CONTACTAR CON DIOS
 

Dolores Aleixandre

 

"Hui-Tzu dijo a Chuang-Tzu: "Tus enseñanzas no tienen ningún valor práctico."
Chuang-Tzurespondió: "Sólo los que conocen el valor de lo inútil pueden hablar de lo que es útil."

 "Al despertar del sueño dijo Jacob:
Realmente
está el Señor en este lugar
y yo no lo sabía." (Gen 28)

 

 Cuenta una vieja historia de la Biblia que una noche Jacob se echó a dormir en medio del campo. Como de costumbre iba huyendo, en este caso de su hermano Esaú que lo perseguía a causa del contencioso "lentejas por primogenitura" que los interesados pueden leer en Gen 25,29-34. El caso es que Jacob se pasaba la vida escapando y casi sólo cuando era de noche y se echaba a dormir, podía Dios alcanzarlo. Aquella noche soñó con una escalera que, plantada en la tierra, llegaba hasta el cielo y por la que subían y bajaban ángeles. Jacob se despertó  lleno de estupor y llamó a aquel lugar "morada de Dios" (Gen 28,10-22). Mucho tiempo después lo encontramos diciendo: "Soy yo demasiado pequeño para toda la misericordia y fidelidad que el Señor ha tenido conmigo..."(Gen 32,11): un hombre de "lo útil" había comprendido el valor de "lo inútil."

Al releer hoy esa historia podemos quedarnos tan estupefactos como Jacob ante la noticia que la narración nos comunica: el mundo de Dios y el nuestro están en contacto, la escalera de la comunicación con El está siempre a nuestro alcance, existen caminos de acceso a Dios y posibilidad de encontrarlo y de acoger sus visitas.

Otra narración pintoresca del Antiguo Testamento nos cuenta que un tal Jonás, de profesión profeta, había puesto también los pies en polvorosa para escapar de Dios que quería enviarlo a anunciar salvación a Ninive. Pero Jonás, como buen israelita, abominaba a los ninivitas que eran gentuza pagana y no estaba por la labor de colaborar con Dios en el disparate de convertirlos. Así que, en vez de tomar el camino de Nínive, se embarcó en dirección contraria, rumbo a Tarsis. Pero Jonás no contaba con la terquedad de Dios ni con la gimkana de obstáculos que iba a encontrar en su huída: hay una tempestad, los marineros le tiran al mar y se lo traga un inmenso pez. Y mira por donde, a Jonás el fugitivo no se le ocurre mejor cosa que hacer en el vientre del pez que ponerse a rezar.

Y cada uno de nosotros podría concluir acertadamente: "pues si alguien oró en una situación semejante, quiere decir que cualquiera de los momentos que yo vivo, por extraños que resulten, nunca serán tan insólitos como el interior de una ballena, así que, por lo visto, todos y cada uno de los lugares y situaciones en que me encuentre: un atasco de circulación, la antesala del dentista, el vagón de metro, la cola de la pescadería o la cumbre de una montaña, son lugares aptos y a  propósito para contactar con Dios."

Nada que objetar a templos, capillas, santuarios, ermitas o monasterios: sólo recordar que Dios no necesita ninguno de esos ámbitos (quizá sí nosotros, por aquello del sosiego y de que nos dejen en paz), pero siempre que no nos hagan olvidar que no existe ningún lugar ni situación "fuera de cobertura" para la comunicación con Dios.

Ese es el gran testimonio que nos dan los creyentes de la Biblia: al hojear sus páginas los encontramos orando junto a un pozo (Gen 24) o en la orilla del mar (Ex 15,1ss); en medio del tumulto de la gente o en pleno desierto (Mt 4,1-11); al lado de una tumba (Jn 11, 41) o con un niño en brazos (Gen 21,15); junto al lecho nupcial (Tob 8,5) o rodeados de leones (Dan 6,23).

Y tampoco parece que lo hacían desde las actitudes anímicas más idóneas: se dirigen a Dios cuando se sienten agradecidos y también cuando están furiosos, claman a El en las fronteras de la increencia, la rebeldía o el escepticismo, lo bendicen o lo increpan  desde la cima de la confianza o desde el abismo de la desesperación.

Y uno deduce: la cosa no puede ser tan difícil, muchos otros antes que yo intentaron eso de rezar y lo consiguieron; parece que el secreto está en ensanchar las zonas de contacto... ¿Y si probara yo también?

