Clara de Asís, a los 800 años de su vocación, sigue reparando la Iglesia de Dios

 

 Jesús de las Heras Muela

 

El 11 de agosto es la memoria litúrgica de Santa Clara de Asís, cuya vocación la familia franciscana celebra y clausura ya los actos de su octavo centenario

 Fue el 18 de marzo de 1212. Aquel día era Domingo de Ramos. Clara Favarone, joven y noble doncella umbra, de Asís, con apenas 18 años, superando y hasta huyendo de presiones familiares, se consagra a Dios a través de un reciente carismas esparcido por la Providencia escasos años atrás mediante su paisano Francisco. Es el comienzo de unas vidas paralelas, que, a pesar de los siglos transcurridos, no solo conservan la frescura y la belleza que solo el Evangelio puede dar, sino que también siguen interpelando y fecundando sin cesar a la Iglesia y a la humanidad de todos los tiempos.

Como homenaje a ella, a Clara de Asís, en el día de su fiesta litúrgica (el 11 de agosto), van estas líneas, va esta sentida y sencilla meditación, cuyo idea conductor, cuya principal idea de fondo es la necesidad de que la Iglesia de Dios sea siempre como Dios quiere que sea para así poder prestar más y mejor su verdadero servicio.

 El Cristo de San Damián

En Asís, en la parte superior de la basílica de San Francisco, los frescos que decoraran las paredes de este espacio –todos ellos obra del Giotto-  muestran los episodios centrales de la vida y vocación del mínimo y dulce Francisco. Fijamos nuestra mirada en dos de ellos. El primero es Francisco junto a Cristo de San Damián y segundo su encuentro con el Papa y el sueño de este de una iglesia que se derrumba.

Tras los momentos centrales que desencadenaron su conversión y seguimiento radical de Jesucristo, Francisco hubo de refugiarse en la pequeña y abandona ermita de San Damián, en las afueras de su Asís natal. De la ermita apenas quedaba en pie su hermoso ábside románico, centrado por un bellísimo icono con la imagen de Jesucristo. En sus largas horas de oración y contemplación, Francisco sintió que aquel Cristo le hablaba y le pedía que reparase su iglesia. Francisco entendió el mensaje en su literalidad, y se puso manos a la obra en la reconstrucción del pequeño templo y hasta logró que algunos de sus antiguos amigos pasasen a vivir con él –“el Señor me dio hermanos” y a trabajar en el proyecto.

Sin embargo, pronto Francisco empezó a descubrir que no era la reparación material del templo lo que el Señor pobre y crucificado le había pedido. Que no era solo para esta tarea para la que le había dado hermanos y para la que la Providencia estaba sembrando a manos llenos gérmenes y semillas de esperanza, de primavera y de renovación para su Iglesia.

Mientras tanto, los primeros amigos y hermanos de Francisco se multiplican sin cesar. Entre ellos, aquella niña, aquella adolescente, aquella ya joven de nombre Clara y más Clara por su vida se aprestaba también a vivir, con Francisco y como Francisco, el evangelio sin glosa. Once años separaban las edades de Francisco y Clara,  y ella en cuanto la edad se lo permitió, en un domingo de Ramos -domingo, pues, más de gloria  que de pasión, aunque pasión también la hubo- se sumó, junto a una de sus hermanos, a aquel grupo de jóvenes ardientes y hasta alocados por el Dios que es y basta, por el Evangelio puro y duro, en suma, de nuestro Señor Jesucristo.

Las obras de reconstrucción de San Damián proseguían a buen ritmo. A su entorno acudían pobres, lisiados, leprosos y curiosos. Y, de este modo, la pequeña ermita de las afueras de Asís se convirtió en un reto, en un desafío para la entera ciudad que no acababa de entender que sus mejores y “peores” ciudadanos se fueran a ella.

La perplejidad se adueñó también de Francisco. El quería ser instrumento y sembrador de paz, y, sin embargo, su vida y la vida de sus ya hermanos y hermanas, estaba sembrando la discordia en Asís. Habló con el obispo Guido para discernir que si lo que llevaba entre manos era obra de Dios o mera ilusión y espejismo de los hombres. El obispo, el mismo que prestó su capa para cubrir al desnudo Francisco en la plaza de San Rufino, volvió a acogerle con misericordia y consciente de que lo que estaba sucediendo sobreexcedía sus facultades y discernimiento, aceptó la propuesta de Francisco de ir a Roma para que fuese  el mismo Papa -entonces el gran y todopoderoso Inocencio III, ya en su senectud- quien juzgase que si todo era una nueva locura juvenil de Francisco o una “locura” del mismo Dios.

Un sueño del Papa

Francisco y sus hermanos se pusieron a pie en camino hacia Roma. Unos doscientos kilómetros separaban ambas ciudades. El Papa –Inocencio III- residía entonces en la basílica lateranense. Apenas un milagro –la intervención del cardenal Hugolino- hizo posible que Francisco lograra ser recibido por el Papa. Y apenas otro milagro –un sueño que noches previas había tenido Inocencio III y tantas vueltas llevaba dando en su cabeza- hizo posible que aquel encuentro no fuera un fracaso.

Y es que Francisco le habló al Papa de seguir a Cristo pobre y crucificado, de que no quería propiedades ni posesiones, de que todos los hombres somos hermanos, que la entera creación es obra de Dios para todos y es también hermana, de que es posible la paz y de que hay luchar por ella, de que el Evangelio ha de ser vivido sin glosa alguna y de que los poderes de este mundo y la inmersión de la Iglesia en ellos no hacen sino atenazar y corromper la gran libertad de los hijos de Dios y los revisten de honores, glorias, títulos, pompas, vanidades y soberbias.

