La catequesis del cardenal Meisner a los jóvenes
«Buscar la verdad como sentido profundo de la existencia humana»

COLONIA, miércoles, 17 agosto 2005 (ZENIT.org). En este miércoles, comenzaron las catequesis que hasta el próximo viernes, dirigirán obispos y cardenales de todo el mundo en numerosos idiomas a los jóvenes congregados en Colonia para participar en las Jornadas Mundiales de la Juventud.

Esta fue la catequesis que dirigió el cardenal Joachim Meisner, arzobispo de Colonia, en la Pista de Hielo (Eissporthalle) de Neuss sobre el tema: «Buscar la verdad como sentido profundo de la existencia humana».


 

Buscar la verdad como sentido profundo de la existencia humana
¿Dónde está el rey de los judíos que ha
nacido? Hemos visto su estrella en el Oriente (Mt 2:2).
 



Queridos jóvenes:
1. En cierto modo, las catequesis constituyen la base sobre la que se asienta la Jornada Mundial de la Juventud. Aquí, tanto los catequistas como vosotros seréis confrontados con la temática de la Jornada Mundial de la Juventud. Dios es la Palabra. En el prólogo del Evangelio de San Juan se dice que “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios” (Juan 1:1). Y por ello, Dios puede expresarse y es audible. Y esto se produce precisamente en las catequesis. Dios puede expresarse con palabras y se hace oír.

¡No olvidemos la regla de los benedictinos! Esta regla es uno de los documentos fundamentales de Occidente y comienza con las palabras: “Escucha hijo”. El apóstol San Pablo afirma: “Luego la fe es por el oír; y el oír por la palabra de Dios” (compárese Rom 10:17). Al principio está la palabra y no la imagen. Por esta razón, nuestro Creador nos ha dado dos oídos y una sola boca para que escuchemos dos veces más de lo que hablamos. Pero ahora resulta que Satanás, el enemigo del hombre, desde el principio tuvo la intención de robarle el oído a los hombres. Cuando el hombre ya no oye, deja de saber a quién pertenece y adónde pertenece. Y es entonces cuando cae en las redes de cualquier embaucador social.

Todos los sistemas totalitarios siempre comenzaron robándoles el oído a los hombres. Aún recuerdo bien mi infancia y juventud: una infancia bajo el régimen nazi. Los domingos había los grandes desfiles de la policía nazi acompañados de música militar, mientras que en los países comunistas todos los sábados y domingos resonaban por altavoz durante todo el día las consignas de combate y las canciones socialistas. Eso era aún peor que las sirenas de las fábricas que aullaban en los días laborables. Por ello, la catequesis debe convertirse en un espacio de silencio interior en el cual somos capaces de oír la palabra de Dios para luego cumplirla.

2. Según unas palabras de Cristo no recogidas en la Biblia se nos da el siguiente buen consejo: “Quien quiera estar con Dios, necesita diez cosas: nueve partes de silencio y una parte de soledad”. El silencio es imprescindible para no confundir la palabra de Dios con las palabras de uno mismo. Pues al rezar Cristo en el desierto o en lo alto de una montaña u otros lugares solitarios, no le daba una charla a Dios, sino que callaba hasta que oía hablar a Dios. “Nueve partes de silencio” significa que volvemos a considerar nuestras palabras como frutos maduros, tal y como lo hace Cristo cuando nos dice que nuestras palabras son como cardos o uvas. Las uvas necesitan mucho tiempo hasta que maduran y son comestibles. También en el silencio de las catequesis de la Jornada Mundial de la Juventud, las palabras tendrán la oportunidad de madurar – palabras que deberemos contar a los demás cuando regresemos a casa. Jesús mantuvo silencio durante 30 años antes de empezar a predicar durante tres años seguidos. En este sentido son válidas las palabras de Friedrich Nietzsche cuando dice que “Quien mucho ha de anunciar una vez, calla mucho de sí mismo. Y quien una vez ha de encender el rayo, ha de ser por largo tiempo nube”.

