presentarnos ante él significa de modo casi inmediato sentir insatisfacción o autorreproche. Cuando su presencia no mueve, o apenas mueve, el gozo de la presencia; cuando Dios no aparece como un aliado de la vida y de la alegría sino, más bien, como un permanente mensajero de la muerte y de la desgracia.

 

 

            Mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa.

 

            "La cultura -afirma Freud con una profunda intuición- está ligada indisolublemente con una exaltación del sentimiento de culpabilidad"[23]. Nacida desde la represión de la animalidad pulsional, la civilización se ve obligada, en efecto, a convertir en culpa toda la agresividad que necesariamente se moviliza en el sujeto al sentirse de ese modo inhibido y reprimido.

 

            Dentro del conjunto de las creaciones culturales, el fenómeno religioso es el que, según Freud (en una enorme semejanza con las posiciones de Nietzsche), presenta más conexiones más amplias con el sentimiento de culpabilidad[24]. Tal como se desprende del análisis freudiano de la religión, en la génesis y desarrollo del sentimiento religioso, la culpa aparece como el elemento inconsciente más relevante; el que moviliza la creación de dioses y demonios, de ritos y plegarias, de sacrificios y oblaciones[25].

 

            La culpa en su reconocimiento más consciente aflora en términos de pecado, remordimiento, transgresión, perdón, ley o conciencia moral; pero en sus dimensiones más profundas y extensas, funcionando a nivel puramente inconsciente, se revela en términos que, a primer vista, poco o nada parecen tener que ver con ella. A nivel clínico esto es una evidencia para el psiquiatra o el psicoterapeuta. A otro nivel, ese carácter inconsciente de la culpa se manifiesta bajo la modalidad de determinadas creencias y dogmas, de gestos rituales y litúrgicos, de proposiciones práxicas o de ideales espirituales y ascéticos. Los sentimientos de culpa plantean por ello toda una serie de cuestiones que desbordan con mucho el área de lo ético o moral. Toda la experiencia religiosa, tanto en su pensar como en su sentir, puede estar íntimamente enlazada a ella.

 

            De aquí parte entonces lo que quiere ser el núcleo de este capítulo: la culpa, con su carácter inconsciente, ha ido invadiendo, coloreando, deformando y, muchas veces, pervirtiendo la experiencia cristiana. En la diversidad melódica de los discursos sobre la fe, ya sea en tratados de teología dogmática o en formulaciones de religiosidad popular; en las diferentes tonalidades de sus actitudes y comportamientos morales, sean de tono conservador o progresista; en los distintos ritmos rituales o litúrgicos, sean ortodoxos o heterodoxos; en los diversos temas de espiritualidad o las diversas cadencias de la ascética; se puede percibir a modo de "bajo continuo", un rumor constante, un fondo reiterativo, un murmullo compulsivamente repetitivo que de un modo u otro entona "mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa". Son las trampas que el inconsciente tiende a la fe.

 

            En este carácter inconsciente de la culpa habría que insistir, porque, generalmente no es tenido en cuenta como merece. El Yo no se resigna, en efecto, al descentramiento que el hecho del Inconsciente implica. Tiende a creer que lo que él no piensa o no siente, no existe, sin más. La omnipotencia narcisista fácilmente nos traiciona con actitudes de negación que, a veces, revisten un carácter auténticamente maníaco.

 

            La culpa que desde el nacimiento nos defiende de las fantasías de aniquilación total, la culpa que nace de un "asesinato" fundante de nuestro devenir sujetos humanos, la culpa que, como un eco de este asesinato primordial, va puntuando las diversas situaciones de nuestra historia, está allí en ese lugar del que nada sabemos. La Prohibición está interiorizada pero negada como interiorización, produciendo inevitablemente un ocultamiento de la verdad[26]. Nuestro Yo se las ve y se las desea para poder rastrear ligeramente lo que ocurre en el Inconsciente; en parte, porque determinados elementos del mismo Yo son también inconscientes[27].

 

            Quizás la primera tarea que se impone, pues, a ese Yo, sea la del humilde reconocimiento de que no es plenamente dueño y señor de su conducta, de su pensar ni de su sentir; sino más bien, como Freud le describió, un pobre diplomático que tiene que habérselas para contentar y mantener la paz entre grandes, poderosos y contrarios señores[28]. De la suerte que tenga en la ejecución de esa labor dependerá el grado de verdad, autenticidad y libertad que pueda ofrecernos.

 

            Quizás sea también cuestión de reconocer que la experiencia religiosa constituye uno de los ámbitos más propicios para alentar las estrategias más neurotizantes de la culpabilidad y que, desde ahí, creencias y dogmas, ritos y espiritualidades, prácticas morales y actitudes de vida pueden quedar fuertemente condicionadas, hasta el punto de que lleguen a ser difícilmente reconocibles sus formulaciones originales.

 

            Existen razones graves para plantearnos la cuestión de hasta qué punto el mensaje cristiano no se ha visto afectado seriamente por los temas de la culpabilidad; hasta qué punto el mensaje está proclamando sus vicisitudes inconscientes en lugar de proclamar el mensaje de Jesús de Nazaret. Bastantes elementos, efectivamente, hacen pensar que con frecuencia hemos caído solemnemente en las trampas de la culpabilidad, y que esa culpa, adoptando un ropaje cristiano, ha logrado situarnos de rodillas antes sus propios dioses y demonios.

 

            El pecado, el amor y la muerte.

 

            Nuestro Dios ha sufrido graves malformaciones originadas en las patologías de la culpabilidad. Su mensaje ha ido progresivamente asemejándose en exceso a la dramaturgia del asesinato primordial tal como lo describió Freud su mito de Totem y tabú: hay un pecado original contra el padre que desencadena toda una dinámica de culpa y de reparación. En esa dinámica todo queda magnificado (el Dios ofendido, la ofensa y la reparación) pero en ella nunca nada acaba por resolverse.

 

            Determinadas representaciones del Dios cristiano han ido aproximándose, en efecto, a la imagen de ese padre imaginario allí descrito por Freud: poderoso, fuente y origen de toda ley frente al que tan sólo cabe situarse en una especie de "o tú o yo" peligroso, padre sin principio ni fin porque posee el origen en sí mismo y no conoce la muerte; imagen pues, de la omnipotencia tal como la describíamos en el capítulo precedente.

 

            Padre admirado, por tanto, pero padre aborecido también, porque el todo el poder y el todo placer le corresponden tan sólo a él. Dios, en definitiva acogiendo un sueño la totalidad y frente al que es inevitable el desencadenamiento de la ambivalencia afectiva más profunda, del amor y del odio y, por ello también, de la culpa y de la reparación permanente[29].

 

            "Hemos cometido un pecado original contra el Padre, pecado que ha de ser lavado con una muerte, muerte de su propio Hijo, ya que sólo así podemos encontrar el camino para la reconciliación". Tales formulaciones de fe y, lo que es más importante, la insistencia y la polarización en ellas, connotan al mensaje cristiano con un colorido que le asemejan sorprendentemente con el mundo fantasmal de la culpabilidad; con ese pecado original del "asesinato del protopadre" que, en los niveles inconscientes, dejaron en nosotros una exigencia de reparación, una necesidad de perdón y una urgencia de reconciliación con el "Padre Muerto".

 

            Toda una concepción exclusivamente expiatoria de la muerte de Jesús se pone así en marcha (particularmente a partir de San Anselmo) delatando las estrategias de la culpabilidad inconsciente más que los datos puestos de relieve por la Revelación. Una concepción trágica de la salvación, según la cual sólo mediante la reparación en la carne de un hermano crucificado y sádicamente ejecutado nos alcanza la reconciliación con el Padre, ha polarizado en exceso la presentación del mensaje cristiano. La muerte de Jesús, desde esta óptica, aparece entonces como resultado exclusivo de un Dios que necesita sangre para poder perdonar y no como consecuencia de la implacable denuncia que Jesús efectuó sobre las bases religiosas de la sociedad en la que vivió y de las pervertidas relaciones humanas a las que ésta daba lugar. Muerte del Hijo -se ha dicho- necesaria, querida, "agradable" a Dios, porque su misericordia se encontraba impotente y atada por una inexorable justicia. Ello hizo necesario, pues, el sacrificio, la inmolación de su Hijo para que, como reza la Plegaria Eucarística, "pudiera devolvernos su amistad".

 

            Difícilmente se reconoce aquí, en efecto, al padre de la parábola del hijo pródigo (Lc.15, 11-32). No necesitó éste ni un previo reconocimiento de la culpa del hijo, ni un reproche exaltando su propio dolor; ni mucho menos, un precio a recibir para poder devolver su amistad. No hay una gota de sangre por medio en las parábolas del perdón (Lc. 15, 1-32), si no es la del cebón que se mata como expresión suprema de la fiesta y la alegría por el reencuentro.

 

            Parece, efectivamente, que desde nuestras estructuras psíquicas inconscientes se nos hiciera muy difícil aceptar la gratuidad de Dios. Algo nos empuja al sacrificio, a matar algo de nosotros como reparación previa para el encuentro, porque no concebimos que el otro no necesite nada de nosotros para poder perdonar y acercarse[30]. Quizás porque, desde nuestra omnipotencia infantil y desde nuestra oculta ambivalencia afectiva, hayamos podido pensar que con nuestro pecado (así se nos dijo alguna vez) "hemos matado a Dios" (¡hay que ser, efectivamente, muy omnipotente para tal cosa!). Proyectando entonces nuestros esquemas sobre Dios, hacemos necesario matar previamente algo en nosotros a modo de sacrificio: el desprendimiento de un algo querido, la quema de un objeto, o la privación de un gusto[31]. Una vez más parece que la relación con Dios queda establecida en un imposible Tú o yo; y, desde ahí, la afirmación del uno implica necesariamente la negación del otro. Son las trampas del Dios omnipotente a las que nos hemos referido en el capítulo anterior.

           

            Desde muy pronto el cristianismo inició una concepción de la salvación en claves más pesimistas y dramáticas de las que se ponen de relieve en la predicación de Jesús. La dimensión sacrificial y expiatoria de su muerte fue cobrando relieve y desplazando así otra concepción de Dios y de su relación con los hombres expresadas en claves más optimistas y también salvíficas, desde luego, pero en un sentido muy diferente[32].

 

            A este respecto afirma Duquoc que hemos recibido una herencia contradictoria, debida en parte a que la muerte escandalosa de Jesús forzó a descubrir en el Antiguo Testamento datos que de algún modo la hicieran más comprensible y aceptable esa muerte. Los cantos del Siervo de Yahvé (Is 52, 13-53, 12) aparecieron como los más aptos para ello. La muerte como sacrificio y reparación comenzó cobrar relieve "pero a costa de acentuar unos aspectos ignorados por la predicación y la acción de Jesús"[33]

 

            El concepto de salvación se fue de este modo reduciendo casi exclusivamente al de una "salvación de", salvación del pecado, salvación del mal, salvación de la muerte, salvación de las penalidades, salvación del pasado. Un sentido de "salvación para" que, parece más coherente con la predicación de los evangelios, fue perdiendo peso y lugar: salvación para el bien, para el descentramiento en favor del Reino, salvación para la vida entendida como un proyecto de transformación de la realidad en un Reino de Dios digno del hombre, salvación como impulso de historia y de futuro.

 

            La salvación, prendida en las mallas de la culpabilidad, se hizo individual y egocéntrica, angustiada y permanentemente amenazada. Pero como afirma atinadamente J.I. González Fauss, "Dios es salvación en la renuncia a ella, porque sustituye la ilusión de haber proyectado, con el riesgo de tener que jugársela. Si buscas un Dios que sea salvación sólo para tu autoafirmación, entonces tan sólo te encontrarás a ti mismo"[34]

 

 

            La grandeza de Jesús de Nazaret ha quedado así reducida a la de un "Cristo-para-la-salvación-individual". Hay en todo ello como una obsesión morbosa de muerte y de perdón, de amor y de odio, de rebelión y obediencia, donde resuena, de modo claro y oscuro a la vez, los grandes temas psíquicos, más que evangélicos, de la culpabilidad. De este modo, el sacrificio de Jesús, que fue un sacrificio existencial; es decir como donación de su propia vida en la extrema fidelidad a Dios, quedó equiparado a un mero sacrificio ritual y expiatorio. El Cristo ha quedado reducido al papel de "chivo emisario" de nuestras culpas; esquema de salvación con grandes resonancias religiosas, veterotestamentarias y psíquicas a la vez, pero esquema -obligado es reconocerlo- desbordado por la mentalidad nueva del Evangelio.

 

            No dudamos en que una predicación del mensaje de este modo reducido, haya tenido y tenga siempre un enorme éxito y poder de convocatoria. Los temas de la culpabilidad lo garantizan. Determinados rituales y celebraciones de la religiosidad popular (que justamente pueden ser interpretados como "rituales de la muerte del padre"), así lo ponen de manifiesto[35]. Pero tendríamos que preguntarnos a quiénes, para qué y ante quién ponemos de rodillas movilizando este tipo de culpabilidad. Porque, efectivamente, el precio puede ser tan alto como el de la perversión del mensaje y el de la infantilización y neurotización de las personas. Quizás ha sido ésta la trampa más grave que el Inconsciente ha tendido a la fe.

 

            Desde este modo de concebir a Dios y la salvación de Jesús se genera además una adherencia de los sentimientos de culpa a la lectura de todo el mensaje evangélico. Una culpa flotante va, de este modo, contaminando toda la Buena Noticia y envolviéndola de un aire lúgubre, sombrío y asfixiante. Las Bienaventuranzas, por ejemplo, núcleo y corazón del mensaje, dejan ya de constituir la felicitación y enhorabuena de Jesús a los seguidores del Reino que se proponen esa utopía de valores, para convertirse en la expresión de una Ley (!) que de ningún modo parece posible cumplir y que, por tanto, sólo puede provocar la autocensura y el reproche. La lectura de las Bienaventuranzas, en efecto, no suele provocar en la comunidad cristiana el gozo por la pertenencia al Reino, sino generalmente la angustia del "incumplimiento" (!), la inferioridad por la impotencia frente al ideal, o la herida narcisista por la "perfección" nunca lograda[36]. El legalismo, como expresión de una fe dominada por la culpa, se convierte entonces en una clausura narcisista que rinde culto a la ley como un espejo, en lugar de rendir culto a Dios[37].

 

            Las llamadas a la autenticidad del Sermón del Monte ("el que mira a una mujer casada... ya ha cometido adulterio con ella en su interior", Mt. 5, 28) dejan de aparecer como una invitación a la sinceridad y a la verdad, para dar pie a una imagen de Dios omnivigilante que desde el interior escudriña morbosamente cualquier tipo de pensamiento o deseo. Dios se ha convertido así en el heredero del Padre Muerto; es decir, en el Superyó que reside en nuestro inconsciente. A Dios no se le escapa nada, lo ve todo, lo controla todo, absolutamente todo... No estamos ya entonces ante ese Dios "mayor que nuestra conciencia" (I Jn. 3,20), que por ser quien es -así lo expresa G. Fuertes- "no puede ser morboso"[38].

 

            Desde una óptica psicoanalítica resulta evidente que, a partir de estas representaciones sobre Dios, es imposible substraerse a una determinada manera de enfrentar la sexualidad. Existe una inevitable lógica que une moral y dogma[39]. El nacimiento de la Ley interiorizada por el Superyó en el Inconsciente se encuentra estrechamente ligada con las vicisitudes de la sexualidad. La prohibición del incesto constituye efectivamente el origen y fundamento de las prohibiciones ulteriores. Ello viene a significar que la sexualidad ocupará siempre un lugar decisivo en las estrategias de la culpa. De ello todos tenemos pruebas abundantes.

 

            La sexualidad, especialmente sensible a la culpa y por ello a la religión, ha de ser negada una y otra vez en ese tipo de dogmática que describimos. Desde ahí se ha producido una de las más grotescas deformaciones de la Buena Noticia: el Evangelio ha quedado morbosamente erotizado al concedérsele a los comportamiento sexuales un lugar central dentro de la experiencia moral de los creyentes. La negación de la sexualidad y la supervaloración que de ella se sigue constituye así una de las trampas más grotescas que el Inconsciente ha tendido a la fe. La culpa, paradójicamente, ha levantado un monumento a la sexualidad en el centro de la experiencia cristiana, pues la negación del sexo conduce a la solemnización y sacralización del mismo. A todo ello nos acercaremos cuando en el capítulo 8 ("Los lazos de la carne")  nos interroguemos sobre el estatuto que posee la sexualidad en el conjunto de los evangelios.

 

            Pero si la sexualidad presenta problemas, mucho más aún los presenta la agresividad. Si las pulsiones sexuales se encuentran ligadas al nacimiento de los sentimientos de culpa, mucho más aún lo están las pulsiones agresivas. De ahí que el hombre religioso se encuentre tantas veces sin saber qué hacer con sus pulsiones hostiles. El camino que generalmente encuentra es el de la reconversión sobre sí mismo de tales tendencias. Pero no debemos olvidar que justamente ese es el mecanismo básico en la génesis de los sentimientos de culpabilidad; que de ahí procede la posibilidad para el autorreproche, el remordimiento, la autocensura y la continua insatisfacción consigo mismo.

 

            Amar produce problema, pero odiar lo produce de hecho mucho más. Por eso, con mucha frecuencia se niega toda posibilidad de expresión agresiva. Se olvida de este modo que la agresividad constituye una dimensión de la vida que no se ha de identificar sin más con la pura destructividad, el atropello o la crueldad. El conflicto, la lucha, la violencia (del modo que quiera entenderse) son sistemáticamente negados, a veces, antes mismo de ser identificados, reconocidos en su existencia y valorados o discriminados según una determinada jerarquía de valores. El Evangelio queda de este modo empalagosamente dulcificado y falseado.

 

            Melanie Klein nos ilustró cómo la angustia relacionada con el odio ha sido muy intensa desde los primeros momentos de la vida[40]. De ahí que, con frecuencia, el menor atisbo de conflicto nos ponga muy nerviosos. Todos poseemos terribles fantasmas sobre lo que pudiera ocurrir con el desencadenamiento de nuestra agresividad.

 

            Pero lo grave es que, desde esta situación, fácilmente se produce una falsificación del amor cristiano que es muy frecuente en el discurso eclesiástico. Se predica un amor "químicamente puro" que, eliminando (psicoanalíticamente deberíamos afirmar "negando") todo conflicto, se convierte entonces en una gran mentira y en la más poderosa coartada frente a una realidad que, en sí, es inevitablemente conflictiva. No fue ese, ciertamente, el modo de proceder de Jesús tal como lo ponen de manifiesto los relatos evangélicos en la descripción de los continuos conflictos que enfrentó y que, en su proclamación del Reino, él mismo generó[41].

 

            Habría que preguntarse, por ejemplo, si el amor al enemigo supone que éste deje de ser vivenciado como tal, como enemigo, y, por tanto, como objeto de una agresividad sentida y reconocida aunque no ejercitada. Negando ese tipo de sentimientos difícilmente se puede decir que el enemigo sea tal y que nuestra relación con él sea de amor. Autodestruyendo la agresión (o creyendo haberla destruido mediante curiosos artificios) lo hemos convertido en amable y amigo. Desde ahí ya todo es fácil. Pero el problema reside en que a base de negar la agresión, vamos logrando la más perfecta y, muchas veces, sofisticada autodestrucción. Un olor a muerte va invadiendo de este modo la experiencia cristiana. Una pasmosa ineficacia del amor cristiano en cuanto a la transformación de la realidad (realidad que necesariamente implica conflicto, contradicción y lucha) es la otra cara de la moneda. Elaborar convenientemente nuestra violencia no equivale a olvidar que el Evangelio tiene enemigos y que identificarlos y reconocerlos como tales ha de constituir una tarea permanente si es que el amor al enemigo no es una coartada y si es verdad que "el Reino de los Cielos sufre violencia, y los violentos lo conquistan" (Mt. 11, 12)[42]. Sobre todo ello tendremos que volver más adelante[43].

 

            No es de extrañar que la imagen del Dios omnipotente nos haya conducido a un mensaje de salvación polarizado obsesivamente en una concepción puramente expiatoria de la salvación y que, desde ahí, la sexualidad y la agresividad, el amor y la muerte, hayan determinado de tal modo la experiencia cristiana. La culpa configura, tal como hemos visto desde el principio, una perfecta tríada con las pulsiones sexuales y las agresivas.

 

 

            La impregnación obsesiva de los ritos.

 

            Como hemos analizado en el capítulo primero sobre las relaciones establecidas por Freud entre neurosis y religión, fue precisamente la neurosis obsesiva la que dio pie para una interpretación a fondo de los comportamientos religiosos. En los ceremoniales que caracterizan a este tipo de trastorno neurótico encontró Freud, efectivamente, una chocante similitud con las prácticas religiosas[44]. Esta similitud, por lo demás, ha sido reconocida ampliamente por todo el campo de la psiquiatría y de la psicología clínica posterior. No es extraño, incluso, que los mismos pacientes, sin poseer ningún conocimiento previo de psicoanálisis, describan sus complicados ceremoniales obsesivos como una especie de rito religioso. Como sabemos, partiendo de esta analogía, Freud llegó a encontrar en la neurosis obsesiva la clave más importante para todo el análisis de la conducta religiosa[45].

 

            El punto básico de coincidencia entre los rituales obsesivos y las prácticas religiosas se situó desde el principio en los sentimientos inconscientes de culpabilidad que anidan tanto en el obsesivo como en el sujeto piadoso. Esos sentimientos de culpa, derivados de la represión de intensos movimientos pulsionales, desencadenan una serie de comportamientos mágicos y rituales como medidas de defensa.

 

            Cuando los contenidos de la fe se desplazan hacia los polos arriba analizados; es decir, hacia unas concepciones de Dios que vienen a movilizar la ambivalencia afectiva y con ella toda una compulsión de culpa, rebelión y perdón; entonces, la práctica religiosa vendrá a situarse muy peligrosamente en las cercanías de esta lógica obsesiva. La práctica sacramental vendrá a transformarse en una manera más o menos sofisticada de apaciguamiento de la culpa y la vida espiritual se convertirá en un terreno privilegiado para el desarrollo de un perfeccionismo narcisista. Estamos ante la magia de los ritos y el júbilo de los espejos.

 

            La resonancia de las estructuras de la culpa en la dramaturgia cristiana se hace gesto y representación en la vida sacramental y en sus rituales. En ellos, el cuerpo mismo acompaña a la palabra, visualizando así muchas veces el drama de la culpa. Por otra parte, la misma doctrina católica del "ex opere operato", no suficientemente entendida, ha contribuido también, sin duda, a una comprensión mágica de dicha práctica sacramental[46]. La dimensión simbólica de los ritos se transforma, de este modo, en una estrategia mágica y obsesiva. La expresión simbólica cede su puesto a la rigidez formal de las prescripciones: se trata de repetir una y otra vez invariablemente las mismas palabras, los mismos gestos, los mismos signos, los mismos cantos[47]. La espontaneidad de expresión se anula. Las formas se sacralizan y así, tal como lo describe Freud, "el ceremonial...se convierte poco a poco en lo más esencial y da de lado a su contenido"[48]. Estamos en una situación, bien analizada por J.M. Castillo en su obra sobre los sacramentos, en la que lo que manda es el rito y la magia[49].

 

            Lo más grave, sin embargo, no radica en una mera cuestión de forma y de actitudes adoptadas en la práctica sacramental. Se trata incluso de que los mimos contenidos, por arte y magia de unos desplazamientos inconscientes, van transformándose paulatinamente y alejándose cada vez más de sus núcleos originarios. La misma teología de los sacramentos parece haber experimentado una maligna transformación en la que cada vez ha ido apareciendo más deudora de los temas inconscientes de la culpabilidad. Un acercamiento detallado a cada uno de los sacramentos, que escaparía de nuestro actuales objetivos, podría constituir, sin duda, un excelente método para detectar las estrategias de la culpa latiendo con sus grandes temas en la experiencia de fe. Pensemos en aquellos dos que constituyen la práctica más habitual de nuestra experiencia: Eucaristía y confesión sacramental.

 

            La Eucaristía, banquete de fraternidad entre los creyentes y signo de solidaridad con los pobres, fue convirtiéndose y reduciéndose casi en exclusividad (en consonancia con la soteriología anteriormente descrita) en un sacrificio expiatorio y de redención del pecado. Es el tema fundamental que todavía, a pesar de las reformas litúrgicas posteriores al Vaticano II, sigue latiendo en el primer plano de sus textos y plegarias.

 

            Como indicábamos en la introducción de este capítulo, ya desde el mismo saludo inicial a Dios, la oración adopta la forma de reconocimiento del pecado y petición de perdón: "mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa". A lo largo de todo su desarrollo también, la celebración y la acción de gracias han quedado salpicados por la obsesión del pecado, de la purificación y del perdón. El Pan ya no es el alimento que crea la hermandad; el Vino ya no es la participación en la suerte del Señor Jesús. En muchas teologías y catequesis Pan y Vino se convitieron en elementos purificatorios que, mágicamente, limpiaban del pecado y venían, sobre todo, a "fortalecer" un propósito de limpieza interior.

 

            Frecuentemente, lo que constituye un "memorial", comete un gran olvido: el perdón ya dado de Dios, que quiere eliminar así la angustia de la culpa para hacer posible una dedicación plena a la transformación de la realidad en Reino suyo. La Eucaristía, gozosa acción de gracias, ha llegado a convertirse con frecuencia en un monumento a la culpabilidad. El motivo de agradecimiento quedó sepultado por el peso de la culpa[50].

 

            El sacramento de la reconciliación se convirtió en sacramento de la penitencia y de la "confesión", término éste último de tantas resonancias inconscientes y, por ello mismo, término que ha llegado a poseer un cierto carácter clínico y psicopatológico. Se habla con razón de una "compulsión a la confesión" como síntoma íntimamemente relacionado con los sentimientos de culpabilidad. En el sacramento de la "confesión" parece, pues, como su tuviéramos a la culpa hablando "en directo". La enorme variabilidad de formas que a lo largo de la historia fue adoptando el sacramento de la reconciliación  parece ir mostrando, en efecto, la progresiva acentuación de los sentimientos de culpa que se ha ido produciendo en el conjunto de la experiencia cristiana[51].

 

            La trampa que el Inconsciente ha tendido a la experiencia de conversión es algo que salta igualmente a la vista. El cambio interior que se proyecta a un nuevo futuro se convierte en repliegue sobre sí mismo que intenta calibrar en detalle el grado de responsabilidad habida en el pasado (la referencia a Dios y a su Reino se hace autorreferencia encadenante a un narcisismo manchado). La consolidación de actitudes obsesivas, la cosificación de la culpa, las falsas ilusiones de reconciliación que aquietan y camuflan profundos impulsos agresivos, las complicidades entre el penitente y el confesor, la complacencia masoquista en la angustia de la culpa, etc., constituyen tan sólo algunos de los rasgos más destacables que vinieron a formar parte de la experiencia de confesionario. En el Sacramento de la reconciliación las trampas de la culpa están fácilmente a la vista. Gran parte de la comunidad cristiana parece haber tomado conciencia de ello y de ahí, quizás, la enorme crisis actual en cuanto a la práctica del sacramento[52].

 

            Pero si la práctica sacramental se pervierte como ritual mágico para el apaciguamiento de la culpa, la dimensión ética de la fe y la vida espiritual en su conjunto, situadas en éstos ámbitos cercanos a lo obsesivo, se transforman fácilmente en un perfecto enclaustramiento narcisista.

 

 

            El espejo del ideal y la ley.

 

            El Superyó, como heredero y representante del Padre Muerto habla en cualquier determinación moral y en toda propuesta de ideal. Pero su voz, nacida como una intensa formación reactiva frente a los impulsos sexuales y agresivos, puede situarse en parámetros muy alejados de lo que la praxis cristiana propone[53]. Desde sus lugares de origen, en efecto, y, desde sus desarrollos posteriores, el Superyó puede localizar su dinámica y objetivos en lugares muy diversos de los que, a nivel racional, constituyen nuestras metas y valoraciones. De hecho, nuestra historia particular ha podio ir incorporando, a través sucesivas identificaciones socioculturales, toda una serie de normas, valoraciones, ideales, proyectos, objetivos etc... que se correspondan poco o nada con los ideales y los valores del Evangelio. Todo ello puede significar algo sumamente delicado y que, por ello, ha de constituir un terreno de análisis y discernimiento permanentes: podemos sentirnos culpables sin pecado (como el escrupuloso) y podemos también estar en pecado sin llegar a sentirnos culpable ("Cuándo, Señor, te vimos con hambre o con sed... y no te asistimos?" se interrogan los condenados en Mt. 25, 44).

 

            Si no se permanece atento, la voz del Superyó puede acabar imponiéndose, junto a todas sus impregnaciones anti-evangélicas y mundanas, y provocar que nuestra praxis de fe se constituya como un puro sometimiento a sus poderes. Nuestro alimento será cumplir su voluntad, la de este Padre Muerto que habita en el Inconsciente y no la del Padre Vivo que habita en el Cielo. Difícil será muchas veces saber a qué voz y a qué voluntad respondemos[54].

 

            Sólo por los frutos sabremos si atendemos primordialmente a los oscuros imperativos inconscientes o si sobre ellos se articulan y desarrollan nuestros pretendidos ideales morales. El repliegue morboso sobre sí mismo, el sentimiento de omnipotencia narcisista por la "perfección" lograda, la rígida intolerancia consigo mismo y con los otros, la espiral de autorreproche y la insatisfacción, la negativa al replanteamiento de cualquier ley o ideal, son algunos de los rasgos indicadores de la sumisión puramente superyoica y, por tanto, signos para detectar a qué voluntad estamos respondiendo en nuestra praxis concreta.

 

            En el apasionado camino de la virtud, con frecuencia, el mundo deja de existir. Ser santos, vivir limpios, evitar esa falta humillante en la que se cae al menor descuido; fortalecer el alma con esa oración intensa que tonifica, examinar atentamente nuestra conciencia; así, vigilante de un modo continuo, todo marcha; pero todo marcha, a veces, por desgracia, hacia el olvido del mundo y de los otros para adentrarnos en el sancta sactorum de los espejos donde nuestra imagen se multiplica en una fiesta de autoerotismo sagrado. "Somos buenos y perfectos. Nuestro Padre estará contento y por ello nos obsequia con esta espiritual y dulce consolación. Nuestro Padre nos ama como recompensa por nuestra laboriosa virtud". Nuestro Padre que está... ¿dónde está, efectivamente, ese Padre?

 

            Pero la fiesta fácilmente se derrumba. El habitáculo de la virtud comienza a producir asfixia. Los espejos, de súbito, comienzan a devolver imágenes condenadas y aborrecidas. El pecado, la mancha, la pequeñez y la impotencia, el descuido y la dejadez se agrandan. "Somos malos, imperfectos y negligentes. Pequeños, muy pequeños. Nunca lograremos llegar ni responder a ese ideal que nuestro Padre nos propone". El mundo sigue sin existir. Sólo será un pretexto para seguir adelante en el apasionado y tortuoso camino de la virtud.

 

            Paradójicamente la culpa se acentúa con la virtud. "Quienes han llegado más lejos por el camino de la santidad son precisamente los que se acusan de la peor pecaminosidad"[55]. La razón no es extraña en la dinámica de la culpa. La sumisión al Superyó, representante del Padre Muerto, lleva consigo la represión de las pulsiones hostiles y, con ello, la reconversión contra uno mismo en forma de autoacusación y necesidad de castigo. El delito es permanente pues los impulsos también lo son. No hay solución posible. La desgracia es permanente[56].

 

            En esta situación ha ocurrido algo sumamente grave: hemos  olvidado que, en la fe cristiana, no se trata en primera instancia de ser santos sino de seguir a Jesús. No hemos sido llamados, efectivamente, como no fueron llamados los Apóstoles, para trabajar en una escuela ascética de perfección (Jesús mismo no fue ni se presentó como un asceta), sino para seguir a Jesús en un proyecto de transformación de la realidad en Reino de Dios, asumiendo su mismo destino como disposición a tomar la cruz. Por eso mismo, no se trata tanto de imitar a Jesús como de seguir sus pasos. No se trata de poner los ojos ante el espejo sino de situarlos en los pasos de aquel a quien deseamos seguir[57].

 

            Pero además, es importante tener en cuenta que la Ley que el representante del Padre Muerto nos dicta, el ideal que nos propone, no conocen el tiempo ni la historia y saben, por otra parte, recoger y hacer suyos las leyes y los ideales que bajo diversas indumentarias se vayan imponiendo en cada oportunidad. Por ello, la Ley, siendo intemporal, es capaz de seguir las modas de todos los tiempos.

 

            Desde ahí, la práctica encadenante de la virtud, puede presentarse bajo los modos más tradicionales, más moderados, o también en sus modalidades más progresistas y revolucionarias. Lo importante es la existencia de la Ley que, vivida de modo absoluto, se hace incuestionable. Ante esa Ley o ideal todo el mundo cae. El vivirla a modo de interioridad espiritualista o de exterioridad comprometida es, desde esta perspectiva, indiferente. Los mitos de la moral tradicional se pueden sustituir por otros exactamente contrarios y correlativos y que poseen una extraña correspondencia e identidad de estructura. La exterioridad comprometida puede ocultar el mismo repliegue morboso sobre sí mismo, el mismo sentimiento de omnipotencia narcisista, la misma negativa al cuestionamiento de las propias leyes o ideales[58].

 

            Habría que preguntarse, en efecto, si en determinados sectores cristianos no se ha operado una especie de desplazamiento de los lugares de la culpa, que va desde la interioridad espiritualista a la angustia del compromiso y que reviste los mismos caracteres compulsivos ("hay que comprometerse, hay que comprometerse..."). El ideal absolutizado puede caer implacable sobre nosotros y sobre los que nos rodean. Y con el ideal absolutizado la misma ineficacia a la hora de intentar modificar y transformar la realidad que deseamos convertir en Reinado de Dios; por más que sea esta realidad la única que pretendemos tener ante los ojos.

 

            En este mismo sentido, habría que reflexionar sobre la formación y rápida desintegración de grupos cristianos comprometidos que, a la hora final, viven la amargura de no haber hecho nada. Cogidos por una determinada ideología crearon también con sus acusaciones la angustia en los demás y, al final, presas de la absolutización ideológica, acaban destrozados y encontrando entre las manos sólo unas problemáticas internas anteriormente rechazadas en aras del compromiso que les absorbía. La realidad no se deja cambiar cuando lo que nos mueve a ello es la sumisión o la eterna rebelión contra los fantasmas paternos que anidan en nosotros. Sobre ello volveremos en el capítulo final dedicado a los grupos en la Iglesia.

 

 

            Imagen de Dios y culpabilidad.

 

            La culpa nos ha tejido desde el nacimiento, acompañados de la culpa hemos accedido desde la naturaleza a la cultura, gracias a la culpa nos es posible abrirnos a la realidad y a sus valores. Pero la culpa, puede tendernos fácilmente sus trampas, dejar de cumplir sus funciones. La religión, inextrincablemente unida en su nacimiento con los sentimientos de culpabilidad, constituye el lugar donde ésta puede jugarnos las peores pasadas. La fe cristiana puede convertirse también en su cómplice y aliarse con sus elementos más patógenos. De este modo, encerrada en los atolladeros del Inconsciente, la fe se puede constituir en un verdugo de las pulsiones de muerte, traicionando así lo más profundo de su mensaje de liberación.

 

            En este capítulo hemos intentado mostrar algunos de los caminos por los que tal perversión del Evangelio puede efectuarse. La experiencia cristiana se invade de un malestar flotante, de una tristeza, de una angustia, de un pesar que, muchas veces, hacen difícil reconocer en ella el mensaje de una Buena Noticia.

 

            Cristo nos liberó del agente de muerte y de condena que era la Ley (II Cor. 3, 7-9), agente de muerte porque centra al hombre sobre sí mismo en un intento desesperado por salvarse (Rom. 7). Por eso, Dios ha querido liberarnos de la angustia del pecado, para hacer posible en nosotros un encuentro fecundo y transformador con la vida. El pecado queda así en el Evangelio como algo pasado, un asunto en cierto modo liquidado. Liberados de los atolladeros de la culpa, se hace posible, entonces, una adhesión al Reino que se sitúa más allá de una desesperada búsqueda de salvación personal. Para salvarse hasta la fidelidad a la propia conciencia (Mt. 25, 31-46). Jesús vino para algo más. Mientras la ley, el pecado y la culpa nos enreden, no será posible advertir ese algo más que conduce a la propia libertad y a la liberación de los otros, a la propia aceptación y amor a uno mismo y a la aceptación y amor de los demás. Tenemos por delante una tarea de transformación de la realidad en Reino que no será posible mientras vivamos atrapados en las trampas de la culpa.

 

            El Dios grande, mayor que muestra conciencia, el Dios vivo y gozoso, el Dios libre y libertador ha quedado empequeñecido según el tamaño de nuestra conciencia e inconsciencia. Se ha convertido en un Dios de muerte y tristeza, en un Dios oprimido y opresor por obra y gracia de la culpa. Dios nos liberó del pecado... se hace urgente liberar a Dios de la culpa.

 

            Hemos estampado la firma de Dios debajo de nuestros temores y angustias haciéndole autor de prohibiciones sin cuento que no son muchas veces sino las prohibiciones de nuestro inconsciente frente a las temidas pulsiones. A nuestros miedos les hemos dado la categoría de leyes divinas, frente a nuestros deseos mal contenidos hemos situado a un Dios controlador, nuestro narcisismo herido ha creado un Dios soporte que intenta garantizar nuestro absolutismo perdido, para asegurar el sometimiento a oscuros ideales echamos manos de un Dios exigente y nunca satisfecho. Dios se asfixia con nuestras leyes, se angustia con nuestras intransigentes exigencias, se muere en nuestras autoagresiones, se siente manoseado en muchas de nuestras motivaciones religiosas.

 

            Se nos ha revelado un Dios de Vida al que nuestra culpa ha ido convirtiendo en un Dios de Muerte. Sería muy importante que liberemos a Dios de la culpa, que le devolvamos su Vida. Podríamos así descubrir y crear un Dios Gozo, un Dios Juego, un Dios Cuerpo, un Dios Lucha, un Dios Sexo, un Dios Libertad. A nada de eso Dios le tiene miedo. Dios es la plenitud de todas estas realidades humanas. Si no se las arrebatamos para ponerlas en manos de los demonios, la vida se hará posible y, con ella, la laboriosa edificación de nuestro anhelo más profundo, la de llegar a ser felices.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                           TERCERA PARTE

 

 

 

 

 

                                                        EL CRISTIANO ANTE

                                            EL SEXO, EL PODER Y EL DINERO

 

 

 

 

 

 

 

 

                                                                CAPITULO 8

 

 

                                                   LOS LAZOS DE LA CARNE

 

 

            El psicoanálisis, entre otras ciencias humanas, ha puesto de relieve que el mundo de la sexualidad, entendido en su sentido más amplio, ocupa un lugar muy importante en nuestras vidas. Todo el amplio campo de nuestras relaciones personales, incluyendo las relaciones de familia, de pareja o, incluso, las relaciones comunitarias o pastorales, están afectadas de hecho por el conjunto de nuestra dinámica afectivo-sexual.

 

            También es verdad que nuestros ideales y proyectos de vida se ven fuertemente condicionados por ese mundo interno de deseos que se van configurando a lo largo de nuestra existencia. Nuestra peculiar estructura libidinal y sus demandas concretas, conscientes o inconscientes, pueden, en efecto, favorecer y potenciar nuestros objetivos de vida, pero pueden también, en determinados casos y momentos, entorpecer o cuestionar la dirección y el sentido de nuestros proyectos vitales. Todos sabemos que, cuando las demandas de nuestra afectividad más profunda no han sido suficientemente escuchadas o atendidas, se puede dar al traste, brusca y dramáticamente a veces, con los proyectos de vida que, en otros momentos, nos habíamos propuesto, quizás con cierta ingenuidad.