Uno de las causas de que algunos han desistido de hacerlo después de haberlo intentado, es que se empeñaron en contactar con Dios desde otra situación distinta de la que era realmente la suya en aquel momento (cuando tenga tiempo, cuando esté menos cansado, cuando encuentre un lugar apropiado...), y todo eso son arenas movedizas por irreales en comparación con la roca firme de la realidad concreta y actual en la que se está.  Porque es esa situación la que hay que concienciar, nombrar, acoger, tocar, y extender ante Dios, como el tapiz precioso que un mercader expone para que un comprador lo admire. Y darnos tiempo para hacer la experiencia (otros muchos la hicieron antes que nosotros), de que Dios es un "cliente incondicional" de todas nuestros tapices y sabe mejor que nadie apreciarlos, valorarlos, acariciar su textura, admirar el revés de su trama, y hasta remendar sus rotos y embellecer su dibujo.

Las páginas que siguen pretenden acompañarte en esta aventura si decides emprenderla, aunque sea de manera vacilante. Vas a encontrar "narraciones de contactos" partiendo de situaciones humanas elementales: el cansancio, la prisa, la muerte, la monotonía, la gracia, la des-gracia... Son relatos esquemáticos en los que todo ocurre con mucha rapidez, pero piensa que como el encuentro con Dios es una relación, hay que invertir en ella tiempo y paciente espera. Lo que vas a leer son sólo pistas, luego tú seguirás tu propio camino y tus propios ritmos para encontrar a Dios y dejarte encontrar por El a través de todo lo que constituye la trama de tu vida: relaciones, deseos, miedo, alegrías, soledad, inquietud, asombro...

Puedes empezar ahora mismo, estás en buen lugar allí donde estés y en buen momento tal como te encuentras ahora.

Quizá en este instante estés empezando el aprendizaje vital más apasionante de tu existencia.[1]


DESDE EL CANSANCIO

De pie en el metro abarrotado, con doce interminables estaciones por delante. Arrastrando el carro de la compra escalera arriba (cuarto piso sin ascensor). Detrás del  mostrador, o delante del ordenador, o junto a la pizarra de la clase, hartos de clientas pesadísimas, ciudadanos impertinentísimos o niños inquietísimos (y yo con la cabeza a punto de explotar...) De noche, sentada en una silla metálica junto a la cama del abuelo, internado por tercera vez en dos meses por la cosa de los bronquios.

Ahora y aquí. Detecto mi cansancio, trato de no rechazarlo. Está aquí, conmigo, pesando sobre mí, hinchando mis piernas, atacándome por la espalda, rodeando mis riñones. Lo saludo, intento llamarlo por su nombre: "Tanto gusto, Doña Bola de Plomo", "¿Cómo le va, Don Saco de Arena?", "Parece que vienen Vds. mucho por aquí...(Si consigo sonreir un poco, todo puede ir mejor...) Trato de respirar despacio, de tomar una pequeña distancia, de despegarme de mi propia fatiga, de abrir un espacio a otra Presencia.

Leo o recuerdo: "Jesús, cansado del camino, se sentó junto al pozo. Era mediodía" (Jn 4,6) Le miro tan derrotado como yo, y encima el calor y la sed. Me siento yo también en el brocal del pozo o en el bordillo de la acera junto a él. No tengo ganas de decir nada y a lo mejor a él le pasa lo mismo. Estamos en silencio, comunicándonos sin palabras por qué estamos tan agotados. Quizá le oigo decir con timidez: "Cuando estés muy cansada o con agobio, vente aquí y lo pasamos juntos. Es lo que hago yo con mi Padre y no sé bien cómo, pero estar con él me descansa."

Me habla de gente que conoce desde hace tiempo, gente importante y famosa, de la que sale en la Biblia, amigos suyos al parecer, que todo el mundo piensa que eran muy fuertes y muy resistentes, pero que de vez en cuando no podían más y se querían morir, de puro cansados: un tal Moisés que se quejaba mucho a Dios porque llevaba detrás un pueblo muy pesado y a ratos le presentaba la dimisión y le decía: "Si lo sé, no vengo" (al desierto, claro), y cosas parecidas (Num 11,11-15). Pero a pesar de todo, no le fallaba nunca a la cita, y eso que era en lo alto del Sinaí y no estaba ya para muchos trotes...