3. Todos nosotros somos portadores de la palabra, tal y como todos somos portadores de nuestra fe. Pero mi fe no es mi fe, sino que mi fe es tu fe. Y la palabra de Dios dentro de mí no es mi palabra de Dios, sino tu palabra de Dios. Si no aceptamos o rezamos o amamos recíprocamente nuestra fe, desmantelamos la fe de nuestro prójimo o nos convertimos en el ladrón de la fe del otro. Las palabras que me van a ayudar no me las puedo decir a mí mismo, sino que me las tienen que decir los demás. Como obispo no puedo confesarme ante mí mismo y no puedo decirme a mí mismo las palabras con las que se absuelven mis pecados, sino que me las tiene que decir otro sacerdote. Las palabras del perdón que se me concede las porta el otro en mí, no yo. Yo, en cambio, las llevo en mí para los demás. Y por eso nos encontramos unos con otros con el ruego frecuentemente no expresado en voz alta: “pero sólo una palabra tuya bastará para sanar mi alma”. Aunque primero tengo que escuchar la palabra. “¡Escucha hijo mío! ¡Escucha hija mía!”, así es como comienza la regla de los benedictinos.

4. A Satanás también se le llama el “Diabolos”, el “que revuelve todo” y el “que hace mucho ruido” y se propone robarnos el oído. Su tarea consiste en proveer constantemente datos e informaciones a los hombres, de modo que casi ensordezcan y ya no sean capaces de percibir cuál es el camino verdadero, y, en especial, la voz de la vida misma. La figura opuesta a Satanás, que tras la ascensión de Cristo hizo que los apóstoles por miedo se dispersaran en todas direcciones, es María, que recoge a los apóstoles de su dispersión, que los vuelve a reunir: bajo un mismo techo, en la misma casa, en la misma mesa, esto es, en la sala de la última cena en Jerusalén, donde se convierte en la rezadora de las primeras novenas de Pentecostés, a cuyo término se halla el suceso del milagro de Pentecostés. María nos recoge de la dispersión. Por ello es la “Symbola”, que significa la “recolectora”, que hace frente al Diabolos que siembra la confusión. Precisamente en este momento de la catequesis nos dirigimos a María con nuestras súplicas.

De los Tres Reyes Magos se dice: “Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron” (Mt 2:11). También hoy, María nos ofrece al niño, Cristo, el centro de nuestras vidas. Y por ello vamos a atenernos a las reglas del correcto escuchar cristiano:

1. ¡Siéntate en silencio!
2. ¡Junta las manos, es decir, llévalas de la dispersión al recogimiento!
3. ¡Cierra los ojos!
4. ¡Inclina la cabeza – y
5. dirige tu conciencia de la cabeza al corazón!

En el maravilloso momento de la multiplicación del pan, en el que cinco mil hombres adultos habían seguido al Señor al desierto sin traer pan consigo, llega a producirse una crisis. La muchedumbre está hambrienta. Dice entonces Jesús a los apóstoles: “¡Hacedlos sentar en grupos!” Y seguidamente Jesús realiza el gran milagro del pan. Pero los cinco mil hombres no saben que Jesús es capaz de hacerlo. Y cuando el Señor ordena: “¡Hacedlos sentar en grupos!”, efectivamente se sientan sobre la hierba. Pero sentarse sobre la hierba en el desierto con el estómago hambriento y los bolsillos vacíos es como estar dispuesto a suicidarse. Aun así, la multitud cree en las palabras de Jesús, que dice poder saciarlos. En este momento se produce un milagro mucho mayor que el de la maravillosa multiplicación del pan, esto es, el milagro de su obediencia a la fe: los hombres se sientan hambrientos sobre la hierba con la esperanza de que Jesús saciará su hambre. Y como sabemos del relato, todos fueron saciados y de los trozos de pan que sobraron se llenaron 12 cestos aún más grandes. Éste es el milagro del desierto. Éste es también hoy el milagro de esta primera catequesis: “¡Hacedlos sentar en grupos!” – “¡Pero sólo una palabra tuya bastará para sanar mi alma!”

Estoy profundamente convencido de que en estos días Dios os dirá las palabras que quizás necesitéis para reorientar vuestras vidas. Pero aún no debéis saber de qué palabras se trata, porque sino se trataría de palabras obra de vuestra imaginación. Lo que realmente tenéis que hacer en estos días es vivir suplicando en vuestro interior: “pero sólo una palabra tuya bastará para sanar mi alma”.