 

            Nadie posee la garantía de un equilibrio acabado y definitivo en este terreno. Ni la pareja más estable, ni el celibato más logrado, ni la comunidad más integrada tienen asegurado de por siempre su equilibrio y estabilidad. Pocas dimensiones de la vida poseen, efectivamente, una determinación tal en el conjunto de nuestras experiencias vitales.

 

            Por otra parte, todos sabemos cómo los comportamientos sexuales constituyen con frecuencia un foco de preocupación, de angustia y de conflicto para muchas personas. Para numerosos creyentes, como indicábamos en el capítulo anterior, la conducta sexual se ha convertido en un punto emblemático a la hora de revisar sus relaciones con Dios y la rectitud moral de sus vidas. A veces, hasta el extremo de llegar a convertir la problemática sexual en centro y eje de la experiencia cristiana.

 

 

            Sexualidad y psicoanálisis.

 

            Ciertamente el psicoanálisis ha llevado a cabo una gran revolución en el modo de entenderse el concepto de sexualidad. Frente a una concepción biologicista que lo ataba en una relación demasiado estrecha con la genitalidad y la procreación, el psicoanálisis ha visto en ella todo un conjunto de fantasías y actividades, existentes desde la infancia, que producen placer y que no se reducen a la satisfacción de una necesidad fisiológica. Genitalidad y procreación han de ser considerada desde este punto de vista como la pequeña punta del iceberg que hunde su gran masa oculta en el mar. En última instancia, la sexualidad designa una función vital orientada a la búsqueda de un encuentro fusional, totalizante y placentero. Así considerada, deja de aparecer, desde luego, como un lujo o como un placer a cambio de las cargas inherentes de la procreación.

 

            Al hablar de la sexualidad, el psicoanálisis marca su diferencia con el instinto para resaltar su carácter de pulsión[59]. El instinto, a diferencia de la pulsión, supone un comportamiento no aprendido sino biológicamente adquirido; el instinto, se dirige de modo automático y casi mecánico hacia un objeto bien preciso y se despierta por unos estímulos bien determinados. Posee una base neurológica y muscular precisa. Sin embargo, a medida que se asciende en la escala biológica, el instinto va perdiendo rigidez y va ganando flexibilidad. Al llegar a la especie humana estalla convertido en pulsión. Los viejos carriles biológicos se desbordan y de ese modo van cediendo el paso a lo histórico y lo biográfico.

 

            En todo este proceso se llega a un resultado de enormes repercusiones para entender lo que es la sexualidad humana: la pulsión no tiene ya ni sus fines ni sus objetos de satisfacción previamente determinados como ocurría con el instinto y, de este modo, la sexualidad se "derrama" por todo el ser viviente, nos recorre por entero, hasta el punto de que se pueda afirmar con toda justeza que todo en el hombre tiene una dimensión sexual, aunque no exista nada que pueda ser entendido como pura y exclusivamente sexual. Toda actividad, toda conducta, todo sentimiento y emoción queda, en efecto, impregnada por la sexualidad. Existe realmente, como lo expresa Merleau Ponty desde una óptica diferente de la psicoanalítica, una osmosis entre sexualidad y existencia, una influencia recíproca entre la sexualidad de la persona humana y su modo de concebir la vida[60].

 

            Alcanzar la "madurez" y el equilibrio en este conjunto de fuerzas que constituyen la sexualidad se presenta como una de las aspiraciones más importantes en la vida de toda persona. Asunto, desde luego, nada fácil y en el que, además, suelen intervenir toda una serie de equívocos y contaminaciones de carácter ideológico que vienen a dificultar aún más la tarea.

 

            Quizás habría que recordar que el mismo concepto de "madurez" es suficientemente ambiguo y relativo a la vez. La madurez, en efecto, no deja de ser un ideal nunca plenamente alcanzado. Un ideal que, por otra parte, se presta a acoger en sí toda una serie de fantasías de omnipotencia de carácter infantil. Nadie -se podría afirmar- alcanza plenamente la madurez y la integración total de su mundo afectivo-sexual[61]. Frente a él se erigirán siempre toda una serie de defensas, mejor o peor logradas; y la madurez será, por tanto, relativa tan sólo a la mejor o peor articulación que se haya podido alcanzar entre las defensas y las pulsiones. Elementos de carácter neuróticos y perversos pasan siempre a formar parte, en mayor o menor medida, de nuestra organización libidinal. Aceptar esa impregnación de elementos neuróticos o perversos, junto con sus inevitables conflictos, podría señalarse también en determinados momentos, como un criterio para evaluar la "madurez" de una persona.

 

            Existe, en efecto, cierto peligro de sustituir los canones de santidad por los de "madurez", para venir a caer en las mismas trampas de enclaustramiento narcisista que en otros momentos abundaban por los ámbitos de la ascética y de la espiritualidad. Con ello también se estaría poniendo en peligro la realización de lo que tendríamos que considerar como los dos ejes básicos de centramiento personal para todo sujeto; es decir, su capacidad para trabajar (en el sentido más amplio y rico que se pueda asignar al término) y su capacidad para amar y ser amado (bajo las modalidades que cada cual sea capaz de ver, según su propia estructura de personalidad).

 

            Las instituciones también deberían mostrarse algo más cautas a la hora de dictaminar la madurez o inmadurez afectiva de sus miembros. Motivaciones ajenas a lo propiamente psicológico suelen inmiscuirse con demasiada frecuencia. Muchas veces, por lo demás, con la secreta intención de hacer coincidir la pretendida "madurez" afectiva con la adecuación a los objetivos y metas del propio grupo, no siempre muy "maduras", habría que decir, por cierto. 

 

            En cualquier caso, el psicoanálisis nos ha mostrado una amplia panorámica sobre las posibilidades más o menos conflictivas a las que se puede arrivar tras ese largo y complejo recorrido que supone siempre la evolución libidinal. Neurosis, perversión o integración constituyen los tres grandes apartados a los que Freud se refiere como posibles soluciones finales[62].

 

            Esa integración, que vendría a suponer una aproximación a la "madurez" supone, entre otras cosas, la resolución del Edipo como renuncia a los fantasmas parentales (renuncia, podríamos decir, a buscar "padres" y "madres" por la vida); en segundo lugar, habría que señalar también la capacidad para integrar en una relación las corrientes sensuales y tiernas de la sexualidad; y, por último, la capacidad para el encuentro con el otro como un "tú", libre y diferente, y no como un mero objeto de dependencia o de posesión y dominio[63]. En definitiva, "madurez" vendría a coincidir la capacidad para relacionarse renunciando a la fantasía de constituirse en un todo para el otro o de que el otro se constituya a su vez en un todo para sí. Esa totalidad, a la que últimamente aspira la sexualidad, habrá que darla por perdida como condición de posibilidad, por lo demás, para un encuentro real, positivo y gozoso con el otro.[64]

 

            A todo lo anterior habría que añadir todavía que la sexualidad, a través de sus inevitables conexiones inconscientes, posee un carácter en cierto modo desbordante y "trascendente". Está en cada uno de nosotros como una realidad que se escapa de nuestras manos; que nos tiene, en lugar de tenerla nosotros a ella. De ahí que se presente siempre como una realidad amenazante en sus demandas y, al mismo tiempo, como una realidad que llama y parece prometer una gratificación y una felicidad suprema. Por ello, la fascinación y el terror la rodean. Parece prometer la felicidad, una plenitud que eludiría cualquier tipo de carencia afectiva y, a la vez, le acompaña la sombra de la culpa, de la muerte y la destrucción.

 

            Este carácter desbordante y amenazador de la sexualidad contribuye a que todos sintamos la necesidad de defendernos de ella. Si no es así, podría, efectivamente, venir a acabar con todo: pareja, familia, institución, incluso con la persona misma. De ahí, que la sexualidad aparezca, por un lado, como el símbolo supremo de la felicidad; pero, por otro lado, que aparezca también como el símbolo supremo de la prohibición y del tabú. La sexualidad inevitablemente se cruza con la ley y la Prohibición. Estamos lejos hoy día de pensar ingenuamente en la existencia de un primitivo feliz habitando en una cultura libre de toda limitación sexual.

 

            La sexualidad como búsqueda de una totalidad imposible presenta unas profundas analogías con la experiencia religiosa. Tal como hemos detallado en el capítulo seis sobre la imagen de Dios, la misma experiencia religiosa no es ajena en sus orígenes a las fuerzas de la sexualidad. El eros materno de la infancia como búsqueda de un todo que colmaría cualquier carencia afectiva, viene a constituirse en la infraestructura del futuro deseo de Dios como totalidad[65]. Por todo ello, las relaciones entre sexualidad y religión suelen ser estrechas y ambivalentes. La historia de las religiones está ahí para demostrarnos, en efecto, cómo puede la sexualidad llegar a lograr un estatuto de sacralidadd (ritos de fecundidad, prostitución sagrada, etc...), o bien, ser considerada como enemiga primordial de la Trascendencia, precisamente por ese carácter de totalidad a la que aspira. Surgen entonces las prohibiciones tabuísticas como modo de evitarle a los dioses cualquier tipo de competencia[66].

 

            En este conjunto de consideraciones generales habría que indicar también que la sexualidad posee una indudable dimensión sociológica y, más concretamente, socio-política. A lo largo de las civilizaciones, la sexualidad ha ido apareciendo como símbolo privilegiado del poder. Impotente designa al que no es capaz en ambos sentidos. Y es que la sexualidad se manifiesta, por delante mismo de otra dimensión humana, "como el terreno privilegiado de la reivindicación de sí mismo contra otro que detenta los privilegios que se querrían tener y a cuyo acceso nos impide llegar"[67]. De ahí, la relación íntima que existe entre el ejercicio del poder y represión sexual. Esta última puede cumplir una función que no es ya sólo de un orden económico o socio-político como anunció el primer W. Reich, sino la de convertir a los sujetos educados represivamente en elementos dóciles y vasallos del poder constituido. De ahí, el que toda institución que pretenda afirmar fuertemente su poder sobre los otros emprenderá, por la misma razón, un discurso represivo en el orden de la sexualidad. Se trata de una intuición que, de modo más o menos consciente, siempre ha tenido todo tipo de dictadura política o de tiranía institucional. Sobre este tema tendremos que volver en las páginas finales  de este capítulo.

 

            Todo este conjunto de datos y reflexiones que hemos sintéticamente esbozado tiene como único objetivo destacar la importancia que para el conjunto de la vida individual y colectiva posee la sexualidad. A partir de esos datos no podemos dejar de interrogarnos sobre el papel que los evangelios asignan a esta importante dimensión de la vida.

 

            Como hemos podido ver, el psicoanálisis nos ha abierto nuevas perspectivas sobre muchas dimensiones de la sexualidad y ello parece posibilitar una nueva luz con la que poder vislumbrar, quizás, aspectos de los textos evangélicos que hasta ahora podían pasarnos desapercibidos. El papel que juega la familia en la configuración de la vida erótica, la función del padre como representante de la prohibición sexual o los fantasmas que van aparejados a nuestra condición masculina o femenina, son elementos sobre los que ahora disponemos de una gran información y que pueden proporcionarnos sorprendentes perspectivas, si a partir de ellos, emprendemos una nueva lectura del mensaje de Jesús. A tal intento dedicamos lo fundamental del presente capítulo.

 

 

            Un silencio sorprendente

 

            Una realidad que presenta tales implicaciones para la vida personal y social suscita, efectivamente, la expectativa de que podamos encontrar en el mensaje de Jesús una fuente de orientación y guía. Pero, de hecho, no deja de ser una sorpresa cuando, al acercarnos a los evangelios, constatamos el lugar tan secundario que, por lo menos a primera vista, parece ocupar la problemática sexual. Desde luego, ni la sacralidad ni el tabú le acompañan[68]; pero además, nos vemos obligados a reconocer que son tan sumamente escasos los datos que aparecen en relación al tema, que difícilmente puede el creyente construir, a partir de ellos, un esquema elaborado y preciso para conducirse en tan resbaladizo terreno.

 

            Es evidente que en el mensaje de Jesús la sexualidad no constituye ningún lugar sagrado a partir del cual la persona disponga de un espacio privilegiado para su encuentro con Dios. Por otra parte, tampoco aparecen los comportamientos sexuales como una actividad que, por la fascinación que puedan ejercer, se conviertan por sí mismos en una dificultad especial para que el creyente reconozca a Dios como su único absoluto. La mayoría de los exégetas reconocen que el Nuevo Testamento no ofrece una enseñanza completa y sistemática sobre los pecados sexuales y que, desde luego, sus autores están muy lejos de conceder un lugar privilegiado a la sexualidad en el conjunto de su preocupaciones pastorales[69]. El centro de interés va por otro camino y, al parecer, no es la sexualidad lo que puede primeramente entorpecer el caminar del hombre hacia Dios, sino más bien la injusticia, el dinero, el legalismo, la hipocresía farisaica, e incluso, en determinados casos, las mismas prácticas religiosas.

 

            La ausencia de preocupación por el tema de los comportamientos sexuales puede incluso llegar a ser chocante. Tengamos en cuenta, por ejemplo, que un dato tan relevante como el celibato de Jesús, ni siquiera es constatado explícitamente en ningún escrito del Nuevo Testamento. Dato tanto más sorprendente si tenemos en cuenta que se inscribe en un contexto cultural en el que la familia y la fecundidad eran consideradas como lugares privilegiados de la presencia y la bendición de Dios. La soltería, sin embargo, tendía a ser considerada como signo de maldición divina o como una incoherencia religiosa que generalmente era mal vista en los ambientes del judaísmo[70]. Paralelamente, tampoco se nos ofrece una información precisa sobre el estado de vida de los seguidores de Jesús. Podemos colegir que, al menos la mayoría de ellos, eran casados, pues al aludir Pablo a los derechos a los que él libremente renunciaba, nos dice textualmente: "¿Acaso no tenemos derecho a viajar en compañía de una mujer cristiana como los demás apóstoles, incluyendo a los parientes del Señor y a Pedro? (I Cor 9, 4-5). Pero el caso es que todo ello se presenta como una cuestión a la que los autores del Nuevo Testamento no parecen concederle especial atención.

 

            No deja de ser significativo, por otra parte, que Pablo no llegue a extraer ningún principio teológico o moral a partir de la condición celibataria de Jesús cuando intenta fundamentar la opción por la virginidad y que, al responder a una consulta sobre el estado de vida, precise cuidadosamente lo que es mandato del Señor y lo que es una libre opinión suya (I Cor. 7, 1-16).

 

            Pero no se trata tan sólo de la cuestión sobre el estado de vida. Son otras muchas las cuestiones que en torno a la sexualidad preocupan hondamente a muchos cristianos y sobre las que no tenemos ni una sola palabra en boca de Jesús. Así, por ejemplo, no disponemos de ninguna referencia explícita en los evangelios sobre comportamiento tales como la masturbación, la homosexualidad o las relaciones pre-matrimoniales que, con tanta frecuencia preocupan y atormenta la conciencia de muchos creyentes[71].

 

            Todo ello no deja de ser chocante y puede llegar incluso a suscitar la sospecha de que tal silencio pudiera estar encubriendo una negación inconsciente de la sexualidad, puesto que el mejor modo de represión consiste, precisamente, en declarar inexistente lo reprimido. Algo así como lo que ocurre en determinados ambientes en los que el silencio sobre la sexualidad expresa la negación y la condena de ella.

 

            Pero es evidente también que el silencio de los evangelios sobre al sexualidad no es un silencio generalizado. Calla sobre unas cuestiones concretas pero se pronuncia también claramente sobre otros temas que, directa o indirectamente, afectan de lleno al mundo de la sexualidad. Nos vemos obligados a pensar que el silencio de los evangelios sobre el tema no es el que nace del miedo a la sexualidad sino de una libertad que conduce a situar en sus lugares oportunos la cuestión de los comportamientos sexuales específicos. Este silencio será sumamente elocuente si lo situamos en el amplio contexto de lo que se nos dice sobre la sexualidad, no a nivel de comportamiento concreto, sino a nivel de las estructuras en las que ella se canaliza y se configura.

 

 

            Jesús, o la "pasión" (epithymia) por el Reino

 

            El término "epithymia" designaba originariamente el impulso directo hacia la comida, la satisfacción sexual o simplemente el deseo en general. En este sentido lo utilizan los evangelistas en relación al hambre (Lc. 15, 16), el anhelo (Lc. 22, 15) o incluso el deseo de la palabra o Revelación de Dios (Mt. 13, 17)[72].

 

            Intencionalmente aplicamos el término a Jesús cuando hablamos de su "pasión" por el Reino. Con ello queremos expresar que la vida de Jesús se nos presenta en los evangelios polarizada por la consecución de un "objeto" (en sentido psicoanalítico, el correlato del amor, aquello a lo que se apunta como totalidad) que, en su caso, podemos identificar con la instauración del reinado de Dios. Si la ausencia total de datos sobre la situación sexual de Jesús obliga a dejar al margen de la investigación histórica concreta ese tema, sí podemos aventurar, a partir de su conducta general, que hay en Jesús una "pasión" que le absorbe y le libera, que canaliza toda su energía psíquica y que se convierte en la esencia de su gozo y de su realización personal.

 

            A partir de esta "pasión", la conducta de Jesús, tal como la describen los evangelios, revela de modo elocuente una posición frente a la sexualidad que vendría a coincidir con la del hombre que ha logrado plenamente la libertad frente a ella. El comportamiento de Jesús en el terreno de las relaciones interpersonales resulta enormemente ilustrativo de esa libertad ganada. No parece que exista una persona de la que Jesús sienta necesidad de preservarse para evitar un peligro. Gente de mala vida, publicanos y pecadores son acogidos por él con una libertad que provoca el escándalo. Una mujer conocida públicamente como pecadora llora sobre sus pies, se los seca con sus cabellos, los cubre de besos y se los unge con perfume. No ignoraba Jesús, como pensó el fariseo, que aquélla era una mujer de "mala vida". Y porque su amor fue tan grande que le impulsó a romper el tabú que la marginaba socialmente, Jesús se sitúa junto a ella y la privilegia frente al profesional de la religión (Lc. 7, 36-50). Con ello viene a afirmar que existe algo mucho más grave que un comportamiento sexual extraviado: la falta de amor.

 

            Sólo desde una posición libre frente a la sexualidad se pueden romper los tabúes que la rodean y se puede proclamar que los "impuros" pueden ganar en el Reino un lugar por delante de los que se ajustan a la normatividad sexual vigente (Mt. 21, 32). Con razón W. Reich, el patrón de la llamada "revolución sexual", afirmó que Jesús era el prototipo de hombre libre que expresaba en su conducta una personalidad en la que las necesidades vitales más profundas están resueltas. Para W. Reich, los hombres neurotizados no pudieron soportar a Cristo por lo intolerable que les resultaba su libertad a todos los niveles, fueron los hombre neuróticos y acorazados los que en Cristo mataron a la Vida[73].

 

            No se presentó Jesús como un enemigo del cuerpo que predica sacrificio y privación. No fue ni un asceta ni un esenio ni se presentó nunca como tales. Llegó, incluso, a sorprender y a escandalizar por su negativa a participar en una vida marcada por la ascética y el sacrificio. Ni él ni sus discípulos guardaban el ayuno (Mc. 2, 18-19) y fue acusado de comilón y borracho (Mt. 11, 19). La cruz con la que invitó a cargar a sus seguidores y con la que él cargó hasta la muerte fue el signo de su entrega total y su fidelidad a lo que amó hasta el extremo. Fue su pasión por el Reino la que le condujo a negarse hasta el final y a pudrirse como el grano de trigo. Fueron su vida, su obra y su amor lo que, por tanto, explica y da sentido a su muerte y no al contrario. Su final fue la demostración suprema de hasta qué punto había amado y la expresión de una fidelidad total a ese objeto de amor.

 

            Es a partir de esta pasión por el Reino desde donde el celibato de Jesús se convierte, pues, en un ideal para todo aquel que quiera "hacerse eunuco por el amor del reinado de Dios" (Mt. 19, 12)[74]. Y es a partir de aquí también desde donde podemos comprender correctamente el lugar que el Evangelio designa para la sexualidad. Ese lugar le viene dado, como veremos, a través de la profunda subversión de valores sociales que el reinado de Dios pone en marcha.

 

            Efectivamente, la instauración del Reino, tal como Jesús la propone, lleva aparejada consigo un cambio radical de todo el sistema de valores en el que se apoya el sistema social. Como afirma la antropóloga Ida Magli, ningún revolucionario ha intentado jamás llevar a cabo una obra como la de Jesús de Nazaret. Ningún genio que conozcamos, nos dice, ha intentado jamás cambiar totalmente el sistema cultural, puesto que el genio se mueve generalmente en un solo ámbito de la cultura o de la sociedad: artístico, político, ético, económico, etc. La diferencia sustancial que existe entre el genio y Jesús, es que éste ha roto totalmente el modelo cultural en el que vivió, golpeando y destruyendo con una lógica contundente las diversas relaciones que le mantenían unido y que lo convertían en un "modelo". Más allá de negar la necesidad de tal rito o de tal ley, Jesús ha puesto en cuestión la estructura misma de lo sagrado, llevando a cabo un cambio total de las categorías religiosas y de las estructuras sociales que en ella encontraban fundamento[75].

 

            La propuesta del Reino de Dios implica un trastocamiento de los valores sociales que necesariamente afecta de lleno a determinados enfoques sobre la sexualidad. No es una mera cuestión de comportamientos o de prescripciones sexuales lo que está en juego. Se trata, más bien, de un cuestionamiento de las estructuras fundamentales en las que la sexualidad se canaliza y se lleva a cabo: la familia, el lugar del padre, la posición de la mujer.

 

            Sólo desde esta perspectiva podremos entender lo que los evangelios nos dicen sobre la sexualidad. De otro modo, nos quedaremos en la sorpresa por el silencio sobre el tema o atrapados en el análisis de los pocos términos que hacen relación directa al tema de los comportamientos sexuales. Desgraciadamente esto es lo que suele ocurrir, dando lugar, en el mejor de los casos, a una pérdida de los grandes horizontes que podamos tener ante la vista. Una vez más se cumple que "los árboles nos impiden ver el bosque".

 

 

 

 

            Jesús y la desacralización de la familia

 

            La familia es, sin duda, el lugar primero en el que la sexualidad se configura y se canaliza. A través de las relaciones familiares se van troquelando, a lo largo de la infancia, las actitudes fundamentales hacia la sexualidad y es, a través también de este conjunto de relaciones, donde, en el complicado juego de identificaciones y contra-identificaciones, se configuran los roles psico-sexuales correspondientes de masculinidad o feminidad.

 

            Pero más importante aún que todo esto es el hecho de que las mismas figuras parentales vienen a constituirse en los primeros objetos de amor que la sexualidad infantil pone en juego. Por ello mismo, la primera prohibición fundamental que recae sobre la sexualidad está encarnada también por las figuras parentales. Los "lazos de la carne" poseen pues, esa doble significación fundamental en la especie humana de ser, por una parte, "lazos de sangre" que ligan genéticamente a una historia, a una saga y leyenda familiar y, por otra parte, "lazos de la carne" en cuanto que ligan libidinalmente a unos objetos de amor.

 

            Por ello mismo, la familia se constituye en el primer lugar donde la sexualidad choca de modo primero y primario con la limitación, con la prohibición, con la ley. Los "lazos de la sangre" están prohibidos como "lazos de la carne". La sexualidad, por ello, va a portar una marca indeleble que lleva el nombre de la figura paterna. Dicha figura quedará como símbolo de la prohibición y de la ley que limitan inevitablemente al deseo.

 

            Por todo lo anterior, la familia constituye el espacio privilegiado en el que nacen y crecen las actitudes fundamentales. La acogida, la protección y el afecto de los padres o, por el contrario, la indiferencia, la apatía, la agresividad; todo ello va a configurar un conjunto de afectos, emociones, sentimientos y, en general, el equilibrio o desequilibrio del futuro sujeto. De ahí, que las vinculaciones amorosas, las prohibiciones más fundamentales, los lazos más decisivos de la persona, se orienten hacia los miembros de la misma familia. De este modo, el núcleo familiar limita y cubre el espacio afectivo fundamental dentro de la sociedad. Estas relaciones afectivas, además, determinan y orientan otras relaciones de la persona como son las económicas, sociales, religiosas, ideológicas, etc.

 

            Es comprensible, pues, que toda institución social muestre un interés primordial en la conservación y defensa de este núcleo primero de relaciones. A través de él, se acomoda el sujeto a las pautas y normas de comportamientos vigentes en cada cultura. Por sus implicaciones afectivas, resulta el instrumento más eficaz para la transmisión de los valores, criterios y convencionalismos que se imprimen en cada sujeto y de los cuales se hace a su vez trasmisor. La familia es, por ello, el modo en que cada sociedad y civilización se perpetúa; un punto esencial para la continuidad de la historia. Como veremos más adelante, constituye también el punto de partida de la futura capacidad del adulto para creer en la autoridad y someterse a ella.

 

            Pero la familia constituye también, y por las mismas razones, un foco de ambigüedad, de mutilaciones psíquicas, de opresión y de conflicto. Todos los contra-valores se asimilan también a través de ella. Los desequilibrios afectivos más graves se fraguan igualmente en ese mismo espacio. Puede convertirse, como expresaba un sujeto en psicoterapia, en una "fábrica de neuróticos". Y puede convertirse, como afirma el teórico de la familia y anti-psiquiatra D. Cooper, en "el territorio de los crímenes más violentos de nuestra sociedad"[76]. Así pues, el precio que se puede pagar cuando se intenta mantener a toda costa la institución familiar puede ser muy alto. Las instituciones sociales, políticas o religiosas, sin embargo, parecen estar siempre dispuestas a pagarlo con creces. Se habla de defenderla y de mejorarla, pero dejando siempre por sentado que el modelo es de algún modo incuestionable.

 

            Es aquí donde la posición de Jesús frente a la familia resulta sorprendente e incluso desconcertante. Acostumbrados como estamos a considerar la familia como una institución intocable, muchos textos de los evangelios suponen unos choques estridentes para nuestra sensibilidad. Perdemos de vista que, para Jesús, la familia no es, como muchas veces para nosotros, lo más sacrosanto, ni un espacio que hay que defender a todo costa como una obligación absoluta y sagrada.

 

            Jesús vino a traer un nuevo orden de relación humana al que los "lazos de la carne" quedan supeditados (Mc. 3, 31-35 par; Mt. 10, 37; Lc. 14, 26). Queda inaugurado un nuevo modo de filiación que desplaza el orden biológico. Una nueva comunidad, la del Reino, se sitúa en el centro y son los lazos del espíritu los que se imponen sobre los lazos de la carne. A partir de aquí resulta que en la medida en que los lazos de la carne sean informados y estructurados por los del espíritu, la familia tendrá un lugar en el reinado de Dios. Pero en la medida en la que estos lazos de la carne intenten mantener su primacía o entren en contradicción con los lazos del espíritu, la familia va a quedar descalificada.

 

            Los lazos familiares, por una parte, van a ser considerados por Jesús como modelo y referencia reveladora de lo que debe ser la nueva familia comunitaria. Casi todas las relaciones familiares y las relaciones humanas que tales situaciones implican, son asumidas por Jesús como situaciones ejemplares que le sirven para iluminar el significado del mensaje (así, por ejemplo, Mt. 22, 2-3; 24, 19; Jn. 16, 21; Lc. 16, 27; Mc. 10, 19; Mt. 7, 9; etc.).

 

            Pero, por otra parte, los lazos familiares son puestos radicalmente en cuestión cuando se oponen a los valores que deben informar la nueva comunidad. Dado que la familia representa y trasmite los valores sociales dominantes en la cultura, el conflicto entre los vínculos familiares y los valores del Reino van a entrar en una lucha abierta. En la medida en que la familia representa y fomenta los valores sociales del tener mucho, del subir todo lo posible y del brillar por encima de los otros, los lazos familiares suponen una cadena que el seguidor de Jesús está llamado a romper.

 

            La radicalidad del Evangelio, por eso, supone un enfrentamiento radical con lo que la familia suele ser y representar. De algún  modo, el conflicto es inevitable. Lo fue para el mismo Jesús, de quien sus parientes pensaban que estaba loco porque no perseguía el triunfo en los lugares apropiados, porque no vivía para sí mismo sino en una actitud de servicio y entrega total a la gente, porque en su tierra, entre sus parientes y en su casa, proclamó la imposibilidad de ser profeta (Mc. 3, 21; 6, 1-6; Mt. 13, 55-58; Lc. 4, 16-20). Por todo ello, Jesús afirmó pública y abiertamente la sustitución de su familia por las relaciones comunitarias. Su madre y sus hermanos son, los que, como él, escuchan y son fieles a la única paternidad posible sobre la tierra (Mc. 3, 31-35 par; Mt. 12, 46-50; Lc. 8, 19-21). El vientre que cría y el pecho que alimenta, las relaciones biológicas, son sustituidas por la escucha de la palabra y su cumplimiento, es decir, por los lazos del espíritu (Lc. 11, 27).

 

            La instauración de Reino supone un enfrentamiento a muerte con los valores dominantes de la sociedad, por eso el enfrentamiento va a instalarse en el núcleo mismo de la institución familiar. La división de la familia, que tanto asusta al entramado social, fue anunciada por Jesús y asumida como una condición inevitable para el establecimiento de otras relaciones más humanas: los padres y los hijos se enfrentarán, los hermanos se denunciarán unos a otros y se entregarán a la muerte (Mt. 10, 21 par; Mc. 13, 12; Lc. 21, 16). La guerra se instalará entre todos los miembros de la familia a causa de Jesús (Lc. 12, 51-53 par; Mt. 10, 34-36). El mismo se proclamó como un objeto de amor necesariamente más importante que los de la familia; el padre y la madre no pueden ser queridos más que él (Mt. 10, 37-38 par; Lc. 14, 26-27). Los que le siguen, por eso, abandonan a sus padres y con ellos a todos sus familiares (Mt. 4, 20-22 par; Mc. 1, 20; Lc. 5, 11).

 

            Tal es la radicalidad de Jesús. Radicalidad que supone un cuestionar hasta el fondo la actitud sacralizadora que la sociedad fácilmente adopta frente a la familia. El hecho de que ésta venga a constituir un cauce, una garantía y un control de la sexualidad, no supone para Jesús una razón suficiente y un motivo válido como para hacerla incuestionable. Hay algo más importante que el control y la canalización de la sexualidad por unos márgenes establecidos. Esos márgenes que se constituyen también en el medio para introyectar los valores sociales dominantes pueden ser utilizados para inculcar valores que se oponen radicalmente a los del Evangelio. Por eso, la familia deja de ser para Jesús una institución absoluta y sagrada. Desde el momento en el que la familia representa y perpetúa unos modos opresivos de relación, se convierte también en una estructura contra la que el Reino tiene que emprender su lucha. Porque incluso los valores más santos que la familia pueda trasmitir no justifica, a los ojos del Evangelio, el atropello que puede cometer contra los valores de igualdad radical, de libertad y autonomía, de entrega y de servicio que, con tanta frecuencia, son conculcados desde la institución familiar. Desde el momento en el que la familia impide o entorpece la libertad del sujeto y, por tanto, su disposición para el Reino, Jesús se opone a ella. No le paralizó el miedo, tantas veces racionalizado, a la división familiar y a sus consecuencias sobre el control de la sexualidad. Con ello, desacralizó y relativizó el valor de la estructura fundamental donde esa sexualidad se conforma, se canaliza y hacia la que primordialmente se enfoca.

 

 

            Jesús y la superación del padre.

 

            Para los seguidores de Jesús, la estructura familiar queda relativizada a partir de la estructura comunitaria de fe como núcleo primario de relación. A partir de ella los lazos de la carne pierden su primacía. Pero además, en esa nueva estructura, la filiación cambia de orden. Todos, padres, madres e hijos por los vínculos de la carne, están llamados a convertirse en hermanos y amigos por el vínculo del espíritu que los convierte a todos en hijos del Padre del Cielo. Todo ello viene a significar que el cristiano está llamado a convertirse en un adulto para el cual, el padre y la madre según la carne, han de llegar a ser un hombre y una mujer que, por los vínculos de la fe, se hacen amigos y hermanos. La paternidad, los lazos del parentesco han de ser superados. "Mujer", y no "madre", es el único modo con el que Jesús se dirige a María en los evangelios, apelación totalmente desconocida en la literatura de la época para que un hijo se dirija a su madre[77].

 

            Pero si la estructura familiar queda supeditada a la estructura comunitaria, dentro de ella, la figura del padre está especialmente llamada a la superación. No hay ningún lugar para el padre en la comunidad de los cristianos (Mc. 10, 24-31). Sobre esta importante cuestión nos detendremos con detalle a lo largo de todo el capítulo siguiente. Ahora, sin embargo, nos interesa resaltar que, mediante esta invitación a la superación de toda figura paterna, Jesús está cuestionando de modo decisivo un punto primordial que afecta de lleno al ámbito de la sexualidad.

 

            Si la familia es el núcleo primario en el que la sexualidad se configura y se canaliza, la figura del padre viene a cumplir en ella una función primaria también como limitación de los deseos y de los objetos posibles de amor. Los lazos de la carne están prohibidos como lazos de amor libidinal. La figura del padre, según hemos ido pudiendo ver, ejerce por eso en la familia el papel de primer representante de la prohibición y de la ley. Sólo de este modo el sujeto podrá reconocerse como tal, es decir, como llamado a una realidad que no permite la total e inmediata realización de los deseos y llamados también a reconocerse con una carencia fundamental que nada ni nadie podrá nunca colmar.

 

            Pero si el padre encarna y representa una represión primaria y necesaria de la sexualidad (la prohibición del incesto), también va a representar la base para esa instancia psíquica fundamental, el Superyó que, como hemos analizado en el capítulo precedente, va a erigirse desde el interior del individuo como vigilancia y censura de toda actividad pulsional. El Superyó es la figura del padre internalizada y, al mismo tiempo, punto de partida para toda futura fe en la autoridad y base de todas las futuras búsquedas de figuras paternas. En el curso de su evolución el Superyó, en efecto, asimila la influencia de aquellas personas que han ocupado el lugar de los padres, es decir, los educadores, maestros y ejemplos ideales. Nacen así las figuras de los "grandes hombres", de los líderes de masas, de las grandes autoridades que vienen a establecer una dinámica de sometimiento sobre la que volveremos en el capítulo siguiente.

 

            Una nostalgia de padre puede instalarse en el corazón humano y una tentación también de someter a los otros, detentando un papel paternal que pretende sumisión, admiración y control. En toda esta dinámica - es lo que ahora nos interesa - la represión de la sexualidad suele ocupar un lugar primordial. Si el padre adquirió su poder al situarse como prohibición y ley frente a los deseos sexuales del niño, toda autoridad que pretenda un dominio eficaz sobre los otros, encontrará en la prohibición de la sexualidad un punto esencial de apoyo para seguir detentando la autoridad que desea. Ahí radica la razón profunda por la que la represión sexual ocupa un lugar tan importante en todo tipo de dictadura o de tiranía de un signo u otro. Toda represión en este terreno debilita al Yo y refuerza al Superyó y, a partir de ahí, a la autoridad. Como en la situación de hipnosis, se logra reproducir unas condiciones que se daban en la infancia: una actitud tan imponente e intimidadora o tan tierna y protectora que el hipnotizado renuncia a su propio Yo. Pero a su vez se da también una relación dialéctica entre el Superyó y el poder que hace que, a mayor densidad superyoica, el Yo se haga más débil y manejable y, cuanto más débil es el Yo, más necesidad siente de Superyó y de autoridad[78].

 

            A partir de aquí, cobra una densidad especialmente significativa la superación de toda figura paterna a la que nos invita Jesús. Dicha superación es, en primer lugar, una condición de posibilidad para arribar a una posición de adulto. Frente a la tendencia a permanecer atado a las figuras parentales como garantía de protección, Jesús proclama la necesidad de una autonomía personal que posibilite la dedicación al Reino. De algún modo, todo cristiano debe preguntar a sus padres que por qué le buscan, como lo hizo Jesús con los suyos en el Templo. Al quedarse intencionadamente en Jerusalén sin decir nada, muestra su independencia y libertad frente a la autoridad familiar. Como sugiere la psicoanalista F. Dolto, Jesús en el Templo despoja a sus padres de una inevitable dimensión posesiva que comporta la paternidad y muestra su voluntad de comenzar una vida adulta. Este hombre adulto sólo conoce una relación definitiva e intocable: la relación al único Padre del Cielo. Relación absoluta que, por ello mismo, pone en cuestión cualquier instancia de autoridad paterna[79].

 

            Pero no basta lograr una autonomía en relación a los propios padres. Cualquier tipo de proyección paterna sobre otras figuras sociales ha de ser superada con mayor razón aún. Nadie sobre la tierra puede arrogarse ningún tipo de paternidad: "no os llamaréis "padres" unos a otros en la tierra pues vuestro padre es uno solo, el del cielo". Nadie puede desempeñar funciones paternas de dominio o protección paternalista en la comunidad cristiana, nadie se llamará "señor", ni "maestro", ni "director", pues, "vosotros sois todos hermanos" (Mt. 23, 9).

 

            El que sigue a Jesús abandona al padre y, con él, toda referencia de protección o de imposición normativa para su conducta. Por renunciar a todo "recibirá el ciento por uno y después la vida eterna". Pero el lugar del padre quedará por siempre vacío. En este tiempo recibirá, según las palabras de Jesús, cien veces más: casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras; de todo eso encontrará en la comunidad cristiana, pero el padre es lo único que no encontrará centuplicado (Mc. 10, 29-31). Curioso y significativo vacío en el texto evangélico cuando se especifica la recompensa para los seguidores de Jesús. Sin duda se trata de algo más importante que de un olvido del evangelista cuando detalla los céntuplos. Se trata de expresar que en el nuevo orden de relaciones, la figura del padre como símbolo de imposición y dominio, no tiene lugar. Nadie puede ocupar su puesto detentando roles paternos para ejercer un dominio sobre los otros.

 

            En el nuevo orden de relaciones que se inaugura en el Reino, la única vinculación que se establece es la de la hermandad en el servicio mutuo. Así se relacionó Jesús con los suyos. Por eso se empeñó positivamente en romper el rol de Maestro y Señor lavando los pies de sus discípulos. Ruptura del rol que, como tantas veces ocurre, creó una negativa preñada de agresividad entre los suyos. Pedro rechaza categóricamente ese igualitarismo; no está dispuesto a aceptar esa ruptura de las relaciones asimétricas que se dan entre maestro y discípulo; necesita estar abajo, necesita tener alguien arriba a quien expresar su sometimiento y de quien recibir seguridad y protección. Tendrá que aceptar que en la comunidad de Jesús no existe lugar ninguno para el pedestal, porque en ella, como en la relación de amistad, la distancia entre lo ideal y lo real debe ser corta.

 

            La distancia es grande entre el siervo y el amo, entre el maestro y el discípulo, porque el uno sabe, tiene un poder, y el otro no: "un siervo no está al corriente de lo que hace su amo". Pero Jesús lo ha comunicado todo a los suyos, por eso abre con ellos un nuevo tipo de relación en la igualdad, por eso puede llamarles "amigos" (Jn. 15, 15). En esta relación de amistad no cabe ninguna ley.