O también el profeta Elías, que había montado un show de mucho cuidado en el monte Carmelo, se había cargado a todos los profetas de la oposición  (esas cosas por entonces no se veían tan mal como ahora...), había conseguido lluvia después de tres años de sequía y había hecho una salida triunfal corriendo delante del carro del rey...(1Re 18); pues en la escena siguiente, sale huyendo hacia el desierto porque la reina Jezabel, que era malísima, lo amenaza, se adentra por allá solo, empieza a caminar sin rumbo y cuando está ya medio deshidratado y al borde de la insolación, se tumba debajo de un arbusto y se pone a dar voces  diciendo que se quiere morir y que ya no aguanta más. Y a Dios le dio muchísima ternura verle así de derrotado y le mandó por mensajero agua fresca y pan recién hecho, y sobre todo unas palabras de ánimo que lo dejaron como nuevo y le ayudaron a reemprender el camino hacia el Sinaí que era donde le había citado Dios (que se le nota como una fijación con ese sitio...) (1 Re 19).

Le hablo yo también de conocidos míos que andan peor que yo: un compañero de oficina que tiene a su suegra en casa con Alzhymer y no les deja pegar ojo por las noches. Una amiga de toda la vida con un hijo drogata que ha dejado cinco veces los programas de rehabilitación y la familia está al borde de la locura. Gente que he visto en una exposición de fotografías de Sebastiao Salgado trabajando en una mina de oro de Brasil en  condiciones estremecedoras.

Nos quedamos callados otra vez. El me sugiere que pongamos todo ese cansancio entre las manos del Padre, que reclinemos la cabeza en su regazo, como en esa escultura en que Adán descansa la cabeza sobre el regazo de su Creador que tiene puesta la mano sobre su cabeza. Lo hago y me quedo dormida un ratito.

Me despierto y sigo cansada, pero es distinto. Vuelvo a respirar hondo. Gracias. Hasta mañana.


DESDE LA PRISA

Sólo a mi puede pasarme que se me rompa la lavadora precisamente el día en que tengo que hora en el médico, cita con la tutora de mi hija Ana, recogerla luego en casa de mi cuñada que se la ha llevado al cine y dos llamadas urgentes en el contestador: mi madre: "te necesito para que me acompañes al dentista"; mi marido desde Barcelona: "...me lo fotocopias y me lo mandas por correo urgente". Y por la noche, cena en casa de una amiga que está deprimida.

Termino exhausta de recoger la inundación y salgo de casa a toda velocidad, cruzando a lo loco para parar un taxi con riesgo de atropello. Y una vez dentro, lo que me faltaba: atasco en la M30. Parados. Bueno, yo parada no, porque mi mente galopa sin resuello, escoltada por los fieles lebreles del agobio y la ansiedad.

Ahora y aquí. Me recuesto en el asiento, cierro los ojos y respiro profundo. Busco la sensación de prisa en los escondites de mi cuerpo: ¿en la cabeza? No. ¿En los pies? Tampoco. La descubro alojada en los alrededores del estómago y en el vértice de los pulmones, que es desde donde estoy respirando, como si tuviera un ataque de asma. Ya te tengo, estás ahí, no te escondas que te siento. Contemplo mi prisa: es un mono que brinca; un tumulto de gente empujándose para entrar en unos almacenes el primer día de rebajas; una carrera desenfrenada por llegar a ninguna parte.

Trato de sacarla de sus escondrijos y de que me deje un poco tranquila. La pongo delante de mí, sobre la alfombrilla del taxi.  Abro la ventanilla para ver si se escapa por ahí como el genio de Aladino. Recurro al humor y reúno mentalmente a todos lo que me esperan. Los imagino haciéndose cargo de la situación: mi médico escuchando las quejas de la tutora por el plantón y recetándole Valium 5; ; mi amiga deprimida contándole sus penas a mi madre mientras le pone coñac con aspirina en la muela del juicio; el dentista en casa con su bata blanca, tratando de arreglarme la lavadora; Ana haciendo barquitos de papel con las fotocopias que está esperando su padre desde Barcelona y echándolas a navegar por la nueva inundación que ha conseguido el celo artesanal del dentista. Y luego, todos a cenar juntos para celebrar que yo haya desaparecido, seguramente a tomarme un respiro: "pobrecilla, tiene demasiadas cosas encima..."

