El secreto de la vida, la esperanza;
según el predicador del Papa
El Espíritu Santo, explica el padre Cantalamessa
CIUDAD DEL VATICANO, viernes 3 de abril de 2009 (ZENIT.org)
.- El secreto de la vida está en tener esperanza y esto depende de la relación
que se entabla con el Espíritu Santo, explicó este viernes el predicador de la
Casa Pontificia a Benedicto XVI y a sus colaboradores de la Curia Romana.
El
padre Raniero Cantalamessa O.F.M. Cap., reflexionó en la última meditación de
Cuaresma, que ha venido ofreciendo los viernes de este período litúrgico, en
"El Espíritu Santo, alma de la escatología cristiana" ("También nosotros, que
poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro
interior esperando" Romanos 8, 23).
"¡Necesitamos esperanza para vivir y necesitamos
Espíritu Santo para esperar!", explicó en la conclusión de su meditación
pronunciada en la Capilla Redemptoris Mater del palacio apostólico vaticano.
"Uno de los principales peligros en el camino
espiritual es el de desalentarse ante la repetición de los mismos pecados y la
aparentemente inútil sucesión de propósitos y recaídas. La esperanza nos
salva. Nos da la fuerza para recomenzar siempre de nuevo, para creer cada vez
que esa será la ocasión buena, la de la verdadera conversión", reconoció.
"Actuando así, se conmueve el corazón de Dios,
quien vendrá en nuestra ayuda con su gracia", aclaró.
Ahora
bien, añadió, "no podemos contentarnos con tener esperanza sólo para nosotros.
El Espíritu Santo quiere hacer de nosotros sembradores de esperanza".
"No
hay don más bello que difundir esperanza en casa, en comunidad, en la Iglesia
local y universal. Es como ciertos productos modernos que regeneran el aire,
perfumando todo el ambiente".
Por
este motivo, concluyó el predicador, La Iglesia necesita un "perenne
Pentecostés; necesita fuego en el corazón, palabra en sus labios, profecía en
la mirada... Necesita, la Iglesia, recuperar el ansia, el gusto y la certeza
de su verdad".
El
padre Cantalamessa deseó, por último al Papa y a sus colaboradores "una feliz
y santa Pascua". A él le corresponderá dirigir la meditación durante la
celebración de la Pasión que presidirá el Papa en la Basílica de San Pedro el
Viernes Santo.
Cuarta predicación de Cuaresma del padre Cantalamessa
El Espíritu Santo,
alma de la escatología cristiana
CIUDAD DEL
VATICANO, viernes 3 de abril de 2009 (ZENIT.org)
.- "La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús" (Romanos 8, 2) es el
tema de las meditaciones que siguen esta Cuaresma Benedicto XVI y sus
colaboradores de la Curia por el predicador de la Casa Pontifica. En el marco
del Año Paulino, después de haber meditado, el pasado Adviento, sobre el lugar
de Cristo en el pensamiento del Apóstol, ahora se ilustra la visión de Pablo
sobre la obra del Espíritu Santo.
Cuarta predicación
"También nosotros,
que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro
interior esperando" (Rm 8, 23)
El Espíritu
Santo, alma de la escatología cristiana
1. El Espíritu de
la promesa
Escuchemos el
pasaje de Romanos 8 sobre el que queremos meditar hoy:
"También nosotros,
que poseemos las primicias del Espíritu, nosotros mismos gemimos en nuestro
interior esperando la adopción como hijos, el rescate de nuestro cuerpo. Porque
en esperanza hemos sido salvados; y una esperanza que se ve, no es esperanza,
pues ¿cómo es posible esperar una cosa que se ve? Pero esperar lo que no vemos
es aguardar con perseverancia" (Rm 8, 23-25).
La misma tensión
entre promesa y cumplimiento que se observa, en la Escritura, a
propósito de la persona de Cristo, se percibe también respecto a la persona del
Espíritu Santo. Igual que Jesús primero fue prometido en las Escrituras, después
se manifestó según la carne y por último se le espera en su retorno final, así
el Espíritu, en un tiempo "prometido por el Padre", fue dado en Pentecostés y
ahora de nuevo le espera e invoca "con gemidos inefables" el hombre y toda la
creación, que habiendo gustado las primicias, aguardan la plenitud de su don.