 

            Efectivamente la amistad quizás constituya la única forma de relación humana que no está legislada socialmente. Se legisla el amor de los esposos, la relación entre padres e hijos, la de los hermanos y la de los parientes. En la relación de amistad, la relación se mantiene o se deja de mantener por el solo impulso de la decisión libre que brota de la misma persona y que tiene su razón de ser en la amistad misma. Es el amor que brota de la libertad, que crece por la libre atracción y se mantiene hasta el fin por la sola fuerza de la fidelidad libremente aceptada y otorgada entre quienes se sienten vinculados por esa forma ejemplar de relación humana. Es el amor gratuito, por eso "no hay amor más grande que dar la vida por el amigo" (Jn. 15,13). Porque la cima del amor coincide con la cima de la libertad[80].

 

            En la comunidad del Reino, pues, no cabe una relación que no esté marcada por la libertad y, por tanto, por la superación de la figura paterna[81]. Para el cristiano no caben las nostalgias que le sigan atando en la búsqueda y añoranza del padre. La supervivencia psíquica de la figura paterna en el interior de la persona ha de quedar sepultada. Sólo así es posible enfrentar la propia historia como futuro a realizar. De ahí, que esté llamado a liberarse de la ley en cuanto símbolo de imposición paterna o de la irracionalidad superyoica, para entrar en la dinámica de la libertad y el discernimiento de la propia conciencia que expresa su autonomía personal y el control racional y adulto de las pulsiones.

 

            No es posible poner la mano en el arado, en la tarea del Reino como compromiso de futuro y volver la vista atrás para despedirse del padre. Porque con ello, ese padre del pasado está perviviendo en el interior. El lugar del padre ha de quedar vacío, marcado por un hueco que posibilita la identidad del sujeto y su acceso a la autonomía y libertad. Por eso, hay que dejar que "los muertos entierren a los muertos".

 

            Esta superación del padre a la que el cristiano es invitado por Jesús constituye, sin duda, aunque a primera vista no resulte tan evidente, un dato preñado de significación en lo que concierne al espíritu de libertad que debe presidir su vida en general y, más particularmente, su relación con la sexualidad. Ello es comprensible si, efectivamente, se tienen en cuenta las íntimas implicaciones que el psicoanálisis nos ha mostrado entre el ámbito de lo paterno y ejercicio de la propia sexualidad.

 

 

            Jesús liberador de la mujer

 

            En cualquier tipo de sociedad en que la familia se constituya como un lugar sagrado en torno a la figura del padre, la condición masculina se convertirá, por ello mismo, en razón de un privilegio fundamental. La esencia de lo humano se ejemplifica entonces en lo masculino, en la potencia viril, en la paternidad. El hebreo, por eso, se expresaba en su plegaria cotidiana dándole gracias a Dios "porque no le había creado mujer"[82]. Tener hijos y tener hijos varones era la máxima riqueza, no tenerlos, la máxima pobreza. "Todos están contentos cuando nace un varón; todos están tristes cuando nace una niña" rezaba también  una máxima rabínica.

 

            A partir de aquí, la mujer, despojada de la esencia humana de la masculinidad, quedaba o queda en tales situaciones sociales condenada a formar parte del círculo de los marginados. Su función vital radica entonces en acomodarse a las exigencias del varón, sacralizado como la misma familia. En razón de su condición sexual, la mujer queda destinada a ocupar una condición de objeto respecto al varón y a reducir el sentido de su existencia a la biología de su cuerpo: ser esposa y madre.

 

            Cuando la mujer queda reducida a la condición de objeto y encadenada en exclusividad a sus funciones biológicas, pierde su voz y su palabra. El objeto no habla ni desea. La mujer, por ello, sólo tiene que estar dispuesta y atenta para oír la voz y el deseo del único sujeto, el varón. La negación de su sexualidad por el enclaustramiento en el mundo afectivo y tierno de la maternidad, conduce a un investimiento de su propio cuerpo como único objeto de amor permitido y, por tanto, a una posición acentuadamente narcisista. Este narcisismo femenino, además, es socialmente alimentado y favorecido para convertirla en objeto erótico del varón al que tiene que seducir y atraer pasivamente. Sólo así puede llegar a ser lo único que se le ha dejado ser: esposa y madre. Cuando la mujer hace suya la función de objeto erótico tiene que gastar toda su energía en mantenerse como tal: joven, atrayente, "femenina", agradable para el varón. Pero además, todo ello desde una posición de pasividad. Su iniciativa debe quedar secreta. Cualquier expresión de su propio deseo sexual la convierte en una mujer sospechosa; porque socialmente hemos convenido que la alternativa a la madre es la prostituta. Todo ello conduce de este modo a una peligrosa separación de la corriente específicamente sexual de la corriente ternura. La negación de la primera se utiliza para el superdesarrollo de la segunda y, con ello, surgen toda una serie de problemas de los que el varón mismo sufre también sus consecuencias[83].

 

            En los tiempos de Jesús, más aún que en nuestros días, la única gloria de la que podía disponer una mujer era la de poseer un cuerpo fecundo[84]. Por eso la madre de Jesús fue piropeada por una mujer del pueblo "Dichoso el vientre que te llevó los pechos que te criaron" (Lc. 11, 27). Sin embargo, en el Reino de Dios, esta reclusión de la mujer en el ámbito de lo biológico sufre una transformación radical. No son ya los lazos de la carne y de la sangre los que motivan su única gloria, sino la escucha de la palabra y la activa respuesta a ella. La mujer, también está llamada, más allá de su cuerpo, a la escucha del mensaje de Dios sobre la historia y a responder con su voz como un sujeto que es y, por tanto, como portadora de una iniciativa y de un deseo que se expresa.

 

            Porque la mujer es portadora de un deseo y de una palabra, deja de ser para Jesús un objeto que se posee, un instrumento que se usa o una propiedad que se domina o se destruye. De ahí, la posición que adoptó, provocando el escándalo de sus oyentes, en relación al tema del divorcio. Bastaba encontrar una mujer más bella que la propia, un descuido de la mujer dejando quemar la comida o tener una verruga o mal aliento, para poder solicitar el repudio de la esposa y obtener el divorcio[85]. Cuando la mujer no es un sujeto, puede ser sustituida sin más dificultad ni reparo por otro objeto equivalente. Es frente a esta situación, más que ante la del divorcio (al menos en los términos en los que lo tenemos actualmente planteado), frente a la que reacciona Jesús con firmeza, defendiendo a la mujer de la arbitrariedad del marido. "Serán los dos un solo ser", en igualdad de condiciones y derechos. La reacción de los discípulos bien deja ver lo impopular de la actitud de Jesús: "si tal es la condición del hombre con la mujer, no trae cuenta casarse" (Mt. 19, 1-12). Es la reacción del varón herido en su narcisismo machista. El esperma ha dejado de ser esencia y privilegio de lo humano[86].

 

            La mujer que deja de estar encadenada a sus funciones biológicas especificas recupera su palabra, su voz; y, por ello adquiere un protagonismo en la instauración del reinado de Dios. Por eso, acompañan a Jesús de modo regular "de pueblo en pueblo y de aldea en aldea proclamando la buena noticia". Junto a los Doce caminan María Magdalena, Juana la mujer de Cusa, Susana "y otras muchas que le ayudaban con sus bienes" (Lc. 8, 1-3). El hecho no podía dejar de producir escándalo y malestar o, cuando menos, extrañeza, como la que reflejan los discípulos al encontrar a Jesús hablando a solas con la Samaritana: "se quedaron extrañados de que hablase con una mujer" (Jn. 4, 27). Efectivamente, era considerado indigno de un maestro religioso hablar en público con ellas. La arrogancia masculina las había situado en un espacio de marginación junto a los esclavos o a los niños.

 

            Por marginadas, pues se convierten en preferidas para Jesús. A la mujer samaritana se le revela explícitamente como Mesías para que ella misma llegue a convertirse en sembradora de la Palabra. Muchos samaritanos de aquel pueblo creyeron en él por lo que les dijo la mujer (Jn. 4, 39). Por lo mismo también, son las mujeres las primeras testigos de la resurrección y las encargadas de proclamar la Buena Nueva central de la fe: "id a prisa y decid a los discípulos que ha resucitado de la muerte" (Lc. 10, 38-41).

 

            Una de las razones profundas por las que la mujer ha sido y es socialmente marginada y rebajada radica en la movilización de una serie de fantasmas inconscientes que con frecuencia actúan en el varón. Para el hombre, la genitalidad femenina suscita con frecuencia unos intensos y amenazadores fantasmas de castración. Cuando la mujer aparece como un ser mutilado, hay que alejarla y apartarla en su diferencia. Produce miedo, y un modo eficaz de atenuar ese miedo consiste, precisamente, en rebajarle la condición. La supremacía fálica amenazada por la diferencia se reasegura con ello. Por este tipo de motivaciones inconscientes, el fenómeno de la menstruación y de la sangre están cargados a nivel colectivo e individual de poderosos tabúes que intentan preservar de esos angustiosos fantasmas[87]. La mujer entonces debe esconderse y alejarse como impura.

 

            Así actuaba la hemorroísa, con un supremo interés en pasar desapercibida, en no atraer sobre sí la atención de la concurrencia. Ritualmente era impura, psicológicamente no podía reconocerse mujer ante la mirada de un hombre. Por su condición femenina, le estaba vetado considerarse sujeto de un deseo; pero además, como hemorroísa, ni siquiera podía considerarse objeto del deseo de un hombre. Pero al mismo tiempo que esta mujer se esconde a la mirada de los otros, muestra también una intención deseante, una intensa demanda que la empuja a tocar, como sea, la franja de la túnica de Jesús. El acto, por eso, se convierte en una oración que obtiene una respuesta. Sin embargo, Jesús, no acepta la situación de "a escondidas", a la que esta mujer estaba condenada por el tabú; de ahí que, en contra de su costumbre habitual, parece dar al milagro todo un despliegue publicitario. "¿Quién me ha tocado?". La mujer es llamada a salir de su escondite, a romper el tabú de la marginación, a poner fin a la complicidad entre su vergüenza y el rechazo social. Es llamada por este hombre a tener fe en sí misma como mujer (Lc. 8, 43-48)[88].

 

            Al considerar el tema de la posición de la mujer en el Reino resulta inevitable y también sumamente conveniente,  referirse a María, la madre de Jesús, como mujer que ocupa un lugar central en el mensaje cristiano. El entramado social necesita modelos de referencia que colaboren en conformar y reforzar los modelos sociales que le interesan. De ahí, que no sea extraño que la figura de María haya sido también manipulada de acuerdo con esos moldes sociales y que, por eso, se haya producido un desplazamiento de los acentos marianos hacia los polos del modelo femenino imperante en la cultura occidental. La mujer, que socialmente es llamada a negar su deseo y a reducir su existencia a los papeles de esposa y madre, ha determinado una imagen de María enfocada esencialmente desde estas perspectivas. La virginidad de la Madre de Jesús ha sido utilizada para reforzar una imagen de mujer que niega su deseo y que se centra casi en exclusividad en la vertiente de la ternura y de la maternidad. Con ello, el acento cristológico de la virginidad ha sido escandalosamente desvirtuado. En lugar de considerarse esa virginidad como la expresión de una intervención única de Dios en la historia, que desborda los vínculos de la carne y de la sangre, se ha acentuado tendenciosamente la dimensión de lo biológico y lo corporal, y con ello, la exaltación de una pureza que logra sortear el "escollo" de una inevitable sexualidad. Lo que la sociedad quiere de la mujer ha deformado los acentos cristológicos de la imagen de María y, a su vez, esta imagen ha sido utilizada como modelo que perpetúe y refuerce el modelo de mujer que niega su sexualidad -Virgen- y que se reduce a ser vientre que cría y pecho que alimenta -Madre-[89].

 

            El fantasma masculino de la madre-virgen que ha recorrido la historia de muchas religiones encuentra aquí su resonancia[90]. Se olvida que María fue bienaventurada no por su biología maternal, sino por haber escuchado la Palabra de Dios y haberla puesto en cumplimiento. Ella ha sido el símbolo del Israel fiel a la Palabra de Dios, la mujer que esperó con fe inquebrantable el cumplimiento de la Promesa, y que pudo proclamar que Dios había entrado ya en la historia derribando el trono de los poderosos, exaltando a los humildes y colmando de bienes a los hambrientos (Lc. 1, 46-55). Una mujer, por tanto, que exulta de gozo, no por haber sido librada por Dios de la sexualidad, sino porque ese Dios comienza a construir su Reino eliminando la desigualdad entre los hombres[91].

 

 

 

            Carne y espíritu

 

            Las bases de la sexualidad humana han quedado profundamente afectadas por la revolución de Jesús. No son los comportamientos sexuales concretos los que preocupan al Evangelio, sino más bien las estructuras básicas en las que la sexualidad se desarrolla y en las que se producen sus mayores alienaciones. Frente a esas estructuras básicas de la familia sacralizada, del padre como símbolo de opresión, de la marginación de la mujer, el mensaje de Jesús no se ha callado. En realidad, no es poca cosa lo que los evangelios nos dicen en materia de sexualidad. Lo que sucede es que nuestro concepto de sexualidad nos traiciona cuando lo consideramos bajo una perspectiva biologicista y reducido, por tanto, a la dimensión del cuerpo y de sus posibles contactos. En este aspecto, es ciertamente muy poco lo que los evangelios nos dicen. No son, repetimos, los comportamientos sexuales específicos los que preocupan en el mensaje de Jesús, como no son las cuestiones de funcionamiento fisiológico las que centran el estudio psicológico de la sexualidad.

 

            Más allá de la fisiología y más acá del amor está la sexualidad como deseo, con un soporte corporal que el amor no necesita esencialmente, pero implicando, al mismo tiempo, unas referencias que lo alejan de la pura satisfacción de la necesidad biológica. Son esa implicaciones afectivas de la sexualidad las que los evangelios intentan poner en juego. Se podría afirmar, por tanto, desde esta prespectiva, que el silencio de los evangelios sobre los comportamientos sexuales específicos suponen un grito que proclama los lugares más decisivos de la sexualidad.

 

            Donde está el tesoro está el corazón. Y el tesoro, para los seguidores de Jesús, está localizado en la instauración del reinado de Dios; es decir, en la pasión por transformar un sistema social infeliz e injusto en una comunidad de hermanos y de iguales para los que sólo existe un Padre en el Cielo. La persona que está polarizada por esta pasión, es la persona que, impulsada por el Espíritu, es libre frente a todo y, por tanto, llamada también a ser libre en el terreno sexual. Para ella, los comportamientos sexuales no pueden convertirse ni en lo más importante ni en lo más problemático. No podrá servir a Dios y al sexo, pero tampoco podrá servir a Dios y a una Ley que lo proteja de su sexualidad. El cristiano no es un "circunciso" marcado en su sexo por una ley.

 

            Si el mensaje de Jesús no nos ofrece un código de ética sexual, es porque ha sentado las bases para una adultez en la que la libertad sustituye a la ley y en la que el amor ha de tener la última palabra. Desde aquí, la cuestión de los comportamientos sexuales específicos se deja en nuestras manos de personas adultas que, por el discernimiento en la fe, encuentran la guía suprema para la conducción de su vidas. Este discernimiento consiste en la experiencia del amor que invade la vida afectiva del creyente y que hace surgir en él una sensibilidad y un conocimiento penetrante y que, desde ahí, descubre lo que agrada al Señor. Como único criterio para verificar la veracidad de su discernimiento sólo cuenta con el fruto del Espíritu: el amor al prójimo en sus diversas manifestaciones[92].

 

            Ningún comportamiento sexual, por tanto, podrá nunca bajo ningún pretexto, constituir un atentado contra el otro. La sexualidad, ni aun en el más amplio sentido que podamos atribuirle, es sin más el amor; pero, para el seguidor de Jesús, que vive desde el respeto y la entrega a los otros, sus comportamientos sexuales tienen garantizada la "pureza". Si el amor le falta, su abstinencia o su comportamiento sexual, se prestará a todo tipo de "impureza", por más que éstos se encuentren bendecidos o respaldados por unas normas concretas. Si el amor falta, la sexualidad se convertirá en un terreno especialmente predispuesto para todo tipo de utilización, manipulación, chantajes y opresión de los demás. Podríamos encontrarnos con el caso de los que, en expresión de M. Yourcenar, "elogian la pureza porque no saben cuánta turbiedad puede esconder la pureza".

 

            Por el contrario, para quien vive desde la dinámica del Espíritu, la sexualidad se convierte, a diferentes niveles y registros, en un motor de todo encuentro con la vida. Integrada en la estructura más amplia del amor, eludirá las trampas de los "amores que matan" por la posesividad o la de aquella "perversión sexual" que más claramente fue condenada por Jesús: la del narcisismo farisaico de aquellos que, materialmente enamorados de sí mismos, canalizan su energía libidinal en la autocontemplación de su vida religiosa. A éstos, ya lo sabemos, las prostitutas les llevan la delantera para entrar en el Reino de Dios (Mt. 21, 32).

 

            El Espíritu es el que nos guía en la verdad toda y en el conocimiento del Padre. Por tanto, si estamos auténticamente prendidos por el Espíritu de Jesús, conoceremos a un Dios Padre, el de Jesús de Nazaret que, a diferencia del Dios que nace por los desfiladeros de la carne, no es un Dios esencialmente preocupado por los comportamientos sexuales.

 

 

 

            Un problema eclesialmente irresuelto.

           

            En nuestra Iglesia, con frecuencia, parece percibirse un eco tras determinados discursos sobre la sexualidad que, en el fondo, parece decir "a Dios no le gusta que el hombre haga el amor". Tal tipo de discurso implica toda una imagen previa de Dios y una determinada imagen también sobre la sexualidad. Imágenes ambas que, psicoanalíticamente hacen sospechar, están más cercanas de las estructuras edípicas inconscientes que del mensaje de Jesús. Dios aparece como el enemigo número uno del placer o, por lo menos, como especialmente receloso de él. Ese Dios, sin embargo, a la vista de lo que Jesús nos ha dicho, debería recibir el nombre de Layo (como se llamaba el padre de Edipo en la tragedia griega), y no el nombre de "Dios-Amor" que es el nombre propio del Padre de Jesús y de nuestro único Padre.

 

            La búsqueda y obtención de placer ha constituido un elemento decisivo en nuestro desarrollo y maduración psíquica. Deberíamos, pues, sentirnos especialmente agradecidos al placer sin necesidad de mirarle, como tantas veces sucede, con ese recelo y desconfianza. Es cierto que existe el riesgo de confundirlo sin más con la misma felicidad, que existe el peligro de absolutizarlo. Pero ello tampoco debería conducirnos, como ocurre frecuentemente en el discurso eclesial, a una desvalorización y a una continua subordinación a otros valores, como si el placer, en sí y por sí, no fuese ya un valor digno de ser amado y buscado.

 

            Espontáneamente se habla de "placeres legítimos" sin que sintamos, sin embargo, la necesidad de hablar de "emociones legítimas" o "recuerdos legítimos"[93]. La misma M.C. Jacobelli, en su discutible pretensión de sacralizar de alguna manera el placer sexual con su obra Risus Paschalis, deja ver algo significativo a este respecto en el subtítulo de la misma: "El fundamento teológico del placer sexual"[94]. Pero habría que interrogarse porqué el placer sexual necesita de una fundamentación teológica y no, del mismo modo, el placer intelectual, el artístico u otras dimensiones de la personalidad como podrían ser, valga por caso, la memoria o la voluntad. Ello responde, sin embargo, a un estado de cosas en el que el placer sexual parece necesitar, a diferencia de otras dimensiones humanas, ser legitimado, permitido y, en suma, controlado. Con ello tocamos un problema realmente grave en el estado actual de nuestra Iglesia.

 

            No cabe la menor duda de que los modos en los que nuestra sociedad occidental piensa y siente la sexualidad se han producido cambios profundísimos. De algún modo, estos cambios afectan a casi todos los estratos socio-culturales en un grado u otro, expresándose en diversas categorías mentales según el sector social implicado. Pero el denominador común radica en que la mayoría de las personas no pueden ya acomodarse a unos modos tabuísticos y represivos de pensar el sexo. Los datos para probar lo que decimos están al alcance de todos. No hay más que asomarse a diario a los diversos medios de comunicación social. En España, dadas las condiciones socio-culturales en las que vivimos durante la dictadura franquista, el cambio, si cabe, es más notable todavía[95]. Ese nuevo modo de pensarse y sentirse la sexualidad prosigue su acción día a día ampliando mayores sectores del espectro social. Problemas como los de la información y educación sexual, la masturbación, las relaciones pre-matrimoniales, la homosexualidad, la pareja, el control de la natalidad, el celibato, etc. son enfocados y experimentados de un modo esencialmente diverso.

 

            Los factores que han desencadenado ese cambio tan profundo en el concepto y experiencia de la sexualidad son muy diversos y quizás no del todo conocidos. A veces han intervenido elementos que, en sí, nada tienen que ver con la sexualidad. Sin duda, uno de los más decisivos ha venido dado por lo que en nuestra sociedad actual ha supuesto el alargamiento de la vida: ello ha traído consigo, por ejemplo, que la vida de la pareja haya prolongado considerablemente su duración y, a partir de ahí, se encuentre más concernida y preocupada por los temas de la comunicación entre ella que por el de la procreación, a la que prácticamente se reducía anteriormente toda su actividad. La sexualidad se presenta entonces como una realidad a la que hay que atribuir nuevas significaciones[96]. Cambios socio-económicos considerables, entre los que cabe destacar el paso a un habitat industrial y urbano, inciden de modo decisivo también sobre la estructura familiar y sobre la función del matrimonio y de la pareja. El dominio de la contracepción (con independencia del juicio moral que nos merezca) está ahí, igualmente, alterando los modos de experimentarse la relación sexual de una mayoría importante de parejas en nuestra sociedad.

 

            Las ciencias humanas (y tal como hemos considerado más arriba, especialmente el psicoanálisis) han revolucionado el concepto de sexualidad y ello ha pasado a formar parte de los esquemas mentales de una gran parte de la población. La misma psico-fisiología ha conducido a una consideración de la sexualidad humana como mucho más interdependiente del sistema nervioso central y, por tanto, del medio ambiente, relativizando así el papel de mero instinto biológico y procreativo[97]. También los estudios etnográfico y la antropología cultural vinieron a relativizar los modos y maneras de vivirse y pensarse la sexualidad, mostrando la enorme variabilidad que esta dimensión humana puede adquirir en los diferentes tiempos y espacio culturales[98].

 

            La crítica social de la familia emprendida tanto desde los ángulos marxistas como desde los de la anti-psiquiatría han calado igualmente en amplias esferas sociales viniendo a romper también la idea monolítica y cuasi sagrada que se ha tenido generalmente de esta decisiva institución social[99]. La llamada "Revolución sexual" preconizada por el freudo-marxista W. Reich y tan reactualizada en los movimientos estudiantiles de los años 60, supuso también un rudo golpe a las ideas tradicionales sobre la moral de la sexualidad[100].

 

            A todos estos elementos habría que añadir también como factor de cambio importante la progresiva secularización de nuestras sociedades occidentales. Parece evidente que muchas pautas de conducta sexual se han mantenido anteriormente gracias al poder de unas determinadas representaciones religiosas vigentes socialmente e interiorizadas individualmente. Con el "Dios ha muerto" filosófico y, sobre todo, con el ateísmo o agnosticismo práctico de las masas vinieron a caer por tierra muchos pilares que sostenían las pautas de comportamiento sexual. La cuestión plantea, desde luego, muchas interrogaciones a nivel teórico y tentaciones, quizás también, en el orden práctico. Todas las íntimas y complejas relaciones entre sexualidad e imagen de Dios que hemos analizado anteriormente se encuentran de lleno implicadas en este punto.

 

            El hecho incuestionable es que las ideas y modelos de comportamiento sexual han sufrido una profundísima transformación en la sociedad contemporánea y que, a pesar de ciertas nostalgias de neo-puritanismo emergentes en la sociedad norteamericana (que tan importante papel jugó en las actuales transformaciones), parece que, hoy por hoy, no sea presumible una vuelta hacia los antiguos modelos vigentes hace medio siglo.

 

            Todos estos cambios (esto resulta una evidencia también) han afectado de modo muy profundo a las ideas morales de los creyentes católicos. No hay que acudir a comunidades cristianas progresistas para advertir la posición tan claramente independiente en relación a las posiciones oficiales de la Iglesia que muestran muchos cristianos en temas como la masturbación, las relaciones pre-matrimoniales, la contracepción, etc... Según un trabajo publicado en España en 1989, el 72% de los católicos españoles afirman que, en materia de sexualidad, lo mandado por la Iglesia no tiene repercusión en sus vidas. El 47% de ellos son practicantes habituales[101].

 

            Estos cambios, por lo demás, como afirma J. Pohier, no pueden considerarse sin más como expresión de un laxismo en la comunidad creyente[102]. Todos sabemos que, en ocasiones, muchos cristianos llega a la adopción de comportamientos no aceptados por la moral tradicional a través de grandes sufrimientos interiores y de una gran honestidad y limpieza de planteamientos. El análisis profundo de su realidad personal y social, la reflexión sincera delante de Dios y la orientación de otros creyentes (ministros o no) les ha conducido, dolorosa pero claramente, a la adopción de un nuevo modo de comportamiento en estos terrenos. En otras ocasiones, la postura es decidida y sosegadamente adoptada, en un convencimiento también de la propia honestidad y de que, particularmente, en este terreno, la última palabra la tiene el propio discernimiento y no una autoridad externa a la propia conciencia.

 

            Pero lo que ahora nos interesa es que, con independencia del juicio ético que podamos emitir, el hecho está ahí planteando un problema que desborda el ámbito de lo moral para constituirse en un problema pastoralmente grave.

 

            No comprenden muchos cristianos cómo la Iglesia muestra un carácter tan inflexible y rígidos en este terreno mientras en otros campo de la acción moral o pastoral o litúrgica ha sido capaz de efectuar transformaciones tan importantes. La moral sexual eclesial parece contar, en efecto, con un estatuto especial que la distingue de la tenida en otras áreas del comportamiento humano. En asuntos de sexualidad - ha afirmado la moral tradicional y se sigue afirmando en determinados ambientes, no hay "parvedad de materia". Tan grave es una caricia como un atropello sexual[103]. Efectivamente, parece que en materia de sexualidad, la Iglesia tiene planteado un problema irresuelto.

 

            J. Pohier nos recuerda cómo ya en el Concilio Vaticano II, en un aire de libertad de expresión y de talante optimista como pocas veces ha soplado dentro de la Iglesia, los tres temas que fueron excluidos de la discusión en el Aula Conciliar concernían a cuestiones relacionadas con la sexualidad: el uso de anticonceptivos, el celibato de los sacerdotes y el estatuto de los divorciados y vueltos a casar. Posteriormente, la historia que recorrió toda la preparación de la Encíclica Humanae Vitae es sobradamente conocida y reveladora al respecto. Los Sínodos tenidos desde entonces destacan igualmente por las posiciones inmovilistas siempre que se han revisado temas concernientes a la vida sexual.

 

            Hay algo, efectivamente, que parece bloquear cualquier intento de modificación en este terreno, a pesar de ser tan grande las modificaciones y los cuestionamientos que se han producido fuera y dentro de los ámbitos creyentes. Si tenemos en cuenta, además, lo dicho anteriormente sobre el papel que los evangelios asignan a la sexualidad, habremos de concluir que, si no se trata de una mera cuestión de tozudez (lo cual no parece presumible en una institución que, por otra parte, ha dado muestra de tan fina inteligencia) se encuentran aquí implicadas otras muchas e importantes cuestiones. Cuestiones, por lo demás, que deben desbordar con mucho las posiciones personales y conscientes de los dirigentes que presiden a la institución.

 

            Las profundas implicaciones que posee la sexualidad con otras dimensiones de la existencia pueden efectivamente situarnos en la pista para comprender este llamativo interrogante. Toda una serie de representaciones sobre Dios, la salvación, el pecado y demás se pueden encontrar, efectivamente, en juego en torno a este campo de la sexualidad.

 

            Ya hemos podido constatar a través de los capítulo anteriores el papel que la sexualidad (entendida naturalmente en el más amplio sentido que el psicoanálisis nos ha hecho ver) juega en el desarrollo del psiquismo humano y las amplias repercusiones que posee a la hora de configurar una imagen de lo paterno, de la ley y, por ello, de la moral y de la religión. Sexualidad, agresión, culpa, reparación, son conceptos que el psicoanálisis nos ha obligado a considerar en íntimas relaciones. Desde ahí todo el campo importante que analizábamos en los capítulos anteriores sobre la imagen de Dios, la soteriología, el pecado, etc... se encuentran necesariamente implicados con la idea que nos hagamos de la sexualidad. Más allá de una cuestión moral nos encontramos con toda una serie importante de cuestiones dogmáticas.

 

            De nuevo tenemos que recordar la enseñanza y las obra de J. Pohier. El ha insistido una y otra vez en las íntimas implicaciones existentes entre moral y dogma. Tenemos esta moral porque tenemos este dogma y viceversa, ha venido a repetirnos una y otra vez[104]. Por ello, el cambio en la moral sexual encuentra tan especiales resistencias; resistencias en gran parte inconscientes y que desbordan, desde luego, la realidad personal de tal o cual dirigente de la Iglesia oficial. Hay aquí una cuestión mucho más de fondo.

 

            Pero queremos añadir todavía otro punto al que quizás Pohier no presta suficiente atención en su análisis del problema. Hemos indicado al inicio del capítulo que la sexualidad guarda también una íntima relación con la dimensión sociológica y socio-política y, más particularmente, con la cuestión del ejercicio del poder. W. Reich nos puso de manifiesto (con una de esas intuiciones tan válidas que salpican el extraño conjunto de su obra), que la represión sexual tiene por objetivo muchas veces el crear sujetos dóciles y vasallos del poder constituido. Es la intuición que siempre han tenido también las tiranías políticas de cualquier signo que fuesen. Dominar el espacio más íntimo del sujeto supone dominar a la persona en su práctica totalidad. Ello supone coartar la fuente de sus deseos y de su poder de expresión así como impedir cualquier tipo de autoafirmación frente a la ley o frente al poder.

 

            Al considerar la superación del padre a la que Jesús nos invita, recordábamos cómo el padre adquiere su poder al situarse como prohibición y ley frente a los deseos sexuales del niño, por lo que, decíamos también allí, toda autoridad que pretenda un dominio eficaz sobre los otros, encontrará en la prohibición de la sexualidad un punto esencial de apoyo.

 

            Es inevitable, a la luz de estos conocimientos puestos de relieve por la investigación psicoanalítica, sospechar que la enorme resistencia que encuentra la institución eclesial a la hora de revisar sus planteamientos en materia de sexualidad tengan que ver con estas otras cuestiones decisivas. La tentación puede ser la de mantener un dominio secreto sobre la masa de los creyentes a través del control de esa zona íntima de la personalidad. La asociación tan estrecha existente entre sexualidad y sentimiento de culpabilidad podría pretender también (posiblemente de modo nada consciente) mantener a los creyentes en una posición de sumisión y de debilitamiento de su propio Yo. La culpa sitúa a las personas de rodillas, pero tenemos que interrogarnos una vez más sobre ante quién quedan así situadas, si ante el Dios de Jesús de Nazaret o ante el propio Superyó sacralizado y ante aquellos que lo representan.

 

            El problema es grave, no sólo desde el plano de la moralidad, sino particularmente quizás desde el de la acción pastoral: las masas cada vez entienden menos y ridiculizan más los posicionamientos de la Iglesia en este terreno y los creyentes van creando paulatinamente un distanciamiento teórico y práctico en este ámbito respecto a la jerarquía que, a la larga, acaba por ser un distanciamiento sin más. Tenemos, pues, un grave problema eclesialmente irresuelto. Y una cuestión de poder anda también de por medio. A ella dedicaremos nuestra atención en el capítulo siguiente.

 

 

 

 

 

 

                                                                CAPITULO 9

 

                                                                          

                                                NO LLAMÉIS A NADIE PADRE

 

 

            Las relaciones de autoridad y obediencia constituyen, sin duda, un capítulo problemático dentro de la teoría y de la praxis de la Iglesia. La difícil tarea de articular la libertad cristiana con el sometimiento a una leyes o normativas determinadas, o la de la fidelidad a la propia conciencia con la disponibilidad exigida por la institución religiosa respecto a sus disposiciones, plantea problemas de no fácil resolución y dan lugar a una fuente permanente de conflictos en la vida eclesial. Los estudios bíblicos, eclesiológicos y dogmáticos han centrado con frecuencia su atención sobre toda una serie de núcleos problemáticos que surgen en el intento de conciliar esos dos polos referentes a una necesaria libertad y obediencia cristianas[105].

 

            La psicología, por su parte, ha llevado a cabo investigaciones que, desde diversas orientaciones metodológicas, han intentado poner a la luz las modalidades de dicho tipo de comportamiento humano así como de sus motivaciones y de sus efectos psíquicos. Quizá esos estudios puedan arrojar bastante luz sobre un problema que, con bastante frecuencia, posee prevalentemente unas implicaciones psicológicas aunque, con frecuencia también, los móviles psíquicos se hayan camuflados racionalmente mediante argumentaciones de tipo teológico o espiritual.

           

            Para el creyente post-freudiano, el tema de la obediencia a la autoridad se hace especialmente sospechoso por la posibilidad de encubrir infantilismos profundos y tentaciones camufladas. El psicoanálisis nos ha hecho saber que la negación del propio deseo en favor de las figuras de autoridad, así como la imposición de ese deseo sobre los otros, puede poner en juego toda una serie de reacciones inconscientes vinculadas a temas muy decisivos de nuestro pasado infantil.

 

            Nuestro acercamiento, sin embargo, no será en este capítulo exclusivamente psicoanalítico. Otras aportaciones de la Psicología Experimental y de la Psicología Social vendrán en nuestra ayuda en el intento de alcanzar una comprensión, lo más acabada posible, de los mecanismos que juegan con frecuencia en las relaciones de obediencia y del ejercicio de la autoridad.

 

 

            Las necesarias relaciones de obediencia.

 

            No existe unanimidad a la hora de definir las relaciones de obediencia. Para algunos, la obediencia tiene lugar cuando un sujeto modifica su comportamiento a fin de someterse a las órdenes de una autoridad legítima[106].Otros la consideran como una conformidad con las reglas y órdenes[107]. En la obediencia, sin embargo, nos interesa destacar que el propio deseo, a la hora de determinar la conducta, queda en función del deseo de otro al que se le concede una autoridad. El conformismo, con razón, ha sido considerado un pariente próximo de la obediencia en cuanto que también exige una reducción de la iniciativa personal y la aceptación de una dirección que viene de fuera[108]. El deseo del otro se impone también anulando o dejando al margen al propio deseo.

 

            Sobre la necesidad en la vida individual y social de unas relaciones de obediencia no haría falta insistir; por más que ello pueda suponer una cierta herida a nuestro narcisismo, que tantas veces sueña con una libertad omnímoda en las relaciones con los otros. Es evidente que la responsabilidad exige el respeto a las leyes y normas necesarias para el bien común y que determinadas posiciones de corte anarquista esconden la misma tentación de omnipotencia que luego descubriremos en ciertos tipos de personalidades autoritarias.

 

            Desde un punto de vista estrictamente biológico se pone de manifiesto en pájaros, anfibios y mamíferos la necesidad de unas estructuras de dominio que en la especie humana tendrán su análogo en unas estructuras de autoridad[109]. En el entramado social, una organización jerárquica contribuye, sin duda, a una mejor defensa ante los peligros de la vida y proporciona, mediante la delimitación de funciones, una estabilidad y una armonía en las relaciones humanas. Y todos sabemos cómo en determinadas ocasiones, el desafío a la autoridad puede provocar situaciones de violencia peligrosas para la estabilidad de un grupo o colectividad. El comportamiento de obediencia, pues, hay que pensar que ha sido modelado por cuestiones que afectan a la misma supervivencia.

 

            En esta misma línea hay que reseñar también la importancia que el psicoanálisis atribuye a las relaciones de obediencia en la constitución, desarrollo y estabilidad del sujeto humano. La experiencia clínica ha demostrado, en efecto, que la falta de autoridad (el así llamado laissez faire) acarrea a menudo trastornos de importancia tales como son la debilidad del Yo, la angustia, la predisposición para la neurosis o, incluso, para la psicosis[110].

 

            En este mismo sentido resulta, sin duda, sugerente el hecho de que Freud llegara a atribuir el incremento de las neurosis en nuestras sociedades modernas a la pérdida de la autoridad que ha supuesto el debilitamiento de la religión, a pesar del juicio que ya sabemos que ésta le merecía[111]. En un plano diferente merece recordarse también el hecho de que el mismo Freud sitúe en la obediencia y paciente sumisión a los consejos del médico gran parte de la eficacia que puede brindar el tratamiento psicoanalítico[112].

 

            La obediencia, pues, necesaria para el desarrollo de la personalidad e imprescindible, muchas veces, como relación que asegura el mantenimiento de la estabilidad social supone, sin embargo, un modo de relación personal bastante complejo en el que se implican motivaciones de carácter muy variado y que pueden dar lugar a resultados muy diversos, destructivos también, tanto en el plano de lo individual como de lo colectivo. Ello tendremos ocasión de verlo a continuación.

 

 

            La obediencia a examen en el laboratorio de psicología.

 

            Dentro del panorama de la Psicología Social encontramos una investigación experimental realizada en la Universidad de Yale sobre las relaciones de obediencia que, muy bien podríamos decir, ha adquirido ya la categoría de clásica. Su descripción forma parte de cualquier manual de Psicología Social que venga a centrar su atención sobre el tema de la obediencia a la autoridad. El autor de dicha investigación, Stanley Milgram, nos da cuenta detallada de ella en su obra Obediencia a la autoridad: Un punto de vista experimental[113].

 

            El estudio, que desencadenó toda una polémica y que dio lugar a otras muchas otras investigaciones, tiene el valor de plantearnos, de modo hiriente quizá, los enormes peligros individuales y sociales que pueden derivarse de las relaciones de obediencia a la autoridad. Por ello, este análisis llevado a cabo en el laboratorio constituye, sin duda, un serio aviso muy conveniente a tener en cuenta cuando se inicia una reflexión sobre este tipo de relación humana.

 

            La investigación de S. Milgram trataba de estudiar los límites de la relación de obediencia en una situación que implicaba infringir dolor a otro ser humano. Para ello fue necesario formar pequeños grupos de tres personas: un maestro, un alumno y un instructor. De ellas, sólo la primera, el maestro, ignoraba realmente cuál eran las condiciones de la experimentación. Esa persona acudía a través de anuncios en la prensa en los que se solicitaba personal para realizar -se decía- un estudio sobre aprendizaje y memoria.

 

            Durante el experimento, el sujeto que desempeñaba el papel de maestro leía al alumno una lista de dobles palabras (v.gr. "caja azul", "hermoso día", "pato salvaje", etc.). En un segundo momento, leía tan sólo una serie de palabras sueltas ("caja", "día", "pato", etc.) que el alumno debía asociar con las palabras correspondientes de la primera relación. El error se castigaba con una descarga eléctrica de 15 voltios cada vez, pudiendo aumentar de modo progresivo hasta los 450 voltios. La persona que desempeñaba el papel de alumno, simulaba el dolor correspondiente a lo que hubiera sido la descarga real. Cada vez que el maestro dudaba o manifestaba deseos de parar, el instructor le daba una orden para que prosiguiera. Esas órdenes se formulaban en una gradación de autoritarismo creciente, que iban desde "por favor, prosiga" hasta "no hay más remedio, usted tiene que seguir"[114].

