Jesús murió clavado en una cruz
el día 14 de Nisán, viernes 7 de abril del año 30. Así se puede deducir del
análisis crítico de los relatos evangélicos, contrastados con las alusiones a su
muerte trasmitidas en el Talmud (cfr. TB, Sanhedrin VI,1; fol.
43a).
La crucifixión era una pena de muerte que los romanos aplicaban a esclavos y
sediciosos. Tenía un carácter infamante, por lo que de suyo no podía aplicarse a
un ciudadano romano, sino sólo a los extranjeros. Desde que la autoridad romana
se impuso en la tierra de Israel hay numerosos testimonios de que esta pena se
aplicaba con relativa frecuencia. El procurador de Siria Quintilio Varo había
crucificado en el año 4 a.C. a dos mil judíos como represalia por una
sublevación.
Por lo que se refiere al modo en que pudo ser crucificado Jesús son de indudable
interés los descubrimientos realizados en la necrópolis de Givat ha-Mivtar en
las afueras del Jerusalén. Allí se encontró la sepultura de un hombre que fue
crucificado en la primera mitad del siglo I d.C., es decir, contemporáneo de
Jesús. La inscripción sepulcral permite conocer su nombre: Juan, hijo de Haggol.
Mediría 1,70 de estatura y tendría unos veinticinco años cuando murió. No hay
duda de que se trata de un crucificado ya que los enterradores no pudieron
desprender el clavo que sujetaba sus pies, lo que obligó a sepultarlo con el
clavo, que a su vez conservaba parte de la madera. Esto ha permitido saber que
la cruz de ese joven era de madera de olivo. Parece que tenía un ligero saliente
de madera entre las piernas que podría servir para apoyarse un poco,
utilizándolo como asiento, de modo que el reo pudiera recuperar un poco las
fuerzas y se prolongara la agonía evitando con ese respiro una muerte inmediata
por asfixia que se produciría si todo el peso colgara de los brazos sin nada en
que apoyarse. Las piernas estarían ligeramente abiertas y flexionadas. Los
restos encontrados en su sepultura muestran que los huesos de las manos no
estaban atravesados ni rotos. Por eso, lo más probable es que los brazos de ese
hombre fueran simplemente atados con fuerza al travesaño de la cruz (a
diferencia de Jesús, al que sí clavaron). Los pies, en cambio habían sido
atravesados por los clavos. Uno de ellos seguía conservando fijado un clavo
grande y bastante largo. Por la posición en que está podría pensarse que el
mismo clavo hubiera atravesado los dos pies del siguiente modo: las piernas
estarían un poco abiertas y el poste quedaría entre ambas, la parte izquierda
del tobillo derecho y la parte derecha del izquierdo estarían apoyados en los
lados del poste transversal, el largo clavo atravesaría primero un pie de
tobillo a tobillo, después el poste de madera y después el otro pie. El suplicio
era tal que Cicerón calificaba a la crucifixión como «el mayor suplicio», «el
más cruel y terrible suplicio», «el peor y el último de los suplicios, el que se
inflige a los esclavos» (In Verrem II, lib. V, 60-61).
Sin embargo, para acercarse a la realidad de lo que supuso la muerte de Jesús en
la cruz no basta con quedarse en los dolorosos detalles trágicos que la historia
es capaz de ilustrar, pues la realidad más profunda es la que confiesa «que
Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras» (1 Co 15,3). En su
entrega generosa a la muerte de Cruz manifiesta la magnitud del amor de Dios
hacia todo ser humano: «Dios demuestra su amor hacia nosotros porque, siendo
todavía pecadores, Cristo murió por nosotros» (Rm 5,8).