En este espacio
que se extiende de Pentecostés a la Parusía, el Espíritu es la fuerza que nos
impulsa adelante, que nos mantiene en camino, que no nos permite acomodarnos y
convertirnos en un pueblo "sedentario", que nos hace cantar con un sentido nuevo
los "salmos de las ascensiones": "¡Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la
casa del Señor!". Él es quien nos da empuje y, por así decirlo, pone alas a
nuestra esperanza; más aún: es el principio mismo y el alma de nuestra
esperanza.
Dos autores nos
hablan del Espíritu como "promesa" en el Nuevo Testamento: Lucas y Pablo, pero,
como veremos, con una importante diferencia. En el Evangelio de Lucas y en
Hechos es el propio Jesús quien habla del Espíritu como "la promesa del Padre".
"Yo -dice- enviaré sobre vosotros la promesa de mi Padre"; "Mientras
estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que
aguardaran la promesa del Padre, ‘que oísteis de mí: Que Juan bautizó con
agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días'
"(Hechos 1, 4-5).
¿A qué se refiere
Jesús cuando llama al Espíritu Santo promesa del Padre? ¿Dónde hizo el Padre
esta promesa? Se puede decir que todo el Antiguo Testamento es una promesa del
Espíritu. La obra del Mesías se presenta constantemente como culminante en una
nueva efusión universal del Espíritu de Dios sobre la tierra. La comparación con
lo que Pedro dice el día de Pentecostés muestra que Lucas piensa, en particular,
en la profecía de Joel: "Sucederá en los últimos días, dice Dios: Derramaré mi
Espíritu sobre toda carne" (Hch 2,17).
Pero no sólo en
ella. ¿Cómo dejar de pensar también en lo que se lee en otros profetas?: "Al fin
será derramado sobre vosotros un Espíritu de lo alto" (Is 32, 15). "Derramaré mi
espíritu sobre tu descendencia" (Is 44, 3). "Infundiré mi Espíritu en vosotros"
(Ez 36, 27).
En cuanto al
contenido de la promesa, Lucas subraya, como de costumbre, el aspecto
carismático del don del Espíritu, en especial la profecía. La promesa del
Padre es "el poder de lo alto" que hará a los discípulos capaces de llevar la
salvación a los confines de la tierra. Pero no ignora los aspectos más
profundos, santificadores y salvíficos, de la acción del Espíritu, como la
remisión de los pecados, el don de una ley nueva y de una nueva alianza, como se
deduce de la aproximación que traza entre el Sinaí y Pentecostés. La frase de
Pedro: "la promesa es para vosotros" (Hch 2, 39) se refiere a la promesa de la
salvación, no sólo de la profecía o de algunos carismas.
2. El Espíritu,
primicia y arras
Pasando de Lucas a
Pablo, se entra en una perspectiva nueva, teológicamente mucho más profunda.
Enumera diferentes objetos de la promesa: la justificación, la filiación divina,
la herencia; pero lo que resume todo, el objeto por excelencia de la promesa, es
precisamente el Espíritu Santo, al que llama "promesa del Espíritu" (Ga 3, 14) y
"Espíritu de la promesa" (Ef 1, 13).
Dos son las ideas
nuevas que introduce el Apóstol en el concepto de promesa. La primera es que la
promesa de Dios no depende de la observancia de la ley, sino de la fe y por lo
tanto de la gracia. Dios no promete el Espíritu a quien observa la ley, sino a
quien cree en Cristo: "¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley o por la
fe en la predicación?"; "Si la herencia dependiera de la ley, ya no procedería
de la promesa" (Ga 3, 2.18).
A través del
concepto de promesa, la teología del Espíritu Santo se enlaza, en Pablo, con el
resto de su pensamiento y se convierte en su demostración concreta. Los
cristianos saben bien que es después de la predicación del Evangelio cuando han
tenido la experiencia nueva del Espíritu, no por haberse puesto a observar con
mayor fidelidad que de costumbre la ley. El Apóstol puede remitirse a un dato de
hecho.