 

            En esa situación, el sujeto se veía sometido a un claro conflicto entre dos exigencias incompatibles: la autoridad del experimentador o las súplicas del aprendiz. El resultado del experimento básico posee algo de escandaloso: de 40 sujetos, 26 llegaron hasta el final, a pesar de los gemidos, gritos, alaridos y quejas agónicas primero y de la supuesta pérdida de conciencia después de la persona que desempeñaba el papel de alumno[115].

 

            El experimento, muy discutido y analizado en Psicología Social, se ha llevado a cabo después con múltiples modificaciones procurando atender con detalles a cada una de las variables intervinientes. Los resultados, con variaciones, siguen poniendo de relieve lo alto que pueden resultar los límites para que un sujeto se niegue a obedecer en situaciones semejantes. En otras investigaciones se descubrió, por ejemplo, que algunas enfermeras estaban dispuestas administrar medicamentos virtualmente peligrosos a enfermos de un hospital cuando recibían órdenes de un médico desconocido. Otros llegaron a obedecer para tocar a una serpiente que creían venenosa o a introducir la mano en un recipiente con un supuesto ácido [116]. Todas esas personas antes de verse en la situación experimental, habrían manifestado que bajo ningún concepto se prestarían a tal tipo de comportamiento.

 

            En el análisis teórico que Milgram lleva a cabo sobre el experimento, realiza una distinción entre dos estados psicológicos diversos en la persona que obedece: uno cuando se considera en estado de autonomía y otro cuando se encuentra en situación de agente. En el primer caso se siente responsable de sus actos y utiliza su propia conciencia como guía de comportamiento. En la otra situación, cuando el sujeto se siente como parte de una estructura jerárquica, piensa que los que están "arriba" son los responsable de sus propios actos y utiliza tan sólo las órdenes recibidas como guía de acción correcta. Su propia conciencia queda al margen. En ese caso, la culpa no sobreviene en función de su acción sino en función de su obediencia o desobediencia[117]. Sabido es que esa fue precisamente la dinámica exculpatoria que siguieron los agentes de exterminio en los campos de concentración nazis, en la utilización de la bomba atómica, en la guerra del Vietnam, etc. Pero, sin llegar a esos extremos, es evidente que semejante dinámica de cesión de responsabilidad en la estructura jerárquica acontece también con frecuencia en el seno de nuestras mismas relaciones eclesiales, ocasionando, sin duda, perversiones muy importantes del sentido de la responsabilidad y de la libertad cristiana sobre las que luego nos ocuparemos. Si la humanidad -concluye Milgram -necesita de la obediencia para sobrevivir, necesita junto a ella todavía más de la capacidad para evaluar a la autoridad.

 

 

 

            Obediencia y amores primeros.

 

            Si pasamos del plano experimental al del análisis psicodinámico de las motivaciones que en diverso grado pueden sustentar las relaciones de obediencia, tendríamos que distinguir dos grandes núcleos enraizados ambos en el mundo afectivo infantil. El primero de ellos guarda una íntima relación con el estado de indefensión primera con la que venimos al mundo.

 

            Esa situación de indefensión, en efecto, nos hará vivir en una subordinación total a las personas que nos atienden y de las que va a depender no sólo nuestra supervivencia sino también nuestra misma confianza básica en la vida, nuestros sentimientos profundos de autonomía o nuestra capacidad para la posterior iniciativa personal[118].

 

            Desde esta situación de indigencia, biológicamente predeterminada, la obediencia se constituye en una de las modalidades básicas con la que resolver la indefensión. Obedecer llega a constituirse, durante la infancia, en una cuestión de vida o muerte. Por otra parte, además, la obediencia, unida a los sentimientos infantiles de omnipotencia, adquiere un carácter de comportamiento mágico con el que el niño cree garantizar su protección. "Si obedecemos nuestra vida estará resuelta", ese es el esquema latente que parece jugar en estos primeros momentos de nuestra existencia.

 

            Pero además, la obediencia vendrá a constituir también a lo largo de los primeros años de nuestra vida uno de los modos privilegiados para asegurarnos una buena imagen de nosotros mismos. Algo -no lo olvidemos- casi tan decisivo como la misma supervivencia.

 

            Obedecer, en efecto, nos reasegura como objetos buenos, valiosos, salvados. No obedecer, sin embargo, moviliza sentimientos muy negativos y difíciles de tolerar para el propio Yo, como son los sentimientos de ser malos, dañinos, no valiosos ante nosotros mismos y ante los demás

 

            Todo indicio de amor al niño por parte del adulto tiene el mismo efecto que el suministro de leche para el lactante. El niño, por ello, pierde su propia autoestima cuando cree que ha perdido el amor de los mayores y la logra cuando piensa que ha recuperado ese amor. Es esto -afirma O. Fenichel- lo que hace que los niños sean "obedientes y educables"[119]. Su necesidad de cariño es tan grande que están dispuestos a renunciar a las satisfacciones que sean precisas con tal de obtener como promesa ese cariño o de evitar las amenazas de su retirada.

 

            Nadie queda exento de que esas primeras experiencias de la vida se reactiven en cualquier momento ante determinadas circunstancias de su vida adulta. La nostalgia de unos seres poderosos que nos salvaron a cambio de nuestra actitud obediente perdura de un modo u otro como residuo de nuestro pasado infantil. Las instituciones sociales, por otra parte, parecen intuir profundamente estos anhelos que, como hemos visto, se presentan biológicamente predeterminados. Como los adultos de nuestra infancia también ellas nos prometen la protección a cambio de nuestra docilidad. "Si obedeces serás protegido", parecen insinuarnos. En ello las autoridades terrenas, tal como más tarde tendremos ocasión de analizar, saben presentarse ante nosotros con la arrogancia de un Dios.

 

            Obedecer dentro de esta dinámica equivale entonces a un intento, a veces desesperado, por vivenciarnos ante nosotros mismos como "niños buenos para mamá". Porque la madre, aunque esté muy lejos o ni siquiera ya exista, pervive en nuestro psiquismo como un objeto internalizado que nos acaricia y nos proporciona el experimentarnos como buenos y valiosos o nos amenaza con su retirada de amor; con lo que nuestros sentimientos hacia nosotros mismos vendrán a ser automáticamente de minusvalía o de autodesprecio.

 

            Algunos sujetos parecen marcados estructuralmente por esta dinámica en sus relaciones de obediencia. Para ellos obedecer equivale a obtener la garantía del acertar en las decisiones. La responsabilidad no será nunca suya sino de los de arriba, en quienes depositan toda su confianza. Los jefes y superiores -esto es importante - quedan investidos así de la omnipotencia que en la infancia atribuyeron también a esos seres formidables que le asistieron en su indigencia suprema. Una fantasía de totalidad sustenta a estos modos de relación infantil con los de arriba. Como nos dijo Freud a propósito de la religión, se da en estas situaciones una cesión de la omnipotencia infantil, sólo que en lugar de realizarse en favor de los dioses, aquí se lleva a cabo en favor de los jefes y superiores a los que, como a los padres durante la infancia, se les atribuye el todo poder y el todo saber. Tal como afirma Mª Josefa García Callado, insistiendo en este carácter omnipotente que anida en las relaciones infantiles de obediencia, la autoridad se convierte para estas personas en "una especie de surtidor-protector-guía que nutre y orienta el sentido del yo"[120].

 

            Resulta evidente que bajo estas modalidades, la obediencia pierde todo el carácter adaptativo que pueda tener, para responder exclusivamente a una necesidad puramente subjetiva. No es el contenido concreto de la orden a ejecutar lo que importa al sujeto sino el deseo de quien procede la orden, situando muy en segundo plano el contenido objetivo de ese deseo. El experimento de Milgram antes citado nos pone de manifiesto hasta qué punto esto puede ser así.

 

            El psicoanálisis nos ha mostrado las vinculaciones profundas que existen entre la autoridad y el amor[121]. Son motivaciones de orden libidinal las que, en efecto, conducen con frecuencia a las  posiciones de rendida sumisión a la autoridad y a la docilidad crédula frente a ella. Como delante del hipnotizador, también ante las figuras de autoridad se puede debilitar el juicio y por análogos motivos: por la actuación de unas vinculaciones afectivas que remiten al pasado de dependencia infantil. Ello es lo que le hace concluir a Freud que "la credulidad del amor constituye una fuente importante, si no la primitiva, de la autoridad"[122].

 

            Los primeros amores de nuestra vida, amores predeterminados por la indigencia suma en la que la vida nos sitúa a los humanos en los primeros períodos de la existencia, se constituyen, pues, en un impulso decisivo para adoptar posiciones de sumisión ante esas figuras de autoridad en las que podemos creer encontrar una potencia protectora. Indefensión-amor-obediencia se presentan de este modo como una de las claves dinámicas más importantes en determinadas posiciones de sumisión ante la autoridad.

 

 

            La ambivalencia de la sumisión o la rebeldía.

 

            El análisis psicodinámico de las relaciones con la autoridad nos conduce ahora a otro tipo diverso de motivaciones, enraizadas también en los lejanos períodos de la infancia. En ellos, la sumisión o la rebeldía permanentes frente a la autoridad pueden constituir las dos caras de una misma moneda: una aspiración a manejar los hilos de la omnipotencia.

 

            El primitivo sentimiento de radical dependencia infantil respecto a los padres que hemos analizado va dejando lugar a un sentimiento en el que el temor y la rivalidad comienzan a entrar en juego. El niño llegado un determinado momento comienza, en efecto, a temer el poder de los padres que aparecen ante sus ojos como llenos de fuerza y con unas enormes capacidades para persuadir, ordenar, castigar, evaluar o manipular. La figura paterna, de modo particular, se constituye en el contexto de la situación edípica como una figura autoritaria y como un objeto de competición. La ambivalencia afectiva, esa doble corriente simultánea de amor y hostilidad, impregna toda la relación parental.

 

            Freud ha insistido en la permanencia de esas relaciones ambivalentes frente a las representaciones parentales y en sus prontos desplazamientos sobre otras figuras de autoridad. El niño, nos dice, pasa de considerar a sus padres como única fuente de fe y autoridad, a dudar de las cualidades únicas e incomparables que les había adjudicado[123]. Pronto comenzará a desplazar el alto ideal que sobre ellos había proyectado a otras figuras y representaciones de autoridad entre los cuales, el maestro vendrá a ser de las primeras y privilegiadas. Pero también sobre esas nuevas representaciones de poder dirigirá sus sentimientos ambivalentes en una mezcla de admiración y respeto, por una parte, y de competencia y hostilidad por otra. Nuestra actitud hacia ellos -nos dice Freud- será de por siempre "sin remedio ambivalente, pues la veneración que por ellos sentimos encubre siempre su componente de hostil rebeldía"[124].

 

            Tanto la rebelión como la propiciación se continúan intrapsíquicamente y los objetos externos pueden ser usados como "testigos" de esas luchas internas. La figura de Dostoyevski, por ejemplo, como tuvimos ocasión de señalar, ilustró a los ojos de Freud ese debate interno entre la sumisión y la rebeldía frente a la figura paterna que, finalmente, abocó en una posicisón de sometimiento total a la autoridad secular y religiosa, "venerando al Zar y al Dios de los cristianos"[125]. La figura de Leonardo de Vinci, al contrario, aparece ante los ojos del mismo Freud como aquel cuya libertad frente a las figuras parentales propició su labor investigadora argumentando sabiamente que "Aquel que disputa alegando la autoridad, usa más de la memoria que de la inteligencia"[126]

           

 

            La diversa articulación, pues, que en cada uno se configure con los polos positivos (amor) y negativos (hostilidad) de la ambivalencia afectiva, condicionará, en mayor o menor medida, la posición de rebeldía o de sumisión frente a las futuras representaciones de la autoridad.

 

            Una cuestión de totalidad, sin embargo, estará siempre de por medio cuando la relación con esas figuras de autoridad se vea marcada por unos caracteres apriorísticos de sumisión o de rebeldía constantes, que parecen funcionar al margen de los contenidos que la enmarcan. Cuestión de totalidad que, como sabemos, caracteriza a la estructura edípica irresuelta; pues esa situación edípica tan solo se supera por la renuncia a la omnipotencia del deseo y por la aceptación de una posición limitada, contingente y, podríamos decir, sencillamente humana. Hay que aceptar la falibilidad del padre y hay que dar por perdida para siempre la supuesta omnipotencia y omnisciencia que se le atribuyó con la secreta esperanza de reconquistarla algún día para sí mismo.

 

            En la posición de necesaria rebelión, de negativa a priori para conceder una validez a los planteamientos de quien posee la autoridad parece, en efecto, que se trata ante todo de una "cuestión personal", de una oposición irreductible entre quien posee el poder y quien no lo posee: el poder oculta esa fantasía de omnipotencia, y, entonces, todo queda planteado en una especie de "o tú o yo" irreductible. "Tú no eres el que sabe y el que puede, ese soy yo", parece decir el eterno rebelde. "No te concedo la omnipotencia que un día pretendió arrebatarme mi padre". Hay una imposibilidad para reconocer cualquier tipo de razón a quien posee cualquier estatuto de autoridad[127]. El poder, en estos casos, suele ser a la vez lo más odiado y lo más profundamente amado y deseado.

 

            La rebelión, evidentemente, hay que plantéarsela como la otra cara de la dependencia infantil. El rebelde necesita de la autoridad para existir, de idéntico modo que el sumiso. Ni uno ni otro han logrado la necesaria aunque siempre dolorosa liberación de la autoridad de sus padres[128].

 

            Para el sumiso, la afirmación del propio Yo resulta realmente un peligro. Prefiere, por eso, atribuir la afirmación de su ideal narcisista de omnipotencia sobre las figuras que están "arriba", que, de ese modo, quedan investidas de la totalidad. El jefe, el maestro, el superior, como aquel padre imaginario de la infancia, lo sabe y lo puede todo. Aquí la tentación resulta ser la de poner la omnipotencia a favor propio por medio de la identificación con las figuras, a las que imaginariamente se les atribuye el todo poder y saber. Tanto más si a esas figuras se les considera también como portavoces de la voluntad de Dios. La omnipotencia queda así garantizada, proporcionando al propio existir una seguridad de matiz claramente fetichista.

 

            Sin embargo, un análisis más profundo nos hace ver que tampoco para el sumiso queda definitivamente resuelta la ambivalencia afectiva frente a las figuras de autoridad. Tras tanta reverencia, sumisión, responsabilidad y obediencia, la dimensión hostil frente a los padres imaginarios pervive más o menos disimulada o más o menos desplazada en otros comportamientos. L. Beirnaert ha descrito con maravillosa precisión la dinámica inconsciente que suele desarrollarse en este tipo de situación[129].

 

            Frente al polo hostil (activo aunque no reconocido), se desarrollan un conjunto de defensas que pretenden reducir su potencial peligrosidad. La más eficaz de esas defensas consiste en erigir una serie de "formaciones reactivas"; es decir, una serie de comportamientos que se caracterizan por ser justamente los más opuestos a los realmente deseados. De ese modo, la idealización del jefe, del superior, del maestro se va haciendo progresiva, como defensa precisamente de la agresividad oculta que se experimenta contra ellos. Es así como se llega a esa situación, tan afectivizada como poco racional, que denominamos "culto a la personalidad". Las racionalizaciones de corte religioso, como la historia nos ha podido demostrar, se prestan particularmente bien para justificar esa dinámica progresiva en la sacralización del poder.

 

            Omnipotencia negada al poder pero inconscientemente deseada en la rebeldía por sistema. Omnipotencia también concedida a los poderosos jefes, maestros o superiores en el deseo de tenerla a favor mediante la identificación sumisa con ellos. En ambos casos, la negativa a afrontar la propia responsabilidad con el riesgo permanente de equivocarse en las decisiones, que es, sin embargo, el necesario precio que debemos pagar para acertar en la fidelidad al propio deseo.

 

 

            Las tentaciones de la obediencia.

 

            "Sabemos que la mayoría de los seres humanos necesitan imperiosamente tener una autoridad a la cual puedan admirar, bajo la que puedan someterse, por la que puedan ser dominados y, eventualmente, aun maltratados"[130]. Esta afirmación de Freud, con todo lo que pueda tener de provocativa, comporta, sin embargo, una dosis considerable de verdad. Son múltiples las situaciones humanas que parecen confirmar, de hecho, esa escandalosa situación. La relación de obediencia puede constituir, entonces, una poderosa tentación para eludir el propio deseo y paliar el peso de nuestra responsabilidad. El psicoanálisis, nos ha desvelado muchos de los hilos que mueven esa extraña necesidad que sienten con frecuencia los seres humanos.

 

            La obediencia se presta, como hemos visto, a unas terribles fascinaciones enlazadas particularmente con nuestro pasado infantil. Quizás por ello, adquirir la capacidad para ser libres frente a las representaciones de autoridad (libres en la aceptación de la autoridad que se considere pertinente y libres para posponerlas convenientemente cuando la fidelidad a la propia conciencia así lo exija), constituye una de las tareas más difíciles, quizás nunca del todo lograda, y, quizás por ello también, más liberadora de cuantas podamos proponernos en nuestra vida. La libertad para vivir más allá de la buena o de la mala mirada que desde arriba puede venir sobre nosotros, sin ser atrapados, por tanto, ni por la complacencia, al ser considerados "buenos sujetos" cuando así seamos juzgados, ni por la amargura enojada de ser proscritos o deportados fuera de las esferas donde se manejan los hilos del poder.

 

            Las tentaciones que brindan las relaciones de obediencia poseen, en efecto, una fuerza que para muchos se convierte sencillamente en irresistible. La diversa estructuración y fortaleza del propio Yo hay que contarla como una de las variables más importantes que entran en juego a la hora de relacionarse con las figuras de la autoridad. Determinados elementos de tipo cognitivos, emocionales, actitudinales, etc., parecen entrar en juego, según nos informan los estudios que han investigado el perfil de la persona conformista[131]. Un Yo empobrecido por los esfuerzos continuos en mantener a raya los propios contenidos pulsionales reprimidos será, según Freud, un terreno también abonado para entregarse rendidamente a la autoridad en búsqueda de un apoyo externo[132].

 

            A un nivel más amplio del que hemos analizado hasta ahora, la relectura atenta del texto freudiano Psicología de las masas y análisis del Yo, podría aportarnos una luz importante sobre lo que constituyen las relaciones con la autoridad consideradas a un nivel colectivo. La necesidad de ser amados, orientados, aconsejados, dirigidos e incluso amonestados por un jefe, puede ser en cualquier momento activada en el seno de un grupo social, como estratagema para sustituir el Ideal del Yo individual por el de un padre admirado y protector de todos[133]. Con ello Freud nos hace conscientes de las vinculaciones de orden libidinal que se encuentran de modo latente en la relación con las figuras de autoridad. Unas cuestiones de amor están efectivamente por medio.

 

            Los tiempos de crisis parecen, sin duda, incrementar esta necesidad de figuras fuertes a las que rendir culto y admiración. Es la tentación de encontrarse delante de esa imagen que Freud analizó de modo tan perspicaz en el texto titulado El gran hombre[134]: la tentación de entregarse a la añoranza del padre omnipotente imaginado durante los años de la infancia.

 

            Desde un ángulo diverso, estudios provenientes del campo de la Psicología Social nos han hecho ver cómo las personas y los grupos tienden a reaccionar favorablemente ante cualquier tipo de caudillaje cuando son personalidades inseguras o cuando las circunstancias de la vida las sitúan en una posición de duda o ambigüedad. Hitler -se ha dicho con razón- fue también una creación de los deseos de la mayoría de sus súbditos. Fue -tal como nos lo ha expresado H. L. Ansbacher en su estudio sobre este tema - "una creación de orden psicosociológico"[135].

 

            Las tentaciones del conformismo en las relaciones de obediencia pueden ser tanto más fuertes en cuanto que el comportamiento de oposición a la autoridad en la desobediencia cuenta, al menos, con dos frenos muy importantes. Por una parte, en la desobediencia podemos encontrar un freno de orden interno que puede llegar a ser decisivo: el de los sentimientos de culpa. El estudio de Milgran anteriormente citado resulta ilustrativo a este respecto también. Los sujetos que se negaban a seguir torturando a la otra persona mediante la aplicación de las descargas eléctricas, eran los que se sentían realmente culpables. No los que llegaban hasta el final en su obediencia al instructor. "El precio de la desobediencia -nos dice Milgram- es el de un sentimiento que nos roe, de que no hemos sido fieles. Aun cuando uno haya escogido la acción moralmente correcta, permanece el sujeto aturdido ante el quebrantamiento del orden social que ha causado, y no puede alejar de sí plenamente el sentimiento de que ha traicionado una causa a la que había prometido su apoyo. Es él, no el sujeto obediente, quien experimenta la carga de su acción"[136]. En la desobediencia, por otra parte, podemos encontrar también un importante freno externo que puede ir desde una sanción hasta (y, a veces, esto es más decisivo), el rechazo del otro y, potencialmente, del grupo también.

 

            En la obediencia, sin embargo, más que un freno nos encontramos fácilmente con un potente acelerador: mediante ella podemos tener la seguridad de ser bien vistos y considerados desde arriba, importante gratificación, y, desde ahí, experimentar también la beneplácita mirada de nuestro interno Superyó.

 

 

            La autoridad en ejercicio.

 

            El concepto de autoridad pasa por ser uno de los más discutidos por los científicos sociales. A. A. Schützenberger lo define pomo el poder, presión, influencia o ascendiente que ejerce un individuo sobre otro individuo, un grupo o una muchedumbre[137]. Las formas, en efecto, bajo las que puede expresarse la autoridad pueden ser muy diversas. Hablamos con razón de autoridad moral, social, jerárquica, escolar, profesional, judicial, militar, religiosa, etc. Conocida es también la distinción efectuada por Max Weber, teniendo en cuenta el tipo de fundamentación que se le otorga, entre un tipo de autoridad legal-racional, una de tipo tradicional y otra, por fin, de tipo carismático.

 

            Desde el campo de la psicología y, particularmente del psicoanálisis, el ejercicio de la autoridad ha sido analizado como un sector de la conducta que fácilmente pone en juego mecanismos muy primitivos, generalmente de carácter inconsciente. El ejercicio de la autoridad, tan necesario para el desenvolvimiento de la vida social y de los grupos que la componen, constituye, como el de la obediencia, un terreno sumamente arriesgado para la relaciones interpersonales.

 

            Cuando mandamos se movilizan en nosotros con facilidad todo un mundo de deseos y de temores que, por lo demás, escapan con frecuencia a nuestra propia conciencia.

 

            Desde los momentos de la infancia, el ejercicio de un nuevo poder o habilidad es susceptible de proporcionar una satisfacción. Placer de hacer andar, actuar, organizar, regentar o de manejar asuntos o personas. Pero además de esta natural satisfacción, el poder proporciona también otro goce de corte más puramente narcisista: no el de mandar sino el de ser el que manda. Como afirma Gallimard, ser como Dios, situarse en su lugar, ha sido siempre la tentación de nuestra naturaleza pecadora[138]. Y, en efecto no parece que sea Eros, sino Narciso el santo patrono del poder; con lo que tendríamos que pensar que la pretendida "erótica del poder" es en su esencia una erótica de corte narcisista[139].

 

            El amor al poder o también, como veremos más adelante, el miedo a ejercitarlo convenientemente, pueden alzarse como escollos importantes en la vida de las personas y de los grupos. Particularmente el ansia de poder y la forma despótica de ejercitarlo ha sido frecuentemente objeto de atención por parte del psicólogo social y del psicoanalista. Motivos de orden sociopolítico han determinado en gran parte esta especial atención.

 

            Los estudios de la denominada Escuela de Frankfurt sobre la "la personalidad autoritaria" partieron, en efecto, como una reflexión obligada ante el fenómeno brutal que vivió la Europa del nazismo. Particularmente Th. W. Adorno nos ofreció un preciso e incisivo perfil de dicho tipo de estructura psicológica[140]. Ese modelo de personalidad, llena de prejuicios y muy esclava de las creencias más convencionales, parece obtener su seguridad sólo cuando encuentra un lugar dentro de la escala social. Sumisa, respetuosa y servicial con los de arriba, estará siempre dispuesta a ejercer un trato dictatorial, brusco y despectivo con los que considera que están abajo. Las figuras de autoridad le proporcionan una especie de garantía de inmunidad (olvidando que de hecho pueden ser abandonadas por ellas en cualquier momento), por lo que viven como algo realmente peligroso la crítica contra las representaciones del poder: ello supone una seria amenaza para lo que han situado como cimiento y base misma de sus vidas. Erich Fromm se expresó afortunadamente al respecto afirmando que para este tipo de personas existen dos sexos: los poderosos y los que no lo son[141].

 

            El análisis de E. Fromm sobre el autoritarismo en su obra El miedo a la libertad   constituye, sin duda, el núcleo de ideas más divulgadas entre nosotros sobre este tema y, sin duda también, una de las mejores aportaciones de la discutible obra de este autor.  El autoritarismo representa para él uno de los mecanismos de evasión que el sujeto erige en su miedo a la libertad y de los sentimientos de soledad y de impotencia que muchas veces la libertad pone en juego[142].

 

            Las dimensiones sado-masoquistas que predominan en el  "carácter autoritario" se alzan como una defensa para liberarse del Yo individual y de su libertad frente a la vida[143]. En este contexto, la voluntad de poder se deja ver como la expresión más significativa del sadismo. Pero, al mismo tiempo, nos señala E. Fromm, en el "carácter autoritario" encontramos un poder que no se arraiga en la fuerza sino en la debilidad, ya que se constituye como un intento desesperado por lograr una fuerza que, en realidad, le falta. Cuando un individuo es de verdad potente, no siente necesidad ninguna de ejercitar su poder sobre los otros. Es verdad, tal como acertadamente lo expresó E. Mounier, que el autoritarismo no es sino la energía del débil[144].

 

            Desde un enfoque más propiamente psicoanalítico, M. Klein y su escuela han sabido iluminar las debilidades que se esconden tras el ejercicio del autoritarismo. Sus análisis nos ha hecho ver cómo el amor al poder deriva de un intento directo por controlar los peligros internos. Desde esta perspectiva, lo más temido se encuentra situado en el carácter incontrolable que poseen nuestros propios impulsos y, de modo particular, nuestros impulsos destructivos. Frente a ellos nos sentimos auténticamente "desamparados". Acogerse, entonces, a una fantasía de omnipotencia resulta un modo "eficaz" de evitar los peligros y las ansiedades movilizadas ante nuestro propio desamparo. Mediante esa fantasía de omnipotencia el sujeto cree controlar todas las situaciones potencialmente dolorosas y así tener acceso a todo lo útil y deseable tanto dentro como fuera de nosotros. Esa fantasía de omnipotencia, con la que lograr una seguridad, adquiere un carácter especialmente agresivo en la ambición de poder. Poder que tendrá tanto más peligro de caer en lo tiránico y dictatorial cuanto mayores sean las necesidades de seguridad que se pretenden cubrir con él.

 

            Joan Rivière y Melanie Klein nos advierten cómo, en determinadas situaciones, esa fantasía de omnipotencia y de poder sobre los otros se intenta, no por la vía del dominio agresivo sobre los otros, sino, muy al contrario, por el camino del amor. En particular, se nos alude a los modos de actuación de determinados líderes religiosos en los que se haría perceptible esta modalidad de control omnipotente sobre los demás. Pero un análisis más profundo nos haría ver que en realidad, el amor vendría a ser en estos casos una simulación para ocultar un deseo de poder, que siempre es de naturaleza egoísta sin amalgama de ningún grado de interés por el otro[145].

 

            El empeño en lograr poder y prestigio sobre los demás parece responder, en efecto, a una necesidad de combatir en el exterior temores internos. Dentro de ese conjunto de temores y ansiedades primitivas que la persona ansiosa de poder trata de negar mediante su control de los otros juega un papel crucial los sentimientos inconsciente de culpabilidad. Como nos ha hecho ver O. Fenichel, cuanto más poder tiene una persona, menos necesidad tiene de justificarse. Sabemos muy bien que, en efecto, el aumento de autoestima reduce considerablemente los sentimientos de culpabilidad. Por ello, la persona inflada de poder (real o imaginario) se experimenta como algo tan importante y valioso que difícilmente va a experimentar sentimientos de culpabilidad. Es más, ella misma se siente con la capacidad para determinar, sin otra referencia que su propio Yo, lo que es bueno o lo que es malo[146]. En situaciones límites, su atropello sobre los otros puede crear un círculo vicioso de culpa y negación de la culpa mediante el acrecentamiento del poder, que conduzca a tiranías tan perversas como la historia reciente de la humanidad ha podido desgraciadamente presenciar.

 

            En otras ocasiones esta culpabilidad que la persona intenta controlar mediante el ejercicio de la autoridad conduce a la proyección de esa misma culpa sobre otros. Nos encontramos entonces con la tristemente famosa figura del gobernante paranoico que desconfía progresiva y patológicamente incluso de sus propios súbditos. El peligro, en el que cree que los otros le sitúan, le conduce a adoptar continuas medidas de defensa y de control frente a los demás[147].

 

            Pero nos hemos referido también al peligro que puede sobrevenir cuando el que socialmente se ve llamado a desempeñar un papel de autoridad siente miedo a ejercitar ese poder que, como capacidad de influir (no de dominar), los otros le han concedido. Nos encontramos con el caso de quien dimite de la responsabilidad que ha contraído por miedo a un conflicto real o imaginario.

 

            En tiempo tan "democráticos" como los nuestros, quedar situado en una posición especial como es la de jefe o superior puede plantear problemas. El fantasma de quedar excluido del grupo o incluso de ser rechazado por éste puede conducir, en efecto, a modos muy lamentables (para las personas y los grupos) de ejercitar la autoridad. Son otras "tentaciones" de la autoridad: la del juego del camarada que se empeña obsesivamente por "ser uno más" o la del paternalista que, sin que nadie solicite su autoridad, se obstina en presentarse como bien para los otros, al mismo tiempo que los reduce a la condición de niños pequeños[148].

 

            Desempeñar una autoridad puede quedar también inconscientemente equiparado para algunos, según lo que hemos visto anteriormente, a detentar el lugar del padre arrebatándole sus funciones y su poder. Esa agresividad no reconocida puede, entonces, venir a bloquear la firmeza necesaria para disponer una norma que el grupo en un momento determinado puede estar precisando. Mandar puede resultar un asunto muy problemático también para quienes mantienen en su inconsciente deseos infantiles de arrebatar el poder a los de arriba, o para esas personas a las que tomar una iniciativa propia parece estar asociado inconscientemente con la idea de transgredir.

 

            Entre la voluntad de poder y la necesidad de sometimiento se pueden establecer, claro está, fortísimas complicidades. En el análisis sobre la obediencia advertíamos la necesidad que puede surgir de ganar seguridad a cambio de sumisión. Muchas instituciones sociales, en efecto, ponen a su servicio ese anhelo biológicamente predeterminado de obtener protección a cambio de obediencia. "Si obedeces será protegido" parecen decir. Educadores y autoridades coinciden en el empleo de la inveterada técnica de proporcionar "suministros narcisísticos" de amor y protección a cambio de nuestra obediencia. En esta posición -afirma O. Fenichel- coinciden todos los dioses con todas las autoridades. "Cierto es -nos dice este autor- que hay grandes diferencias entre un Dios todopoderoso, un empresario moderno y una madre que alimenta a su bebé, pero es la semejanza entre todos ellos los que explica la eficacia psicológica de la autoridad"[149].

 

            En sentido muy parecido merece la pena resaltar también las ideas de P. Legendre concernientes al dinamismo libidinal latente en muchas instituciones de Occidente, entre las que el autor destaca a la Iglesia Católica. Son lazos de amor los que vinculan a los sujetos con sus censores. Pues, el censor, ofreciendo todo su poder y saber como un acto de amor a sus protegidos deja ya de ser considerado un tirano contra el que hay que revolverse, para convertirse en un amado servidor. El amor, así establece la gran complicidadad en las estratagemas de la autoridad y de la obediencia[150].

 

            "Los que ejercen el poder se hacen llamar bienhechores" (Lc. 22, 26). En ello consiste justamente el gran triunfo del que logra transferir sobre su persona la imagen paterna introyectada: hacerse llamar bienhechor. El Superyó no busca tan sólo un control y una represión de las pulsiones, sino, además, proponer unos ideales y metas aprobados socialmente. Si sólo se experimentase temor hacia la autoridad, ese temor tendría menos eficacia que el que siente cuando, al mismo tiempo, se le ama como personificación de los propios ideales y metas. Precisamente esa función es la que crea esa relación irracional tan peculiar que confiere al miedo a la autoridad la fuerza necesaria para el proceso de la represión. Violar las prohibiciones del poder no sólo lleva consigo el temor a ser castigado, sino también el perder la estima de esa instancia que personifica los propios ideales, el contenido de todo lo que uno quisiera ser[151].

 

 

 

 

            Hacia una sociedad de hermanos.

 

            Si nos detenemos para analizar en nuestra sociedad occidental dónde se están produciendo los cambios más significativos dentro del ámbito de las relaciones interpersonales, habría que indicar, sin lugar a dudas, que, junto con los cambios que acontecen en las relaciones hombre-mujer, es en el anhelo de conquistar una sociedad de iguales donde encontramos las modificaciones más profundas. Los ideales de igualdad, libertad y fraternidad marcan en efecto un hito incontestable que viene a dar paso a la modernidad.

 

            Estos cambios a niveles psicosociales amplios poseen también, tal como ocurre en los niveles individuales, unos movimientos de resistencias y de fijaciones, regresiones incluso, que en determinados momentos, parecen bloquear y poner en peligro el proceso puesto en marcha. Se habla entonces con razón de movimientos involutivos en el seno de las colectividades. Movimientos que, cuando afectan a los temas de las relaciones de autoridad y de obediencia, habría que denominar con la expresión de "nostalgia del padre" (en contraste con la que adquirió popularidad en los años sesenta de "rebelión contra el padre"). Frente al vértigo que puede producir la idea de un futuro abierto a los propios deseos y determinado en la medida de lo posible por la propia responsabilidad, emerge la nostalgia de una palabra firme y decidida que orienta el paso y fija las metas a las que dócilmente habría que encaminarse. Ya hemos recordado que la Psicología Social advierte que este peligro es especialmente importante en situaciones sociales de crisis o de ambigüedad.

 

            Estas resistencias, fijaciones y también regresiones que de hecho estan teniendo lugar, no parecen, sin embargo, que puedan bloquear definitivamente y, menos aún, proporcionar un golpe de gracia a unos procesos de amplitudes e intensidades muchos más amplios que apuntan, como decimos, hacia la conquista de una sociedad sentada sobre las bases de una igualdad fundamental entre todos los seres humanos.

 

            Los procesos de autonomía y responsabilización impregnan, en efecto, a todos los estratos sociales: desde el plano de la política internacional con los procesos de descolonización o las políticas nacionales con las aspiraciones autonómicas de las diversas regiones, hasta los del comercio y la industria, la organización empresarial o los diversos colectivos profesionales encontramos semejantes movimientos de autonomía y de conquista progresiva de la libertad. La autoridad es despojada en todos esos ámbitos del hálito de la omnipotencia que tuvo en otros momentos. Por otra parte, como acertadamente afirma González Faus, experiencia históricas recientes como las del nazismo o el estalinismo nos han creado una especie de "trauma de autoridad", que es necesario tener en cuenta a la hora de entender nuestras psicologías colectivas[152]

 

            Esa misma valoración de la libertad personal es la que, sin duda ha derribado el muro de Berlín, ha impulsado los profundos cambios que han tenido lugar en todos los países de Este de Europa y es la que estimuló la abortada revolución estudiantil de la China Popular.

 

            A otro nivel más reducido pero no menos decisivo, la misma autoridad familiar, de tan importantes repercusiones como hemos visto a la hora de introyectar las claves de la relación con el poder, es cuestionada desde muy diversos ángulos y, de hecho, es experimentada ya de modos muy diferentes a épocas anteriores. En la educación se propugna el proporcionar al niño un sentimiento de valía personal que hay que lograr a través de una separación gradual y de una autonomía creciente respecto a sus mayores, evitando el miedo a las sanciones o a sentirse arrollado por las figuras investidas de poder[153]. Estos nuevos modos de afrontar la autoridad familiar y de cuestionar el autoritarismo patriarcal, al margen de cualquier valoración, están ahí como un hecho capital de nuestra experiencia y vienen a incidir de un modo muy directo en nuestros modos de relación con la poder. Estamos, se ha dicho, en camino de una sociedad sin padres[154].

 

            Es evidente que estos profundos cambios en relación a la autoridad, a niveles tan diferentes pero tan amplios, es vivenciado y valorado de modos muy diversos en relación, sin duda, con la propia conformación ideológica y con la propia estructura de personalidad. Las personalidades del tipo autoritario que hemos analizado anteriormente vivencian malamente, como era de esperar, esas perdidas del respeto automático hacia la autoridad que se daban en otros tiempos. Difícilmente comprenderán que los inconformistas, reformadores, los adelantados a su tiempo constituyen el motor de todo cambio y progreso[155].

 

            Pero la marcha hacia una sociedad de iguales, una sociedad de hermanos, donde el culto a la personalidad no tenga lugar, donde la autoridad sea tan sólo función social y no complacencia narcisista, donde la obediencia venga a ser respeto o disposición de servicio y no sometimiento del hombre ante el hombre, todo ello constituye un proceso que está en camino, que difícilmente tiene marcha atrás y que el cristiano (y con ello pasamos a otro tipo de consideraciones) tiene que saludar con gozo, porque él también, como vimos en el capítulo anterior, ha recibido la crucial invitación para no llamar a nadie padre ni maestro.

 

 

            El cristiano ante la obediencia y la autoridad.

 

            Es necesario afirmarlo de entrada una vez más: el término de "obediencia" es un término ausente en los evangelios para describir las relaciones interpersonales en el seno de la comunidad. El dato es así de claro y de elocuente. La "obediencia" se aplica tan sólo a la relación con Dios o al dominio que ejerce de Jesús sobre los elementos naturales o los demonios (Mc.1,27; Mc. 4,41). Esa obediencia a Dios, cuyo sentido fundamental es el de "escucha"  (tal como se manifiesta en su misma raíz griega=hyp-akoè, y latina= ob-audire) puede conducir, por lo demás, a la desobediencia frente a los hombres y a la misma transgresión de la normativa religiosa. Así, Jesús no obedece determinas prescripciones de la ley judía y de las tradiciones de su tiempo (Mc., 2, 18-28; 3, 2-6; 7-23,etc.), y sus discípulos expresan claramente la necesidad de anteponer la obediencia debida a Dios a la de los hombres, incluso cuando estos son representantes de una autoridad religiosa (Hech. 4,20)[156].

 

            Hay que entender, por tanto, que la suma obediencia que mostró Jesús ante su Padre le condujo a ser y a aparecer como un desobediente religioso, y que esa misma actitud debe ser la más coherente para quienes le siguen. Uno se pregunta por qué (si no es por motivos ideológicos) en los diccionarios de Teología Bíblica no aparece también (además del de obediencia) el término de desobediencia. Datos para comentar no faltan en los escritos del Nuevo Testamento.

 

            Estos datos fundamentales sobre las palabras y prácticas de Jesús en los evangelios son los que, naturalmente, deben imponerse como criterio hermenéutico básico a la hora de leer todos los demás textos que en el Nuevo Testamento hagan relación a los temas de la obediencia. Nunca, por tanto, se podrán interpretar de modo que atenten, ni siquiera mínimamente, al principio de igualdad radical que caracteriza a las relaciones interpersonales en la comunidad cristiana.