Un poco más relajada, saco el evangelio del bolso y lo abro:

 "Marta, Marta... " (- Señor, que me llamo Encarnita...). Ya lo sabe, pero le debo recordar mucho a aquella amiga suya que le pasaba como a mí: cada vez que él iba por Betania que era el pueblo donde vivía ella, se alojaba en su casa (Lc 10,32-41); pero como no avisaba nunca, a la tal Marta le entraba el delirium tremens de los preparativos: se ponía a cocinar cuatro cosas a la vez, medio histérica: "no me da tiempo, no me da tiempo, y el horno que no va bien, y las patatas que siguen duras, y esta carne que debe ser de rinoceronte..."

Miro a la otra hermana, a María, y me entra mucha envidia de verla tan tranquila, sentada junto a Jesús. Se levanta y me deja el sitio: "tengo que echarle una mano a Marta, si no se pone inaguantable..." Me siento sobre los talones como si fuera una gheisa y ni siquiera me dan calambres. La cosa empieza bien.

Jesús me mira y mi montaña de prisas empieza a derretirse. Al contarle mis agobios, noto que se van ordenando, como si los fuera guardando doblados y limpios en un armario que huele a lavanda. Me acuerdo de un canto que oí en misa: "Entre tus manos están mis afanes, mi suerte está en tus manos." Se lo repito una vez, y otra...

"No hay más que una cosa que es de verdad importante". Y me asombro al darme cuenta de que, en el fondo, eso que es lo "único necesario" está ya en el fondo de mi corazón lleno de nombres, lleno de rostros de personas que quiero y a las que quiero demostrar mi cariño. Sólo que tengo que aprender a hacerlo sin empeñarme en atender a diez asuntos a la vez, sin acelerarme, sin pretender llegar a todo, sino poniendo las cosas una detrás de otra y encontrando espacios de sosiego como éste con más frecuencia, dejándome mirar por Alguien que no me acosa, ni me exige, ni me reclama nada.

Me entran ganas de rezar el Padre nuestro junto a Jesús y ahí se acaba de serenar mi ansiedad: al decirlo despacio, me doy cuenta de él también tiene prisas, pero diferentes: la de que todos nos enteremos de que a Dios podemos llamarle Padre y Madre; la de su apasionamiento por el sueño de Dios que es un mundo de hijos y hermanos reconciliados; la de contagiarnos la urgencia de que el que el pan y los bienes, que son de todos, lleguen a todos, porque en eso consiste eso que él llama Reino.

"Son 1.215, señora". Hemos llegado. Pago al taxista y le doy una propina espléndida: al fin y al cabo me ha llevado hasta Betania.

Doblo la esquina de la casa del médico y desde el bar de enfrente me llega el aroma de bollos recién hechos. Cruzo la calle y entro a tomarme un café y un croissant a la plancha.

Hace una tarde preciosa.


DESDE EL TANATORIO

Me desplomo sobre una silla del tanatorio después de mirar por el cristal el rostro irreconocible de Mirentxu dentro de la caja y me pongo a llorar desconsolada. La noticia de su muerte ha sido un mazazo que no esperaba. Precisamente ella, que era un chorro de vitalidad, y de proyectos, y de sabiduría para disfrutar de la vida. Precisamente ella, que era un nudo de relaciones, una de esas personas con el don rarísimo de establecer vínculos estables y únicos con montones de gentes de todo tipo y condición. Precisamente ella, que nos hacía falta a tantas personas y que nos deja tan desvalidos, a Luis y a los niños sobre todo. Y justo cuando parecía que estaba mejor y que el tratamiento estaba surgiendo efecto.

No hay derecho, pienso. Y me suben oleadas de rebeldía y de preguntas. ¿Por qué ella, por qué? No entiendo nada ni quiero entenderlo; es injusto y cruel e incomprensible y se me atascan las lágrimas en la garganta.

En el tanatorio abarrotado hay un silencio denso. Miro los rostros de tanta gente, conocida y desconocida y leo en todos el mismo estupor y la misma pena honda que nos quita hasta la gana de hablar.

Va a haber una misa y siento, junto a la necesidad de rezar, una especie de bloqueo con Dios, una imposibilidad de dirigirme a El, porque en el fondo le estoy pidiendo cuentas de esta muerte incomprensible. Espero que el cura no se ponga a repetirnos una homilía de plástico de las de siempre: que la muerte es un misterio insondable, que ella está ya gozando en el cielo y que nos tiene que consolar mucho el que haya dejado de sufrir. Lo miro con prevención, conminándole internamente a que se abstenga de decirnos nada de eso.