5. En el silencio nos encaminamos hacia nuestro interior. Cómo rezaban nuestras instrucciones para meditar: “¡Siéntate en silencio! ¡Junta las manos! ¡Cierra los ojos! ¡Inclina la cabeza! ¡Dirige tu conciencia de la cabeza al corazón!” Tenemos que regresar a ese punto que constituye el núcleo de nuestra existencia. Ése es mi Yo a imagen de Dios, un Yo que se hace patente en los anhelos de mi vida más profunda. Y de esto es de lo que se trata aquí: de poner de manifiesto nuestros anhelos. Dejadme que os lo demuestre con un par de ejemplos:

Hace unas décadas me crucé con un hombre inteligente pero completamente incrédulo. Este hombre me confesó abiertamente y con toda sinceridad que lo que no entendía de mí a quien también atribuía cierta capacidad intelectual era cómo podía creer en Dios. Intenté entonces que obtuviera acceso a su propio Yo haciéndole dos preguntas. Mi primera pregunta fue: “¿Quieres ser malo? ¿Tan malo que los demás digan que no vales un centavo y que eres más malo que el demonio?”. Me respondió que por nada del mundo quisiera ser así. Insistí: “Pero todo efecto tiene una causa. Y si tú no quieres ser malo, ¿cuál es el motivo de que no lo quieras ser?” Me respondió que nunca se lo había cuestionado y que tampoco me podía explicar porqué era así. Y a su vez me preguntó si acaso yo lo sabía. Le respondí: “Yo sí lo sé”. Y cuando me preguntó si estaba dispuesto a compartir con él mis conocimientos afirmé: “¡Por supuesto que sí! El caso es que no somos ejemplares originales, no somos prototipos, sino reproducciones. Nuestro modelo es Dios mismo. Nosotros somos su imagen. Y como Dios siendo mi modelo es el bien más valioso, yo como su reflejo no puedo querer ser malo. Aun cuando a veces lo sea. Es como en el caso de una vela puesta de cabeza. La llama no se pone de cabeza. Sigue ardiendo y brillando hacia arriba. Como quiera que gire o le dé la vuelta a la vela, la llama nunca arderá hacia abajo, sino siempre hacia arriba. Lo mismo ocurre con los seres humanos: El ser humano no puede querer ser malo, incluso siéndolo a veces, porque su imagen original, su núcleo más profundo es la imagen de Dios. Y este Dios es el bien supremo. Y si a veces no somos buenos y nos sorprenden haciendo algo malo, en nuestro interior se rebela la imagen de Dios que hemos manchado. Y esto se refleja corporalmente, porque empezamos a sudar o nos ponemos rojos. Como mi Yo más profundo como reflejo de Dios continúa teniendo el modelo original como referencia, y este Dios es el bien supremo, no puedo querer ser malo. Para ello me tendría que arrancar la propia piel”.

Y mi segunda pregunta fue muy similar: “¿Quieres que nadie te quiera?” A esta pregunta contestó el ateo: “Eso sería el infierno”. Precisamente ésta es la definición teológica de lo que es el infierno. ¿Pero cómo es que un ateo sin instrucción en la fe ni educación religiosa conoce la naturaleza del infierno? ¿Cuál es, pues, la causa del efecto en la vida de toda persona de no querer ser una persona? – La causa reside en el hecho de que somos la imagen de Dios, porque Dios como un modelo de mí mismo, como mi arquetipo, es el amor en persona. Quien declara de sí mismo: “Con amor eterno te he amado” (Jer 31:3), no puede querer que el reflejo de sí mismo no sea querido. Esto simplemente no es posible. Tenemos que pasar de la superficie a la profundidad de nuestra vida. Es como en el caso de un río. Los que quieren degustar la calidad del agua del río Rin no deberían hacerlo aquí en la cuenca del Rin, sino que deberá peregrinar río arriba, es decir nadar contra la corriente hacia su nacimiento. Allí se puede saborear el agua del Rin. Pero, como es sabido, los peces muertos sólo nadan con la corriente. Únicamente los peces vivos y sanos pueden nadar contra la corriente.

Tenemos que volver al origen, a nuestro modelo, a Dios que es el amor. ¿A quién encuentro en el origen de mi vida? A Dios, al Dios vivo, Creador de miles de millones de vías lácteas. Dice a su pueblo Israel: “Con amor eterno te he amado: por eso he reservado gracia para ti”. ¡Esto no vale solamente para el pueblo de Israel, sino también para mí personalmente! Y una y otra vez, el pueblo de Israel no puede creer que Dios lo ame precisamente a él, que tradicionalmente tiene más enemigos que miembros, tal y como hoy en día el pueblo de Dios. En muchas ocasiones ha tenido más enemigos que amigos. Y Dios ha elegido a este pueblo y dice: "Solamente quiero a ti”. En el fondo, Dios quiere únicamente el amor. Esto también queda bien plasmado en el Evangelio de San Juan: continuando la Creación a través de la palabra, es la palabra, es decir Jesucristo, que se hace hombre. La palabra se hace carne y, como palabra hecha carne, pone su morada entre nosotros, los hombres, para amarnos en persona y de forma palpable.