La segunda novedad
es en cierto sentido desconcertante. Es como si Pablo quisiera cortar de raíz
toda tentación "entusiasta" diciendo que la promesa no se ha cumplido aún... ¡al
menos por completo! Al respecto, son reveladores dos conceptos aplicables al
Espíritu Santo: primicia (aparchè) y arras (arrabôn). El primero
está presente en nuestro texto de Romanos 8; el otro se lee en la Segunda Carta
a los Corintios: "También nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu,
nosotros mismos gemimos en nuestro interior esperando la adopción como hijos, el
rescate de nuestro cuerpo" (Rm 8, 23). "Es Dios el que nos conforta juntamente
con vosotros en Cristo y el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos
dio en arras el Espíritu en nuestros corazones" (2 Co 1,21-22). "Y el que
nos ha destinado a eso es Dios, el cual nos ha dado en arras el Espíritu"
(2 Co 5,5).
¿Qué quiere decir
el Apóstol de esta forma? Que el cumplimiento obrado en Cristo no ha agotado la
promesa. Nosotros -dice con singular contraste- "poseemos... esperando",
poseemos y esperamos. Precisamente porque lo que poseemos no es todavía la
plenitud, sino sólo una primicia, un anticipo, nace en nosotros la esperanza. Es
más, el deseo, la espera, el anhelo se hacen más intensos aún que antes, porque
ahora se sabe qué es el Espíritu. En la llama del deseo humano, la venida del
Espíritu en Pentecostés ha arrojado combustible, por expresarlo así.
Sucede exactamente
como en Cristo. Su venida ha cumplido todas las promesas, pero no ha puesto fin
a la espera. La espera se relanza, bajo la forma de espera de su retorno en la
gloria. El título "promesa del Padre" sitúa al Espíritu Santo en el corazón
mismo de la escatología cristiana. Por lo tanto, no se puede aceptar sin
reservas la afirmación de ciertos estudiosos para quienes "en la concepción de
los judíos cristianos el Espíritu era primariamente la fuerza del mundo
futuro; en la de los cristianos helenos es la fuerza del mundo superior".
Pablo demuestra que las dos concepciones no se oponen necesariamente entre sí,
sino que pueden coexistir: el Espíritu es, al mismo tiempo, realidad del mundo
superior, divino, y fuerza del mundo futuro.
En el paso de las
primicias a la plenitud, las primeras no se desecharán para dar lugar a la
segunda, sino que ellas mismas se transformarán más bien en plenitud.
Conservaremos lo que ya poseeos y adquiriremos lo que aún no tenemos. Será el
Espíritu mismo que se expandirá en plenitud.
El principio
teológico "la gracia es el inicio de la gloria", aplicado al Espíritu Santo,
significa que las primicias son el inicio del cumplimiento, el inicio de la
gloria, parte de ella. En este caso no hay que traducir arrabôn con
"prenda" (pignus), sino sólo con arras (arra). La prenda no es el
inicio del pago, sino algo que se da en espera del pago. Una vez que éste se
efectúa, la prenda se restituye. No así las arras, que no se restituyen en el
momento del pago, sino que se completan. Forman parte ya del pago. "Si Dios nos
ha dado como prenda el amor a través de su Espíritu, cuando se nos dé toda la
realidad, ¿es que se nos quitará la prenda? Ciertamente no, pero completará
cuando ya ha dado" [1].
El amor de Dios
que pregustamos aquí, gracias a las arras del Espíritu, es entonces de la misma
cualidad del que gustaremos en la vida eterna, pero no de la misma
intensidad. Lo mismo se debe decir de la posesión del Espíritu Santo.
Como se ve, ha
intervenido una profunda transformación en el significado de la fiesta de
Pentecostés. En su origen, Pentecostés era la celebración de las primicias [2],
o sea, el día en que se ofrecían a Dios las primicias de la cosecha. Sigue
siendo la fiesta de las primicias, pero de las que Dios ofrece a la humanidad,
en su Espíritu. Se han invertido los papeles del donante y del beneficiario, en
perfecta sintonía con lo que ocurre, en todos los campos, en el paso de la ley a
la gracia, de la salvación como obra del hombre a la salvación como don gratuito
de Dios.