 

 

            En esa comunidad cristiana hay que afirmar, con términos de clara referencia psicoanalítica, que el lugar del padre ha de  quedar vacío. Padre, maestro o director no son palabras cristianas en cuanto pretendan designar un tipo de relación interpersonal dentro de la comunidad. Tan sólo Dios puede ocupar ese lugar. El seguidor de Jesús está llamado, tal como hemos visto en el capítulo anterior, a superar toda "nostalgia de padre" y a evitar las tentaciones que la obediencia y la autoridad le pueden brindar como maneras de eludir su propia responsabilidad y su propio deseo. Ello supone, según hemos visto también, una inevitable renuncia al pensamiento infantil que se expresa en términos de totalidades; una renuncia, por tanto, a la creencia de que el todo-poder o el todo-saber (y por tanto la seguridad total) existen en alguna parte a nuestra disposición.

 

            Una relación en la que alguien pretendiera constituirse como padre o maestro para el creyente, vendría a suponer una relación en la que se estaría atentando contra la igualdad radical a la que somos llamados.

 

            La Iglesia -se dice- no es una democracia. Ciertamente. Pero esto no ha de entenderse nunca como una justificación para el autoritarismo y el atropello en el seno de la comunidad. No es una democracia y menos aún una monarquía absoluta; es -debe ser- mucho más que una democracia, una fraternidad en la que la escucha atenta, el respeto a la diferencia del otro, la búsqueda de su bien por encima de ideas e instituciones prevalezca sobre cualquier otro tipo de relación "mundano" en los que, como sabemos, "los jefes tiranizan y los grandes oprimen"(Mc. 10 43) [157]. Y no podemos ni debemos llamar servicio al dominio y a la desconsideración irrespetuosa del otro.

 

            Como González Faus ha puesto de manifiesto, Jesús criticó a las autoridades existentes porque estas pretendieron justificarse sólo por el hecho de llamarse bienhechoras o serviciales sin que, de hecho, ejercieran servicialmente. En la comunidad cristiana, sin embargo, sólo como instancia última se recurre a la autoridad (Mt. 18,15-17), pero no como instancia primera, ni menos única. El mismo Jesús que tenía potestad para mandar a los demonios, fue modelo en el ejercicio de la autoridad como servicio auténtico, procurando no mandar a los hombres, sino más bien tratando de convertir su libertad.  El que fue confesado como sujeto de "todo poder en el cielo y en la tierra" -afirma también González Faus- "procuró no hablar dictando, sino convenciendo, de modo que la gran autoridad de su palabra no brotara de fuera de ella (la ley o la apelación al mismo Dios), como en los escribas y fariseos, sino de ella misma"[158].

 

            A partir del ejemplo de Jesús, la comunidad cristiana tiene la gran responsabilidad de mostrar ante el mundo un modo de ejercitar la autoridad y la obediencia en el que todo el énfasis sea puesto en los principios de servicio, respeto, madurez, disponibilidad y entereza, que fueron las señales de la autoridad de Jesús. Desgraciadamente esta responsabilidad no ha sido, al parecer, medianamente entendida.

 

 

            Obediencia y autoridad en la Iglesia.

 

            "En el ámbito de la autoridad, la comunidad cristiana globalmente ha fracasado en la lectura acertada de los signos de los tiempos"[159]. Esta afirmación de J. Dominian, puede muy bien abrir una reflexión sobre los términos en los que la obediencia y la autoridad son ejercitados en el seno de nuestra Iglesia.

 

            Ciertamente, uno de los grandes signos de los tiempos se manifiesta, como hemos analizado, en la aspiración a lograr una sociedad de iguales en la que se erradique cualquier modo de dominio del hombre sobre el hombre. El sentido de la autonomía personal es un evidente logro de nuestra sociedad. El mundo entero se halla comprometido en un cambio a gran escala de sustitución de unas relaciones de dependencia por unas relaciones de igualdad: a nivel de estados, de sociedades, de familia, etc. Los dirigentes eclesiásticos, sin embargo, parecen vivir ajenos a todos estos cambios y no parecen mostrar mucha sensibilidad ante este evidente "signo de los tiempos". Es más, la Iglesia lo que ha hecho, más bien, ha sido mostrar sus recelos, sus desconfianzas y hasta sus condenas de logros socio-culturales tan importantes como pudieron ser en su tiempo los conceptos de soberanía popular y de las libertades liberales; quizás porque, como afirma J. Mª. Laboa, temió que su aceptación pudiera influir en su propio seno como una demanda por parte de la comunidad creyente para una mayor participación en los órganos de decisión[160].

 

            Pero entonces, nos encontramos con una situación peligrosamente incoherente. Porque, como afirma Carlos Cabarrús, la Iglesia se presenta por una parte como heraldo de las libertades -sobre todo en los Estados de corte socialista- pero por otra, "abandera una línea inquisitorial en sus mismas entrañas y con sus hijos "más fieles"[161]. Sus modos de ejercitar la autoridad constituyen, por ello, con demasiada frecuencia un auténtico anti-signo. La sensibilidad de nuestra sociedad difícilmente puede entender algunos de los modos en los que se toman las decisiones en el seno de la comunidad eclesial. El escándalo surge, por ello, con frecuencia en las filas creyentes y en las de los no creyentes, sensibles a lo que consideran, con razón, una conquista moral de nuestro tiempo. Sabemos -y debería producir nuestro sonrojo- cómo los medios de comunicación se hacen eco de esos modos de proceder, mostrando su condena o su escándalo y dejando ver la progresiva pérdida de credibilidad que las palabras de la Iglesia van encontrando en este mundo que tan difícilmente conquista sus libertades.

 

            El Reino de Dios ha sido asociado a un sistema autoritario que, basado en el uso de la autoridad, no como servicio competente sino como dominio, ha generado sentimientos de temor y de culpabilidad, tan ajenos a los sentimientos que debe inspirar el mensaje de Jesús de Nazaret. Dentro de la comunidad cristiana se han alentado y se han favorecido las características propias de la falta de madurez emocional de la infancia y, de este modo, se ha perpetuado la inmadurez en sus diversas estructuras, en particular, en las del estado clerical. "En cierto sentido afirma J. Dominian- el peor pecado que puede cometer un cristiano, ya sea un obispo o un hombre o mujer común, es procurarse la satisfacción de su propia necesidad de seguridad emocional planteando la extensión del reino de Dios en términos autoritarios[162].

 

            De modo particularmente lacerante, la reciente obra del teólogo alemán E. Drewermann, ha llevado a cabo, con la ayuda de la psicología profunda, una importante crítica sobre las relaciones eclesiales de obediencia[163]. Para este autor, en la Iglesia se enfatiza la idea de disponibilidad y sometimiento de la propia voluntad a la voluntad del superior. Todo el acento se pone en la ventaja de ser dependiente mediante la renuncia al propio deseo y al propio querer. Se llega así a una situación bastante incoherente en la que, por una parte, se identifica el propio querer con mera subjetividad a la que hay que renunciar; pero, por otra parte, respecto al querer del superior se emplea una hermenéutica diferente, pues su deseo es el que se impone como norma de la objetividad. De este modo nace la peligrosa ilusión de una colectividad sin sujeto, en la que se ideologiza al grupo, representado por el superior y en la que se identifica a la voluntad de éste con la verdad de Dios[164]. La libidinización de la capacidad de mandar se corresponde así a la absolutización del no querer nada por parte del súbdito (mediante la utilización de sloganes referentes a la autonegación de Jesús en su martirio, etc.). Una tremenda asimetría tiene así lugar entre la omnipotencia del superior y la impotencia del súbdito, desvalorizado en el fomento de los sentimientos de autonegación. El terrible resultado, según el análisis de Drewermann, es que el sometimiento infantil es elevado a la categoría de virtud teologal.

 

            La obra de Drewermann es provocativa y ha sembrado una importante polémica[165]. Pero no cabe duda que, al menos en este punto que analizamos,  ha puesto el dedo en la llaga de muchos elementos patógenos que funcionan en las relaciones de autoridad y obediencia dentro de la comunidad eclesial. Otros autores, desde posiciones muy diferentes, han resaltado igualmente esa absolutización de la obediencia en la iglesia, situada indebidamente como una virtud cardinal[166].

 

            En contraposición a los modos patógenos de practicar la autoridad y la obediencia, habría que insistir en la necesidad de un ejercicio de la lealtad y la disponibilidad que no generara súbditos sino personas responsable y autónomas. Habría también que recuperar -y en ello dar la razón a Drewermann- una "teología de la desobediencia" fundada en la actitud de Cristo respecto a las autoridades religiosas como contrapunto de su obediencia a Dios, alcanzada en el discernimiento de la conciencia. Negar esa posibilidad supondría una infidelidad a la totalidad de los datos que nos ofrece el Nuevo Testamento.

 

 

            La obediencia bajo voto.

 

            La mejor tradición de la Iglesia ha visto en la disponibilidad radical dentro de un grupo para ponerse al servicio del Reino materia digna para ofrecer a Dios un voto que, junto a los de pobreza y castidad, se ha dado en llamar "voto de obediencia"[167]. Merece la pena reflexionar, aunque sea de modo breve, sobre el sentido de ese modo de consagración a Dios y a su Reino que implica la problemática renuncia (problemática desde un punto de vista ético y psicológico) a la autonomía personal. Quizás, a partir de la reflexión sobre esta dimensión de la vida religiosa, podemos entender el significado más profundo del sentido cristiano de obediencia.

 

            Es evidente que el voto de obediencia religiosa no puede constituir una excepción a esa llamada fundamental que nos hace el mensaje cristiano de impulsar la madurez, la adultez en la libertad y, lo que podemos llamar con referencias psicoanalíticas, la necesaria superación del padre. El voto de obediencia no puede eximir, por tanto, de una serie de valores sin los cuales no hay ni puede haber maduración en libertad.

 

            Si el voto de obediencia, por tanto, no puede constituir un modo de renuncia a la propia responsabilidad y atención al propio deseo, si no puede entenderse como un modo de asegurarse una protección institucional o de someterse a unas figuras parentales imaginadas como omnipotentes, entonces, el único sentido que parece que pueda poseer sería el de la disponibilidad dentro de una comunidad fraternal para buscar conjuntamente la voluntad de Dios. Al margen, pues, de proporcionar unidad al grupo y de hacerlo disponible para el Reino, las otras muchas cosas que se han dicho sobre la obediencia (impregnándola tantas veces de un tufo espiritualista extremado, con tintes que van desde el aliento del masoquismo a la exaltación de un narcisismo ascético atroz), el creyente estaría obligado a considerarlas como altamente sospechosas de atentar contra los valores más importante de su vida psíquica y de su vida de fe.

 

            Dentro de esa fraternidad concreta que un creyente puede elegir para llevar a cabo su específico modo de ponerse al servicio del Reino, el "Superior" (utilizando el término consagrado ya por la tradición, pero que, bien mirado, no responde a una mentalidad auténticamente cristiana), expresa, por una parte, la comunión con esa otra gran fraternidad que es la Iglesia total y, por otra parte, la comunión también con la fraternidad particular y concreta de la Orden o Congregación religiosa particular.

 

            La obediencia, por tanto, ha de ser entendida en ese contexto como un proceso, nada fácil desde luego, de búsqueda en común de la voluntad de Dios. Un proceso que, para llevarse a cabo exige el encuentro y el diálogo entre el sujeto y el superior. Un diálogo, además, que no podrá perder nunca de vista que se inscribe en la asunción de una igualdad radical, a pesar de la diversidad de funciones que puedan tener lugar en el seno de la comunidad; diálogo de hermanos que sinceramente buscan la voluntad de Dios como algo que a ambos se les escapa de entrada. La obediencia, desde este punto de vista, es, podríamos decir, un voto a dos (por lo menos), puesto que para ejercitarlo se hace necesaria la implicación de dos partes, a diferencia de lo que puede ocurrir con los otros dos votos de pobreza o de castidad.

 

            Tener "sentido de obediencia religiosa", por tanto, habría que entenderlo no sólo como capacidad del súbdito para renunciar al propio juicio, sino también como la capacidad del superior para ejercitar la autoridad de la única manera en la que le está permitido al cristiano; es decir, como servicio competente al grupo y con una disponibilidad abierta también para suspender el propio juicio en el curso del diálogo con el otro. Un modo diferente de ejercitar la autoridad habría que considerarlo también como una auténtica "falta al espíritu del voto de obediencia" por la parte del superior. La obediencia es, como justamente se ha dicho, "co-acción", sin que pueda nunca llegar a convertirse en una "coacción".

 

            El voto de obediencia religiosa no puede, por tanto, eximir de la responsabilidad de nuestro propio discernimiento como parte esencial de esa búsqueda posterior de la voluntad de Dios en el diálogo y la deliberación común. La obediencia, en este sentido, hace operativo al discernimiento, pero nunca puede suplirlo.

 

            Resulta evidente también, que ese discernimiento previo puede conducir en ocasiones al mantenimiento de un punto de vista diferente o incluso contrario del que mantenga la autoridad religiosa, a quien, se le concederá, sin embargo (salvo los casos excepcionales de "objección de conciencia") la última palabra. Como afirma Ricardo Franco, a partir del estudio de la obediencia en San Ignacio, "en el complicado proceso de la discreción de espíritus, el superior es un elemento, pero no el único y tampoco siempre el último y decisivo"[168]

 

            Por otra parte, la implicación del propio deseo y responsabilidad en el proceso de búsqueda de la voluntad de Dios será el correctivo necesario para evitar un entendimiento de la obediencia como una especie de acto mágico mediante el cual se viniera a acertar de un modo automático y casi mecánico con el contenido objetivo de la voluntad de Dios[169]. La obediencia, en efecto, no constituye, últimamente, una garantía absoluta de haber acertado en ese proceso de búsqueda de la voluntad de Dios, por más que, subjetivamente, se acierte cuando superior y súbdito se ponen en juego y se arriesgan en esa siempre difícil tarea. Salvo en el caso de entender de un modo fetichista la obediencia, nunca podremos poseer una seguridad absoluta de haber objetivamente acertado.

 

            El voto de obediencia, desde este punto de vista, constituye una mediación que expresa y a la vez potencia nuestra disponibilidad para el Reino. La obediencia, por ello mismo, posee también una esencial dimensión apostólica y se constituye como una expresión de nuestra "libertad para"; es decir, de nuestra libertad en la opción por el Reino de Dios. Parece evidente, además, que desde que esa opción por el Reino, como motor último de la disponibilidad, quedase de algún modo oscurecida, la obediencia, tanto para el que manda como para el que se somete, quedaría engarzada en las mallas de lo patológico, para venir a servir ocultamente a las motivaciones más infantiles que hemos intentado desentrañar en la primera parte del trabajo. Desde el momento en el que la obediencia pierda su dimensión de pura mediación y quede absolutizada como finalidad en sí misma pervierte el único sentido que puede tener desde un punto de vista psicológico, social y de fe.

 

            Situada en ese contexto de mediación, la obediencia proporciona una unidad al grupo y que expresa la disponibilidad y opción por el Reino. Desde esa situación pondría de manfiesto la capacidad de "perderse" por los demás, como "se pierde" la persona enamorada en la dinámica "objetal" en la que entra[170]. Expresaría, por tanto, de modo bien elocuente por lo demás, ese descentramiento radical al que Jesús invita a todo el que le sigue. Cuando el sentido de compromiso con la tarea transformadora del Reino deja de estar en primer plano, la obediencia vendría a significar entonces un perderse, pero en el peor sentido que se le pueda atribuir a al término.

 

            Sólo en razón de la tarea en favor de por los hombres se puede renunciar honestamente a lo que constituye un valor humano, la autonomía personal. Y sólo cuando la renuncia a ese valor se articula en un sistema de valores que se considera superior, el proyecto del Reino en este caso, es éticamente lícita esa renuncia y psicológicamente saludable. Si no es así, la obediencia se convierte en una fuente importante de alienación humana, de infantilismo psíquico y en un atentado fundamental contra la radical igualdad a la que estamos llamados todos al entrar a formar parte de la comunidad cristiana.

 

 

 

 

 

                                                               CAPITULO 10

 

 

                                          NO PODÉIS SERVIR A DOS SEÑORES.

 

 

Una cuestión de amor.

 

            Bastaría quizás una rápida observación de nuestras relaciones con el dinero para percatarnos de que, con bastante frecuencia, dichas relaciones comportan una serie de dimensiones no del todo lógicas ni racionales. Parece como si en los asuntos de dinero se tratase siempre de un "algo más" que de dinero. Con mucha facilidad, en efecto, se inmiscuyen una serie de elementos que nada o poco tienen que ver con las funciones reales que el dinero tiene que desempeñar en nuestra vida. Hay, en efecto, un "algo más" que parece concernir más bien al orden de nuestras vinculaciones afectivas, orden que, por su misma esencia, escapa al de la lógica y la racionalidad. Cuestión, por tanto de "amor" o "desamor", con toda la arborescencia de sentimientos que desde ahí se pueden engendrar: deseos, temores, posesión, rechazo, culpa, etc.

           

            Si tal "infraestructura" dinámica más o menos "normal" la podemos advertir en nosotros mismos o en cualquier sujeto de nuestro alrededor, probablemente también podremos todos recordar casos que la vida o la literatura nos ha presentado y en los que la irracionalidad parece haberse impuesto del modo más chocante y sorprendente. Los casos de comportamientos absurdos en este área se pueden multiplicar de modo casi indefinido: mendigos que ocultan millones, personas que se resisten a cambiar miles de monedas sueltas, sujetos que se angustian ante la idea de gastar una cantidad ridícula en metálico y que son capaces de los mayores dispendios si es a base de tarjetas de crédito o de talones bancarios, etc., etc., etc.

 

            Se podría acertadamente afirmar que pocas dimensiones de la vida ponen a la vez en juego tanto las dimensiones más racionales como las más irracionales de la personalidad. En ningún otro sector de la conducta, en efecto, podemos llegar a emplear tanto cálculo aritmético y en pocos otros podemos también llegar a cometer tal cantidad de desvaríos.

 

            Por ello quizás, algunos hombres que han aplicado lo mejor de su capacidad racional al estudio del capital han sabido reconocer esa corriente subterránea que fluye por debajo de la implacable lógica económica. Sirva como botón de muestra las palabras de John Maynard Keynes, sin duda, una de las figuras de mayor impacto en toda la teoría económica del siglo XX: "El amor al dinero como posesión -distinto del amor del dinero como medio del conocimiento del gozo y de las realidades de la vida- se reconocerá como lo que es, una morbidez un tanto repugnante, una de esas propensiones medio patológicas que se entregan con un estremecimiento a los especialistas en enfermedades mentales"[171].

 

            Partiendo de su contacto con la enfermedad mental y rebasándolo por su aplicación a la cultura, el psicoanálisis se ha visto obligado a desconfiar particularmente de todo tipo de discurso que se alce con una pretensión de suprema racionalidad. No es de extrañar, por tanto, que también se haya interesado por el comportamiento económico y que haya detectado en su trasfondo ocultas vinculaciones con nuestra pasada historia afectiva individual. El carácter del capitalismo, como expresó S. Ferenczi, no es puramente utilitario sino también libidinoso e irracional. Su impulso no obedece tan sólo a cuestiones de orden práctico, al "principio de la realidad", sino que integra también una dimensión irracional que obedece al primitivo" principio del placer"[172].

 

            En nuestra relación con el dinero -nos ha hecho ver el psicoanálisis- se encuentra también implicada una "cuestión de amor"; expresado con términos más freudianos, una cuestión de orden libidinal, inconsciente y de raíces infantiles. Ello viene a dar cuenta, entre otras cosas de que, tal como sucede en los temas concernientes a la sexualidad, el dinero provoque también tantas reacciones de doblez, de falso pudor y de hipocresía. Hablar de dinero -lo sabemos- puede resultar, a veces, tan engorroso como hablar de asuntos sexuales[173].

 

 

Una relación sorprendente.

 

            El primero en desentrañar las ocultas relaciones entre el amor al dinero y nuestro pasado infantil fue el mismo Freud. Como en tantas otras ocasiones, por lo demás, aportando una interpretación que, al menos de primeras, suele suscitar en el público profano unas resistencias y un malestar que, con frecuencia, se alzan de modo inmediato y casi automático.

 

            El contenido mismo de la interpretación es especialmente propenso para movilizar la repugnancia y el rechazo puesto que se trata, en esta ocasión, de una relación, a nivel de libido anal, entre el dinero y los excrementos[174].

 

            Efectivamente, esta relación la intuyó Freud desde los comienzos mismos de su investigación y la encontramos ya en una carta del 21 de enero de 1897 a su más íntimo confidente y amigo de aquella época W. Fliess: el dinero que en los cuentos y leyendas se convierte en excrementos -le dice- no hace sino transformarse en la sustancia que primitivamente fue[175].

 

            En esta sorprendente relación no dejará de insistir y de profundizar a medida que la práctica analítica fue progresando en el conocimiento de la neurosis y, en particular, de la neurosis obsesiva, tan íntimamente ligada, como sabemos,  a la problemática de la fase anal infantil[176]. Se lleva a cabo, de este modo, una de esas llamadas por Freud "conversiones" (Umsetzung), mediante la que se opera una transposición de emociones pulsionales de ciertas zonas erógenas a objetos aparentemente extraños.

 

            Pero, ¿en qué se puede fundamentar tan inaudita relación entre el dinero y los excrementos?. En los primeros escritos sobre el tema, Freud se lo plantea como una más de esas relaciones de antítesis que son tan queridas de las elaboraciones del Inconsciente (sueños, síntomas neuróticos, etc...)[177]. Más tarde, sin embargo, caerá en la cuenta de que no se trata tanto de una relación de antítesis sino más bien de analogía: partiendo de la situación narcisista infantil, los excrementos poseen para el niño un altísimo valor, difícil de reconocer por el adulto necesariamente lejano ya, a través de una serie de formaciones reactivas, de esa primitiva y alta valoración.

 

            Las heces constituyen para el niño algo que, por el mero hecho de desprenderse de su cuerpo, participan de la altísima valoración que él se atribuye a sí mismo. Al establecimiento de la relación tampoco será ajeno el hecho de que, justo cuando el niño se ve obligado por razones higiénicas a separarse de las heces, aparece el dinero a su alrededor como un objeto altamente valorado. La relación, nos hizo saber Freud, puede extenderse más allá del dinero hasta otras asociaciones de tipo inconsciente como son heces-regalo-niño y pene[178].

 

            Sandor Ferenczi, con la habitual agudeza y profundidad que caracteriza a todos sus estudios, nos muestra los diversos pasos por los que el niño va efectuando la sublimación del contenido anal hasta llegar a su transmutación simbólica en el dinero. La material fecal va pasando así por una serie de sustituciones en las que progresivamente se va distorsionando la primitiva satisfacción autoerótica relacionada con la defecación: el barro, la arena, la piedra, las canicas y  botones, objetos todos que tanta satisfacción procuran al niño, van facilitando la sustitución de lo fétido, húmedo y blando por lo inodoro, seco y duro. La moneda, que desde el exterior se presenta como objeto de valor se presta así para la sustitución y la sublimación de los primitivos contenidos anales[179]. Un largo camino y un complejo proceso como vemos para conquistar la máxima de que el "dinero no huele" (Pecunia non olet).

 

            La asociación establecida por el psicoanálisis entre heces y dinero puede resultar, a pesar de todas estas explicaciones,  chocante y, también, por el influjo de motivos afectivos, increíble. Inverosímil particularmente puede resultar que hayamos podido atribuir un alto valor a lo que desde nuestra conciencia adulta juzgamos como la representación misma de lo desdeñable: los excrementos. Por ello, convendrá quizás, antes de proseguir con la  exposición de otros elementos de la investigación psicoanalítica, recordar algunos datos que la antropología nos ha suministrado y que parecen verificar la sorprendente interpretación freudiana.

 

            Numerosos símbolos, leyendas de todo tipo, incalculables proverbios e incluso ritos de orden religioso nos recuerdan el alto valor que de diversos modo el hombre ha adjudicado a los contenidos anales y la relación que de ellos ha hecho con el oro o el dinero.

 

            Desde la popular figura del "cagaducados" representada en las portadas de algunos Bancos alemanes; el, en cierto modo equivalente, de la "gallina de los huevos de oro"; las representaciones pictóricas de arte erótico (particularmente en las caricaturas) o de Jerónimo El Bosco en el lienzo el Paraíso, en el que también observamos un sujeto defecando monedas; todos ellos y muchos más, nos ilustran de modo inequívoco que la sabiduría popular y el arte han captado y reflejado de incontables maneras esa relación inconsciente que el psicoanálisis ha venido a sacar a la luz y a proporcionarle una explicación[180]. También en la Alquimia encontramos la misma relación cuando la "nigredo" y la obtención del "aurum philosophicum" aparecen como dos extremos de la obra de transmutación[181]

 

            Numerosos ritos de orden mágico o religioso evidencian igualmente esa valoración de lo inmundo mediante la atribución que se le hace de importantes virtualidades. Los excrementos simbolizan con frecuencia un poder biológico sagrado que reside en el hombre y que, evacuado, puede en cierto modo ser recuperado. Muchas tribus salvajes tienen la costumbre de devorar inmundicia de todas clases, incluyendo las propias. Las que pertenecen a los hombres sagrados (como ocurre en algún lugar del Tíbet) adquieren un alto significado religioso y, a veces, el oro se presenta como una sublimación del excremento de un dios determinado. La deidad azteca de Tlazolteoltl, cuyo nombre significa la "coprófaga" o "diosa de la inmundicia" aparece representada en actitud defectoria. La coprofagia ritual ha hecho aparición también por diversos lugares en el transcurso de la larga la historia de las religiones[182]

 

            Del mismo modo, las expresiones populares, dan fe de la misma asociación efectuada tantas veces entre los contenidos anales y el dinero. En alemán, por ejemplo, los almorroides son llamados "venas de oro" (Goldener Ader). Decimos de la persona que nada en la abundancia que "apesta a dinero", que está "sucio de dinero" o, por el contrario, del que no tiene un duro decimos que "está límpio" sin más, o que "está extreñido". Los refranes y proverbios también resultan elocuentes al efecto: "El dinero es la vejiga del hombre: no puede hablar pero puede gritar" o "Las monedas de oro son como estiércol, pero la faz vale mil oros", que dicen los chinos. "Aurum in stercore quaero" cantó el poeta Virgilio. Y, como reza un dicho del refranero español: "El oro hecho moneda ¡por cuántas sentinas rueda!".

 

            A los psicoanalistas no se les ha escapado tampoco las connotaciones anales que pueden poseer también determinadas expresiones del lenguaje económico tales como "capital en circulación" o "dinero líquido", así como las más actuales de "dinero negro" o la de "limpiar" o "blanquear" dinero.

 

 

 

El amor perverso al dinero.

 

            Volviendo al campo de la investigación psicoanalítica merece la pena detenerse y profundizar en las relaciones establecidas entre la dinámica de posesión tan prototípica de la fase anal y el sentimiento de propiedad que marca de modo tan importante a la sociedad occidental de nuestros días. Ello nos evitará permanecer a nivel de mera anécdota más o menos curiosa o sorprendente. Importantes cuestiones afectivas y sociales se encuentran ligadas a ello. Otto Fenichel quizás sea quien mejor ha desentrañado dichas relaciones profundas[183].

 

            Cuando el niño pierde sus heces, que para él representan una sustancia muy preciosa, una parte de su propio cuerpo, siente que "esto es algo que debería estar en mi cuerpo, pero ahora está fuera, y no puedo ponerlo de vuelta". Entonces, lo llama "mío", que en este contexto vendría a significar lo declaro "simbólicamente-puesto-dentro-de-mi-cuerpo". Propiedad significa entonces, cosas que de hecho no pertenecen al Yo, pero que debieran pertenecer; cosas que de hecho están fuera, pero simbólicamente dentro. De ese modo quedan revestida de "cualidad de Yo". El dinero, entonces, con esa cualidad de Yo se constituye para muchas personas inseguras en un asunto bastante problemático: perder dinero, darlo a cambio, donarlo, constituyen actos de despojo que no podemos ya considerar como mera pérdida de un objeto exterior sino de algo que ha sido previamente "in-corporado"; es decir, de algo íntimamente relacionado con su Yo. Esa persona intentará reasegurarse mediante la posesión y el control de su dinero del mismo modo que el niño durante el período de su fase anal puede utilizar el control de su actividad defecatoria como un modo de autoafirmación frente al medio ambiente.

 

 

            Cuando fallan las vías de sublimación descritas en análisis anteriormente citado de Ferenczi o cuando determinadas circunstancias se vuelven difíciles para el sujeto forzando una regresión a estadios anteriores de su vida afectiva,  las actitudes frente al dinero pueden hacerse sumamente irracionales. El individuo queda, entonces, atascado en sus primitivas satisfacciones erótico-anales y tiende a revivirlas bajo un modo sintomático; es decir, no adaptado a las funciones reales que el dinero posee para la vida. Retenerlo o expulsarlo (ahorrar o gastar, por ejemplo) no se lleva a cabo tanto en función de las necesidades reales sino en función de pulsiones anales no reconocidas. Es la relación regresiva con el dinero o con la propiedad de objetos que quedan impregnados con la misma dinámica posesiva (retentiva) de la analidad.

 

            Las colecciones de objetos inútiles, la incapacidad para desprenderse de trastos que a todas luces resultan inservibles, la conversión del tiempo en "oro" con el que se procura mantener la misma relación acaparativa, son situaciones relativamente frecuentes que vienen a expresar una especie de "amor perverso" que se puede, naturalmente, camuflar con los tipos más variopintos de racionalización.

 

            Sobre los modos enfermizos de experimentar los sentimientos de propiedad, la psicología clínica podría proporcionarnos incontables casos. Sin tener que llegar a la situación de los enfermos psicóticos, que hablan de sus excrementos como de su riqueza, su dinero, su oro o su alimento; podemos encontrar a aquellos neuróticos que ponen de manifiesto, trágicamente en ocasiones, la dinámica irracional que tantas veces se esconde en los comportamientos económicos.

 

            Es conocida la figura del neurótico, particularmente del obsesivo, que mantiene unas difíciles relaciones con el dinero a la hora, sobre todo, de realizar algún tipo de dispendio.  K. Abraham nos ha puesto de manifiesto la dependencia infantil con relación a sus padres que se suele ocultar dichos sujetos. A veces, sin embargo, pueden sorprendernos realizando gastos repentinos, con la secreta ilusión de vivir una simbólica y deseada independencia que ellos saben, de algún modo, que les falta[184].

 

            Las ambiguas relaciones con el dinero que se pueden mantener desde una deficiente resolución de las temáticas anales traen consigo también que dichas relaciones estén con frecuencia enormemente impregnadas de sentimientos de culpabilidad. Desde ellas, se pueden dar lugar a comportamientos antivitales y, en un doble sentido -monetario y psicodinámico a la vez-, antieconómicos: el sujeto puede, por ejemplo, castigar sus pulsiones sádico-anales inconscientes perdiendo dinero o buscándose de algún modo la ruina. El mismo género de culpabilidad neurótica invade también la conducta de aquellos sujetos que alcanzan un nivel de bienestar a causa de haber logrado cierto grado de nivel económico: ese tipo de placer, por las conexiones inconscientes que posee, les está internamente prohibido. Naturalmente todo ello se puede revestir de bellas racionalizaciones sobre el valor de la frugalidad o de la pobreza evangélica.

 

            El amor al dinero, pues, cuando se impone más allá de sus funciones de adaptación a la realidad, estaría expresando una dimensión infantil de la afectividad. No podemos olvidar que ese amor, por sus raíces esencialmente anales, se sitúa en el área de lo pregenital y esto, psicoanalíticamente hablando, viene a significar una posición en la que predomina el narcisismo y en la que, por ello, no se ha alcanzado el pleno desarrollo de la afectividad; es decir, la plena capacidad de amar (u odiar), la superación de la ambivalencia, el autorrespeto y la consideración a los otros, la capacidad de sublimación, en el manejo de las emociones, etc...

 

            En el amor perverso al dinero no se trata ya de "tener algo", sino de "tenerse a sí mismo" en una dinámica de orientación marcadamente centrípeta. Se trata de encerrarse sobre sí en una totalidad que quiere negar su referencia al exterior. Con ello el sujeto pretende cubrir una carencia interna y conquistar una seguridad, pero en realidad, se está situando en la posición más insegura que cabe imaginar, pues como expresa E. Fromm en sus análisis sobre el tener,"si soy lo que tengo y lo que tengo se pierde, entonces ¿quién soy?"[185].

 

            Es importante tener en cuenta además que, si bien la conexión entre los sentimientos de propiedad y los contenidos anales ha sido la privilegiada por el conjunto de las interpretaciones psicoanalítica, no han sido, sin embargo, las únicas que se han puesto de relieve. La conexión entre el dinero y la libido infantil no tiene por qué circunscribirse con exclusividad al área de la analidad si bien parece encontrar ahí su peso gravitatorio fundamental. Caben también, sin embargo,  modos de relación que ponen de manifiesto una dimensión infantil de carácter oral o incluso fálico[186].

 

            El dinero, en efecto, puede simbolizar también para el sujeto una especie de alimento con el que calmar determinadas ansiedades orales o con el que compensar determinadas carencias de ese orden. E. Fromm afirma a este respecto que a medidados del siglo XX la orientación "acumulativa", más característica de lo anal, ha cedido lugar a la orientación "receptiva", en la cual la finalidad es recibir, "chupar", tener siempre algo nuevo, vivir con la boca entreabierta[187]. También el dinero puede ser utilizado como símbolo de una potencia genital, dando lugar con ello a comportamientos de aparente generosidad (regalos de valor, mecenazgos, etc...) y que no buscan sino poner de manifiesto una problemática y deseada "potencia" en otro orden de cosas[188].

 

            Si en la relación con el dinero existe de modo latente una cuestión de amor, ese amor puede expresarse en muy diversos registros; yendo desde los más primarios e infantiles hasta los más evolucionados. Por supuesto, caben también las regresiones desde un registro a otro, a partir de la dinámica afectiva particular que el sujeto vaya experimentando en las condiciones de su presente. Una genitalidad disminuida puede acentuar la importancia de las funciones anales, como en el caso de aquel sujeto cuyas inversiones en bolsa se estimulaban cada vez que sufría un fracaso amoroso.

 

 

            La vertiente psico-social del problema.

 

            El conjunto de las interpretaciones anteriores pueden crear la impresión de que el psicoanálisis, una vez más, atribuye un papel excesivo a las incidencias de la vida libidinosa infantil y a sus ramificaciones inconscientes. Tanto más en un terreno como el del dinero en el que, sabemos, son otros tipos de intereses, socioeconómicos y políticos sobre todo, los que vienen a marcar la pauta fundamental.

 

            No debemos olvidar, sin embargo, que la equiparación entre las heces y el dinero no pretende (al menos no debe pretender) derivar reductivamente la constitución de la dinámica económica en la dinámica libidinal infantil. Deducir la función real del dinero a partir de su uso neurótico sería -nos dice O. Fenichel- uno de los máximos representantes de la teoría y de la técnica psicoanalítica, como suponer que el oculto significado sexual que puede tener para el histérico el acto de caminar revela el carácter sexual de esa función, dejando en un segundo plano lo que supone como medio de traslación[189]. Pero, como nos indica P. Ricoeur a propósito también de la interpretación freudiana de la pasión de tener, no existe ningún dominio del existir humano que escape a la investición libidinal del amor y del odio. Esa interpretación será, sin embargo, perfectamente compatible con otras teorías que restituyan su especificidad a la esfera de lo económico[190].

 

            Pero además, habrá que tener en cuenta que esa misma especificidad de lo económico debe ser considerada, también desde una perspectiva psicoanalítica, como un agente de primer orden en la determinación de los comportamientos frente al dinero. Es la dinámica económica, la que de hecho juega habitualmente en nuestra sociedad como propulsora de las vertientes más regresivas de dichos comportamientos en relación al dinero. Por ello, se podría afirmar con Fenichel, que es más bien la función real del dinero lo que viene a influir y a condicionar el erotismo anal; pues vienen a ser las condiciones sociales las que determinan en gran medida el alcance e incluso la intensidad de las tendencias pulsionales de retención. Las pulsiones anales se transforman en un deseo de alcanzar riqueza solamente bajo la existencia de condiciones sociales específicas[191].

 

            Como nos enseñaba A. Tornos en sus cursos de antropología filosófica, las tendencias humanas poseen una configuración social. Es decir, que existen unos maneras típicas de satisfacción de los instintos, necesidades y pulsiones que no están biológicamente prefijadas, pero sí socialmente modeladas. Los modos de satisfacer la agresividad, el prestigio o el poder pueden variar de modos muy considerable según las pautas de comportamiento que desde el medio ambiente se proponen y se gratifican.

 

            Parece evidente que en estos modos de estructuración social de las tendencias pulsionales la propaganda viene a jugar un papel decisivo. "Cásate por interés", reza actualmente un mensaje publicitario, anteponiendo, en su doble mensaje, el amor al dinero sobre uno de los tipos de amor más cotizados: el de la pareja. Pero al parecer, tal como ironiza Carlos Cano en su canción sobre la España de hoy, "María es la economía, María es la comisión".

 

            Un somero análisis de esos mensajes publicitarios que nos rodean pondrían en evidencia cómo la satisfacción del prestigio se encuentra hoy ligada de modo predominante a la posesión de dinero. De sobra es conocido cómo en la actualidad los banqueros comienzan a sustituir a los aristócratas en las revistas del corazón. Y una encuesta reciente nos hacía saber que para el 74'6% de los españoles, el prestigio se encuentra primordialmente asociado a la posesión de dinero[192].

 

            Esa misma encuesta nos hace saber también que el 83'4% de los españoles están convencidos de que para enriquecerse hay que ser previamente deshonesto. Con ello se pone de manifiesto una vez más que la conducta frente al dinero está marcada por las posiciones más primitivas del egocentrismo infantil con su escandalosa desconsideración de los otros.

 

            Se confirma de este modo la idea de K. Horney cuando afirma que el afán de posesión impulsado por nuestra sociedad occidental moviliza una hostilidad como tendencia a despojar al otro, pudiendo llegar a convertirse el deseo de defraudar, explotar o frustrar a los demás en una auténtica norma cultural[193]."¡Que viva la economía, que viva el dinero negro, y a vivir que son tres días y si te vi no me acuerdo!", que canta también el andaluz Carlos Cano sobre la España de hoy.

 

            A todo este propósito merece la pena recordar también los análisis realizados por E. Fromm (autor que en cuanto psico-sociólogo nos merece más atención que en cuanto psicoanalista[194]), poniendo de relieve la profunda alienación humana que se produce desde los modos occidentales de consumo. Consumir ha dejado de ser una experiencia significativa, humana para convertirse en un modo de satisfacer fantasías artificialmente estimuladas, fantasías que en realidad son ajenas a nuestro ser real y concreto. Comemos y bebemos las fantasías que nos suministra la propaganda. Consumir se ha hecho de este modo un fin en si mismo; un fin, por lo demás, de carácter claramente compulsivo e irracional y con el que el "ser" queda sustituido por el "tener", hasta el punto de que en la sociedad actual se puede llegar a la identificación perversa según la cual el sujeto podría afirmar con verdad: yo soy lo que consumo[195].