Los Padres de la Iglesia tenían aún el valor de decir: “Dios es la palabra eterna, se hace hombre para que el hombre sea como Dios”. La Creación es grandeza, belleza y verdad. Y el amor es cariño que ha cobrado vida. ¿Cuánto cariño necesita un niño para hacerse adulto? Y ahora nos damos cuenta de que el amor de Dios va más allá de todos los conceptos. No puede expresarse en medidas, como el Universo no puede expresarse en cifras. El secreto de todo es el amor tal y como Dios lo define. En Juan 21, Jesús pregunta a Pedro: “¿Me amas?“ Y Pedro responde: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero, aunque yo soy el que te ha negado, que no tenía la fuerza de mantenerme firme y seguirte fiel a la hora de la tentación”. El amor de Pedro seguía inquebrantado. Esto es muy importante. Jesús acepta el amor de este discípulo infiel de igual forma que el amor de la pecadora María Magdalena. El amor del discípulo hacia Jesús es un amor pobre, pero es un amor que a pesar de la infidelidad puede volver a brotar y busca su sentido, su lugar y su origen. Y Jesús acepta este amor. Por ello, este solo “Tu” es mutuo y se llama amor.

En principio, cada uno encuentra a Dios por sí solo. Así, básicamente, cada uno vive solo, morirá solo y tendrá que asumir la responsabilidad solo. Los demás, incluso las personas más queridas, solamente pueden estar a mi lado y apoyarme. Pero Dios ama a cada uno de nosotros. Se hizo hombre por cada uno de nosotros. Está incluso más cerca de cada uno de lo que podemos estar cerca de nosotros mismos. Si Dios, el Creador de miles de millones de sistemas planetarios es tan infinitamente grande, cada persona puede confiar en que una parte infinitamente grande del amor de Dios pertenece solamente a ella. Y esto nos une los unos con los otros. Por ello dice Pedro: “Pero vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real” (1 Ped 2:9). Con los Reyes Magos nos une no solamente la búsqueda, sino también nuestro origen. Como ellos somos de origen real y poseemos dignidad real. El concepto que tenemos de nosotros mismos no puede ser suficientemente alto.

6. También los Reyes Magos, motivados por esta inquietud interior, por su anhelo, que tiene su origen en lo más profundo de su naturaleza, suben a las torres de vela para buscar en el cielo signos del amor de Dios. Y entonces encontraron la estrella. Y empezó la gran aventura. Se marcharon, emprendieron el camino, orientándose por la estrella. Y cuando la estrella desapareció la buscaron, preguntaron, buscaron de nuevo en el cielo hasta que la encontraron de nuevo y llegaron a su destino.

La Jornada Mundial de la Juventud de Colonia me invita en primer lugar a oír para percibir mi origen, para darme cuenta de dónde la imagen de Dios ha marcado mi vida y de dónde surge toda mi ansia, inquietud y añoranza de lo santo, de lo bueno, de lo bello y, al fin y al cabo, de Dios. Y vosotros, como jóvenes, aún no estáis tan lejos de la mano creadora de Dios como nosotros los mayores. Por ello, al sentir más de cerca la presencia de la mano creadora, buscáis lo puro, lo bueno y lo bello con mayor intensidad que nosotros, los mayores. Y cuando regresemos a casa experimentaremos lo mismo que los Reyes Magos. Emprenderemos el camino en compañía. Nuestro objetivo será poner en práctica todo lo que hemos experimentado en Colonia. Estoy convencido de que Dios tiene para cada uno de nosotros un plan concreto y singular que no puede delegarse a otra persona. El éxito de nuestra vida depende de si lo reconocemos y conseguimos ponerlo en práctica.

Todos tenemos una sola vida. En la vida, en la fe y en el amor no existe un tiempo exento de responsabilidad como en la autoescuela a la hora de aprender a conducir. No, en la vida, la fe y el amor, uno se convierte inmediatamente en un “conductor” responsable. No existe la vida, la fe o el amor a prueba. Siempre va en serio, desde el primer momento.

