Capítulo 5 
 
 
 

Nos amó hasta el final 
 

San Juan comienza solemnemente la narración de la última cena con estas palabras: <<Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el final>>  
(Jn 13,1);
<<hasta el final>> en un doble sentido, temporal (hasta el final de su vida) e intensivo (hasta el extremo, hasta el límite de lo inconcebible).

 
 
 
 
 
 

<<¡Apenas habrá quien muera por un justo, aunque por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir!  
 

Pero la prueba de que Dios nos ama es que, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros>>  
(Rom 5,7-8).
 
 
 

El Jueves Santo se conoce como dies traditionis, jugando con el doble sentido de la palabra traditio: entrega y traición.  
 

Entrega y traición tienen lugar el mismo día.  
 

 
 
 
 
 
 

El día que los hombres escogen para entregar y traicionar a Jesús es el día escogido por él para entregarse por amor. 
 

Jesús se nos entrega por amor en una atmósfera de traición, en un clima de cansancio y de sueño, en una situación difícil, mientras se espesan las sombras de las sospechas, de la maldad, de la vileza, del miedo 
 

<<Los hombres colocan juntos aquella noche todo su muestrario de productos averiados: oportunismos, sueño, sucios negocios, alianzas sospechosas, malicia, estupidez, fanatismo. Y Cristo, precisamente en esa situación tenebrosa, todo lo contrario que alentadora, nos da el regalo de sí mismo como alimento nuestro

 
 
 
 
 
 

En el momento, no ciertamente ideal, en que el hombre presenta su cara más odiosa, Cristo inventa el modo de quedarse siempre a disposición del hombre>>. 
 

A. Pronzato,

La provocación de Dios, 213. 
 
 

Cuanto más se espesan las tinieblas, más contrasta con ellas el brillo de la luz.  
 

Es la técnica pictórica del claroscuro.  
 

 
 
 
 
 
 

En ningún momento de la historia de la humanidad el hombre ha mostrado mayor negrura que en los episodios que rodean la muerte de Cristo; en aquel inmenso naufragio nadie se salva: ni las autoridades políticas, ni los sacerdotes, ni los moralistas, ni los intelectuales, ni los hombres del pueblo, ni los amigos, ni los militares, ni los funcionarios 
 

El hombre muestra su faz más odiosa.  
 

Uno llega casi a avergonzarse de ser hombre, de pertenecer a esa especie animal tan cobarde, tan hipócrita, tan cruel y taimada.

 
 
 
 
 
 

Los que condenan a Jesús no son siquiera <<los malos de siempre>>, sino precisamente <<los buenos>>: hombres religiosos, sacerdotes y fariseos, hombres cultos y conocedores de la ley, autoridades oficiales, hombres piadosos 
 

Esto es lo que da de sí aun lo mejor que tenemos en nuestra humanidad. Nadie se salva.  
 

O mejor dicho, sólo se salva un hombre: Jesús.

Sólo por Él uno se siente orgulloso de ser hombre y pertenecer a esa humanidad donde floreció Jesús.  
 

Así en la Pasión el hombre muestra a la vez su rostro más vil y su rostro más radiante, en el máximo de la capacidad de ternura, entrega, abandono y perdón.

 
 
 
 
 
 

Si es una vergüenza pertenecer a la misma raza que produjo un Judas, un Caifás, un Pedro y un Pilato, es un orgullo muy grande pertenecer también a la misma raza de quien fue capaz de amar hasta el final. 
 

En nuestro libro sobre el perdón cristiano hay que dedicar un capítulo a meditar cómo Jesús murió perdonando.  
 

Es el último punto de referencia, el motivo supremo para nuestros pequeños perdones. 
 

 
 
 
 
 
 

Jesús tuvo que sufrir ya durante su vida el mayor cúmulo de injurias e insultos.  
 

Sus adversarios recogieron todos los chismes, todas las palabras más injuriantes para afrentarle.  
 

Le llamaron samaritano, que era uno de los peores insultos para un judío:  
 
 

<<¿No decimos con razón que eres samaritano?>>

(Jn 8,44).  
 

Le tacharon de hijo de mala madre.

Según muchos exegetas actuales corrieron rumores sobre el origen poco limpio de Jesús.

Entre los paganos se corrió que había sido hijo ilegítimo de un legionario romano, un tal Pantera.

 
 
 
 
 
 

Quizá hay textos en el evangelio que se hacen eco de esta calumnia.