 

            Desde esta dinámica de consumo, la productividad se alza entonces como el objetivo más importante. Una productividad que pervierte de modo profundo el sentido mismo de progreso, pues en realidad, tal como se desprende de los análisis de H. Marcuse, se trata de un progreso que se desentiende de valores tan esenciales como son los de la paz o la felicidad humana[196]. "Ya no damos el excedente a Dios, el proceso de producir un excedente cada vez mayor es en sí mismo nuestro Dios", afirma atinadamente Norman Brown[197]. La psicología puede, llegados a este punto, ceder el puesto a la teología, puesto que nos encontramos de lleno en el terreno de la religión y de la idolatría. Pero, gracias a la interpretación psicoanalítica, ya conocemos con que clase de material ha sido fabricado el ídolo.

 

           

            Dios o el dinero.

 

            Existe una incompatibilidad radical entre la pasión por el dinero y la pasión por Dios. No podemos servir simultáneamente a dos señores (Mt.6,24; Lc. 16,13)[198]. Hay una incompatibilidad de orden religioso, porque la fe en el Dios único imposibilita la idolatría; una incompatibilidad de orden moral, porque no se puede servir al amor y al egoísmo de modo simultáneo y, una incompatibilidad también de orden psicodinámico, porque una "pasión" por el Reino y por el dinero no es posible experimentarla al mismo tiempo sin desgarro del sujeto[199].

 

            La incompatibilidad que plantea el Evangelio entre Dios o el dinero es radical. No es posible amar a Dios; es decir, amar la generosidad, la entrega, la solidaridad, la compasión, la misericordia y, al mismo tiempo amar al dinero; es decir, amar el acaparamiento, la acumulación y la base de toda injusticia y de todo desamor: hambre, guerra, explotación, muerte, etc....

 

            Para los seguidores de Jesús el amor no es sólo un precepto; es el mismo mensaje. Por ello, la afición al dinero, en cuanto fuente del desamor, se alza no sólo como un problema ético, sino como un problema también de creencia, de fe, de religión. La fidelidad al Dios único queda puesta en entredicho. Es el carácter idolátrico que posee el dinero, resaltado en los evangelios mediante la aplicación del término "Mammón"[200].

 

            En todo este sentido la propuesta de los evangelios es clara y contundente. Jesús, que "siendo rico, se hizo pobre" (2 Cor. 8,9) y que no tuvo "donde reclinar su cabeza" (Mt. 8, 20) no admite duda ni ambigüedad al respecto. Elegir la pobreza es la base y la condición para poder seguirle en el trabajo del Reino: barco, redes o mesa de negocios han de ser abandonados (Mt. 4, 20-22; 8, 18-20; 9, 9; Mc. 10, 17-21). La creación de la nueva comunidad, como alternativa a las relaciones perversas del mundo, pasa necesariamente por la ruptura con lo que se encuentra en la base misma de la desigualdad y de la injusticia.

 

            En el núcleo del mensaje de Jesús encontramos la revelación de Dios como Padre y, desde ahí, la proclamación de la igualdad y hermandad de todos los hombres[201]. La creación de una comunidad, entonces, donde el compartir sustituya a la acumulación y que, desde ahí, se presente como alternativa a los modos de relación desigualitario del mundo, se constituye como una de las propuestas básicas en la proclamación del reinado de Dios.

 

            Se podrá comprender entonces también que no sea posible  dedicarse a la extensión del Reino utilizando para ello lo que constituye una negación de su mensaje de igualdad. Por ello, también para la realización de la misión se hace inevitable un previo despojo ("no llevéis ni oro, ni plata, ni alforja", (Mt. 10, 9-10).

 

            Pero además el evangelio pone de manifiesto que el dinero va a jugar como una de las más poderosas tentaciones para todo seguidor de Jesús: el poder que atribuimos al dinero, la fuerza que el creyente percibe que posee el dinero en la creación y constitución de tantos poderes mundanos va a hacerle pensar que también puede ser un medio excepcional para la extensión del Reino. Es la tentación. Sabemos que Jesús fue el primero que la padeció (Mt. 4, 1-11).

 

            Este carácter de tentación merece resaltarse porque ella plantea de inmediato la cuestión del autoengaño, que se presenta de modo tan fácil en este ámbito. Porque en realidad sólo es tentación aquello que siendo una cosa se puede llegar a plantear a la conciencia como otra muy diferente. El tema del dinero, como en todo asunto donde se encuentra por medio una "cuestión de amor", es uno de los lugares más propicios para la falsa conciencia. Sabemos, en efecto, qué fácilmente surgen las racionalizaciones más poderosas (como la del "segundo binario" ignaciano ante los "diez mil ducados") que nos permiten introducirnos en determinadas dinámicas afectivo-económicas, sin que se lleguemos a percibir claramente hacia dónde acabarán conduciéndonos.

 

            La tentación del dinero se asienta últimamente en el pánico que nos produce la inseguridad. El dinero, los bienes, las posesiones se presentan, entonces, como suelo, tierra firme bajos nuestros pies. Si tenemos en cuenta toda la interpretación psicoanalítica desarrollada páginas más arriba, habría que decir que el dinero es algo más que suelo y tierra de apoyo, es caparazón protector, más aún, es un objeto interno, cuerpo en el cuerpo, o -como nos recordó O. Fenichel- cosa con "cualidad de Yo". La dinámica centrípeta, acumuladora, retentiva propia de la analidad y de la posesión del dinero posee toda la fuerza del narcisismo y de la autoafirmación infantil. Nos da miedo perder pie, por eso, con el dinero nos agarramos a nosotros mismos. La búsqueda de la propia seguridad es la base de la tentación del dinero: "Amigo, tienes muchos bienes almacenados para muchos años: túmbate, come, bebe, y date la buena vida..." (Lc. 12, 19).

Un sueño de seguridad en la existencia.

 

            Por ello, la primera bienaventuranza viene a deshacer el engaño, a desvelar el pánico de la inseguridad. No es feliz el que se aferra al dinero pensando que así agranda y robustece su propio Yo. Es el que elige ser pobre, porque, de ese modo, experimenta y manifiesta que su seguridad está en Dios y que su felicidad no está en tenerse, sino en darse. Es una apuesta que se propone a todo seguidor de Jesús. En la experiencia tan sólo se podrá encontrar la verificación.

 

 

            Los que "eligen" ser pobres.

 

            Frente al acaparamiento como defensa egoísta y hostil frente a los demás, Jesús propone el compartir como apertura a los otros y como posibilidad para la creación de una comunidad cristiana que se constituya en alternativa a las relaciones interpersonales de opresión. En esa relación de compartir, la primera autoafirmación narcisista y agresiva propia de lo anal, cede paso a una actitud abierta, acogedora y benevolente del otro. Donde se comparte, además, sobrevendrá la abundancia, al contrario de lo que cree el que, de modo fetichista, se reasegura acumulando. Eso es exactamente lo que se quiere poner de manifiesto en los relatos de la multipliación de los panes (Mc. 6,30-46; Lc. 9,10-17; Jn. 6,1-15): lo escaso, cuando es compartido, se multiplica milagrosamente.

           

            La elección de la pobreza viene a expresar así la libertad para ponerse al servicio del Reino. El enriquecimiento, por el contrario, supone el enorme riesgo de quedar ciego y sordo para atender a la llamada de Jesús. Por ello es tan grande la dificultad de los que tienen dinero para poder entrar en el Reino (Mc. 10,23): sus seguridades, sus objetos de amor, su dinámica libidinal apuntan en una dirección muy diferente. Su amor está puesto en esa cosificación de sí mismos que viene a ser la riqueza. Desde ahí es muy difícil oír la llamada.

 

            Pero en la propuesta evangélica encontramos algo que desborda con mucho una cuestión de mera renuncia ascética a la riqueza. Se trata también de un problema de libertad frente al dinero. Libertad que, por las implicaciones afectivas tan primarias que éste pone en juego, no resulta nada fácil. El dinero es un objeto que fácilmente extravía al deseo para acabar convirtiéndose en su señor. Esa libertad frente a los bienes es por ello más problemática que una cuestión material de tener o no tener dinero. Esto hay que afirmarlo, sin que confundirlo, por supuesto, con una argucia para fundar la ya clásica e insostenible lectura espiritualista de la primera bienaventuranza[202].

 

            No se trata, en efecto, de aprovechar la expresión "pobre de espíritu" como legitimación de la riqueza material; se trata de que el seguidor de Jesús, porque es consciente de las trampas del dinero y de su capacidad para generar injusticia y desigualdad, "elige" el ser pobre. Esa elección es necesariamente fruto de una libertad, de una capacidad interna para tener o no tener bienes. Desde esa capacidad, sin embargo, elige ser pobre porque ha despojado al dinero de la fascinación y del hechizo que le caracteriza y porque ha desenmascarado toda la mentira que anida en la seguridad que pretende proporcionar.

 

            Es evidente que no basta con la no posesión de dinero para alcanzar la categoría de pobre evangélico. Sin tenerlo, se le puede seguir atribuyendo el mismo poder de fascinación. Esa es además una de las grandes trampas que genera nuestra sociedad de consumista. Quien cree en Jesús, sin embargo, puede permitirse el lujo de romper un frasco de perfume auténtico de nardo muy caro en un "despilfarro" de amor. Es lo que hizo María (Jn. 12, 1-11; Mt. 26, 6-13; Mc. 14,3-9). Con ese dineral, efectivamente, se pueden solventar indigencias muy urgentes. Judas, en aquella ocasión, expresó, de hecho una lógica muy correcta. Pero se trata de una lógica que, en el fondo, sigue siendo deudora de la fe en el dinero. Se sigue creyendo todavía en su poder de cambio. Judas probablemente dejó todos sus bienes para seguir a Jesús, pero no se despojó por ello de la mentalidad del dinero. Éste, de algún modo, seguía siendo "señor"[203].

 

            No deberíamos olvidar que la enseñanza de los evangelios no trata de favorecer un pauperismo ni de ser una apología de la menesterosidad o de la miseria. Sabemos también que Jesús utilizó el dinero (Lc. 8,2-3; Jn. 12,6). Se trata, entonces, de conquistar una libertad frente a él para poder "elegir" el ser pobres, como condición de entrada en el Reino. Como afirmó Rahner en unas bellas páginas sobre la pobreza, "el mezquino, el raquítico por la menesterosidad y falta de aspiraciones de su ser, el no desarrollado, el frugal, el hombre de la medida pequeño-burguesa, no es, desde luego, el hombre que puede llevar a cabo el sentido del acto de fe en la pobreza"[204].

 

            La pobreza, podemos afirmar con términos psicoanalíticos, no es el fruto de una "formación reactiva" frente al deseo de tener. En efecto, conviene no olvidar que el neurótico obsesivo suele ser una persona bastante ahorrativa e hiper-responsable con sus gastos y dispendios. De hecho puede ser muy austero. Pero en la dinámica de la neurosis, esa austeridad responde solamente a un mecanismo defensivo mediante el cual el sujeto adopta aquellos comportamientos exactamente contrarios a los que inconscientemente desea. Naturalmente, a un nivel consciente, todo puede quedar perfectamente legitimado mediante todo tipo de racionalización. La "pobreza evangélica" puede ser una de ellas. El pobre que no posee la capacidad psicológica de ser rico no es el pobre de las bienaventuranzas (como el que no posee la capacidad psicológica para hacer el amor no es el casto ni el "eunuco por el Reino de los cielos"). Será más bien un sujeto de talante más o menos obsesivo que, frente a su deseo reprimido de posesión, ha desarrollado como mecanismo de defensa y control una "formación reactiva" contraria a ese deseo. Algo que se sitúa a mucha distancia a lo que de sí mismo nos dice Pablo en su carta a los filipenses: "he aprendido a arreglarme en toda circunstancia: se vivir con estrechez y sé tener abundancia; ninguna situación tiene secretos para mí, ni estar harto ni pasar hambre, ni tener sobra, ni pasar falta; para todo me siento con fuerzas, gracias al que me robustece" (Fil. 4, 11-12).

 

 

            Pobreza contra riqueza.

 

            Limitar las relaciones existentes entre mensaje evangélico y dinero a lo dicho hasta ahora equivaldría, sin embargo, a una mutilación y a una reducción muy grosera de la problemática a sus dimensiones más individualistas. Si nos quedamos ahí (con todo lo importante que pueda ser, también para un entendimiento correcto de lo que queda por decir), podríamos muy bien estar haciendo el juego a la compleja maquinaria del dios Mammon. A los pontífices que ofician su culto, efectivamente, no les estorba quienes adquieren una libertad interior frente a su dios.

 

            El comportamiento en relación al dinero, veíamos por lo demás en la primera parte de este capítulo, se encuentra indisociablemente asociado a los modos y maneras de funcionamiento de las estructuras sociales en la que vivimos. Es la dinámica económica, la que de hecho juega habitualmente en nuestra sociedad como propulsora de las vertientes más regresivas de dichos comportamientos. En último término son las condiciones sociales las que determinan el alcance e incluso la intensidad de las tendencias pulsionales de retención. Las pulsiones anales -nos recordaba O. Fenichel- se transforman en un deseo de alcanzar riqueza solamente bajo la existencia de condiciones sociales específicas. Pretender, por tanto, una liberación de la fascinación que ejerce el dinero sobre nosotros, estableciendo la cuestión a niveles puramente individuales, equivaldría, también a este nivel, un grave falseamiento de la cuestión[205].

 

            Pero además, un análisis profundo de las relaciones existentes entre el mensaje de Jesús y las estructuras del poder económico demuestran que ese mensaje desborda con mucho el mero ámbito de lo personal. De nuevo, una determinada concepción de la soteriología se encuentra aquí puesta en juego.

 

            En el capítulo sobre la culpa y la salvación hablábamos de la reducción que esta última fue sufriendo a lo largo de la historia hasta llegar a entenderse casi exclusivamente como una "salvación de". Un concepto de salvación, entendida en claves especialmente dramáticas para pensar las relaciones del hombre con Dios y, sobre todo, entendida como una cuestión meramente individual y referida en exclusividad, por lo demás, al más allá de la muerte. Bajo este modo de entender la salvación de Jesús bastaría lo dicho hasta ahora sobre la cuestión del dinero.

 

            Pero ya advertíamos allí que frente a este modo dramático y restrictivo de entender la salvación habría que situar otro que, más que "salvación de", habría que entenderlo como "salvación para": salvación para la vida entendida como un proyecto de transformación de la realidad en un Reino de Dios digno del hombre; salvación como impulso de historia y de futuro[206]. Desde aquí, las relaciones entre mensaje evangélico y dinero necesariamente se agrandan y se profundizan.

 

            Es absolutamente cierto que el mensaje de Jesús fue primaria y directamente un mensaje de contenido esencialmente religioso. En este sentido, es necesario afirmar una vez más que Jesús no se presentó como un reformador social ni encontramos textos en los que Jesús haga propuestas concretas de carácter socio-político, ni parece que pretendiera conferirle a su pobreza un particular contenido de signo socio-económico. Como afirma K. Rahner, la pobreza de Jesús no está primeramente relacionada con un programa social para la reforma de situaciones económicas sino como una consecuencia de la situación escatológica de salvación[207]. El Reino está ya aquí imponiendo una nueva forma de entender cualquier tipo de dimensión mundana y todo tipo de relación con Dios y entre los hombres entre sí.

 

            Si a propósito de la sexualidad decíamos que los evangelios no hacen propuestas concretas sobre los modos específicos de comportamiento sexual, pero que sí subvierten de modo profundo las estructuras en las que la sexualidad nace y se desarrolla, algo muy parecido habría que decir también a propósito de las relaciones del creyente con las estructuras socio-económicas. No encontramos en Jesús indicaciones ni directrices concretas en este ámbito de la vida (con todo lo importante que -como en el terreno de la sexualidad- puedan ser para nosotros las concreciones). Pero la nueva realidad escatológica del Reino viene a suponer un trastocamiento tan profundo en los modos de entenderse las relaciones del hombre con Dios y con los demás, que las esferas y estructuras socio-económicas se ven de inmediato implicadas de un modo muy radical. Todo ello a partir de un mensaje que es esencial y primariamente religioso[208].

 

            Un análisis detenido de los textos evangélicos ponen de manifiesto que, de hecho, Jesús tomó postura frente a cuestiones de orden socio-económico. Por comenzar, hay que entender que su misma pobreza -como muy bien analiza J. Vives- supone una crítica demoledora de las estructuras socio-económicas vigentes[209]. Pero, sobre todo, es a partir de su proclamación de la paternidad de Dios y de la igualdad radical entre los hombres que de ella se deriva, desde donde se comprende la alteración profunda de las estructuras socio-económicas que la instauración del Reino necesariamente persigue. Desde ahí, el dinero como fuente básica de la desigualdad y de la injusticia se convierte en un anti-valor que puede llegar a adquirir un carácter auténticamente satánico. El afán de riqueza imposibilita la hermandad y, por tanto, la realización del Reino de Dios. Desde ahí es desde donde se comprende que el seguidor de Jesús haya de dejarlo todo para ir en pos de él (Mt. 4, 20-22; 8, 18-20; 9, 9; Mc. 10, 17-21) y que la misión tenga que ser realizada desde el despojo y no desde el poder de la riqueza (Mt. 10, 9-10). No es una cuestión ascética -hay que insitir- es una cuestión de coherencia con el mensaje que proclama la igualdad radical de todos los hombres y, por tanto, la necesidad de transformación de las estructuras que siembran la injusticia.

 

            Desde aquí, la elección de la pobreza se convierte automáticamente también en un positivo rechazo y en una contienda contra la riqueza. Como tan acertadamente lo ha expresado J. Sobrino con los términos de carácter antitético que emplea S. Ignacio ("pobreza contra riqueza"), "estar en la pobreza es llegar a estar en ella en contra de la riqueza"[210]. El ejercicio de la misericordia ha de situar a la Iglesia en la pobreza y, por ello, contra la riqueza también.

 

            No es posible, en efecto, estar en contra de la injusticia, del hambre, de la guerra, de la explotación, del narcotráfico y no estar simultáneamente en contra de las estructuras económicas que son las que generan de modo brutal y primario todas esas realidades demoledoras. No es posible predicar al Dios Vivo y Uno y, al mismo tiempo, como ocurre desgraciadamente en nuestras Iglesias, permanecer en una claras connivencias y complicidades con Mammón, que es, sin duda, el gran ídolo que mueve los hilos más importantes de nuestras sociedades y que, como todo ídolo, provoca la fascinación, la adoración y las identificaciones más perniciosas. No se puede proclamar en nombre de los evangelios una "doctrina social" exigente y, al mismo tiempo, llevar a cabo ocultas alianzas con el dios generador de la explotación y de la muerte.

 

 

            La violencia[211] y la paz en el Reino.

 

            Aquí necesariamente venimos a encontrarnos de nuevo con un problema que dejábamos planteado en el capítulo siete sobre la culpa y la salvación. Decíamos allí que el cristiano muchas veces no sabe que hacer con su agresividad y que generalmente esto le conduce a retrotaerla sobre sí en forma de sentimiento de culpa, en lugar de focalizarla en una necesaria lucha por la instauración del Reino. El Evangelio tiene enemigos -decíamos también- y su desenmascaramiento y denuncia constituyen una labor ineludible para todo creyente.

 

            En tiempos de Jesús, en una sociedad absolutamente configurada desde la religión, era esa misma religión entendida de modo perverso lo que constituía el mayor obstáculo para la revelación del auténtico rostro de Dios y para la dignificación de lo humano. Por eso Jesús fue implacable en su denuncia. La idolatría era la de la Ley y el culto hipócrita a Dios. En nuestra sociedad secularizada, sin embargo, el gran ídolo no está en el templo sino en el Banco[212].

 

            Quizás no exista en nuestro mundo occidental un enemigo más poderoso de Dios que el del dinero. Quizás no exista móvil de conducta más claramente elicitado por nuestros modelos socio-culturales. Sin duda que no existe causa más decisiva de muerte y destrucción. La maquinaria de la guerra, de la droga, del hambre, la explotación y el progresivo empobrecimiento del tercer mundo, de los desequilibrios norte-sur, de los grandes destrozos ecológicos, etc...etc..., está movida toda ella por esa potentísima y terrible fuente de energía que es el afán de riqueza.

 

            Si todo ello no mueve nuestro rechazo más profundo, nuestra indignación y -hay que decirlo sin miedo- nuestra agresividad más intensa, es que estamos una vez más dulcificando empalagosamente el Evangelio y utilizándolo para camuflar y eludir la inevitable conflictividad de la realidad en la que vivimos. La opción por los pobres es necesariamente algo más que asistencia benéfica. Si con ella no va una solidaridad que paralelamente es denuncia profética y acción decidida y valiente contra las causas de la pobreza, es que nos encontramos en un estado de patente evasión espiritualista.

 

            Jesús expresó claramente su violencia frente a los agentes que, en su contexto socio-cultural de predominio religioso, estaban causando la opresión al hombre. Su acción en favor del Reino corrió paralela de una manifiesta conflictividad, oposición y lucha abierta contra todos los agentes de dominación. Esa violencia y agresividad, sabemos muy bien por los evangelios, que no podemos entenderla como mera destructividad, ni menos aún con el empleo de la violencia física o armada[213]. Pero es evidente, si no queremos cerrar los ojos a causa de nuestros problemas irresueltos con la agresividad, que la conducta de Jesús está marcada por un continuo conflicto con su medio y que no le arredró el miedo ni una mal entendida "bondad" o "mansedumbre". En su existencia hizo verdad aquello de que "el Reino de los cielos sufre violencia y los violentos la conquistan" (Mt. 11,12). Su palabra fue siempre rotunda y contundente y su conducta llegó, a veces, a adoptar un carácter no ajeno a la provocación[214].  Afirmó que no venía a traer la paz, sino la espada ((Mt. 10, 34) y él mismo llegó a empuñar un látigo (Jn. 2,15). Su transgresión de las tradiciones y normas religiosas ( Mc. 2,1-12; 18-22; 23-28; 3, 1-6...) constituyó también un modo importante de agresión a las pautas de comportamiento sociales impuestas y a quienes las representaban[215].

 

            Su denuncia, por lo demás, no se realizó mediante esos ambiguos y genéricos análisis de situación que con frecuencia realiza nuestra Iglesia sobre los poderes de este mundo. Fue una denuncia abierta y manifiesta, señalando claramente con el dedo a todos aquellos que pretendían parecer y de hecho pasaban por santos y por bienhechores sociales. Contra ellos utilizó los calificativos más duros que caben imaginar: hipócritas, guías ciegos, necios, sepulcros blanqueados, culebras, camada de víboras... (Mt. 23). Efectivamente, asistiendo a la denuncia que Jesús efectúa de los dirigentes de su pueblo, tenemos que reconocer que no se vio atrapado por ese miedo al conflicto y a la agresividad que tantas veces paraliza la vida de sus seguidores.

 

            Pero al mismo tiempo, no podemos olvidar que este Jesús de talante tan decididamente batallador es el mismo que proclamó bienaventurados a los no violentos y a los que trabajan por la paz (Mt. 5, 5,9), que se llamó a sí mismo "manso y humilde de corazón" (Mt. 11, 29-30),  que, cumpliendo la profecía, no quebró la caña cascada ni apagó la mecha humeante (Mt. 12, 15-21), que invitó a poner la otra mejilla (Mt. 5,39-40) o que reprendió con dureza a los que solicitaban un fuego de venganza (Lc. 9, 51-55).

 

            Así, pues (si no queremos, en función de una ideología o de unos condicionamientos caracteriales, llevar a cabo una lectura intencionadamente sesgada de los textos o, peor aún, una mutilación de los mismos), habrá que acordar, a la vista del conjunto de los datos que nos ofrecen los evangelios, que, efectivamente, la paz que trae Jesús "no es la paz de este mundo". No es la paz de la negación sistemática de cualquier tipo de conflicto. No es la paz que resulta de esa negación masiva de nuestra agresividad. Mucho menos aun es la paz que resulta de la complicidad y de las ocultas connivencias con el orden perverso de nuestro mundo[216]. Por otra parte, si atendemos a las posiciones manifiestamente pacifistas de Jesús, habrá que convenir también en que su violencia tampoco es la de este mundo. Será necesario, pues, prestar mucha atención para entender y armonizar esa paz con esa violencia, sin que la afirmación de la una venga a suponer una negación o eliminación de la otra. Como podemos advertir, importantes cuestiones se encuentran implicadas en este problema hermenéutico. Todo ello nos enfrenta, por lo demás, a ese difícil problema que se le presenta a todos sujeto humano con la elaboración y el manejo de la agresividad[217].

 

 

            Nuestra irreductible violencia.

 

 Como ya hemos afirmado, el camino que el creyente ha seguido de modo más habitual ha sido el de la negación de la agresividad, con su consiguiente reconversión sobre él mismo como sentimiento de culpabilidad. Habría que pensar, sin embargo, otra vía, más compleja, que pasa por la necesaria articulación de la agresividad y, en general, de las pulsiones de muerte con el amor y con las pulsiones de vida. No se trata de cerrar los ojos a nuestros contenidos agresivos sino de canalizarlos en favor del amor y de la vida. En esa "lucha de gigantes" entre Eros y Tanatos en la que se resuelve la historia de la civilización[218], el creyente en Jesús apuesta decididamente por Eros y pone todo su esfuerzo para que Tanatos no sea ilusoriamente negado, sino eficazmente sometido. Ello no será posible realizarlo si, atemorizados, preferimos cerrar los ojos a nuestras fuerzas agresivas.

 

            Existen en nuestra biografía toda una serie de frustraciones que resultan inevitables y que constituyen, sin duda, una fuente importante de agresividad. Ello nos plantea ya un primer problema que es el de adquirir capacidad suficiente para tolerar las frustraciones. En ello hay que situar, sin duda, un problema pedagógico de primer orden.  El umbral de respuesta agresiva viene dado en gran medida por el umbral de tolerancia a la frustación como herida narcisista por la pérdida de objeto. Cuando no existe esta tolerancia se suscita de inmediato, o bien, la tendencia a destruir el objeto que nos procura la frustración, o bien, la pena o la depresión como autodestrucción.

 

            Pero existen también en nuestra existencia un cúmulo considerable de frustraciones que, teóricamente al menos, serían perfectamente evitables (no tengo dinero para comer, el otro no me deja ser, otros me atacan). Frente a todas estas frustraciones, la agresividad debe convertirse entonces en una fuente de energía, en un espíritu de empresa, en un dinamismo de la persona que se afirma y que no huye ante la dificultad.

 

            Entendida de este modo, la agresividad debe poseer en nuestra vida un reconocimiento, un lugar y unos determinados cauces de expresión. Entre los más importantes cabe situar, sin duda, la lucha y la oposición revolucionaria frente a los agentes de la frustración humana. Como Jesús de Nazaret, como Gandhi, como Luther King, o como Oscar Romero, J. Ellacuría y sus compañeros mártires del Salvador. Se trataría, así, de situar la agresividad en favor de la pulsiones de vida, en el caso del creyente, en favor de la instauración del Reino de Dios.

 

            De este modo, por lo demás, se vendría a evitar la patología que generalmente se expresa, o bien, bajo la modalidadad del obsesivo, reconvirtiéndola como culpa, o bien, bajo la modalidad del paranoico, cuya negación de la agresividad le conduce a su proyección al exterior en forma de delirio persecutorio: "los otros son malos y me persiguen".

 

            Este último modo de comportamiento, sobre el que volveremos más adelante, no ha sido ajeno tampoco a muchos modos de acción revolucionaria dentro o fuera de los ámbitos cristianos. En la defensa de la "justicia" se ha podido encontrar un magnifico argumento, una racionalización perfecta para la proyección de unos fantasmas internos no reconocidos y para el desplazamiento de la agresividad desde sus fuentes y objetos originarios hacia otros, que en el exterior, se presentaban como encarnaciones de esos enemigos interiores. Oscuras y antiguas motivaciones de resentimiento o envidia han podido encontrar un lugar desplazado en categorías más tolerables de lucha de clase o de acción por la justicia[219]

 

            De algún modo todos llevamos en nuestro interior una pequeña o una gran bomba de relojería. Puede estallarnos dentro o podemos arrojarla hacia el exterior de modo precipitado y extraviado. Ese es el enorme peligro. Ese potencial, por el contrario, podría ser también sabiamente canalizado en coherencia con nuestros proyectos de vida y nuestro sistema de valores. Podemos utilizarla en favor de la vida, de nuestra vida, en forma de sano sentimiento de culpabilidad que movilice en nosotros el cambio y la conversión; o en favor de la vida de los otros en la denuncia de la injusticia o de cualquier forma de opresión. Violencia, entonces, para la paz, para el establecimiento de una nueva sociedad que vaya realizando progresivamente el Reino que Dios quiere para los hombres.

 

            La paz de Jesús no es la de este mundo. Su violencia tampoco. Porque su violencia fue siempre ejercitada en favor de los otros y no en su propio favor. No utilizó esa especie de ministerio de defensa que todos llevamos en nuestro interior dispuesto a la movilización frente a cualquier afrenta o lesión de nuestros propios derechos. "Si me buscais a mí, dejad que éstos se marchen..." (Jn. 18, 8). La lucha por los derecho humanos en Jesús nunca empieza por los propios derechos, sino por el derecho de los otros. No es un narcisismo herido lo que la desencadena, sino un amor vituperado.

 

            Ese amor al hombre oprimido, al pobre, al marginado fue siempre el desencadenante de su agresividad y de su violencia. Ese hombre que encontramos perfectamente simbolizado en aquel que en la sinagoga permanecía con su brazo atrofiado. Le curó en nombre del Dios, de ese Dios que prefiere el bien del hombre a la salvaguarda de la ley. Pero eso no lo podían entender aquellos que tenían por Dios a la misma ley, mediante la cual, además, se glorificaban a sí mismos y martirizaban a los otros. En esta tesitura la conducta de Jesús que nos describe Marcos en su evangelio es enormemente ilustrativa al respecto. Su indignación se movilizó entonces de inmediato, echando en torno a todos ellos -nos dice el texto- "una mirada de ira" (met'orgés). Jesús no se amedranta ante su poder ni reduce su firmeza.

 

            Pero el texto viene a añadir algo más que nos ayuda a  comprender el sentido y de la dirección de la agresividad de Jesús. Junto a su agresividad aparece su tristeza: "entristecido (syllypoúmenos) de su ceguera, le dijo al hombre: Extiende el brazo" (Mc. 3,4). La agresividad, la indignación y la ira valientemente manifestada  no excluyen, pues, la compasión, el dolor por lo que hay que considerar el mal y la alienación profunda del otro. El amor controla y desborda a la agresión. Pero esa compasión, al mismo tiempo, tampoco viene a generar una blandura, una complicidad o una pasividad frente a lo que acaba siendo un daño para el más débil: Jesús, entonces, hizo "lo que no había que hacer", lo que estaba social y religiosamente prohibido, y, con una conducta en la que se puede leer una agresión, no buscada directamente, pero sí perfectamente asumida, el hombre fue liberado. Los agredidos, "se pusieron enseguida a maquinar en contra suya, para acabar con él" (Mc. 3,6).

 

            Desde una situación como esta, el creyente y la Iglesia toda deberían extraer una lección sobre el siempre difícil manejo de la agresividad y sobre su puesta al servicio en una decidida lucha en favor de la vida y de la justicia. La fe y el amor al Dios vivo debe movilizar paralelamente la ira, la indignación, la agresividad y la violencia frente al dios de muerte que es el dinero. Porque -eso es lo que difícilmente llegamos a creernos- no podemos servir a dos señores; y porque servir a uno de ellos, implica necesariamente, además, situarse en contra del otro.

 


 


     [1] Así lo han querido ver determinados autores en la historia de la psicología de la religión como el conocido A. GEMELLI, en su Psicología de la edad evolutiva (Madrid 1952, 256), el español J.M. ARAGO MITJANS en su Psicología religiosa del niño (Barcelona 1965, 42) o S. GALLO en ¿Es el niño religioso? (Madrid 1954, 96 y 103). De modo semejante se expresó también con frecuencia la conocida psicopedagoga italiana M. Montessori. Sin embargo, como afirma A. Vergote, ninguna investigación ha podido demostrar la existencia de una necesidad religiosa específica: Cf A. VERGOTE, Psicología religiosa, 120-123 o J. MILANESI - M. ALETTI, Psicología de la Religión, 105-109.

     [2] Cf supra la sección La ignorada protección materna en el capítulo 3.

     [3] Entre los textos de enfoque junguianos cabe destacar el de E. NEUMANN, Die Grosse Mutter, Zurich 1956. En una línea freudiana los de E. JONES, Essays in Applied Psychoanalysis, Londres 1923 de la que tenemos una versión no completa en castellano: Ensayos de psicoanálisis aplicado, Buenos Aires 1971. La obra del psicoanalista y antropólogo G. ROHEIM, deja sentir en sus análisis de la religión el impacto de Melanie Klein y, por tanto, de la influencia de la madre en los primeros estadios de la vida. Cf v.gr. Magia y esquizofrenia, Buenos Aires 1959; o La panique des Dieux, Paris 1962, que reúne sus mejores ensayos sobre la religión. Las obras de A. VERGOTE  han prestado siempre especial atención a lo materno en sus análisis del hecho religioso; de ellas, tendremos particularmente en cuenta la ya citada Psicología religiosa, así como Interpretation du langage religieux, Paris 1974, y Dette et désir, Paris 1978.

     [4] Cf M. KLEIN - J. RIVIERE, Amor, odio y reparación en M. KLEIN, O.C., Vol. 6, 101-171.

     [5] J. LACAN, La familia, Buenos Aires/Barcelona 1978, 43.

     [6] Ya hemos analizado con detalle en otro lugar la resistencia de Freud para identificar ese polo materno tan evidente en el llamado "sentimiento oceánico". Cf El psicoanálisis freudiano de la religión, 261-266 y 455-458.

     [7] A. VERGOTE, Psicología religiosa, 212.

     [8] Cabría resaltar como las más significativas al respecto las realizadas por A. VERGOTE y A. TAMAYO, The Parental Figures and the Representation of God. A Psychological and Cross-Cultural Study, Paris-New York 1981. De ellas disponemos de una buena presentación comentada en A. VERGOTE, Religion, foi, incroyence, Bruxelles 1983, 197-212. Se pueden consultar también las realizadas por A. GODIN,-M. HALLEZ, Images parentales et paternité divine en De l'experience à l'attitude religieuse, Bruxelles 1964, 81-114; M.O. NELSON,- E. MORRIS JONES, Los conceptos religiosos en su relación con las imágenes paternas en A. GODIN, Adulto y niño ante Dios, Salamanca 1968 y O. STRUNK, Perceived Relationship Between Parenteral and Deity Concepts: Psych. Newsletter 10 (1959) 222-226; J.P. DECONCHY, Structure Génétique de l'idée de Dieu, Bruxelles 1967; FONT, J. Experiencia de Dios y psicoanálisis  en A. DOU, Experiencia religiosa, Madrid 1989; A.M. RIZZUTO, Birth of the living God: A Psychoanalytic Study Chicago 1979. Sobre las técnicas utilizadas para la medición de rasgos parentales en la imágenes sobre Dios se puede consultar A. GODIN - A. COUPEZ, Las imágenes de proyección religiosa en A. GODIN, La incógnita religiosa del hombre, Salamanca 1968.

     [9] Cf A. VANESSE - TH. NEFF, Seminarians and Women religious en A. VERGOTE - A. TAMAYO, ib., 1981, 136-142. El estudio fue realizado entre una población de 110 seminaristas y 60 religiosas contrastados con otros grupos similares de laicos no casados. El primero de estos autores realizó su tesis doctoral en 1977 en la Universidad Católica de Lovaina con una investigación a partir del Test de Szondi y otras escalas y cuyo resultado arrojó datos en la misma línea de acentuación de lo materno en las personas con vocación religiosa. El título de la tesis fue Relations entre langage religieux et structures pulsionelles. Con anterioridad se publicó un estudio realizado en Suiza, primordialmente a partir test de Rorschach, que apuntaba en la misma línea: el impacto de la imagen materna aparece como especialmente determinante a la hora de manifestarse una vocación sacerdotal: Cf G. REY, La imagen materna del sacerdote. Una aportación a la psicología de la vocación sacerdotal, Madrid 1974. Sobre este tema volveremos en el capítulo dedicado a las relaciones interpersonales en el campo de la pastoral.

     [10] Le sentiment religieux et la psychologie de l'enfant, Paris 1925.

     [11] P. BOVET, No acertó a captar la incidencia de la conflictividad edípica en este transfert del que nos habla cuando se refiere al cambio de la omnipotencia de los padres por la de Dios. Cf ib., 37-49.

     [12] Cf El psicoanálisis freudiano de la religión, el apartado omnipotencia y Edipo,407-417.

     [13] A todo este respecto nos separamos de las posiciones adoptadas por A. Vergote queriendo ver en el desarrollo y buena solución del conflicto edípico un paralelo de la pedagogía seguida por Dios a través de su intervención en Jesús. Se trata de una posición teórica al respecto de la problemática psicoanálisis-fe que el mismo Vergote denominó de la "homología" y que hemos descrito y criticado en El psicoanálisis freudiano de la religión, 476-484.

     [14] Cf en este sentido el interesante estudio dirigido por F. CHAMPION - D. HERVIEU LÉGER, De l'émotion en religion. Renouveaux et traditions, Paris 1990.

     [15] Cf Dette et désir, 165-184.

 Cf J. POHIER, Psychologie et Théologie, Paris 1967, particularmente la primera parte de la obra titulada Langage et pensée de l'enfant, et pensée religieuse, 71-144. Un buen resumen de las ideas principales de esta obra aparece en el trabajo del mismo autor Pensamiento religioso y pensamiento infantil en A. GODIN, Adulto y niño ante Dios, 33-76.

 A. GODIN, Cristianos de nacimiento: Alienaciones psicológicas o liberación en el espíritu en "Concilium" 194 (1984) 13. A este mismo propósito se puede consultar la sugerente, aunque a veces, difícil obra de D. VASSE, L'Autre du désir et le Dieu de la foi, Paris 1991; así como su conocido trabajo anterior Les temps du désir, Paris 1969.

 También se podría recordar aquí aquella extraordinaria, aunque ignorada, película de Buñuel titulada "El" en la que un sujeto, imposibilitado para asumir las frustraciones que vive en el área amorosa, cae en una situación auténticamente psicótica (paranoica) y termina refugiado en un monasterio donde su situación de psicosis permanece, pero donde dicha psicosis no es ya reconocida ni denominada como tal: la religión se ha ofrecido como un espacio en el que la locura ya no se llama locura.

 CH. DUQUOC, Dios diferente, Salamanca 1982.

 ib., 19.

 El pensamiento infantil, como nos ha puesto de manifiesto desde una perspectiva no psicoanalítica J. Piaget,  está esencialmente marcado por la dimensión mágica (Cf La representación del mundo en el niño, Madrid 1934 y El nacimiento de la inteligencia en el niño Madrid 1969). Existe una etapa del desarrollo, llamada preconceptual o egocéntrica (desde los dos a los cuatro años) en  la que el pensamiento mágico o magismo se presenta como una característica esencial de la estructura mental infantil.

En este período, el niño minusvalora las limitaciones de la realidad exterior, que se oponen a su narcisismo y a sus sentimientos de omnipotencia. La magia, entonces, se le ofrece como una "salida" para salir airoso en su inevitable derrota ante el poder de la realidad. Si su juguete preferido fue arrastrado por el río, mediante un sentido rezo recobrará la esperanza de encontrarlo a la orilla del mar. O con intenciones menos santas, pero con la misma ingenuidad, el niño, que ha sido marginado a la hora de realizar una atractiva excursión, se pondrá de rodillas para pedirle devotamente a Dios que caiga una tormenta sobre todos aquellos que le abandonaron. Dios se aparece así como el perfecto aliado de los sentimientos de omnipotencia infantil. Cf C. DOMINGUEZ MORANO, Religiosidad: ¿Magia o tabú? en "Diálogo-familia-colegio" 153 (1989) 19-25.