"Lectura del santo evangelio según San Juan":

"Las hermanas de Lázaro le mandaron este recado:-Señor, tu amigo está enfermo (...) El dijo: "-Nuestro amigo Lázaro está dormido; voy a despertarlo.(...) Al ver a María llorando y a los judíos que lo acompañaban llorando, Jesús se estremeció por dentro y dijo muy agitado:-¿Dónde lo habéis puesto?. Le dicen: -Señor, ven a ver. Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: -¡Cuánto lo quería...!" (Jn 11,3.11.35)

 

No comenta nada y propone unos momentos de silencio.

Ahora y aquí. Renunciar a las explicaciones, a los intentos de saber por qué, al lenguaje nefasto del "Dios lo ha permitido", "hay que aceptar su santísima voluntad...", "se ve que ya había completado su carrera, después de hacer tanto bien..."

¡Fuera! Echar a latigazos a esos mercaderes que nos ofrecen idolillos canijos del dios que "se lleva siempre a los mejores...", del dios de "los inescrutables designios", del dios que decidió ayer, con el pulgar hacia abajo como Nerón, la muerte de Mirentxu. 

Expulsar a la calle, sin contemplaciones, a todos los que intenten  profanar nuestro templo y ocupar con palabras huecas como globos hinchados, el espacio vacío de una ausencia que nos hace daño. Porque ese dios con el que pretenden consolarnos no tiene nada que ver con el de Jesús.

Y por eso, abrirle la puerta solamente a él, deshecho también por la muerte de su amigo Lázaro. A ese Jesús que también preguntaba "por qué", que se atrevió a decir que no quería morir y que gritó: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?   Dejarle entrar, y sentarse junto nosotros, y llorar porque Mirentxu ya no está a nuestro lado y porque no está dormida sino muerta.

 Aceptar su silencio, tan impotente como el nuestro y también sus lágrimas. Apoyar la cabeza sobre su hombro y hablarle de ella, y de cuánto la queríamos, y del hueco que nos deja.

Dejar que su presencia vaya dándonos seguridad y amansándonos la rebeldía, no el dolor. Consentir que, tímidamente, se nos vaya encendiendo en medio de la oscuridad la llamita de una fe vacilante; escuchar su voz que nos asegura  que Mirentxu está en buenas manos.

Pedir a Jesús que ponga la roca de su propia fe debajo de nuestros pies, que nos deje apoyarnos en la confianza inquebrantable que él tenía en aquél a quien llamaba Abba, Padre.

Confesarle que aborrecemos las calcomanías de colores chillones que nos presentan un cielo lleno de ángeles tocando el arpa y personajes vestidos de blanco y palmas en las manos, como en un interminable domingo de Ramos y sin más aliciente que la visión beatífica. Escucharle recordarnos que él de lo que habló fue de un hogar caliente con sitio para todos, de una mesa abierta en la que habrá buena comida y vinos de solera, de un Dios que enjugará las lágrimas de todos los rostros y lavará los pies de sus hijos, llenos de polvo del camino. Y que no tiene la culpa de que luego vengan algunos teólogos y lo compliquen todo.

Quedamos con él y entre nosotros en que lo de Mirentxu no se va a acabar aquí: que vamos a seguir cuidando el tejido relacional que ella ha dejado a medias, y que cada uno va a encargarse de recordar a los otros que ella nos sigue animando en una tarea en la que queda mucho por hacer.

Son las 12 de la noche y cierran la sala donde estamos. Fuera ha descargado una tormenta y huele a asfalto mojado. Nos abrazamos fuerte y nos miramos sin decirnos más que "Hasta mañana".

Pero cada uno de nosotros ha vuelto a encontrar, como tantas veces nos ocurría al estar junto a Mirentxu, la certeza de que la muerte no tiene la última palabra y de que la Vida es siempre más fuerte.


DESDE LA MONOTONIA

"- Con esta es la décima vez que os explico en este mes que que en el verbo "hacer", la a que va delante del infinitivo es preposición y no lleva h, pero si va delante de participio sí la lleva porque es la forma compuesta del verbo: o sea que no es lo mismo "voy a hacer" que "él ha hecho"..." Treinta y dos caras de chavales miran la pizarra sin verla, mucho más interesados en las Spice Girls, los problemas de su acné o el fútbol que en los arbitrarios caprichos de distribución de la H. Aborrezco dar clase los viernes por la tarde.