Marcando diferencias con él, los judíos le dirán:

<<Nosotros no hemos nacido de la prostitución: no tenemos más padre que a Dios>> (Jn 8,41).  
 
 

Y también quizás con ironía le preguntaban, como suele hacerse a personas de paternidad dudosa:

<<¿Dónde está tu padre?>> (Jn 8,19).  
 

 
 
 
 
 
 

Marcos nota que a Jesús le llaman

<<el hijo de María>>,

expresión insólita entre los judíos; éstos siempre conocían a una persona por el nombre del padre y reservan el nombre de la madre para el caso de hijos de madre soltera. 
 
 

Le despreciaron teniéndole por paleto y pueblerino:

<<¿De Nazaret puede salir algo bueno?>> (Jn 1,46).

<<De Galilea no puede salir ningún profeta>>   
(Jn 7,42). 
 

 
 
 
 
 
 

Le llamaron ególatra, hombre engreído:

<<¿Quién te has creído que eres?

¿Más importante que Abrahán?>>  
(Jn 8,53).
 
 
 

Le tacharon de blasfemo y por ello trataron de apedrearlo.  
 

Donde se acaban las razones, los hombres empiezan a pedradas:

<<Te apedreamos por tus blasfemias>>  
(Jn 10,33).
 
 

 
 
 
 
 
 

Le tuvieron por endemoniado  
(Jn 8,48; 10,20),

por loco (Jn 10,20);

inclusive hasta sus propios familiares quisieron encerrarle en cierta ocasión pensando que estaba loco de atar (Mc 3,21). 
 
 

Le llamaron ignorante y le despreciaron porque no había estudiado (Jn 7,15). 
 

Le trataron como a un pecador: <<Sabemos que es un hombre pecador>>  
(Jn 9, 25-31), un comilón y un borracho (Lc 7,34),
 
 

 
 
 
 
 
 

un impostor y un falsario  
(Mt 27,63),

y subrayaron el hecho de que se juntaba con

malas compañías y con gentuza  
(Mt 11,19).
 
 
 

En Mt 19,12 probablemente el Señor se hace eco de otro de los insultos que le dirigieron, y fue el de eunuco. El hecho de no haberse casado, cosa insólita entre los rabinos de su época, fue un verdadero escándalo en su sociedad y no faltaron quienes le achacaron falta de virilidad. 
 

 
 
 
 
 
 

Frente a todos estos insultos Jesús mostró una calma extraordinaria y una gran capacidad para encajar las criticas más despiadadas y crueles.  
 
 

En todo momento se mostró seguro de su verdad y no permitió que la oposición generalizada y los insultos le desanimasen o le volviesen agresivo. 
 

Jesús no rehuyó la incomodidad de ser persona incómoda para los demás, de ser un continuo incordio en la sociedad de su época, y tuvo que pagar por ello un precio muy elevado.

 
 
 
 
 
 

Sin embargo, esto no significa en absoluto que fuera insensible.  
 

Todo lo contrario; en los evangelios tenemos abundantes muestras de la gran sensibilidad que tuvo Jesús para captar todos los rechazos.  
 

Se dio cuenta de los desaires de Simón el fariseo, que no le había dado agua para sus pies, ni le había dado el beso, ni ungió su cabeza con perfume (Lc 7,44-46). 
 

 
 
 
 
 
 

Cuando muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él, Jesús se entristeció y preguntó a los doce:  
 

<<¿También vosotros queréis iros?>>  
(Jn 6,67).
 
 
 

A los judíos que toman piedras para matarle, les reprocha:  
 

<<Muchas obras buenas os he mostrado, ¿por cuál de ellas queréis apedrearme?>> (Jn 10,32). 
 

 
 
 
 
 
 

Este lenguaje lo recogerán los improperios de la liturgia del Viernes Santo, inspirados en el profeta Miqueas:

<<Pueblo mío, ¿qué te he hecho?,

¿en qué te he ofendido? Respóndeme>>  
(cf Miq 6,3).
 
 
 

A los discípulos les reprocha su cobardía con un acento triste:

<<Os dispersaréis cada uno por vuestro lado

y me dejaréis solo>>  
(Jn 16,32).
 
 

 
 
 
 
 
 

A Jesús le duele la incomprensión, la dureza de corazón de los suyos para entenderle:  
 

<<Tanto tiempo estoy con vosotros

¿y todavía no me conocéis?>>  
(Jn 14,9).
 