Los asistentes a aquel encuentro  no daban crédito a la osadía del harapiento Francisco y pedían al Papa que lo mandase callar. El anciano Inocencio III escuchaba entre la perplejidad, la indignación, la sorpresa, la interpelación y la gracia. Y recordó, sí, claro que recordó el sueño que le atormentaba y apesadumbraba: su iglesia se estaba hundiendo hasta un desconocido y mínimo frailecillo la sostenía en sus débiles manos y que luego pintará también el Giotto. ¿Podía ser este el joven, humilde y deslenguado fraile de Asís que se hallaba ante su presencia soberana y que estaba diciendo verdades evangélicas como puños, pero verdades políticamente incorrectas? ¿Iba a ser posible que doce siglos se proclamara el Evangelio de modo tan desnudo y tan fiel? ¿Era posible la utopía de vivirlo así, en su desnudez, en su radicalidad, en su primera belleza?

 

Cinco claves clarianas para reparar la Iglesia

He aquí de la mano del Papa Juan Pablo II cinco sencillas y esenciales ideas, cinco claves clarianas, cinco interpelaciones, tan necesarias también ayer, hoy y siempre para reparar la Iglesia:

La primera de ellas es comprender, cultivar y seguir el valor de la propia vocación, arrostrando –como hizo la noble y acaudalada Clara- los riesgos, las dificultades e incomprensiones que el seguimiento de la misma –de la vocación- pueda acarrearnos. Mientras la crisis vocacional golpea como hace siglos a nuestras iglesias diocesanas, españolas y occidentales, ¿no creéis, hermanos, que el descubrimiento y la fidelidad a la propia vocación es una de nuestras asignaturas pendientes, que la valentía para asumir sus retos y sus rechazos es el camino para salir de la pertinaz sequía vocacional? Clara no lo tuvo fácil. Ella estaba destinada en la mente y en el deseo de sus suyos para otras más altas tareas que ser una monja de clausura. Sin embargo, Clara lo tuvo claro y luchó por ello contra viento y marea.

Clara de Asís había recibido una espléndida y sólida formación cristiana bien acompasada por la vida de piedad y por el ejercicio de la caridad. La formación es básica para dar razones de nuestra esperanza. En tiempos de desarrollo intelectual, científico y técnico como los presentes, los cristianos urgirnos de la mejor y más permanente y constante formación posible. Bendita sea la fe del carbonero. Pero normalmente necesitamos, mucho más. Nuestro mundo nos demanda constantemente –hasta de modo agresivo- saber dar razones –como dije antes- de nuestra y de nuestra esperanza.

La escucha de la Palabra de Dios y la Liturgia de Iglesia son los manantiales donde se nutren y se abreva nuestra fe. Tres escenas de la Palabra de Dios marcaron la vida de Clara: la Anunciación, la Natividad y la Crucifixión. Y  las tres fueron las cátedras permanentes, siempre abiertas y fecundas de su vida. Y a ellas volvía en la oración, en la meditación de la Palabra de Dios y en la participación de la Liturgia de la Iglesia. No podremos, hermanos, reparar la Iglesia, no podremos construir un mundo mejor, sin la Palabra de Dios y sin la Liturgia de la Iglesia. Ambas, si nos confrontamos con ellas con honradez, con humildad, con coraje, nos mostrarán los pecados, las divisiones, las incoherencias, las infidelidades al Evangelio amenazan seriamente a la Iglesia y a nuestras vidas cristianas.

La Palabra de Dios, siempre viva y eficaz, y su celebración litúrgica en la comunión de la Iglesia, nos llevarán, hermanos, a redescubrir a Jesucristo y a servirlo entre los hermanos. La opción de Clara de Asís fue la vida contemplativa, quizás también porque entonces no podía ser otra para una mujer. Pero la contemplación no la alejó ni la aportó del llanto del hermano y de sus esperanzas y fatigas. Desde su vida contemplativa, Clara completó el carisma franciscano. En y con sus largas contemplaciones del Señor pobre y crucificado, contribuyó y contribuye, como pocos, a enjugar el rostro de la humanidad doliente, a cuyo servicio se consagraban y consagran los hermanos franciscanos.

Por último, la Eucaristía -el Cristo total: el Cristo de la Encarnación, el Cristo los caminos  de Galilea, de los milagros y de la predicación del Reino, el Cristo de la cruz y de la gloria, el Cristo en los hermanos, el Cristo que llama a la paz, a la alegría, a la fraternidad, a la misión, el Cristo pobre, casto, obediente y humilde, el Cristo por ello glorificado ya para siempre-  la fuente y el culmen de su vida, como nos muestran la historia y la iconografía. Y hoy, para salir airosos y vencedores de los peligros que acechan a nuestra Iglesia y, por ende, a nosotros mismos, los cristianos de esta hora debemos ser cristianos de Eucaristía. Y a ella se accede desde la petición de perdón por nuestros pecados –petición de perdón también sacramental-, desde el sentimiento y el compromiso de pertenencia y comunión eclesial con y bajo el Papa y los obispos, desde la fidelidad en su participación, al menos, todos y cada uno de los domingos, no por obligación externa e impuesta, sino por sentido y gozoso clamor de nuestra propia alma que puede vivir sin el domingo cristiana y sin la Eucaristía. Una Eucaristía que nos modele, que nos cristifique, nos haga más hermanos y nos comprometa más a la misión, que tanto urge y tanto llama a las puertas de nuestra Iglesia.