"-Paco, me va a poner tres rodajas de pescadilla y cuarto y mitad de boquerones. Y me los limpias, por favor." Diez minutos más de cola en la pescadería y aún me queda la de Dionisio, el pollero, que nunca tiene prisa y siempre pregunta a la que le toca:"-¿Qué te pongo, bonita?"; y luego la de la frutería barata, que está como siempre a tope. Cada viernes por la tarde, lo mismo.

"Y entonces fue mi sobrino y le dijo al médico:"-Oiga dostor ¿y cree Vd. que voy a quedar bien de la operación de juanetes?" La hermana Aurelia tiene el don de ponerme irracionalmente frenética (será que es viernes por la tarde), no sólo porque dice dostor y es inútil intentar que lo pronuncie bien, sino porque no soporto escucharle, una vez más, la historia de los juanetes de su sobrino.

¿Será que es ésto lo que la vida da de sí? ¿O tendré yo alguna neurosis oculta que me hace tan aburrida la monotonía de lo cotidiano y me la convierte en una penitencia? Porque a veces me imagino el purgatorio como una banda sonora en que se oye mi voz explicando, sin interrupción, las reglas de la H; a Dionisio el pollero repitiendo como una cacatúa amaestrada: "¿Qué te pongo, bonita? ¿Qué te pongo, bonita?", y al sobrino de la hermana Aurelia, tan inasequible al desaliento como su tía, haciéndole al dostor la trascendental pregunta acerca del porvenir de sus juanetes.

Albergo la sospecha de que el problema del rechazo al peso de lo cotidiano está en mí y no en todo eso que me produce tanto tedio; pero hay días, y hoy es uno de ellos, en que me hundo en la miseria al verme tan incapaz de mirar lo que me rodea sin encontrarlo desteñido, amorfo, repetitivo y sin rastro de novedad.

 Ahora y aquí.  Abro el evangelio y voy a parar a la curación del ciego Bartimeo (Mc 10,42-56). Me siento yo también en la cuneta, consciente de que estoy tan ciega como él, y me pongo primero a susurrar y luego a gritar: "Jesús, ¡ten compasión de mí...!"

Sigo leyendo: "Llamaron al ciego diciendo:-¡Ten ánimo! ¡Levántate! Te llama..." (Mi deformación lingüística me hace fijarme, de entrada, en que el ciego escuchó dos imperativos muy fuertes y muy desestabilizadores, pero que descansaban sobre un indicativo glorioso: "te llama". Ahí debió estar para Bartimeo la fuerza secreta que le hizo soltar el viejo manto de su vieja mentalidad y dar un brinco para ir al encuentro de Jesús.)

Decido dejarme atraer por la fuerza de esa llamada y me acerco a él. Me paro delante del Maestro con mi mirada cegata y trato de exponerme, con todas mis zonas de sombra y las escamas de mis ojos, ante una mirada que no me juzga con severidad ni me hace reproches, sino que me envuelve en una ternura cálida, como la del sol en una mañana de verano.

Estoy ahí callada y sin prisa, dejándome mirar, con cierto temor en el fondo a resultarle pesada y reincidente con mis problemas, como me pasa a mí con la gente. Le digo que atienda primero a Bartimeo que al fin y al cabo estaba antes que yo, pero sobre todo porque me parece que mi caso es más complicado y le va a llevar más tiempo.

Nos sentamos al borde de la cuneta y me pide que le hable de de los chavales de mi clase. Llevo con ellos tres años y me conozco bien la problemática de cada familia y la situación conflictiva del barrio. Al nombrarle a cada uno me doy cuenta de cuánto los quiero y cuánto me importan, y me ocurre algo parecido al hablarle después de la comunidad: de lo que siento que me aportan, del camino de Evangelio que intuyo en cada una, de los vínculos que nos unen, más allá de las tensiones y las dificultades de la convivencia, del proyecto común que llevamos entre manos...

Y él me habla de sus años en Nazaret y del misterio de que siendo las horas y las semanas y los años tan iguales, había una novedad escondida en lo que iba descubriendo cada día: lo que el rabino le leía de los profetas en la sinagoga; el campo, tan distinto en otoño, en invierno o en primavera; la sorpresa de que un mismo salmo le resonara diferente si era su madre o José quien lo rezaba; el crecer de los niños del pueblo y el envejecer de los ancianos... Y también el deseo creciente de decirle a la gente más hundida que el reino de Dios está ya dentro de cada uno, y la alegría de darse cuenta de que cada día le iba creciendo la afinidad con el Padre del cielo.

