Autor: Jean Lafrance
Conoces tus faltas, pero no tienes sentido del pecado
Esto es obra de una revelación de Dios. Antes de pensar en examinarte, piensa sobre todo en orar.
Tal vez conoces muy bien
tus faltas, pero no por ello tienes sentido del pecado. Esto es obra de una
revelación de Dios. Antes de pensar en examinarte, piensa sobre todo en orar.
Ahora comprendes mejor que el verdadero conocimiento
de Dios es obra de una revelación. No se consigue al final de un caminar
intelectual, sino por la humilde postración de tu ser ante el rostro del Dios
Santo. Como dice Karl Rahner, "si tu teología deja de ser una teología de
rodillas, en el sentido de que debe ser la teología de un hombre que ora, para
extraviarse por los senderos del intelectualismo, se degradará en diletantismo
de burgueses retrasados".
Lo mismo sucede en el conocimiento del pecado. Puedes
tener conciencia perfecta de las faltas cometidas, es decir de las faltas a
una regla o a un orden establecido, pero no por ello tienes sentido del
pecado. Este descubrimiento de tus faltas engendra en ti la mala conciencia o
el sentimiento de culpabilidad pero no el verdadero arrepentimiento.
Para que tengas el verdadero sentido del pecado,
tienes que descubrirte en relación con Dios. Y así como la oración es una
presencia de Dios, el pecado aparece como una ausencia, un rechazo para
aceptar a Dios, un obstáculo a su amor. No puedes pues tener el verdadero
conocimiento de tu pecado si Dios no te lo revela, lo mismo que el verdadero
conocimiento de Dios es obra de su gracia.
Ves así cómo se establece una primera ley espiritual:
cuando quieras descubrir tu pecado, importa menos el examinarte que el orar
intensamente: "Señor, que te conozca a Ti y me conozca a mí ". Lo que pides
entonces al Señor, no es tan sólo el hacer un cómputo exacto de tus faltas
como si hicieses la lista de tus transgresiones al código de circulación -esto
es obra de la razón- sino que le pides el conocimiento sobrenatural de una
realidad oculta. Sabes muy bien que confesar tu pecado no es decírselo a un
sacerdote para que lo sepa, sino que es confesarte a Dios que primero se ha
confesado a ti declarándote su amor.
Pides a Dios que te haga experimentar con todas las
fuerzas de tu ser lo lejos que estás de él. En sí, el pecado no es una
realidad objetiva, no es un quebrantamiento de una ley que llevaría consigo,
como consecuencia, la privación de la gracia; es el hombre ante Dios en
actitud de ruptura, de rechazo o de distensión. El pecador es aquel que vuelve
la espalda a Dios y rechaza recibir de él su ser. Por el mismo hecho del
pecado, ya no está presente a sí mismo, y por eso el pecado es también una
desintegración de la naturaleza humana. Como el hijo pródigo, el pecador se
aleja del Padre y se va a un país lejano para gozar egoístamente de los bienes
recibidos sin hacer referencia de ellos al dador.
En vez de utilizar sus bienes para entrar en comunión,
los hace servir para su provecho. El pecador es pues un extraviado, lejos de
Dios, en el exilio. Está fuera de la verdad pues para él ser auténtico es
estar en comunión con el Padre.
Y, el drama del pecador, es que no sufre por ello y ni
siquiera tiene conciencia de ello; al contrario, tiene la impresión de una
cierta felicidad. El día en que sus ojos se abren al amor del Padre es cuando
el hijo pródigo descubre la profundidad de su miseria, pues el pecado no
solamente le ha separado del Padre, le ha apartado también de sí mismo y de la
comunidad de sus hermanos. El pecado abre en ti una rotura que engendra el
sufrimiento y la muerte. Como dice Gabriel Marcel, "estamos en un mundo roto".
En el fondo, al presentarte ante Dios, te pareces a un
ciego. Como el salmista, reconoces humildemente que te has alejado de él,
rompiendo una relación de amor: "Contra ti, contra ti sólo he pecado, lo malo
a tus ojos cometí" (Sal 51, 6). Más profundamente todavía, no confiesas tan
sólo actos sino un estado de pecador: "Mira que en culpa yo nací, pecador me
concibió mi madre" (Sal 51, 7). Pero no conoces tu verdadero pecado que no es
forzosamente el pecado de debilidad que confiesas y lloras, sino el pecado
profundo que amas y llamas con un nombre tranquilizador: "De las faltas
ocultas declárame inocente" (Sal 19, 13).
En la luz de su amor, Dios rasgará tus ojos cegados y
te infligirá la dolorosa revelación de tu pecado. Es un desgarrón mucho más
doloroso y más profundo que todos los escrúpulos y sentimientos de
culpabilidad. Ora todo el tiempo que sea necesario para recibir esta
revelación, que reconocerás en la paz austera que engendra en ti. El
sentimiento de tu pecado es siempre doloroso, pero va acompañado de confianza
en el amor misericordioso de Dios que perdona. Ojalá pudieses recibir este
conocimiento íntimo de tu pecado que hacia llorar a los mayores santos.