La matanza de los cátaros en el siglo XIII es otro ejemplo de manipulación ideológica»
La Razón / Vittorio Messori
Hace tiempo que vengo diciendo que los católicos, reducidos ya a una minoría (al menos en el plano cultural), deberían seguir el ejemplo de otra minoría, la judía, y crear también ellos una «Liga Anticalumnia», que intervenga en los medios para restablecer las verdades históricas deformadas, sin pretender, por otra parte, ninguna censura ni privilegio, sino sólo la posibilidad de rectificaciones basadas en datos exactos y documentos auténticos.
Tomemos, por ejemplo, el asunto de los cátaros (también llamados albigenses) hoy
tan de moda porque gozan de protagonismo en el «El Código da Vinci» y similares
y a los que les gustaría revalorizarse, olvidando que eran seguidores de una
oscura, feroz y sanguinaria secta de origen asiático.
Paul Sabatier -historiador de la Edad Media e insospechado pastor calvinista- ha
escrito: «El papado no ha estado siempre de parte de la reacción y del
oscurantismo: cuando desbarató a los cátaros, su victoria fue la de la
civilización y la razón». Y otro protestante, radicalmente anticatólico y
célebre estudioso de la Inquisición, el americano Henry C. Lea: «Una victoria de
los cátaros habría llevado a Europa a los tiempos salvajes primitivos». De la
campaña católica contra aquellos sectarios (apoyados por los nobles del Midi -el
Mediodía francés- no por motivos religiosos, sino porque querían meter mano a
las tierras de la Iglesia), son recordados sobre todo el asedio y la toma de
Béziers, en julio de 1209. Veo ahora en «Il Messaggero» que un divulgador de la
Historia como Roberto Gervaso no duda en dar por buena la réplica de Dom Arnaldo
Amalrico, abad de Citeaux y «asistente espiritual» de los cruzados, a los
barones que le preguntaban qué tenían que hacer con la ciudad conquistada. La
respuesta se ha hecho famosa por sus innumerables repetidores: «¡Matadlos a
todos. Dios reconocerá a los suyos!». A la cual siguió una masacre que, según
Gervaso -seguidor, también aquí, de la vulgata corriente-, alcanzó los 40.000
muertos. El divulgador se halla, por tanto, en sorprendente compañía: hasta un
verdadero especialista en el Medievo como Umberto Eco, en su novela «El Nombre
de la Rosa» acredita la frase terrible del abad y el desmesurado número de
víctimas. Pues bien: se da la casualidad de que poseemos muchas crónicas
contemporáneas de la caída de Béziers, pero en ninguna de ellas hay noticia de
aquel «matadlos a todos». La realidad es que más de sesenta años después, un
monje, Cesáreo de Heisterbach, que vivía en una abadía del Norte de Alemania de
la que nunca se había movido, escribió un pastiche fantasioso conocido como «Dialogus
Miracolorum». Entre los «milagros» pensó inventar también éste: mientras los
cruzados hacían estragos en Béziers (que fray Cesáreo ni siquiera sabía dónde
estaba) Dios había «reconocido a los suyos», permitiendo a aquellos que no eran
cátaros huir de la matanza.
Es decir, la frase atribuida a don Arnaldo tiene la misma credibilidad que el «Eppur
si muove!» que se supone que fue pronunciado por Galileo Galilei ante sus
jueces, y que sin embargo fue inventado en Londres en 1757, casi un siglo y
medio después, por uno de los padres del periodismo, Giuseppe Baretti. En
realidad, en Béziers, en aquel año de 1209, los católicos deseaban tan poco una
matanza que enviaron embajadores a los asediados para que se rindiesen, salvando
su vida y sus bienes. Por lo demás, tras un largo periodo de tolerancia, el Papa
Inocencio III se había decidido a la guerra sólo cuando los cátaros, el año
anterior, asesinaron a su enviado que proponía un acuerdo y una paz. Habían
fallado también las tentativas pacíficas de grandes santos como Bernardo y
Domingo. También en Béziers, los cátaros replicaron con la violencia de su
fanatismo a la oferta de diálogo y negociación: intentaron, de hecho, un ataque
sorpresa pero, para su desventura, los primeros con los que se encontraron eran
los Ribauds, cuyo nombre ha asumido el significado inquietante que conocemos (en
italiano, «delincuente, mercenario»). Eran, de hecho, compañías de mercenarios y
aventureros de pésima fama. Esta mesnada de irregulares, no sólo rechazó a los
asaltantes, sino que los persiguió hasta el interior de la ciudad. Cuando los
comandantes católicos acudieron con las tropas regulares, la masacre ya había
comenzado y no hubo modo de frenar aquellos «ribaldos» enfurecidos.
¿Veinte, quizá cuarenta mil muertos? Hubo una matanza, impensable para la
mentalidad de entonces y explicable con la exasperación provocada por la
crueldad de los cátaros, que no sólo en Béziers, sino desde hacía años
perseguían a los católicos. Sólo un cuentacuentos tipo Dan Brown puede hablar
con ignorancia de una «mansedumbre albigense». El episodio principal tuvo lugar
en la iglesia de la Magdalena, en la cual no cabían, abigarradas, más de mil
personas. ¿Béziers despoblada y derrocada? No lo parece, dado que la ciudad se
organizó poco después para ulteriores resistencias y fue necesario un nuevo
asedio. En resumen: un episodio entre tantos otros de manipulación ideológica.
Una Liga Anticalumnia no sólo sería deseable y necesaria para los católicos,
sino para dar lugar a un juicio ecuánime y realista sobre el pasado de una
Europa forjada durante tantos siglos también por la Iglesia.