¿Cómo sé lo que Dios quiere de mí? Recomiendo a todos urgentemente que se confiesen o incluso hagan una confesión completa de su vida en estos días. Así lo hicieron muchos participantes en las diferentes Jornadas Mundiales de la Juventud. Debemos liberar el alma y el corazón de todo el pecado, de toda la suciedad y de todos los escombros acumulados durante el tiempo para volver a tener una visión más clara de nosotros. En la Jornada Mundial de la Juventud, Dios quiere que cada uno de nosotros se dé cuenta de su vocación, para que el mundo no tenga que esperar tanto tiempo, hasta que haya personas que sigan las huellas de la Madre Teresa, de Edith Stein o Maximilian Kolbe.

Me gustaría señalar algunos caminos más para llegar desde la superficie de nuestra vida hasta la profundidad de nuestra existencia, hasta el origen donde podemos experimentar la imagen de Dios. Es una característica de nuestra existencia que no podamos saciar nuestra hambre de eternidad y de infinidad. A mí me ha pasado muchas veces en la vida: cuando anhelaba algo –cuando, por ejemplo, quería tener un cuadro bonito– y lo conseguía con más o menos dificultades, me fascinaba durante 15 días o 4 semanas, pero después dejaba de ser interesante y empezaba a anhelar otros objetos. Pero después de obtener éstos otros se repetía la misma historia: las cosas perdían su fascinación y mi anhelo no había sido satisfecho. Nuestra ansia en este mundo es insaciable. Nos hace aspirar una cosa tras otra. Como dijo San Agustín: “Inquieto estará nuestro corazón hasta que descanse en ti”. Entonces no tendremos una cosa cualquiera, sino que le tendremos a ÉL, que significa todo para nosotros.

Debido a la limitación de nuestra existencia debemos darnos cuenta de que el enfoque de nuestra vida es Dios y no el hombre. Experimento esto siempre que escucho una obra musical muy conocida y espero con ansia una parte determinada de esta obra que luego se me escapa inmediatamente. La quiero agarrar, pero no lo consigo. Esta obra musical me hace feliz y al mismo tiempo me causa un sentimiento doloroso. Quiero tenerla muy presente, pero no es posible. Se me escapa. Este ejemplo muestra la limitación de nuestra existencia terrenal, que colisiona con el ansia de nuestro corazón. La música es muy intensa, pero poco extensiva. Un cuadro, en cambio, es muy extensivo, lo tengo siempre presente, pero a su vez es muy poco intensivo.

Aquéllos que viajan en 15 días por toda Italia ven muchísimas cosas diferentes, pero con poca intensidad. Los que se quedan 14 días en la ciudad italiana de Florencia aunque no ven tantas cosas diferentes, experimentan todo de manera más intensiva. Cuánto más grande sea la cantidad de experiencias diferentes, tanto más pequeño será el contenido. No se pueden conseguir ambas cosas a la vez. Y esto choca con mi ansia de eternidad. Y esto demuestra que hemos sido creados en base a otras dimensiones que las dimensiones de los seres humanos o del mundo. Las dimensiones del mundo y del hombre siempre le resultarán demasiado pequeñas al hombre.

“Inquieto estará nuestro corazón hasta que descanse en ti.” – ¿Para qué habéis venido a Colonia? – La respuesta nos la da el lema de la Jornada Mundial de la Juventud: “Hemos venido a adorarle”. Es precisamente esta ansia de una vida grande y plena que nos hace salir a la calle para buscar y encontrar, al igual que los Reyes Magos, al que es el origen y la meta final de nuestra vida: a Dios, que es mi todo, a Dios que hace mi vida grande.

Cuando un saltador de altura quiere superar el listón tiene que superarse a sí mismo. Quien tiene fe apuesta por algo más alto que por sí mismo: enfoca su vida hacia Dios. Una vez superado el listón, el saltador se alegrará si escucha la frase: “¡Te has superado a ti mismo!”. Los que tienen fe, se superan a sí mismos. Estamos llamados a esto, tal y como María, que confiesa en el Magnificat: “Porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mi” (Luc 1:49). El Poderoso hace grandes obras por vosotros.

Cardenal Joachim Meisner
Arzobispo de Colonia


[Traducción distribuida por los organizadores de las Jornadas Mundiales de la Juventud 2005]