 Me viene a la memoria, de pronto, una frase del cántico de Zacarías: "por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visita el sol que nace de lo alto..." y siento que también a mí me está visitando el sol, y que está colándose por las rendijas del cuarto oscuro donde se agazapan mis ansiedades y mis harturas.

Sé que, como Bartimeo, no tengo otro modo de recobrar la vista que éste de dejarme iluminar por las palabras de Jesús y su presencia; pero pienso que a mí no se me van a curar los ojos de repente, sino poco a poco, y con paciencia, y recibiendo humildemente, como si fuera el pan, la luz de cada día.

Y que tengo que ir aprendiendo pacientemente a acoger la presencia del Reino escondido en lo cotidiano, y asombrarme de que ese amor que está en mí y que no me pertenece pero me habita, me vaya haciendo capaz de descubrir la novedad de cada persona y de cada cosa.

Para este viernes por la tarde ya tengo la luz que necesito y, de momento, voy a ponerme a discurrir alguna manera nueva de explicar las reglas de la H.

Quizá y como práctica cuaresmal de este año, le pida a la hermana Aurelia que invite un día a merendar a su sobrino y así poder evaluar, en vivo y en directo, los resultados de la intervención del dostor, no sea que también yo tenga que operarme un día de juanetes.

De todas maneras, he tomado una decisión en la que pienso ser inflexible: a partir del próximo viernes voy a comprar el pollo en el puesto de "Aves Gómez" donde, además de despachar muy deprisa, te saludan diciendo: "Vd.me dirá en qué puedo servirle, guapa..."


 DESDE LA GRACIA Y LA DES-GRACIA

"Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo, grave."
(César Vallejo)

Al salir del geriátrico de visitar a una anciana demenciada con la que tengo un parentesco lejano, estoy por darle la razón a César Vallejo. Porque lo que vengo de ver me ha dejado los ánimos por los suelos y el corazón lleno de agobio: he visto a personas que no es que van envejeciendo, sino que se desploman mientras la vida los va deshabitando.

Pero me doy cuenta de que mi malestar desborda la situación concreta de este aparcamiento para viejos: siento una especie de opresión en el pecho y una especie de marea negra que me va invadiendo. Noto que, de repente, se me ha esfumado toda la ilusión que tenía por la vacaciones que empiezo pasado mañana con dos amigas (después de ahorrar durante años, por fin vamos a poder realizar el sueño de ir a Grecia y recorrer las islas de Egeo).

Estoy en un momento de plenitud de mi vida: trabajo en lo que me gusta, me siento querida y vinculada con mucha gente y  estoy metida de lleno en aprendizajes vitales que me dinamizan y me ayudan a disfrutar de la existencia. Y además he empezado un proceso de profundización creyente que me está haciendo encontrar a Dios en lo más hondo de mí misma, dándome una sensación nueva de armonía y serenidad.

Pero en este momento ni serenidad, ni plenitud, ni armonía: más bien caos y desconcierto.  Se ve que mis avances deben ser muy frágiles porque esta tarde se me está descolocando todo. Hasta la fe. La siento como un torreón que parecía fuerte pero que ahora está asediado por un ejército de dudas y preguntas y deja ver la debilidad de sus cimientos y las brechas de sus muros. Y casi lo de menos es lo que he visto esta tarde: lo peor es el aluvión de recuerdos, datos e imágenes que se han desencadenado en mi conciencia; como si, al entreabrir mi puerta  para dejar entrar a alguien que sufre, estuvieran aprovechando para irrumpir en mí no sólo tristes imágenes de geriátricos o psiquiátricos, sino las de esas multitudes heridas y empobrecidas del mundo, todas esas situaciones que prefiero habitualmente relegar a zonas de olvido, con el pretexto de que yo no puedo solucionar nada y de que se trata de problemas mundiales que me desbordan.

Así que aquí estoy, en plena calle y en víspera de mis vacaciones, viendo desfilar por mi imaginación los rostros de los niños de aquel siniestro orfanato de China, los de los mendigos que piden en los vagones del metro, caravanas de gente famélica en Africa y de indígenas expulsados de sus tierras y la foto de premio Pulitzer de aquel buitre acercándose a una niña etíope moribunda.

