El código da Vinci

Diario de Noticias / MIGUEL ÁNGEL IRIGARAY SOTO

SIGUE vendiéndose como churros una novela contraria a la Iglesia católica, titulada El código da Vinci . Pero su argumento principal parte de una serie de afirmaciones históricas falsas:

1º) El emperador romano Constantino deificó la figura de Jesús en el Concilio de Nicea (año 325) por intereses políticos, pues antes ningún cristiano creía que Jesús era Dios. Si acudimos a los escritos de esos mismos primeros cristianos, a su teología, etcétera, comprobaremos que los primeros cristianos creían claramente en que Jesús era Dios. Así lo atestiguan tanto los evangelios canónicos ("El Verbo era Dios... y habitó entre nosotros", dice el capítulo 1 de San Juan), como las cartas de otro eminente cristiano, San Pablo, como la teología de los primeros Padres de la Iglesia (por ejemplo, Ignacio de Antioquía, quien vivió entre los siglos I y II, dice expresamente que Jesús es verdadero hombre y verdadero Dios; y, así como él, otros muchos Padres y autores cristianos consultables).

No es cierto, por lo tanto, que en los primeros tiempos ningún cristiano creyera que Jesús era Dios. La doctrina oficial, como cualquiera puede constatar, siempre lo creyó y los cristianos ortodoxos (los que eran fieles a la doctrina oficial), también. Otra cosa es que, ya en los primeros tiempos del cristianismo, se extendieran numerosas herejías, siempre combatidas (desde los mismos apóstoles, hasta sus sucesores) por la autoridad competente de la Iglesia, no por raros intereses, sino porque se entendía que no eran las doctrinas predicadas por Jesús; y que en el siglo IV había hecho furor el arrianismo, otra herejía, inaugurada por Arrio, que venía a negar la divinidad de Jesucristo. Frente a ésta, el Concilio de Nicea (es decir, de nuevo la autoridad competente de la Iglesia) se reafirmó en la creencia tradicional de los primeros cristianos (no inventada por Constantino, como sugiere la novela), diciendo que el Hijo es "consustancial" al Padre, es decir, de la misma sustancia o naturaleza (divina).

2º) Como consecuencia del punto anterior, Constantino confeccionó la actual Biblia, desechando otros evangelios (llamados hoy apócrifos) que acentuaban la humanidad de Jesús en favor de aquéllos (hoy canónicos) que resaltaban su divinidad. Esto es radicalmente falso, por dos razones: en primer lugar, porque la Tradición y los Padres anteriores al emperador Constantino y al Concilio de Nicea ya utilizaban los cuatro evangelios actuales; en segundo lugar, porque, el canon de la Biblia se fijó históricamente de forma definitiva y dogmática en el Concilio de Trento (sesión cuarta, 8 de abril de 1546 -siglo XVI-, y no en tiempos de Nicea). Se podría añadir, además, que en la configuración histórica del canon han intervenido criterios específicamente religiosos, tales como el peso o autoridad que unos y otros libros tenían en las diversas comunidades cristianas, su fruto espiritual, el uso mayoritario (si no unánime) que de ellos han hecho los Padres de la Iglesia... En fin, criterios que para nada tienen que ver con los expuestos en la novela.

3º) Al deificar la figura de Jesús y confeccionar una Biblia manipulada ensalzadora de sus aspectos más divinos (en detrimento de sus aspectos humanos o terrestres), la Iglesia ha ocultado a la Humanidad el gran secreto del Santo Grial, el cual no es un cáliz, como se pensaba, sino una verdad celosamente custodiada desde hace siglos por el Priorato de Sión, al frente del cual han estado ilustres personajes de la historia, como Boticelli, Leonardo da Vinci, Isaac Newton o Víctor Hugo. En efecto, esa verdad presupone que María Magdalena, de supuesta ascendencia regia (Casa de Benjamín) contrajo matrimonio con el rey Jesús, asimismo de ascendencia regia (de la Casa de David). Ambos cruzaron sus linajes y tuvieron una hija, Sarah, por supuesto también de sangre real (sang real/ Santo Grial), con lo que fundaron la dinastía Merovingia. Desde entonces, la masculinizada Iglesia católica se ha dedicado a desprestigiar a María Magdalena (representante de los aspectos más carnales o humanos de Jesús), presentándola como ramera o prostituta, cuando, en realidad, es "el Santo Receptáculo" venerado por los primeros cristianos, "el cáliz que contenía la sangre real de Jesús", "el vientre que perpetuaba el linaje" y que garantizaba "la continuidad del fruto sagrado". Sobre ella, y no sobre San Pedro, quiso fundar Jesús la Iglesia.

Esto, que en la novela se presenta como la "gran verdad" que la Iglesia ha ocultado durante siglos (vaya sospecha tan grande), no deja de ser una enorme y fantástica conjetura, que queda sin probar. Es como echar tinta de calamar para luego esconderse. En su fundamentación, se emplean los textos de algunos evangelios gnósticos y, por lo tanto, herejes, que nunca pertenecieron al sentir y pensar de los primeros cristianos, a no ser de algunos que se apartarían claramente así de la enseñanza apostólica. En efecto, el gnosticismo fue una temprana herejía, autora de muchos de los ya conocidos evangelios apócrifos (redactados para sustentar sus tesis), contra la cual luchó la autoridad eclesiástica competente, otra vez no por oscuras ocultaciones o intereses, sino por estimar que se alejaba de los dichos y hechos verdaderos de Jesús. Cabe suponer que por esta misma razón esos libros heréticos no pasaron a formar parte del canon bíblico.

Finalmente, la novela se apoya también en los mitificados escritos de Qumrán (por cierto, sin transcribir ningún pasaje o fragmento aclaratorio de sus hipótesis, de modo que tira la piedra y esconde la mano). En contra de lo que postula la trama, esos manuscritos del Mar Muerto no son secretos (están siendo editados y publicados); se trata de textos bien conocidos por los especialistas, que no contienen ninguna versión contradictoria con la oficial; al contrario, han aportado elementos interesantísimos para profundizar en la investigación y conocimiento tanto bíblicos como extra bíblicos, de modo que se puede decir, a todas luces, que Qumrán es una ayuda, y no una amenaza, para la Iglesia