 

 A la pregunta de si "Tendrías miedo de encontrarte en la situación de Moisés ante la zarza ardiendo?"  Las respuestas afirmativas aumentan claramente desde los 5-6 años (sólo un 8%) hasta los 11 años (70%). Cf v.gr. CH. VAN BUNNEN, Le buisson ardent; ses implications symboliques chez l'enfants de 5 à 12 ans en "Lumen Vitae" 19 (1964) 341-354 y GOLDMAN, R., Religious Thinking from Chilhood to Adolescence, London 1964, quien matiza en cierto sentido las conclusiones del estudio anterior. Un buen resumen de esta problemática la encontramos en J. MILANESI, -M. ALETTI, ib., 195-ss.

 Cf en este sentido el bello capítulo titulado El Dios de Jesús en J. MATEOS - F. CAMACHO, El horizonte humano. La propuesta de Jesús, Córdoba 1988, 91-129.

 La atribución de la causalidad de la muerte al pecado puede muy bien constituirse como una estratagema de la omnipotencia: en definitiva sería algo que vendría a acaecer, no por la misma naturaleza humana considerada así como esencialmente limitada, sino como fruto de la voluntad, de una mala voluntad, pero, al fin y al cabo, en relación con el propio poder. La fantasía de una naturaleza humana inmortal quedaría garantizada en la fantasía.

 Cf J. POHIER, ¿Fe postfreudiana en la resurrección? en "Concilium" 105 (1975) 278-298. Las posiciones de este autor sobre este tema fueron progresivamente radicalizándose en trabajos posteriores: Cf Quand je dis Dieu, Paris 1977.

 El mismo Jesús no aparece en los escritos del Nuevo Testamento como permaneciendo en su existencia anterior por medio de una recuperación milagrosa de ella. Es otra la condición del resucitado. Condición, por lo demás, que los escritos del Nuevo Testamento tienden a considerar preferente, aunque no exclusivamente, como derivada de la acción de Dios, más que como derivada del propio ser de Jesús: Hch 2,24; 3,15;4,10, etc...: "Dios lo resucitó/lo levantó de la muerte".Cf sobre todo este tema la obra ya clásica de O. CULLMANN, Inmortalité de l'ame ou résurrection des morts?. Le temoignage du Nouveau Testament, Neuchatel 1956.

 Cf HANS KESSLER, La resurrección de Jesús, Salamanca 1989; L. BOFF, La resurrección de Cristo. Nuestra resurrección en la muerte, Santander 1981. Desde un perspectiva psicoanalítica encontramos un sugerente trabajo de S. MOORE, La muerte como limite del deseo: un concepto clave para la soteriología en CONCILIUM 176 (1982) 368-379.

 Sobre este punto hemos centrado lo más importante de nuestra investigación en la obra El psicoanálisis freudiano de la religión. Cf particularmente las páginas 380-417.

 Cf J. MATEOS - F. CAMACHO, ib., 109. Según estos mismos autores,  en la II Corintios aparece el término "pantokrátor" una vez (en una cita del Antiguo Testamento) y nueve veces en el Apocalipsis, "que no significa exactamente "todopoderoso", sino más bien "Soberano de todo".

 H. KESSLER, ib., 289.

 Cf J.I. GONZALEZ FAUSS,  Clamor del Reino. Estudio sobre los milagros de Jesús, Salamanca 1982; B.A. DUMAS, Los milagros de Jesús. Los signos mesiánicos y la teología de la liberación, Bilbao 1984; R. LATURELLE, Milagros de Jesús y teología del milagro, Salamanca 1990.

 Además de la obras citadas de J. MATEOS - F. CAMACHO, y de H. KESSLER, insisten también sobre el mismo tema A. TORRES QUEIRUGA, A., (Creo en Dios Padre, Santander 1986) y POHIER, J. en el capítulo final de su lacerante obra Dieu fractures, Paris 1985.

 Bastaría para probar lo dicho acudiendo a las diversas acepciones que un diccionario abre bajo el término amor: sentimiento afectivo que nos mueve a buscar lo que consideramos bueno para poseerlo o gozarlo; sentimiento altruista que nos impulsa a procurar la felicidad de otra persona; pasión que atrae un sexo hacia otro; blandura, suavidad, condescendencia, etc..." Así en el Diccionario ideológico de la lengua española de J. CASARES, Barcelona 1988.

 A todo este respecto se refiere también GODIN, A. en el citado artículo de "Concilium", 20-21.

 CH. DUQUOC, ib., 97.

 Cf TH. SAUSSURE,  Psychanalyse et christianisme aujourd'hui: Conferencia en el simposio sobre "Inconsciente, religiosidad, culpa", Barcelona, 15 de abril de 1989.

 Cf a este respecto las páginas tituladas Dios como afirmación plena del hombre en la obra citada de A. TORRES QUEIRUGA, Creo en Dios Padre, 73-108.

 F. NIETSZCHE, Also sprach Zarathrustra, Kritiscche Gesamtausgabe, Berlin 1968, VI, 1, 324.

 Cf E. JONES, el capítulo titulado  El complejo de Jehová en la citada obra Ensayos de psicoanálisis aplicado, 179-201.

 Citado por O. FENICHEL, en Teoría psicoanalítica de las neurosis, Buenos Aires 1957, 453. Sobre la afirmación de Dios como confirmación del hombre dentro de la espiritualidad de San Ignacio hemos centrado nuestra atención en un trabajo titulado Ordenación de la afectividad y mecanismos de defensa en C. ALEMANY - J.A. GARCIA-MONGE, La transformación del Yo en la experiencia de EE.EE., Madrid 1991.

    [16] Cf F. CONTRERAS MOLINA,  Zaqueo, una historia del evangelio en "Proyección" 34 (1987) 3-16.

    [17] Sobre todos estos temas de la culpabilidad situada en el primer plano de la relación con Dios y de la pedagogía de Jesús frente al pecado y el pecador insistió siempre J. POHIER, en su enseñanza y en sus escritos. Cf particularmente, Dieu fractures, Paris 1985.

    [18] Efectivamente, la investigación sobre los sentimientos de culpabilidad, que actúan desde los primeros estadios de la vida, ha constituidop un especial centro de interés dentro de la obra de Melanie Klein y de su escuela (H. A Segal, W.R. Bion, etc...). Una buena recapitulación de sus ideas la tenemos en una revisión de conjunto de 1948 titulada Sobre la teoría de la ansiedad y la culpa (O.C., Buenos Aires 1974, vol. 3, 235-251). Junto con Joan RIVIERE publica también una estudio ya clasico al respecto: Amor, odio y reparación (O.C., vol. 6, 101-171).

     La obra de L. GRINBERG: Culpa y depresión, Buenos Aires 1976, supone un buen intento de articulación entre las teorías freudianas y kleinianas sobre la culpabilidad.

     Una buena síntesis sobre la investigación psicoanalítica en torno a la culpa nos la ofrece J. CORDERO en Psicoanálisis de la culpabilidad, Estella 1976. Con una consideración más psiquiátrica se puede consultar W. SIEBENTHAL, Schuldgefuhl and schuld bei psychiatrischen erkrankungen, Zürich 1956.

    [19] La escisión que vive el infante entre un pecho bueno y un pecho malo corresponde a lo que M. KLEIN ha denominado "posición esquizo-paranoide". En ella, por un complicado juego de proyeccciones e introyecciones, quedan separados los objetos como totalmente buenos o como completamente malos. Posteriormente, el reconocimiento de que es el mismo objeto el que frustra y gratifica conduce a la llamada "posición depresiva". La culpabilidad por el daño fantaseado conduce a la puesta en marcha de mecanismos reparatorios y al mismo tiempo se opera una diferenciación entre el mundo interno y el exterior.

 

    [20] S. FREUD, Moisés y la religión monoteísta, 1938: G.W., XVI, 208; O.C., III, 3302.

    [21] El concepto freudiano de Superyó aparece en la instauración de la segunda tópica en 1923 con El Yo y el Ello: G.W., XIII, 235-289; O.C., III, 2701-2728. En el capítulo tercero de la obra Freud analiza las relaciones entre el Yo y el Superyó, al que asimila la conciencia moral. Si Totem y tabú es la obra sobre el origen y fundamento de la moral a nivel colectivo, El Yo y el Ello es la obra sobre la génesis y formación de la misma a nivel individual. En la concepción de Freud, el hombre cuando nace es puro Ello, un manojo de pulsiones que busca directamente la satisfacción y que no conoce ni el bien ni el mal. Posteriormente, por contacto con el mundo exterior va naciendo de un modo paulatino el Yo. Con las primeras restricciones de la educación nacen unos primitivos sentimientos de culpabilidad como expresión del miedo a perder el amor de los padres y no como fruto de un conocimiento previo de lo bueno y lo malo. El nacimiento de la conciencia moral vendrá a coincidir con el declinar de la situación edípica. Con la renuncia a la madre y la introyección de la figura del padre, nace el Superyó, "heredero directo del Complejo de Edipo".

     Como representante interiorizado del padre el Superyó observa, castiga y presenta un ideal a seguir. Pero el Superyó constituye también una "enérgica formación reactiva", que supone una renuncia pulsional. Freud señala dos consecuencias de esta renuncia: la desexualización del impulso Eros que se orienta a fines culturales y la reconversión del impulso agresivo sobre el mismo sujeto en forma de remordimientos.

     Esta relación entre culpa y las pulsiones de muerte está profundamente analizada por Freud en el pequeño y denso artículo El problema económico del masoquismo de 1924: G.W., XIII, 369-384; O.C., III, 2752-2760. En él nos advierte de la peligrosidad que supone la actuación de las pulsiones autodestructivas que, aliadas con las pulsiones sexuales, conducen a una sexualización masoquista de la moral: "el masoquismo crea la tentación de cometer actos pecaminosos, que luego habrán de ser castigados con los reproches de la conciencia moral sádica" (G.W., XIII, 380; O.C., III, 2758).

     La función de Ideal que Freud atribuye al Superyó en El Yo y el Ello estaba ya descrita desde 1914 en la Introducción al Narcisismo. Es interesante señalar la relación que establece en esta obra entre conciencia moral y narcisismo. La libido narcisista infantil no ha pasado totalmente en el adulto a investir objetos externos a su yo. Una gran parte de ella es transformada en la creación de una Ideal del Yo que viene a ser al yo actual y lo compara con el Ideal. Si las exigencias de este Ideal son excesivas el Yo sucumbirá fácilmente a la neurosis (G.W., X, 160-164; O.C., II, 2028-2031). De modo semejante se expresó en La moral sexual cultural y la nerviosidad moderna de 1908: "Todos aquellos que quieren ser más nobles de lo que su constitución les permite sucumben a la neurosis": G.W., VII, 154; O.C., II, 1254.

    [22] Sobre las funciones de la culpa dentro de la economía del psiquismo han insistido desde la perspectiva kleiniana R. E. MONEY-KYRLE, Psicoanálisis y ética en M. KLEIN, Nuevas direcciones en psicoanálisis, O.C., Vol. 4, 405-422, y L. GRINBERG, Culpa y depresión, ib., 153-154. C. CASTILLA DEL PINO en La culpa, Madrid 1968, ha insistido igualmente en las funciones de la culpa para la integración de la persona (Cf 106-190). El reconocimiento de la culpa puede devenir una tarea angustiosa, por lo que, a veces se levantan defensas que tienden a ignorarla. Esta negación de la culpa es analizada por CASTILLA DEL PINO en la obra citada, así como por GONZALEZ GARCIA en El sentimiento de culpa irracional en "Revista Española de Psicoterapia Analítica" 5 (1972) 33-42.

     Desde una perspectiva no freudiana C. G. JUNG advierte de los peligros existentes en la negación de la culpa. Especialmente ilustrativo resulta el artículo titulado Después de la catástrofe en Consideraciones sobre la Historia actual, Madrid 1968, 89-130. A este mismo respecto nos informa O. FENICHEL en su Teoría psicoanalítica de las neurosis, Buenos Aires 1957, 634-640. También A. Freud afirma: "la moral genuina empieza cuando la crítica internalizada e incorporada como exigencia del Superyó coincide en el terreno del Yo con la percepción de la propia falta": El yo y los mecanismos de defensa, Buenos Aires 1973, 131-132.

    [23] S. FREUD, El malestar en la cultura, 1930: G.W., XIV, 493; O.C., III, 3059.

    [24] Efectivamente, en el segundo tratado de la Genealogía de la moral, Nietzsche enlaza la mala conciencia con el desarrollo cultural: "Todos los instintos que no se desahogan hacia fuera se vuelven hacia adentro- esto es lo que yo llamo la interiorización del hombre: únicamente con esto se desarrolla en él lo que más tarde se denomina su alma". Pero, además, el hombre desde su mala conciencia, se siente en deuda permanente con sus antepasados, proceso que viene a desembocar en la divinización es éstos: "¡Tal vez esté aquí incluso el origen de los dioses, es decir, un origen por temor!...". La genealogía de la moral, Madrid 1980, 96 y 102. Esta sorprendente analogía entre Freud y Nietzsche sabemos, sin embargo, que no pasó de ser tal: mera analogía. Es conocido que Freud, aunque se llegase a gastar una buena cantidad de dinero en las obras del filósofo, no consiguió nunca convertirse en su lector. Una cuestión de estilo le separaba de Nietzsche a pesar de estar convencido de encontrar en él intuiciones muy similares a las psicoanalíticas.  Cf P. GAY, Freud. Una vida de nuestro tiempo, Madrid 1989, 70-71; P.L. ASSOUN, Freud et Nietzsche, Paris 1980.

    [25] Tal como hemos visto en la primera parte de la obra, los dos grandes pilares básicos del psicoanálisis de la religión vienen dados por las temáticas del consuelo y de la ambivalencia-culpa. De ellos, no cabe duda, es el segundo el que constituye la aportación más específicamente psicoanalítica en el esclarecimiento de la génesis y desarrollo de la religiosidad. Cf el capítulo 2, Religión y neurosis, en particular, la sección titulada La identidad de origen.

    [26] El carácter inconsciente del Superyó y, por tanto, de los sentimientos de culpabilidad, es analizado por FREUD desde El Yo y el Ello. En este carácter inconsciente insiste de un modo particular el artículo cuarto de las Nuevas aportaciones al psicoanálisis de 1932 titulado La división de la personalidad psíquica (G.W., XV, 62-86; O.C., III, 3132-3146). De este carácter inconsciente parten las reservas de J. LAPLANCHE y J. B. PONTALIS sobre el término "sentimiento", ya que el sujeto puede no sentirse culpable a nivel de experiencia consciente: Cf Diccionario de psicoanálisis, Barcelona 1971, s.v. "sentimiento de culpabilidad". En relación con la actividad del confesor o director espiritual, G. ZILBOORG insiste igualmente en este carácter inconsciente de la culpa: Cf Psicoanálisis y religión, Buenos Aires 1964, 153-169.

    [27] La actuación inconsciente del mismo Yo se pone especialmente de manifiesto en el funcionamiento de los mecanismos de defensa: Cf A. FREUD, El Yo y los mecanismos de defensa, Buenos Aires 1950.

    [28] Se refiere Freud a los esfuerzos del Yo por operar una síntesis entre las condiciones de la realidad exterior, del Ello en sus demandas de satisfacción pulsional y del Superyó en sus exigencias contrarias, impuestas por la ley y la norma social introyectada. Cf ib.: G.W., XV, 84; O.C, III, 3144.

    [29] Cf J. POHIER, Péché, artículo de la Encyclopedia Universalis, París 1972. G. ROSOLATO, Ensayos sobre lo simbólico, Barcelona 1974, 66-108: Tres generaciones de hombres en el mito religioso y la genealogía; así como de este último autor, Le sacrifice, Paris 1987.

    [30] Sobre las sanas o desviadas experiencias de perdón consideradas desde una óptica psicoanalítica Cf STUDZINSKI, Recordar y perdonar: dimensiones psicológicas del perdón en "Concilium" 204 (1986) 179-191; J.M. GARCIA CALLADO, La experiencia del perdón. Dinámica de la sublimación en A. DOU, La experiencia religiosa, Madrid 1989, 265-272

    [31] No pretendemos eliminar toda significación religiosa o cristiana a la acción sacrificial sino tan sólo advertir sobre los peligro que comporta un determinado modo de situarlo en la relación con Dios a modo de automutilación. El sacrificio como expresión de una libertad frente a las criaturas (de una "indiferencia" ignaciana) puede poseer efectivamente su lugar y su significación como intercambio simbólico dentro de la experiencia de fe. Sobre ello se puede consultar A. VERGOTE, Dette et désir, 156-162.

    [32] Esa concepción expiatoria de la muerte de Jesús, al presentarse en escritos más tardíos del Nuevo Testamento, debe ser considerada como secundaria y subordinada a la que aparece en los escritos más antiguos y más cercanos, por tanto, al mismo Jesús. No debe imponerse, como de hecho ha ocurrido, sobre las otras, anulando los significados más importantes de la muerte del Señor. La obra de E. SCHILLEBEECKX, Jesús. La historia de un viviente, Madrid 1981, nos da cuenta del origen y significado de las tres concepciones fundamentales que existen en el Nuevo Testamento sobre la muerte de Jesús: la del profeta-mártir escatológico, la del plan divino de salvación y la de la muerte expiatoria (249-267).

     J. POHIER, desde una óptica psicoanalítica y teológica a la vez, se ha mostrado siempre especialmente sensible a estos temas y ha insistido repetidamente en los peligros que ofrece la persistencia en la interpretación expiatoria de la muerte de Jesús. Cf Au nom du Père, Paris 1972; Quand je dis Dieu, Paris 1977 y la ya citada Dieu fractures. Cf también L. BOFF, Jesucristo y la liberación del hombre, Madrid 1981, en especial 386-404. Un buen resumen sobre la problemática teológica del sentido de la muerte de Jesús lo encontramos en W. PANNENBERG, Fundamentos de cristología, Salamanca 1974, 304-ss. Desde diversas perspectivas (exegética, antropológica, etno-sociológica y dogmática) se analiza el problema en la obra colectiva Mort pour nos péchés, Bruxelles 1976. todavía en el mismo sentido, Cf A. TORRES QUEIRUGA, Creo en Dios Padre. El Dios de Jesús como afirmación plena del hombre, Santander 1986, 136-137.

    [33] CH. DUQUOC, Dios diferente, Salamanca 1982, 59.

    [34] J.I. GONZALEZ FAUSS, Carta a un amigo agnóstico en Cuadernos "Cristianismo y justicia" n º 39, 15.

    [35] Desde una perspectiva psicoanalítica hemos interpretado las festividades de la Semana Santa en Andalucía, que parecen, efectivamente, poner de relieve la ambivalencia profunda ante Dios en la sempiterna celebración de un Padre ("Nuestro Padre Jesús") que muere en la cruz, sin acertar nunca plenamente a lograr una resurrección. Cf C. DOMINGUEZ MORANO, Aproximación psicoanalítica a la religiosidad tradicional andaluza en P. CASTON, La religión en Andalucía, Sevilla 1985, 131-175.

    [36] La culpabilización del Sermón del Monte ha tenido expresiones teológicas y exegéticas como lo muestra J. JEREMIAS en Palabras de Jesús, Madrid 1968. La interpretación perfeccionista  y la teoría de la incumplimentabilidad del precepto tal como las recoge JEREMIAS son especialmente significativas al respecto.

    [37] A. VERGOTE analiza este tema con detalle en su obra citada Dette et désir, 69-162.

    [38]"Contesta oh Dios hermoso/ que por ser vos quien sois/ no puedes ser morboso" rezan los versos de la poetisa.

    [39] Especialmente ilustrativa a este respecto son las páginas de J. POHIER tituladas Recherches sur les fondements de la morale sexuelle chrétienne en la obra citada Au nom du Père, 173-223.

    [40] Cf nota 3 del presente capítulo.

    [41] Sobre el tema de la violencia se pueden consultar L. BEIRNAERT, L. Y OTROS,A la recherche d'une théologie de la violence, Paris 1968; también de L. BEIRNAERT, La violence, en "Le supplément" 119 (1976) 435-445 (todo el número está dedicado monográficamente al tema de la violencia); VARIOS, Violence et destruction en "Revue Française de Psychanalyse" 48 (1984) 917-1093; J. ROF CARBALLO, Violencia y ternura, Madrid 1988; E. LOPEZ AZPITARTE, Ética y vida. Desafíos actuales, Madrid 1990, 171-197.  Una exposición sobre las diversas teorías en torno a la agresividad la encontramos en A.A. CUADRON, La violencia. Boletín bibliográfico en "Moralia" 1 (1979) 396-411; un enfoque multidisciplinar lo encontramos en el informe de la Unesco, La violencia y sus causas, Paris 1981.

 

    [42] Si bien existen divergencias en cuanto a la interpretación y posible traducción de este texto (sobre ello volveremos en el capítulo diez), no cabe duda que es posible ofrecer gran número de datos del Nuevo Testamento en los que se pone de manifiesto la existencia de conflictos personales y comunitarios que son asumidos y enfrentados como tales. Cfr, v. gr. Gal. 2, 11-14 (enfrentamiento Pedro-Pablo); Hech. 15, 36-41 (Conflicto y separación de Pablo y Bernabé); Hech. 11, 1-18 (enfrentamiento Pedro-Comunidad de Jerusalén), etc.

    [43] Cf el apartado Injusticia e irreductible violencia  del capítulo diez.

    [44] Cf S. FREUD, Los actos obsesivos y las prácticas religiosas, 1907: G.W., VII, 121-139; O.C., II, 1337-1342; A. FITZ, Religoius and familial factors in the etiology of obsesive-compulsive disorder: A review. en "Psychology and Religion" 19 (1990) 141-ss.

    [45] Cf el apartado "La analogía de procesos" del capítulo 2. También se puede consultar el capítulo 8 de nuestra obra El psicoanálisis freudiano de la religión, Madrid 1991, 349-364.

    [46] A este respecto se puede consultar A. TORNOS, Acciones mágicas y sacramentos de fe, Madrid 1987 y la obra de G. HIERZENBERGER, Lo "mágico" en nuestra iglesia. Una aportación a la desmagización del cristianismo (Bilbao 1971), donde se repasan los elementos mágicos en cada uno de los siete sacramentos (82-188).

    [47] Sobre las implicaciones obsesivas que pueden presentarse en rezos de carácter repetitivos como los del Rosario Cf: M.P. CARROLL, Praying the Rosary: The Anal-Erotic Origins of a Popular Catholic Devotion: Journal for the Scientific Study of Religión 26 (1987) 486-498.

    [48] ib.: G.W., VII, 122; O.C., II, 1342

    [49] Cf J.M. CASTILLO, Símbolos de libertad. Teología de los sacramentos, Salamanca 1981, en particular el capítulo 5: Rito, magia y sacramento, 140-164. Cf también A. VERGOTE, ib., 129-146.

    [50] La invasión de la culpa en la liturgia eucarística es apreciable en la importante documentación recogida por P. JUNGMANN, El Sacrificio de la Misa, Madrid 1951. Cfr, especialmente 118-120. El gran olvido cometido por el "memorial" es puesto de relieve por J. Mª. CASTILLO, Donde no hay justicia no hay Eucaristía: Estudios Eclesiásticos, 52 (1977) 555-590.

    [51]  Cf R. FRANCO, Evolución de la doctrina y del rito de la penitencia en la obra colectiva Para renovar la penitencia y la confesión, Salamanca 1969, 121-136.

    [52]  Sobre el problema de la confesión sacramental se pueden consultar: A. TORNOS, Dificultades para confesarse hoy en "Sal terrae" 71 (1983) 663-674; L. LOPEZ YARTO, Cuando una confesión es sana y cuando patológica en "Sal terrae" 71 (1983) 727-730; F. MORANDI,Confessione psicoanalitica e confessione sacramentale en "Revista di Teologia Morale" XV (1983) 231-243;  SNOECK, A., Confesión y psicoanálisis, Madrid 1959; TORELLO, J.B., Psicoanálisis y confesión, Madrid 1963. Desde perspectivas exclusivamente teológicas o pastorales: D. FERNANDEZ, Dios ama y perdona sin condiciones. Posibilidad dogmática y conveniencia pastoral de la absolución general sin confesión privada, Bilbao 1989; E. ALIAGA, Penitencia en D. BOROBIO, La celebración en la Iglesia, vol. II, Sacramentos, Salamanca 1988, 437-496 y J. BURGALETA - M. VIDAL, Crítica pastoral del nuevo ritual, Madrid 1975.

    [53] Cf L. BEIRNAERT, La teoría psicoanalítica y el mal moral: Concilium, 56 (1970) 364-375. En este denso artículo se plantean las cuestiones que el psicoanálisis plantea al moralista con la radicalidad que tales cuestiones poseen y que suelen ser generalmente obviadas. No dudamos en calificar de fundamental este pequeño artículo. Igualmente se puede consultar R. SUBLON, Fonder l'éthique en psychanalyse, Paris 1982 y E. LOPEZ AZPITARTE, Fundamentación de la ética cristiana, Madrid 1991, 29-31.

    [54] Sobre las funciones de esta necesaria labor de examen y discernimiento dentro de una óptica ignaciana Cf nuestro trabajo El "mucho examinar": funciones y riesgo en "Manresa 62 (1990) 273-287. Desde una vertiente exclusivamente teológica Cf la excelente obra de J.Mª CASTILLO, El discernimiento cristiano, Salamanca 1984.

    [55] S. FREUD, El malestar en la cultura, 1930: G.W., XIV, 485; O.C., II, 3055.

    [56] Cf D. GARCIA REINOSO, Culpa e ideología en "Clínica y Análisis grupal" 5 (1977) 94-111. El autor trata de rescatar del olvido esta línea de investigación de FREUD en torno a la culpa y que implica una situación dialéctica: a mayor bondad más severidad en la "autoridad interna".

    [57] Cf J.Mª CASTILLO, El seguimiento de Jesús, Salamanca 1986, en particular 49-70. Sobre esta misma cuestión, Cf el apartado titulado Identificaciones y fantasmas grupales en el último capítulo dedicado al tema de los grupos. Allí se analizan los dos tipos diversos de identificación que están en la base de la imitación como espejo o del seguimiento.

    [58] Cf L. BEIRNAERT, el capítulo titulado  La moral sin pecado del doctor Hesnard en el volumen del mismo autor Experiencia cristiana y psicología, Barcelona 1969, 221-237.

    [59] En este sentido hay que hacer notar una vez más que la traducción española de las Obras Completas de Freud, excelente desde otros puntos de vista, comete un error cuando generalmente traduce el término freudiano de "trieb" por "instinto" en lugar de "pulsión". Freud utiliza el término alemán de "Instinkt" (instinto) sólo para referirse a determinados comportamientos del mundo animal fijado por la herencia y, por tanto, para destacar la vertiente biológica sobre la psíquica. En todos los demás casos emplea el término de "trieb" ("pulsión").

    [60] Cf M. MERLEAU PONTY, Fenomenología de la percepción, Barcelona 1975, 171-191. Sobre la interpretación psicoanalítica de la sexualidad, Cf S. FREUD, Tres ensayos para una teoría sexual,1905: G.W., 27-145; O.C., II, 1169-1237; La ilustración sexual del niño, 1907: G.W., VII, 17-28; O.C.,II, 1244-1248; La moral sexual "cultural"y la nerviosidad moderna, 1908: G.W., VII, 143-167; O.C., II, 1249-1261; Teorías sexuales infantiles, 1908: G.W., VII, 169-188; O.C., II, 1262-1271; Introducción al narcisismo, 1914: G.W. X, 43-113; O.C., II, 1895-1930; La organización genital infantil, 1923: G.W., XIII, 291-298; O.C., 2698-2700;  Un buen, aunque quizás excesivamente apretado, resumen de las teorías de Freud, M. Klein, W. Reich y J. Lacan lo encontramos en M. SIMON, Comprender la sexualidad hoy, Santander. Se pueden consultar también F. DUYCKAERTS, La formación del vínculo sexual, Madrid 1966. J.M. URIARTE, ofrece también una excelente síntesis de la visión psicoanalítica de la sexualidad en su trabajo: Ministerio sacerdotal y celibato en "Iglesia viva" 91-92 (1981) 47-79.

 

    [61] Al "mito de la sexualidad integrada" se refiere J.M. URIARTE en su excelente estudio antes citado, 57-58.

    [62] Efectivamente, Freud en los Tres ensayos... plantea el difícil problema del acceso a la integración pulsional desde la situación primera, que no duda en calificar como "perversa" y "polimorfa". Es decir, la sexualidad infantil se caracteriza por una búsqueda de placer al margen de lo genital y con independencia de los fines procreativos y, por otra parte, la sexualidad aparece también en la infancia multiplicada en toda una serie de pulsiones (denominadas "parciales") que, sólo difícilmente, alcanzan su plena integración. La represión de dicha pulsiones dará pie a la neurosis, mientras que la no integración en una organización última (que Freud denominará "genital"), daría lugar a la perversión.

    [63] La dependencia y la posesión se vendrían a corresponder con los modos de relación propios de las primeras etapas de la evolución libidinal. En la primera de ella, la "fase oral", el modo de relación personal se articula básicamente sobre la clave de ser "pecho" o "boca" frente al otro. El modo de relación con el otro como dominio y posesión estaría manifestando los modos de articularse una libido propia de la "fase anal", en la que los elementos sádicos y masoquistas juegan de un modo predominante.

    [64] Según hemos podido considerar en el capítulo sobre la oración, tampoco Dios debe proponerse como objeto total que vendría a colmar la aspiración última del deseo, para negar de este modo la condición de nuestra soledad. Los místicos, recordábamos allí, lo reconocieron mejor que nadie.

    [65] Cf el capítulo siete El Dios del niño y el Dios de Jesús, particularmente el apartado "La totalidad materna como trasfondo de la divinidad".

    [66] Cf R. BASTIDE, Sexualidad entre los primitivos en Estudios sobre sexualidad humana, Madrid 1967, 73-101; M. MEAD, Sexo y temperamento, Buenos Aires 19723; J.E.M. CENAC-MONCAUT, Histoire de l'amour dans I'antiquité chez les hebreux, les orientaux, les grecs et les romains, Paris 1962.

 

    [67] J. POHIER,  Au nom du Père, Paris 1972, 192.

 

    [68] Por ello no deja de sorprender tesis como las de C. JACOBELLI en su obra Risus Paschalis y el fundamento teológico del placer sexual (Barcelona 1991), en la que se pretende asignar a la sexualidad el carácter de un particular signo sagrado. La obra, que ha levantado una gran polémica de la que se han hecho cargo los medios de comunicación, parte de una tradición medieval en la que el sacerdote hacia reír a los fieles durante la celebración de la Misa Pascual mediante el relato y representación de ciertas obscenidades. A partir de aquí, la autora cree ver un signo del papel que la teología culta ha negado a la sexualidad como lugar privilegiado de la esencia de Dios, del hombre creado a su imagen y de la relación entre ambos. El peligro, sin embargo, radica a nuestro entender en atribuir a la sexualidad ese carácter de privilegio en el encuentro con Dios, siendo así que para los evangelios, como arriba indicamos, la sexualidad aparece como una realidad humana más, que no merece ni la condena ni la exaltación por parte de Dios.

    [69] Cf A. HUMBERT, Les péchés de sexualité dans le Nouveau Testament en "Studia Moralia" VIII (1970) 149-183, en especial, 182-183.

 

    [70] Así tenemos, por ejemplo, el caso del rabino Simeón Ben Azzal del siglo I, d. C., que por permanecer soltero hubo de soportar la acusación de que "predicaba bien pero no practicaba su predicación". Cf G. VERMES, Jesús el judío, Barcelona 1977, 108-109.

 

    [71] Hemos limitado estas reflexiones al tema de la sexualidad en los evangelios. Conscientemente hemos dejado de lado otros escritos del Nuevo Testamento en los que se dan cambios a veces importantes. Una vez más, sin embargo, habría que recordar ese criterio hermenéutico fundamental, según el cual, los textos evangélicos deben gozar de una primacía a la hora de evaluar e interpretar los restantes escritos del Nuevo Testamente.

    [72] Cf A. KOSNIK, La sexualidad humana. Nuevas perspectivas del pensamiento católico, Madrid 1978, 36-50. Allí se nos advierte cómo el concepto de "epithymia" en Pablo cambia de sentido por influencia estoica y es presentando como fruto del pecado. La aversión estoica por la "pasión" ha venido influyendo en el pensamiento ético cristiano desde los tiempos de San Pablo hasta nuestros días.

 

    [73] Cf W. REICH, The Murder of Christ, Rangeley 1953.

 

    [74] No es nuestra intención aquí presentar una panorámica general sobre los diversos modos en los que se puede vivir la sexualidad y, por tanto, adentrarnos en el complejo capítulo del sentido cristiano de la virginidad. Baste señalar que, efectivamente, la conducta de Jesús en este terreno se constituye en paradigma de toda vocación a la virginidad o al celibato. Ella estaría ilustrando de modo elocuente lo que el psicoanálisis ha designado como "sublimación"; es decir, como la posibilidad de vivir la sexualidad a partir de un cambio de sus objetos y fines. Esos objetos y fines "naturales" de la pulsión sexual (una persona con la que vivir el encuentro y una relación física con la que obtener placer) se sustituyen por unos objetos y fines que no son los propios y naturales sino ajenos y culturales: objetos socialmente valorados (arte, ciencia, religión...) y fines despojados de placer somático.

     La sublimación comporta muchas dificultades tanto de comprensión teórica como de ejercicio práctico en las que no vamos a entrar (sobre ellas hay información y bibliografía en nuestra obra El psicoanálisis freudiano de la religión, Madrid 1991, 359-364, 462-464). Por ello sorprende quizás la ligereza con la que, sobre todo en medios eclesiástico, se apela a este término. Una magnifica descripción de sus problemas y posibilidades en relación al celibato lo encontramos en el trabajo citado de J.M. URIARTE, 65-67 y 69-79. En el capítulo once ofreceremos en nota una bibliografía elemental sobre celibato y virginidad.

    [75] I. MAGLI, Gesú di Nazaret, tabu e transgressione, Milano 1982, 27-33.

    [76] D. COOPER, La muerte de la familia, Barcelona 1976, 9. Sobre la problemática psicosociológica de la familia se pueden consultar también: R.D. LAING, El cuestionamiento de la familia, Barcelona 1980; E. FROMM, HORKHEIMER, PARSONS, La familia, Barcelona 1970. N. CAPARROS, Crisis de la familia, Madrid 1977. J LACAN, La familia, Barcelona 1978; C. LÉVI-STRAUSS y otros, Problemas sobre el origen y la universalidad de la familia, Barcelona 1974; J. ROF CARBALLO, La familia, diálogo recuperable, Madrid 1976; BURGUIERE (Coord), Historia de la familia I y II, Madrid 1988; J.C. FLANDRIN, Orígenes de la familia moderna, Barcelona 1979; J. MARTINEZ CORTES, ¿Qué hacemos con la familia?, Madrid 1991.

    [77] Cf R.E. BROWN, El evangelio según San Juan, I-XII, Madrid 1979, 285; J. MATEOS - J. BARRETO,  El Evangelio de Juan, Madrid 1979, 150; R. SCHNACKENBURG, El evangelio según San Juan. I, Versión y comentario, Barcelona 1980, 369.

 

    [78] Cf E. FROMM, Autoridad y familia: Marxismo psicoanálisis y sexpol, 1. Documentos. Buenos Aires 1972; S. FERENCZI, S., Transfer et introjection, O.C., I 93-125.

 

    [79] F. DOLTO, L'évangile au risque de la psychanalyse, Paris 1977, 35-40.

 

    [80] F. ALBERONI, La amistad. Aproximación a uno de los más antiguos vínculos humanos, Barcelona 1985.

    [81] Cf K. RAHNER, Toleranz in der Kirche, Friburg 1977, 98-103. Ch. DUQUOC, Obediencia y libertad en la Iglesia en "Concilium" 159 (1980) 389-402. En el capítulo siguiente se ofrecerá una información bibliográfica más importante sobre el este tema.

    [82] Cf L. SWIDLER, Jesús y la dignidad de la mujer, Selecciones de Teología, 42 (1972) 121-125 y del mismo autor, Jesús era feminista, Madrid 1983. Este último  está precedido del ensayo de M. FRAIJO, Prolegómenos para una teología de la marginación.

    [83] Cf S. TUBERT, La sexualidad femenina y su construcción imaginaria, Barcelona 1988. En esta obra se ofrece una visión panorámica de las más importantes teorías psicoanalíticas sobre la mujer. Se pueden consultar también: C. CASTILLA DEL PINO, Cuatro ensayos sobre la mujer, Madrid 1971. J. CHASSEGUET SMIRGEL, La sexualidad femenina, Barcelona 1973; H. RUITENBEEK, The Male Myth, New York 1967; G. DEVEREUX, Mujer y Mito, México 1989; WATTS, A., Naturaleza, hombre y mujer, Barcelona 1989; M. DORNBUSCH - M.H. STROBER, Feminisme, children and the new Families, Sussex 1989; J. POCH -C. PLANAS, Algunos tópicos sociales sobre la femineidad. Aproximación psicoanalítica a través de los personajes de M. Rodoreda en VARIOS, Cine, novela, psicoanálisis, Barcelona 1990; A. DE MIGUEL, Sexo, mujer y natalidad en España, Madrid 1975.

    [84] Cf a este propósito los estudios citados de L. SWIDLER así como la obra de M. GARZONIO, Gesú e le donne, Milano 1990. Se pueden consultar también: P. TRIEBLE, Texts of terror Literary-Feminist Reading of Biblical Narratives, Philadelphia 1984; J.M. GONZALEZ RUIZ, Las mujer en la Biblia en "Communio" 4 (1982) 223-236 (todo el número está dedicado al tema de la mujer); A. DERMIENCE, Bible et féminisme en "Foi et Temps" 19 (1989) 544-ss.

    [85] Cf E. LOPEZ AZPITARTE, Moral del amor y de la sexualidad: Praxis cristiana 2. Opción por la vida y el amor. Madrid 1981, 469.

    [86] En estos términos se analiza la condición de la mujer en la obra de I. MAGLI, tanto en el estudio citado sobre Jesús de Nazaret como en el que realiza en la obra La Madonna, Milano 1987.

    [87] Cf FREUD, S., El tabú de la virginidad, 1918: G.W. XII, 161-180; O.C., III, 2442-2443.

    [88] Cf F. DOLTO, ib., 105-123; L. SWIDLER, ib., 123.

    [89] Sobre todos estos aspectos se centra I. MAGLI en su obra citada La Madonna. Se pasa revista a los datos neo-testamentarios sobre María para pasar al análisis de lo que ha sido la construcción cultural de la Virgen como modelo de mujer. Un estudio de las apariciones marianas y de sus imágenes en el arte concluyen esta obra interesante. Se puede consultar también el estudio de M. FRAIJO, "Evangelio de la Virgen María y María Magdalena en L. SWIDLER, ib., así como VARIOS, María y la mujer en "Vida religiosa" 64 (1988).

    [90] Cf JONES, E., Psycho-Analysis and the Christian Religion; The Significance of Christmas; The Madonna's Conception through the Ear; Psycho-Myth, Psycho-History, II, New York 1974, 198-210; 212-223; 256-266.

    [91] Cf J. RATZINGER, - H. VON BALTHASAR, Marie, première Eglise, Paris 1981, 74-ss.