Esto explica por
qué la interpretación de Pentecostés, como fiesta de las primicias, no tuvo,
extrañamente, casi ninguna correspondencia en ámbito cristiano. San Ireneo hizo
un intento en tal sentido, diciendo que el día de Pentecostés "el Espíritu
ofrecía al Padre las primicias de todas las gentes" [3], pero no tuvo
prácticamente eco en el pensamiento cristiano.
3. El Espíritu
Santo, alma de la Tradición
La época
patrística, a diferencia de los demás aspectos de la pneumatología, no ofrece, a
propósito del Espíritu como promesa, una contribución importante, y ello a causa
del menor interés que tienen los Padres por la perspectiva histórica y
escatológica respecto a la ontológica. San Basilio cuenta con un bello texto
sobre el papel del Espíritu en la consumación final; escribe: "En el momento de
la esperada manifestación del Señor de los cielos, tampoco estará ausente el
Espíritu Santo... ¿Quién puede ignorar hasta tal punto los bienes que Dios
prepara a los que le son dignos como para no entender que también la corona de
los justos es gracia del Espíritu Santo?" [4]. Pero, observando bien, el santo
dice sólo que el Espíritu Santo tendrá una parte activa también en el acto final
de la historia humana, cuando se pasará desde el tiempo a la eternidad. Está
ausente cualquier reflexión sobre lo que el Espíritu Santo hace ya ahora, en el
tiempo, para impulsar a la humanidad hacia el cumplimiento. Falta el sentido del
Espíritu Santo como empuje, fuerza de propulsión del pueblo de Dios, en camino
hacia la patria.
El Espíritu
impulsa a los creyentes a permanecer vigilantes y en espera del retorno de
Cristo, enseñando a la Iglesia a decir: "Ven, Señor Jesús" (Ap 22, 20). Cuando
el Espíritu dice Marana-tha con la Iglesia, es como cuando dice Abbà
en el corazón del creyente: se debe entender que Él hace decir, que se hace voz
de la Iglesia. Por sí mismo, de hecho, el Paráclito no podría gritar Abbà,
porque no es el hijo del Padre, ni podría gritar Marana-tha, "Ven,
Señor", porque no es siervo de Cristo, sino "Señor" igual que Él, como
profesamos en el Credo.
"Él os anunciará
lo que ha de venir", dice Jesús del Paráclito (Jn 16, 13): esto es, desvelará el
conocimiento del nuevo orden de cosas surgido de la Pascua. El Espíritu Santo
es, por lo tanto, el resorte de la escatología cristiana, quien mantiene a la
Iglesia en tendencia hacia adelante, hacia el retorno del Señor. Y esto es
precisamente lo que ha intentado evidenciar la reflexión bíblica y teológica de
nuestros días. La nueva existencia suscitada por el Espíritu -escribe Moltmann-
es ya ella misma escatológica, sin esperar el momento final de la Parusía, en el
sentido de que es el comienzo de una vida que se manifestará plenamente sólo
cuando se haya establecido el modo de existencia determinado por el Espíritu, ya
no contrariado por la carne. El Espíritu no es sólo promesa en sentido estático,
sino la fuerza de la promesa, quien hace sentir la posibilidad de la liberación,
quien permite que se perciban más pesadas e intolerables aún las cadenas, y por
ello impulsa a romperlas [5].
Esta visión
paulina del Espíritu Santo como promesa y como primicia nos permite descubrir el
verdadero sentido de la Tradición de la Iglesia. La Tradición no es ante todo un
conjunto de cosas "transmitidas", sino que es, en primer lugar, el principio
dinámico de transmisión. Es más, es la vida misma de la Iglesia, en cuanto que,
animada por el Espíritu bajo la guía del magisterio, se desarrolla en la
fidelidad a Jesucristo. San Ireneo escribe que la revelación es "como un
depósito precioso contenido en un vaso de valor, que gracias al Espíritu de Dios
rejuvenece siempre y hace que rejuvenezca también el recipiente que lo contiene"
[6]. El valioso vaso que rejuvenece junto a su contenido es, precisamente, la
predicación de la Iglesia y la Tradición.
