La resurrección de Cristo es un
acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas. Los
Apóstoles dieron testimonio de lo que habían visto y oído. Hacia el año 57 San
Pablo escribe a los Corintios: «Porque os transmití en primer lugar lo mismo que
yo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue
sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que se apareció
a Cefas, y después a los doce» (1 Co 15,3-5).
Cuando, actualmente, uno se acerca a esos hechos para buscar lo más
objetivamente posible la verdad de lo que sucedió, puede surgir una pregunta:
¿de dónde procede la afirmación de que Jesús ha resucitado? ¿Es una manipulación
de la realidad que ha tenido un eco extraordinario en la historia humana, o es
un hecho real que sigue resultando tan sorprendente e inesperable ahora como
resultaba entonces para sus aturdidos discípulos?
A esas cuestiones sólo es posible buscar una solución razonable investigando
cuáles podían ser las creencias de aquellos hombres sobre la vida después de la
muerte, para valorar si la idea de una resurrección como la que narraban es una
ocurrencia lógica en sus esquemas mentales.
De entrada, en el mundo griego hay referencias a una vida tras la muerte, pero
con unas características singulares. El Hades, motivo recurrente ya desde los
poemas homéricos, es el domicilio de la muerte, un mundo de sombras que es como
un vago recuerdo de la morada de los vivientes. Pero Homero jamás imaginó que en
la realidad fuese posible un regreso desde el Hades. Platón, desde una
perspectiva diversa había especulado acerca de la reencarnación, pero no pensó
como algo real en una revitalización del propio cuerpo, una vez muerto. Es
decir, aunque se hablaba a veces de vida tras la muerte, nunca venía a la mente
la idea de resurrección, es decir, de un regreso a la vida corporal en el
mundo presente por parte de individuo alguno.
En el judaísmo la situación es en parte distinta y en parte común. El sheol
del que habla el Antiguo Testamento y otros textos judíos antiguos no es muy
distinto del Hades homérico. Allí la gente está como dormida. Pero, a diferencia
de la concepción griega, hay puertas abiertas a la esperanza. El Señor es el
único Dios, tanto de los vivos como de los muertos, con poder tanto en el mundo
de arriba como en el sheol. Es posible un triunfo sobre la muerte. En la
tradición judía, aunque se manifiestan unas creencias en cierta resurrección, al
menos por parte de algunos. También se espera la llegada del Mesías, pero ambos
acontecimientos no aparecen ligados. Para cualquier judío contemporáneo de Jesús
se trata, al menos de entrada, de dos cuestiones teológicas que se mueven en
ámbitos muy diversos. Se confía en que el Mesías derrotará a los enemigos del
Señor, restablecerá en todo su esplendor y pureza el culto del templo,
establecerá el dominio del Señor sobre el mundo, pero nunca se piensa que
resucitará después de su muerte: es algo que no pasaba de ordinario por la
imaginación de un judío piadoso e instruido.
Robar su cuerpo e inventar el bulo de que había resucitado con ese cuerpo, como
argumento para mostrar que era el Mesías, resulta impensable. En el día de
Pentecostés, según refieren los Hechos de los Apóstoles, Pedro afirma que «Dios
lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte», y en consecuencia concluye:
«Sepa con seguridad toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y
Cristo a este Jesús, a quien vosotros crucificasteis» (Hch 2,36).
La explicación de tales afirmaciones es que los Apóstoles habían contemplado
algo que jamás habrían imaginado y que, a pesar de su perplejidad y de las
burlas que con razón suponían que iba a suscitar, se veían en el deber de
testimoniar.