     El lugar que Jesús designa para la mujer en la construcción del Reino de Dios conduce, sin duda, a plantear la cuestión del papel que ha ocupado y ocupa la mujer dentro de la Iglesia. Sobre ello la bibliografía es abundante en la actualidad. Dentro de ella se podrían destacar los siguientes estudios: M. PINTOS, La mujer en la Iglesia, J. LANG, Ministros de la gracia, Madrid 1990; DERMIENCE, A., Eglise et féminisme: 1975-1987 en "Foi et Temps" 19 (1989) 99-116; VARIOS, La mujer en "CONCILIUM" 214 (1987); VARIOS, La mujer, realidad y promesa en "Moralia 11" (1989) 151-272; VARIOS, Mujeres en un mundo masculino en "Iglesia viva" 121 (1986); C. AMOROS, Cristianismo y cultura patriarcal ; R. AGUIRRE La mujer en el cristianismo primitivo "Iglesia viva" 126 (1986) 495-511 y 513-545 y VARIOS; Mujer y cristianismo en "Iglesia Viva" 126 (1986).

    [92] Cf J.M. CASTILLO, El discernimiento cristiano, Salamanca 1983, en especial, 150-155.

    [93] Cf J. POHIER, Au nom du Père, Paris 1972, 177-8. Sobre las dimensiones educativas en torno al placer: C. DOMINGUEZ MORANO, Niño y sexo: el placer como valor en "Diálogo-familia-colegio" 95 (1979) 10-17.

    [94] Cf nota 10 de este mismo capítulo.

    [95] Valga como ejemplo que, según una Encuesta del Instituto Nacional de la Juventud en 1986, el 50% de los jóvenes españoles entre los 16 y los 18 años han tenido una relación sexual completa y el 94% entre los 15 y 29 años han tenido algún tipo de experiencia sexual. El 56% de ellos llegaron a las relaciones sexuales completas con el otro sexo. Cf también C. MALO DE MOLINA, La conducta sexual de los españoles, Barcelona 1988; VARIOS, Cambio social y nueva conducta sexual en "Pastoral Misionera" 6-7 (1978); Sexualidad y educación en "Misión joven 146 (1989)

    [96] Si un matrimonio en el siglo pasado duraba unos 30 años, de los cuales su mayor parte estaban dedicados a la procreación y crianza de unos 6 hijos, que era más o menos la media, actualmente un matrimonio puede durante fácilmente 50 o 60 años, de los cuales sólo unos pocos estarán ocupados por los temas de la procreación y cuidado de los hijos, ya que la media en muchos de los países de nuestra sociedad occidental viene a ser de dos o tres (entre otras razones por el enorme descenso de la mortandad infantil). La vida de la pareja cambia. Los temas concernientes a la procreación ha pasado inevitablemente a un segundo plano.

     Sobre todo este tema, aportando gran cantidad de datos e información, se extiende J. POHIER en su obra Dieu fractures, Paris 1985, 246-252.

    [97] Cf particularmente la obra de J.B. WOLMANN - J. MONEY, Handbook oh Human Sexuality, New Jersey 1980; J. MONEY - A.T. EHRHARDT, Desarrollo de la sexualidad humana, Madrid 1982; F.E. BEACH, Conducta sexual, Barcelona 1969.

    [98] Cf B. MALINOWSKI, La sexualité et sa repression dans les sociétés primitivies, Paris 1967; M. MEAD, ib.; R. BASTIDE, ib.; Cl. LÉVI-STRAUSS, Las estructuras elementales del parentesco, Buenos Aires 1969.

    [99] Cf F. ENGELS, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Madrid 1976; J. CHEVERNY, Sexologie de l'Occidente, Paris 1976, así como las obras de D. COOPER y R. LAING citadas en la nota 19.

    [100] Cf W. REICH, La revolución sexual, Paris 1975 (esta edición castellana no era posible publivarla en la España de aquellos años); La función del orgasmo, Buenos Aires 1972,  Sobre la obra del patrón de la "Revolución sexual" se puede consultar L. MARCHI, W. Reich. Biografía de una idea, Buenos Aires 1973. En línea parecida, la obra de H. MARCUSE Eros y civilización, Barcelona 1968, causó también un fortísimo impacto entre las juventudes estudiantes de los años 60.

    [101] Cf J.J. TOHARIA, Cambios recientes en la sociedad española, Madrid 1987, 57.

    [102] Cf J. POHIER, ib., 226-246.

    [103] Cf ib., 211-212. Esta teoría, impuesta en moral desde finales del XVI, no es tal como podríamos pensar, algo totalmente superado. En los días en los que esto se escribe, en un colegio de religiosos no especialmente marcado por su conservadurismo (en opinión de algunos, al contrario) a los chicos de 7º de E.G.B. se les está enseñando textualmente esta doctrina en unos apuntes fotocopiados para su aprendizaje.

    [104] Especialmente insiste en estas ideas en el citado ensayo Recherches sur le fondements de la morale sexuelle chrétienne dentro de la obra Au nom du Père, Paris 1972, 171-223. Estas sabias intuiciones de este autor (del que somos deudor no sólo en relación a sus obras sino también a su enseñanza oral) son anteriores a su obra Quand je dis Dieu, que, como sabemos, le ocasionó una dura sanción por parte de la Jerarquía Eclesiástica. Sobre lo que ello le supuso personalmente disponemos de una amplia información en su también citada obra Dieu fractures.

    [105]    [105] Baste recordar K. RHANER, Toleranz in der Kirche, Friburg 1977; A. MÜLLER, El problema de la obediencia en la Iglesia, Madrid 1970; Ch. DUQUOC, Obediencia y libertad en la Iglesia en "Concilium" 159 (1980) 389-402 o el número titulado Obedecer y ser libres en la Iglesia de la revista "Sal Terrae" 78 (1990) con trabajos de J.I. GONZALEZ FAUS, J.A. ESTRADA, J.M. LABOA y del mismo DUQUOC, Ch.

    [106] Cf J.M. LEVINE - M.A. PAVELCHAK, Conformidad y obediencia en S. MOSCOVICI, Psicología Social, vol. 1, Barcelona 1985, 62.

    [107] H.B. ENGLISH - A.CH. ENGLISH, Diccionario de Psicología y psicoanálisis, Buenos Aires 1977, s.v. Obediencia.

    [108] La naturaleza del conformismo ha sido estudiada particularmente por el psicólogo social S.E. ASCH, en su trabajo Studies of independence and Conformity: en "Psychol. Monogr." 70 (1956), 416-ss. Sobre el mismo tema nos informa también S.E. ASCH en Social Psychology, New Jersey 1952.

    [109] Cf N. TINBERGEN, Social Behavior in Animals, London 1953 y P. MARLER, Mechanisms of Animal Behavior, New York 1967.

    [110] Cf a este respecto las importantes anotaciones que hacen S. LEBOVICI y M. SOULÉ, en su obra El conocimiento del niño a través del psicoanálisis, México 1973, particularmente en el capítulo titulado Las bases de la autoridad e Indulgencia y privación, 325-331; Cf también F. BOURRICAUD, Esquisse d'une théorie de l'autorité, Paris 1961      o la obra en tres volúmenes de la psicoanalista francesa F. DOLTO, Tener hijos, especialmente el primer volumen, ¿Niños agresivos o niños agredidos?, Barcelona 1981-1982.

    [111] Cf S. FREUD, El porvenir de la terapia psicoanalítica, 1910: G.W., VIII, 109; O.C., II, 1567. 

    [112] Lecciones introductorias al psicoanálisis, 1916-17: G.W., X, 2;  O.C., II 2125.

    [113] Bilbao, 1979.

    [114] Cf ib., 25-34.

    [115] Ib., 63.

    [116] Cf J.M. LEVINE - M.A. PAVELCHAK, ib.,  41-70.

    [117] Cf S. MILGRAM, ib., 168-175.

    [118] Cf a este respecto el esquema de desarrollo que nos ofrece E. ERIKSON, en su obra ya clásica Chilhood and Society, New York 1950, particularmente en el cap. 7 Eight ages of man, 239-266. Sus relaciones con el tema de la obediencia las expone J. DOMINIAN, La autoridad, Barcelona 1979, 53-63.

    [119] Cf O. FENICHEL, Teoría psicoanalítica de las neurosis, Buenos Aires 1957, 59-63.

    [120] M.J. GARCIA CALLADO, Falseamientos de la libertad y la obediencia en "Sal Terrae" 78 (1990) 305.

    [121] "Los argumentos que no tienen por corolario el hecho de emanar de personas amadas, no ejercen ni han ejercido jamás la menor influencia en la vida de la mayor parte de los humanos" nos dice Freud en las Lecciones introductorias al psicoanálisis, 1916-1917: G.W., XI, 463; O.C., II, 2400.

    [122] S. FREUD, Tres ensayos para una teoría sexual, 1905: G.W., V, 49-50; O.C., II, 1181.

    [123] Cf S. FREUD, La novela familiar del neurótico, 1909: G.W., VII, 228; O.C., II, 1361.

    [124] S. FREUD, Premio Goethe, 1930: G.W., XIV, 296; O.C., III, 3071.

    [125] S. FREUD, Dostoyevski y el parricidio, 1928:  G.W. XIV; 397-8, 411; O.C., III, 3004 y 3011.

    [126] S. FREUD, Un recuerdo infantil de Leonardo de Vinci, 1910: G.W., 195;  O.C., II, 1611.

    [127] Uno de los motivos que Freud analiza como fuente de eterna rebeldía frente a la autoridad es el de la reacción al engaño en materia sexual y el de la intimidación religiosa ejercida con frecuencia sobre los niños. Cf La ilustración sexual infantil, 1907. G.W., VII, 25; O.C., II, 1247.

    [128] En este sentido Freud afirma que "existe cierta clase de neuróticos cuyo estado se halla evidentemente condicionado por el fracaso ante dicha tarea(de liberación de la autoridad de sus padres) La novela familiar del neurótico, 1909: G.W., VII, 228, O.C., II, 1361. Esa liberación de los padres que se lleva a cabo particularmente durante el período de la adolescencia es la que, según Freud, crea la contradicción de la nueva generación con respecto a la antigua tan necesaria para el progreso de la civilización. Cf Tres ensayos para una teoría sexual, 1905: G.W., V, 126-127;  O.C., II, 1227 y Lecciones introductorias al psicoanálisis, 1916-1917: G.W., XI, 349; O.C., II, 2332-3.

    [129] Cf L. BEIRNAERT, Note sur l'autorité de l'autorité en Aux frontières de l'acte analytique, Paris 1987, 112-115.

    [130] S. FREUD, Moisés y la religión monoteísta, 1938: G.W., XVI, 217;  O.C., III, 3307.

    [131] Los rasgos más importantes que se señalan en este tipo de personalidad son los siguientes: 1. En sus funciones cognitivas presentan una tendencia a la rigidez y hacia la pobreza de ideas. Suelen ser personas menos inteligentes. 2. En cuanto al funcionamiento motivacional y emotivo los conformistas muestran menos fuerza en el Yo y en su capacidad para resistir el stress. Presentan un mayor grado de ansiedad. 3. En la imagen de sí mismos padecen sentimientos de inferioridad. En general son menos intuitivos y menos realistas a la hora de evaluar la imagen de sí mismos. 4. En sus relaciones interpersonales suelen angustiarse más ante los otros. Son más pasivos, más propensos a la sugestión y, en general, dependen en mayor grado del prójimo, mientras que simultáneamente se sienten más preocupados y reticentes frente a sus semejantes. 5. En el campo de las actitudes y valores, las personas conformistas se inclinan hacia actitudes moralistas y valores de tipo tradicionalistas con una baja tolerancia a la ambigüedad en estos terrenos. La conclusión del estudio que citamos es que la conformidad se relaciona con factores de personalidad duraderos. Cf R.S. CRUTCHFIELD, The measurement of individual conformity to group opinion among offcier personnel, Berkeley 1954. De este estudio se ofrece un resumen en D. KRECH - R.S. CRUTCHFIELD - E. BALLACHEY, Psicología social, Madrid 1972, 533-534.

    [132] Cf en este sentido el texto ya citado de Freud El porvenir de la terapia psicoanalítica, 1910: G.W., VIII, 109; O.C., II, 1567.

    [133] Cf FREUD, S., Psicología de las masas y análisis del Yo, 1921: G.W., XIII, 71-161; O.C., III, 2563-2610, especialmente 129-144; 2592-2600.

    [134] FREUD, S., El gran hombre en Moisés y la religión monoteísta, 1938: G.W., XVI, 214-218; O.C., III, 3305-3308.

    [135] Cf H.L. ANSBACHER, Attitudes of German prisoners of war: a study of the dynamic of national-socialistic followership en "Psychol. Monogr." 62 (1948). Las Escuela de Frankfurt, como sabemos, se ha ocupado también ampliamente de analizar las condiciones psico-sociales del surgimiento nazi. Sobre ello vendremos más adelante.

    [136] S. MILGRAM, ib., 153.

    [137]A.A. SCHÜTZENBERGER,  Diccionario de técnicas de grupo, Salamanca 1974, s.v. autoridad. N. SILLAMY, la define como influencia ejercida sobre los otros para obtener de ellos una conducta determinada. El autoritarismo vendría a suceder cuando un sujeto presenta la actitud de imponer su voluntad a otro sin sufrir ningún tipo de contradicción. Cf Dictionnaire de Psychologie, Paris 1980, vol. I, s.v. autorité y autoritarisme.

    [138] P. GALIMARD, Les tentations de l'autorité EN "Le Supplement" 16 (1963) 5-19.

    [139] En ello ha insistido N. USCATESCU, en su trabajo titulado: El poder: del narcisismo a la violencia: Verbo 285-6 (1990) 667-684.

    [140] Cf TH. W. ADORNO,  Studies in the Authoritarian Personality, Gesammelte Schriften, 9, 1, 145-509, especialmente las páginas 474-ss (The authoritarian Syndrome).

    [141] Cf E. FROMM, El miedo a la libertad, Barcelona 1982, 192.

    [142] Cf ib., todo el capítulo titulado El autoritarismo, 166-203. Sobre el mismo tema recaen los análisis de E. Fromm en el trabajo Autoridad y familia que aparecen en el vol. 1 de Marxismo, psicoanálisis y sexpol, Buenos Aires 1972. En el estudio crítico de CAPARROS, A., El carácter social según E. Fromm, se analiza el carácter autoritario en las páginas 127-155.

    [143] Sobre ello insiste también TH. W. ADORNO, ib., 477.

    [144] Cf E. MOUNIER, Traité du caractère, Paris 1947, 527-528; E. FROMM, ib., 185-186.

    [145] Cf J. RIVIERE - M. KLEIN, Amor, odio y reparación, en M. KLEIN, O.C., VI, 126-127.

    [146] Cf O. FENICHEL, Teoría psicoanalítica de las neurosis, Buenos Aires 1957, 639-640.

    [147] Sobre ello ya se pronunció FREUD muy tempranamente en su correspondencia con W. Fließ. Cfr el Manuscrito N del 31 de mayo de 1897, Sigmund Freud Briefe an Wilherlm Fließ (Ungekürzte Ausgabe), Frankfurt 1986, 269; Los orígenes del psicoanálisis: O.C., III, 3573. La edición completa de esta correspondencia (que no se dió a conocer hasta 1986) no aparece en la edición española de las Obras Completas.

    [148] Son otras tentaciones analizadas por P. GALIMARD en el estudio anteriormente citado. Sobre ellas se detiene también A. ALSTEENS en la obra coordinada por R. HOSTIE, La communauté: relation de personnes, Paris 1967.

    [149] O. FENICHEL, ib., 628.

    [150] Cf P. LEGENDRE, L'Amour du censeur, essais sur l'ordre dogmatique, Paris 1974.

    [151] Cf E. FROMM, Autoridad y familia: Marxismo, psicoanálisis y sexpol, 1. Documentos,Buenos Aires 1972, 218-219.

    [152] J.I. GONZALES FAUS,  La autoridad en Jesús en "Sal Terrae" 78 (1990) 247.

    [153] Cf J. DOMINIAN, ib., 121-122. El autor insiste en que la educación en el sentido de la igualdad no significa caer en la ideología de la imposible igualdad absoluta. La igualdad de la valía personal reconoce las diferencias de capacidades físicas, intelectuales, emotivas, etc...

    [154] La obra de G. MENDEL, La révolte contre le père, constituyó como sabemos, un núcleo de ideas que se manejó de modo constante en la efervescente década de los sesenta. Sobre ella reflexiona J.  ROF CARBALLO, en Violencia y ternura, Madrid 1987 (reimpresión), 323-327.

    [155] Cf en este sentido el estudio de J.Mª LABOA, Los cristianos incómodos EN "Sal Terrae" 78 (1990) 291-302.

    [156] Cf L. COENEN - E. BEYREUTTHER - H. BIETENHARD, Diccionario Teológico del Nuevo Testamento, Salamanca 1983, Vol. III, s.v. oir y Dictionnaire de Spiritualité, vol. XI,  s.v. obéissance.

    [157] Cf en este sentido los excelentes estudios de J.A. ESTRADA DIAZ, La Iglesia: identidad y cambio, Madrid 1985, particularmente las páginas 53-97; Del misterio de la Iglesia al pueblo de Dios, Salamanca 1988 y La identidad de los laicos, Madrid 1990. Un resumen de las ideas más importantes que conciernen al tema que tocamos lo encontramos en el trabajo De la dependencia a la libertad: un cambio de espiritualidad en "Sal Terrae" 78 (1990) 269-276.

    [158] J.I. GONZALEZ FAUS, ib., 265.

    [159] DOMINIAN, J., Ibíd., 130.

    [160] Cf J:Mª LABOA,  Los cristianos incómodos en "Sal Terrae" 78 (1990) 291-302.

    [161] C. CABARRUS, La obediencia como problema latinoamericano en "Cuadernos de Espiritualidad" 52 (1990) 32-44.

    [162] J. DOMINIAN, ib., 131-132.

    [163] Cf E. DREWERMANN, Kleriker, Psychogramm eines Ideal, parte III, c) Gehorsam and Demut oder Konflikte der analität, Olten und Freiburg 1990, 426-479.

    [164] Sobre esta identificación de la voluntad de Dios hay que recordar el excelente estudio de R. FRANCO, Sobre la genealogía de la obediencia religiosa: Proyección 30 (1983) 3-21.

    [165] Cf J. BOADA, Método histórico-crítico, psicología profunda y revelación. Una aproximación a Eugen Drewermann en "Actualidad Bibliográfica" 53 (1990) 5-32.

    [166] Cf los estudios citados de J.A. ESTRADA DIAZ, J.Mª LABOA, J. DOMINIAN, etc...

    [167] Parece evidente que ese voto de obediencia no encuentra, por las razones arriba indicadas, el mismo respaldo evangélico que la pobreza o la castidad. Y a este mismo respecto resulta también significativo que San Ignacio y sus primeros compañeros tuviesen desde muy pronto claridad sobre los votos de pobreza y castidad y que, sin embargo, al voto de obediencia sólo llegasen a partir de una compleja deliberación posterior. Cf M. SALES, Note sur l'eclésiologie des Constitutions de la Compagnie de Jesus en "Cahiers de Spiritualité Ignatienne" 7 (1983) 227-252.

    [168] Cf R. FRANCO, ib., 17-21. San Ignacio, efectivamente, que ha pasado por ser el gran maestro sobre el voto de obediencia religiosa, tuvo siempre una conciencia clarísima de esta necesidad del discernimiento previo como expresión de la propia responsabilidad y autonomía. Ese discernimiento le condujo además en determinados momentos a mostrar decididamente su discrepancia con los deseos de la autoridad papal, como cuando ésta pretendió convertir en Cardenales a Francisco de Borja o a Laynez. Consideraba San Ignacio que el mismo Espíritu que, por unas razones, podía mover al Papa en esa dirección, le podía mover a él hacia la contraria, por razones diversas. Desde ahí, se sintió movido además para hacer "todo el ruido posible" con el objeto de que "el mundo pudiera entender como la Compañía acepta esas cosas", dado que, últimamente, se terminara imponiendo la voluntad papal (Fontes Narrativi, II, 372). Es evidente que tantos equívocos como han nacido en la interpretación de la obediencia ignaciana no hubieran tenido lugar si se hubiese prestado atención a la praxis de gobierno y obediencia seguidas por San Ignacio.

    [169] Sobre el origen de la consideración de la voz del Superior como la voz de Dios, Cf el citado trabajo de R. FRANCO.

    [170] En la distinción freudiana entre una libido narcisista o una libido objetal, el enamoramiento vendría a ser la mejor ilustración de la dinámica de "elección de objeto". La locura, por el contrario, ilustraría, mejor que ninguna otra situación humana, la posición extrema de libido narcisista. Cf S. FREUD, Introducción  al narcisismo, 1914:G.W., X, 137-170;  O.C., II, 2017-2038.

    [171] J.M., KEYNES, Essays in Persuasion,   London 1931, 369.

 

    [172] Cf S. FERENCZI, Ontogénesisis del interés por el dinero, 1914, Psicoanálisis, II, Madrid 1981, 187.

 

    [173] Cf a este respecto S. FREUD, La iniciación del tratamiento, 1913:  G.W., VIII, 464; O.C., II, 1666.

 

    [174] La llamada fase anal o fase anal-sádica constituye la segunda fase de la evolución libidinal infantil y se caracteriza por una organización de la libido bajo la primacía de la zona erógena anal. La función fisiológica de la defecación, en su doble polaridad de expulsión-retención, se establece como paradigma de relación con los objetos. Cf J. LAPLANCHE - J.B. PONTALIS, Diccionario de Psicoanálisis, Barcelona 1971, s.v. fase anal-sádica.

 

    [175] S. FREUD, Briefe an Wilhelm Fliß (Ungekürzte Ausgabe), Frankfurt 1986, 239;  Los orígenes del psicoanálisis, O.C., III, 3560-3561. Como hemos indicado con anterioridad esta correspondencia no aparece de modo completo en la edición española de las obras de Freud.

 

    [176] Cf S. FREUD, El carácter y el erotismo anal, 1908: G.W., VII, 203-209; O.C., II, 1355-1357; Prólogo para un libro de John Gregory Bourke, 1913: G.W., X, 453-455; O.C., II, 1940; Sobre las transformaciones de los instintos y especialmente del erotismo anal, 1917: G.W., X, 401-410; O.C., II, 2035-2036; Lecciones introductorias al psicoanálisis, 1916-17: G.W. XI, 325-6, 400; O.C., II, 2319, 2363; Nuevas lecciones introductorias al psicoanálisis, 1932: G.W. XV, 106-107; O.C., III, 3157-3158.

 

    [177] Cf S. FREUD, El carácter y el erotismo anal, 1908: G.W., VII, 205; O.C., II, 1356.

 

    [178] Cf S. FREUD, Sobre las transformaciones de los instintos y especialmente del erotismo anal, 1917: G.W., X, 401-410; O.C., II, 2035-2036.

    [179] Cf S. FERENCZI, ib., 184-188,

 

    [180] Cf a este respecto los abundantes datos y bibliografía que proporciona el psicoanalista E. JONES, en sus estudios Traits de caractère se rattachant a l'erotisme anal, 1919 y La théorie du symbolisme, 1916 en Théorie et pratique de la psychanalyse, Paris 1969, 117 y 387-390; así como en el titulado The symbolic significance of salt, 1912 en Psycho-Myth, Psycho-History, II New York 1974, 22-109.

 

    [181] Cf J.E. CIRLOT, Diccionario de símbolos, Barcelona 1968, s.v. excremento; J. CHEVALIER - A. GHEERBRANT, Diccionario de los símbolos, Barcelona 1986, s.v. heces.

 

    [182] Cf la obra de J. G.BOURKES, prologada por Freud Der Unrat in Sitte, Brauch, Glauben und Gewohnheitsrecht der Wölker, Leipzig 1913. Cf igualmente M. MEAD, Sexo y temperamento, Buenos Aires 1972, 28; N. BROWN, Eros y tanatos, México 1967, 349-350.

 

    [183] Cf O. FENICHEL, Teoría psicoanalítica de las neurosis, Buenos Aires 1973, 318-324.

 

    [184] Cf K. ABRAHAM, Prodigalité et crise d'angoisse, 1916, O.C., II, 80-82. También Freud nos da cuenta de los mismos ataques repentinos de tacañería o prodigalidad en el famoso caso del hombre de los lobos. Cf, Historia de una neurosis infantil, 1918: G.W., XII, 103, O.C., II, 1980.

 

    [185] E. FROMM, Ser o tener, México 1978, 110.

 

    [186] La fase oral, como hemos indicado en otro lugar, se corresponde con el primer estadio de la evolución libidinal. En ella el placer sexual está ligado a la excitación de la cavidad bucal y de los labios. La fase fálica sigue a la fase anal y se caracteriza por la primacía de lo genital. Cf J. LAPLANCE - J.B.PONTALIS, ib., s.v. fase oral y fase fálica.

 

    [187]  Cf Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, Madrid 1956, 113-ss.

 

    [188] Norman Brown nos ha hecho caer en la cuenta de las connotaciones de carácter genital y edípicas que Freud asigna también a los contenidos anales cuando relaciona los excrementos no sólo con la categoría dinero o regalo sino también con las de pene o niño. Cf N. BROWN, ib., 334-340.

 

    [189] Cf O. FENICHEL, ib., 544-545.

 

    [190] Cf P. RICOEUR, Freud una interpretación de la cultura, México 1970, 441-450.

 

    [191] Cf O. FENICHEL, ib., 545. En línea parecida se inscriben las ideas de E. Fromm sobre el "carácter social" a las que, en este terreno que analizmos, habría que conceder un valor que difícilmente puede mantener en otras áreas de su interpretación. Cf CAPARROS, A., El carácter social según E. Fromm, Salamanca 1975.

    [192] La investigación (ICP/ Research) fue publicada por la revista CAMBIO 16 del 30 de abril de 1990.

 

    [193] Cf K. HORNEY, La personalidad neurótica de nuestro tiempo, en especial el capítulo X: El afán de poderío, fama y posesión, Barcelona 1985, 110-117.

 

    [194]  El psicoanálisis de E. Fromm y de los llamados "culturalistas" (K. Horney,  H.S. Sullivan...) intenta, como sabemos, llevar a cabo una revisión importante del psicoanálisis freudiano. Se distingue, entonces, lo que hay que considerar "esencial" de lo que parece "accidental" en el pensamiento de Freud. A partir de ese planteamiento, se emprenden importantes modificaciones de la metapsicología freudiana, tales como son la de una nueva valoración del Yo frente al Ello y Superyó, la de una disminución del papel atribuido por Freud a la libido y a las zonas erógenas así como la de una relativización de las pulsiones de muerte y de los planteamientos freudianos concernientes al complejo de Edipo. Frente a todo ello, el papel del medio ambiente socio-cultural se enfatiza de modo importante en orden a la interpretación de los mecanismos represivos o sublimatorios. El Yo y el medio ambiente cobran así una relevancia que parece atenuar de modo considerable el papel de lo Inconsciente. La "metapsicología" (término que creó Freud para designar la psicología que se sitúa más allá de la esfera de la conciencia) queda en gran parte reducida a una "psicología del Yo" en un contexto fuertemente sociológico.

     Herbert Marcuse ha sido despiadado en su análisis crítico de los culturalistas en unas lúcidas páginas finales de su obra Eros y civilización (Barcelona 1968, 219-250). Allí ha señalado, que la crítica que de él han realizado los culturalistas a propósito del supuesto biologísmo de Freud, supone una mutilación que, finalmente, conduce  "a la tradicional devaluación de la esfera de las necesidades materiales en favor de las espirituales". El psicoanálisis se desliza así hacia una esfera que no le corresponde: a la de la ética y la religión.

     Sobre todas estas cuestiones nos hemos detenido en un trabajo titulado Psicoanálisis y antropología de la religión en Andalucía que, dentro de una obra colectiva sobre Religión y fiesta popular en Andalucía, se encuentra en fase de publicación.

 

 

    [195] Cf E. FROMM, Psicoanálisis de la sociedad contemporánea, 113-118 y Ser o tener, 43 y 105-ss. Se puede consultar también: P.M. LAMET, La fiebre del oro y el hombre "Light" en "Sal Terrae" 78 (1990) 425-433; VARIOS, Sociedad de Consumo, mesa redonda en el  Congreso de Teología, Madrid 1990 en "Evangelio y Liberación" 163-170.

    [196] Cf H. MARCUSE, La idea de progreso a la luz del psicoanálisis, en Freud en la actualidad, Barcelona 1971, 552-572.

 

    [197] N. BROWN, ib., 304.

 

    [198] Un análisis exegético  de la sentencia bíblica lo tenemos en J.J. BARTOLOME, Jesús ante el dinero. "Nadie puede servir a dos señores" en "Sal Terrae" 78 (1990) 449-459.

    [199] Esto último, evidentemente, no quiere decir que de hecho no puedan tener lugar ambivalencias y ambigüedades también en este terreno. Tampoco aquí podemos caer en la tentación de las totalidades maniqueas. Tampoco en este campo la conversión estará nunca plenamente realizada. Pero al mismo tiempo, parece también claro que esas ambivalencia y ambigüedades han de ser concienciadas y reconocidas como tales y que las metas y objetivos no deben oscurecerse con falsos mecanismos de racionalización. Hay que saber dónde se está y dónde no se está.

     En este sentido se podría decir que aquellos "diez mil ducados" que S. Ignacio propone a la consideración del ejercitante en la meditación de los "tres binarios de hombres" obligan a posicionarse. En el texto de los Ejercicios Espirituales, S. Ignacio intenta, como sabemos, desentrañar la dinámica interna del ejercitante mediante la consideración de tres sujetos (los tres "binarios") que se encuentran en situación de optar o no por Dios en sus vidas. En el ejemplo propuesto, la alternativa a Dios son "diez mil ducado". El primero de ellos parece haber optado por el dinero como señor, por ello no se esfuerza en ningún tipo de cambio. El tercero opta decidicamente por Dios como único señor y, desde ahí, gana su libertad. Pero el segundo "binario", mediante una evidente racionalización, pretende servir a dos señores a la vez. Ignacio plantea la gravedad del asunto considerando que se da con ello un intento de manipulación de Dios. Cf Ejercicios Espirituales (149-156). Sobre el texto se puede consultar también nuestro comentario en el trabajo Ordenación de la afectividad y mecanismo de defensa en C. ALEMANY - J.A. GARCIA MONGE, Psicología y Ejercicios Ignaciano, Bilbao-Santander 1991, vol. 1, 109-140.

    [200] La etimología del término no es clara. Parece referirse a la idea de "depósito" "provisión". Pero en boca de Jesús parece adquirir ese carácter idolátrico en cuanto que remite a un lugar que se constituye como seguridad de la existencia. Cf H.P. RÜGER, "Mamônâs", ZNW (1973) 127-131.

    [201] Cf J. JEREMIAS, Abba y el mensaje central del Nuevo Testamento, Salamanca 1981.

    [202] Sobre el sentido de la primera bienaventuranza Cf el excelente estudio de F. CAMACHO, La proclama del reino. Análisis semántico y comentario exegético de las Bienaventuranzas de Mateo, Madrid 1987, 59-60, 108-111, 124-140.

    [203] En este sentido se podría recordar también la meditación ignaciana de los tres "binarios". El tercero de ellos, expresión de la libertad para el servicio a Dios, "no le tiene afección a tener la cosa acquisita o no la tener" (EE.EE. 155). Por paradójico que pueda parecer, existe la posibilidad, efectivamente, de una "afección a no tener", como expresión de conflictos internos no concientizados y no como expresión de una libertad interior respecto a los objetos.

    [204] K. RAHNER, Marginales sobre la pobreza y la obediencia, Barcelona 1962. En estas mismas páginas Rahner hace una serie de observaciones muy pertinentes sobre la pobreza en la vida religiosa. Una orden rica, nos dice, no puede tener miembros pobres, sino miembros dependientes de la comunidad total. Pero ni la dependencia en la posesión de bienes materiales, ni el concepto jurídico de falta de propiedad privada hacen a un hombre "pobre". Es un hombre económicamente dependiente, lo que puede tener su sentido ascético muy respetable, pero ello no equivale a pobreza (cfr. 74-105).

    [205] El mismo contenido de la pobreza evangélica sabemos que es interdependiente de las condiciones económicas de nuestro tiempo. Por ello, se puede afirmar con toda razón que el voto de pobreza viene a ser el más determinado socialmente y que lo que en otro tiempo podía considerarse como signo de pobreza evangélica, hoy día, en nuestras sociedades occidentales se convierte fácilmente en un anti-signo. Así ha ocurrido, por ejemplo, con el comportamiento de mendicidad. La pobreza hoy resulta inseparable de un compromiso radical en la lucha contra injusticia y de la creación de un signo relevante frente al consumismo de nuestras sociedades occidentales. Así lo vio la Congregación General XXXI de la Compañía de Jesús en su decreto sobre la pobreza: Decreto 12, 3-5.

    [206] Cf el apartado El pecado, el amor y la muerte del capítulo siete. J. VIVES se refiere a ambos modos de entender la salvación y su repercusión a la hora de pensar la relación del cristiano con el dinero en su ponencia sobre Jesús y el cristianismo primitivo ante las estructuras económicas de su tiempo tenida en el X Congreso de Teología de Madrid (septiembre 1990) bajo el tema general de "Dios o el dinero". Las actas del Congreso fueron publicadas por el Centro Evangelio y Liberación, Madrid 1990. Vives nos hace recordar la influencia de autores como A. Harnack, E. Graesser o, incluso, R. Schnackenburg en una comprensión de la salvación como relación individual del hombre con Dios al margen de toda incidencia social y emprende luego una acertada crítica de estas posiciones.

    [207] Cf K. RAHNER, ib., 68.

    [208] No entramos aquí en la ya tópica problemática sobre si el cristianismo es o no una religión. Asumimos el concepto de religión generalmente empleado por la fenomenología y la sociología y, desde ahí, entendemos que el cristianismo, al poner en juego elementos de orden trascendente y sobrenatural, es también una religión, por más que, en aspectos muy importantes, venga a suponer una superación de la misma.

    [209] Cf J. VIVES, ib., 83-85.

    [210] J. SOBRINO, Iglesias ricas y pobres y el principio-misericordia, ponencia en el X Congreso de Teología de Madrid sobre Dios o el dinero, en Evangelio y liberación, Madrid 1990, 113.

    [211] Utilizamos en término de violencia con el propósito de resaltar un matiz especial de fuerza (no necesariamente física), de intensidad, que va unido al uso de a este término. En el Diccionario María Moliner aparece como primera acepción del término violento,-a "cualquier cosa que se hace con brusquedad o con extraordinaria fuerza o intensidad" Puede aplicarse a un dolor, a una sacudida o a una pasión (Cf M. MOLINER, Diccionario de uso del español, Madrid 1981, s.v. violento,-a). Sabemos que el término es utilizado por el evangelio de Mt. (11,12) con una interpretación controvertida: "los violentos" (biátsetai)  puede referirse a los que sufren la violencia o a los que la ejercen. Entonces, se puede interpretar que ellos "conquistan" el Reino (en sentido loable) o que pretenden "quitarlo de en medio" (en sentido reprobable). El verbo "Apráxousin" que le sigue da pie también para ambas interpretaciones (Cf M. ZERWICK, Analysis philologica Novi Testamenti Graeci, Roma 1960, 27). Esta misma confusión y controversia parece estar mostrando significativamente el doble sentido que de hecho puede tener la violencia como fuerza positiva o negativa para la persona.

 

    [212] Con razón se ha dicho que la arquitectura religiosa ha encontrado el mejor sustituto de las catedrales en la construcción los grandes Bancos, con características, a veces, tan semejantes a la de los antiguos templos y en los que el sagrario ha sido sustituido por la caja fuerte.

    [213] La fundamentación teológica del uso de la violencia física ha querido encontrar su respaldo en la doctrina de la legítima defensa más que en los textos neo-testamentarios, donde efectivamente, resulta muy difícil, por no decir imposible, encontrar un fundamento para dicho tipo de acción. Sobre esta problemática que escapa a la óptica en la que pretendemos situarnos, Cf:  E. LOPEZ AZPITARTE, Ética y vida, Madrid 1990; X. PIKAZA, Dios y la violencia en el Antiguo Testamento, Madrid 1990 y VARIOS, Los cristianos y la paz: Tercer Congreso de Teologia de Madrid en "Misión Abierta" 76 (1983).

    [214] Véase si no, entre otros que se podrían señalar, el episodio en la sinagoga de Nazaret desafiando el nacionalismo estrecho de sus compatriotas que acaban queriendo despeñarle: (Lc. 4,24-30) o su ironía con los fariseos letrados llamándoles "sanos" en contraste con los "enfermos" pecadores (Mc. 2,17).

    [215] Desde una óptica psicoanalítica, desde luego, hay que considerar como agresión no sólo la tendencia que se actualiza en una conducta positiva de acción violenta, sino también toda aquella conducta que, de algún modo, se sitúa ante el otro negando su deseo o contrariándolo de modo positivo. Cf J.  LAPLANCHE-J.B. PONTALIS, Diccionario de psicoanálisis, Barcelona 1971, s.v. agresividad.

    [216] Sobre el sentido de la paz de Jesús cfr. el lúcido trabajo de G. GIRARDI, Los cristianos y la paz: el proyecto de paz en la lucha ideológica de Jesús y en la Iglesia, Ponencia en el III Congreso de Teología de Madrid de 1983 en "Misión abierta" 76 (1983) 617-648.

    [217] Prescindimos aquí de toda problemática sobre el carácter innato, instintivo, biológico o el carácter aprendido, socio-cultural de la agresividad. Como sabemos, para Freud, posee un carácter originario, no secundario, tal como lo expresó en su obra Más allá del principio del placer, 1920: G.W. XIII, 1-69; O.C., III, 2505-2545. Frente a esta postura se sitúan los que ven la agresividad como derivada de la frustración: "el hombre ha nacido para colaborar, jugar, amar y vivir. Sólo cuando esto se frustra nace el desajuste y la violencia" (Cf A. MONTAGU, El mito de la violencia humana en "El País" 14 de agosto de 1983). Sin embargo, la problemática, así planteada, falsea en gran medida la cuestión. Se piensa, por ejemplo, que si es instintiva es inmodificable y con ello, quizás, nos tranquilizamos y nos sentimos libres de responsabilidad frente a la violencia que nos rodea. Por el contrario si es adquirida, nos hacemos la ilusión de un hombre mítico y puro que es manchado por los otros, desde "fuera", desde lo "perverso-social". Obviamos así el problema fundamental: que la agresividad está ahí con un cierto carácter irreductible, es decir, no eliminable y que está en nosotros, nos guste o no, porque aun en el caso de ser algo que se derive exclusivamente de la frustación, ésta sí que nos acompaña en una medida considerable desde el mismo día de nuestro nacimiento. Sobre todo este tema de la violencia ya ofrecimos una bibliografía en la nota 27 del capítulo siete. A ella habría que añadir en este momento la sugerente obra de N. JEAMMET, La haine nécesaire, Paris 1989.

    [218] Así se expresó Freud en las palabras finales de su obra El malestar en la cultura, 1930: G.W., XIV, 506; O.C., III, 3067.

    [219] Habría que recordar, sin embargo, que la pretensión de comportarse con unas motivaciones absolutamente "puras" constituye una utopía siempre perseguible pero nunca plenamente alcanzable.  No sería lícito ni honesto pretender, como a veces se ha hecho, descalificar toda una acción en favor de los más desfavorecidos amparándose en una supuesta falta de "pureza de intención". A pesar de todo ello, es cierto que a más de un "revolucionario" le vendría muy bien una cierta dosis de sospecha sobre sus últimos y auténticos móviles de acción. Por ellos mismos y, sobre todo, por la misma "revolución" que pretenden defender.