Por ello el
Espíritu Santo es el alma de la Tradición. Si se quita o se olvida el Espíritu
Santo, lo que queda de ella es sólo letra muerta. Si -como afirma santo Tomás de
Aquino- "sin la gracia del Espíritu Santo hasta los preceptos del Evangelio
serán letra que mata", ¿qué deberíamos decir de la Tradición?
La Tradición es
entonces, sí, una fuerza de permanencia y de conservación del pasado, pero es
también una fuerza de innovación y de crecimiento; es memoria y anticipación a
la vez. Es como la onda de la predicación apostólica que avanza y se propaga en
los siglos [7]. La onda no se puede captar más que en movimiento. Congelar la
tradición en un momento determinado de la historia significa hacer de ella una
"tradición muerta", ya no, como la denomina san Ireneo, una "tradición viva".
4. El Espíritu
Santo nos hace abundar en la esperanza
Con su encíclica
sobre la esperanza, el Santo Padre Benedicto XVI nos indica la consecuencia
práctica que se desprende de nuestra meditación: esperar, esperar siempre, y si
ya hemos esperado mil veces en vano, ¡volver a esperar todavía! La encíclica
(cuyo título "Spe salvi": "En la esperanza hemos sido salvados", procede
precisamente del pasaje paulino que hemos comentado) comienza con estas
palabras:
"Según la fe
cristiana, la ‘redención', la salvación, no es simplemente un dato de hecho. Se
nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una
esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el
presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva
hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan
grande que justifique el esfuerzo del camino".
Se establece una
especie de equivalencia y de cualidad de intercambio entre esperar y ser salvos,
como también entre esperar y creer. "La fe -escribe el Papa- es esperanza",
confirmando así, desde un punto de vista teológico, la intuición poética de
Charles Péguy, quien inicia su poema sobre la segunda virtud con las palabras:
"La fe que prefiero -dice Dios- es la esperanza".
Igual que
distinguimos dos tipos de fe: la fe creída y la fe creyente (o
sea, las cosas creídas y el acto mismo de creer), así ocurre con la esperanza.
Existe una esperanza objetiva que indica la cosa esperada -la herencia eterna- y
existe una esperanza subjetiva que es el acto mismo de esperar esa cosa. Esta
última es una fuerza de propulsión hacia delante, un impulso interior, una
extensión del alma, una dilatación hacia el futuro. "Una migración amorosa del
espíritu hacia lo que se espera", decía un antiguo Padre [8].
Pablo nos ayuda a
descubrir la relación vital que existe entre la virtud teologal de la esperanza
y el Espíritu Santo. Hace que cada una de las tres virtudes teologales se
remonten a la acción del Espíritu Santo. Escribe: "Pues nosotros, en virtud
del Espíritu, aguardamos por la fe la justicia que es objeto de la
esperanza. Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión
tiene valor, sino solamente la fe que actúa por la caridad" [9].
El Espíritu Santo
se nos presenta así como la fuente y la fuerza de nuestra vida teologal. Es por
mérito suyo, en especial, por lo que podemos "abundar en la esperanza". "El Dios
de la esperanza -escribe el Apóstol un poco más adelante, en la misma Carta a
los Romanos- os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta rebosar de
esperanza por la fuerza del Espíritu Santo" (Rm 15,13). "El Dios de la
esperanza": ¡qué insólita definición de Dios!
A veces se ha
llamado a la esperanza la "pariente pobre" de las virtudes teologales. Hubo, es
cierto, un momento de intensa reflexión sobre el tema de la esperanza, hasta dar
lugar a una "teología de la esperanza". Pero ha faltado una reflexión sobre la
relación entre esperanza y Espíritu Santo. Sin embargo, no se comprende la
peculiaridad de la esperanza cristiana y su alteridad respecto a cualquier otra
idea de esperanza si no es contemplada en su íntima relación con el Espíritu
Santo. Es Él quien marca la diferencia entre el "principio esperanza" y
la virtud teologal de la esperanza. Las virtudes teologales son tales no
sólo porque tienen a Dios como su fin, sino también porque tiene a Dios como su
principio; Dios no es sólo su objeto, sino también su causa. Son causadas,
infusas, por Dios.