Y Dios ausente de todo ese dolor (lucho con la tentación de hacerle responsable..). Y su presencia, tan compañera de mis días, en paradero desconocido cuando más falta me hace. Y todas las explicaciones sobre el mal que leí en el libro que me recomendó un cura amigo y en el que  todo estaba clarísimo, absolutamente inservibles. Sólo un peso a agobiante del sin sentido de la vida humana, mientras yo estoy con las maletas hechas para escapar de su amenaza refugiándome en Corfú.

          Ahora y aquí. Entro en una iglesia que me pilla de camino,  milagrosamente abierta y me siento en el último banco con la cabeza entre las manos. Lo primero que se me ocurre es que Dios  va a pedirme que renuncie al viaje a Grecia (en realidad lo doy ya por perdido...), que dé el dinero a Manos Unidas y posiblemente que me vaya de voluntaria durante las vacaciones a algún campo de refugiados del Zaire.

Pues no, ni eso. Sólo silencio, y ausencia, y un muro de granito detrás del que debe estar un Dios que se ha vuelto amnésico y hermético.

Salgo peor de lo que entré y me vuelvo a casa porque entre otras cosas, y más allá de problemas metafísicos, tendré que llamar a mis amigas y a la agencia con el bombazo de que anulo el viaje. Me derrumbo en el sillón junto a la mesita del teléfono, donde dejé el libro de Vallejo y vuelvo a abrirlo de manera mecánica, como para retrasar la decisión de las llamadas:

"Y Dios sobresaltado nos oprime
el pulso, grave, mudo,
y como padre a su pequeña,
apenas,
pero apenas, entreabre los sangrientos algodones
y entre sus dedos toma la esperanza."

Lo cierro y me quedo en silencio, sobrecogida. Dejo pasar mucho tiempo.

Se está haciendo de noche y me sorprendo al contactar en mi interior con una sensación de infinito asombro. Porque muy lentamente, me voy dando cuenta de que mi imagen de Dios se me está "deslocalizando", se está retirando de los espacios donde yo lo tenía fijado para emerger, misteriosamente, en ese mundo subhumano que me provoca temor y rechazo, en medio de esas situaciones donde me parecía abolida la esperanza.

Y desde ahí me invita a no huir de los infiernos del sufrimiento cotidiano de la gente, sino a descender con él, que los ha conocido y vencido desde dentro. A no pretender acallar mis preguntas a fuerza de razonamientos ni evasiones, sino a cargar pacientemente con ellas y a tratar de buscar un nuevo alojamiento para mi fe que no sea la tranquilidad de un optimismo ignorante, sino la inquieta certeza que abre la esperanza. Una esperanza "que nace en medio de la aflicción, esperanza humedecida por las lágrimas y por la sangre, pero no por eso menos real y vital. Dios enfermo, ausente y sordo, y a la vez Dios enfermero, interesado y tierno."[2]

Empiezan a bullirme por dentro cosas en las que tiene que  cambiar en mi vida: valores a jerarquizar (¿com-pasión por encima de búsqueda de armonía personal?); determinaciones que tomar (¿dónde y con quiénes reemprender mi búsqueda de ese Dios que no se agota en mi interioridad?); lugares nuevos que frecuentar (¿no habrá "infiernos", más cercanos a mí de lo que creía, a los que comenzar a aproximarme?); recursos personales (¿tiempo, saberes, proyectos, entrañas...?) que puedan servirle a Dios de "dedos" que hagan llegar esperanza a tantas heridas...

Toda yo soy un volcán de inquietud y de interrogantes. Pero, increíblemente, en este momento, y aunque supongo que la decisión es ambigua, siento que tengo que irme con mis amigas a Grecia y disfrutar allí con toda el alma.

Porque intuyo que este Dios de rostro nuevo que hoy me visita, es también el Dios de la alegría humana y de la fiesta, el del Cantar de los cantares y la danza a la orilla del mar; el de la esplendidez de vino en Caná y el derroche de pan en el desierto. No es sólo el Dios de los límites, es también el Dios de aquellos momentos de plenitud en los que a veces experimentamos, como en un anticipo de lo definitivo, la dicha prometida a los hijos, cuando el último enemigo vencido sea la muerte y ya no haya llanto, ni luto, ni gemido.

Y eso, al menos por esta vez, necesito celebrarlo con él desde Corfú.


[1] Un consejo: cómprate un Evangelio pequeño y un librito de Salmos que no pesen ni abulten para poder llevar al menos uno de los dos siempre contigo.

[2]GUSTAVO GUTIERREZ, "Lenguaje Teológico: plenitud del silencio, Páginas 137 Feb.1996, 67