¡Necesitamos
esperanza para vivir y necesitamos Espíritu Santo para esperar! Uno de los
principales peligros en el camino espiritual es el de desalentarse ante la
repetición de los mismos pecados y la aparentemente inútil sucesión de
propósitos y recaídas. La esperanza nos salva. Nos da la fuerza para recomenzar
siempre de nuevo, para creer cada vez que esa será la ocasión buena, la de la
verdadera conversión. Actuando así, se conmueve el corazón de Dios, quien vendrá
en nuestra ayuda con su gracia.
"La fe no me
sorprende, dice Dios. (Sigue siendo el poeta de la esperanza quien habla; mejor
dicho, quien hace hablar a Dios). Resplandezco así en mi creación. La caridad no
me sorprende, dice Dios. Esas pobres criaturas son tan infelices que, a menos
que tengan un corazón de piedra, cómo no deberían tener caridad las unas por las
otras... Pero la esperanza, dice Dios, es lo que me sorprende. Que los pobres
hijos vean cómo van las cosas y que crean que mejorarán mañana. Esto es
alucinante. Y se necesita que mi gracia sea de verdad de una fuerza increíble"
[10].
No podemos
contentarnos con tener esperanza sólo para nosotros. El Espíritu Santo quiere
hacer de nosotros sembradores de esperanza. No hay don más bello que difundir
esperanza en casa, en comunidad, en la Iglesia local y universal. Es como
ciertos productos modernos que regeneran el aire, perfumando todo el ambiente.
Concluyo la serie
de estas meditaciones cuaresmales con un texto de Pablo VI que resume muchos de
los puntos que he tocado en ellas:
"Nos hemos
preguntado varias veces... qué necesidad advertimos, primera y final, para esta
Iglesia nuestra bendecida y amada. Lo debemos decir casi con temor y súplica,
porque es su misterio y su vida, lo sabéis: el Espíritu, el Espíritu Santo,
animador y santificador de la Iglesia, su aliento divino, el viento de sus
velas, su principio unificador, su fuente interior de luz y de fuerza, su apoyo
y su consolador, su fuente de carismas y de cantos, su paz y su alegría, su
prenda y preludio de vida feliz y eterna. La Iglesia necesita de su perenne
Pentecostés; necesita de fuego en el corazón, de palabra en sus labios, de
profecía en la mirada... Necesita, la Iglesia, recuperar el ansia, el gusto y la
certeza de su verdad" [11].
¡Le deseo a usted,
Santidad, y a vosotros, venerables padres, hermanos y hermanas, una feliz y
santa Pascua!
[Traducción del
original italiano por Marta Lago]
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[1] S. Agustín,
Discorsi, 23, 9 (CC 41, p. 314).
[2] Cf. Num 28,
26; Lev 23, 10.
[3] S. Ireneo,
Contra las Herejías, III, 17,2; cf. tambén Eusebio de Cesarea, Sobre
la solemnidad pascual, 4 (PG 24, 700A).
[4] S. Basilio,
Sobre el Espíritu Santo, XVI, 40 (PG 32, 141A).
[5] Cf. J. Molmann,
Lo Spirito della vita, Brescia 1994, pp. 18. 92 s. 190.
[6] S. Ireneo,
Adv. Haer. III, 24, 1.
[7] H. Holstein,
La tradition dans l'Eglise, Grasset, Parigi 1960 (Trad. ital. La
tradizione nella Chiesa, Vita e Pensiero, Milano 1968.
[8] Diadoco de
Fotica, Cento capitoli, preambolo (SCh 5, p.84).
[9] Gal 5, 5-6;
cf. Rom 5,5.
[10] Ch. Péguy,
Le porche du mystère de la deuxième vertu, in Œuvres poétiques complètes,
Gallimard, Paris 1975, pp. 531 ss.
[11] Audiencia
general del 29 de noviembre de 1972 (Pablo VI).