 
 

Jesús capta la desatención de los fariseos, que protestan ante los clamores de sus discípulos de la entrada triunfal en Jerusalén.

Sigue captando tantos silencios, tantas ausencias.

<<Si éstos callan, gritarán las piedras>>  
(Lc 19,40).
 
 

 
 
 
 
 
 

Es bien consciente de los que se avergüenzan de él ante los hombres (Mc 8,38), de los que lo niegan ante los hombres (Mt 10,33).

¿Quién podrá analizar toda la carga de sentimiento que hay en la mirada del Señor a Pedro instantes después que éste le negase tres veces?

Sobriamente Lucas nos dice:

<<El Señor miró a Pedro>>.  
 

El evangelista nos permite a nosotros radiografiar esta mirada: ¿reproche, ternura, compasión, aliento?

Jesús se queja de su soledad y abandono en el huerto, cuando los discípulos, ignorantes de todo lo que está pasando en su corazón a esa hora, duermen sin más:

<<Simón, ¿duermes?

¿Ni una hora has podido velar?>> (Mc 14,37).

 
 
 
 
 
 

Ante el beso traidor de Judas, Jesús se estremece y no puede por menos que insinuar la atrocidad de esa traición:

<<¿Con un beso me entregas?>> (Lc 22,48).

A la bofetada del siervo de Anás, Jesús responde mansamente:

<<Si he hablado bien, ¿por qué me pegas?>>

(Jn 18,23). 
 

Ciertamente el corazón de Jesús era bien sensible hacia la desatención, la ingratitud, la traición, los insultos, los olvidos, las bofetadas, los besos traidores, las negaciones, los abandonos, los silencios. 
 

Bastan estos pocos pasajes para poner de manifiesto esa sensibilidad del Señor.

 
 
 
 
 
 

La capacidad de perdonar no supone la insensibilidad ante la ofensa, sino la superación de la ofensa mediante el amor.  
 
 

De la misma manera que el valor no significa ausencia de miedo (eso sería temeridad), sino la superación del miedo. 
 
 

Por eso el Señor quiso dejarnos constancia de esos reproches y esas quejas, por otra parte tan consideradas.  
 

Reproches meramente insinuados, que nunca aplastan, sino que abren el camino hacia la conversión. 
 

 
 
 
 
 
 

Pero son muchas más las veces en las que el Señor calla.

Sobre todo a la hora de la Pasión llega la hora del silencio.  
 
 

Después de haber dejado claro en sus reproches que era sensible a la ingratitud, decide callar.  
 
 

Basta una insinuación; no hay que martillearla como un estribillo, como un tic nervioso que exaspere a los verdugos.  
 

Jesús calla cuando le abandonan sus amigos, y cuando le atan y cuando le tiran de la barba, y cuando le calumnian, y cuando le pegan con un palo y le meten la cabeza en una bolsa.  
 

Basta haber hablado una vez.

 
 
 
 
 
 

Jesús calla cuando le visten y le desvisten como si fuera un muñeco, y cuando se convierte en el hazmerreír de los guardias, que desahogan con él el mal humor de una noche en vela; y cuando los soldados le azotan y le ponen el trapo rojo y una caña cascada en su mano y se arrodillan ante él para decirle con sarcasmo: <<Ave Caesar>> . 
 

Jesús calla cuando prefieren a Barrabás y cuando le catalogan entre los bandidos y ni siquiera encuentran un voluntario para ayudarle a llevar la cruz; y cuando le arrancan jirones de piel junto a los vestidos ya pegados a la costra de las heridas.  
 

 
 
 
 
 
 

Jesús calla cuando enjambres de moscas ennegrecen los bordes de sus llagas y completamente desnudo queda expuesto a las miradas curiosas y observaciones procaces de los soldados.  
 

Jesús calla cuando el calambre de los nervios de los pies y manos encogidos por los clavos le llevan al paroxismo del dolor. 
 

Y así muere, desnudo, abandonado, vendido, traicionado por sus amigos, después de haber sido cruelmente torturado en las dependencias policiales y condenado ante todos los tribunales.

Sin nadie junto a él para ofrecerle un gesto de amistad, sin más beso que el de un traidor.

 
 
 
 
 
 

El último sabor de la vida que queda en sus labios es el del vinagre; el último espectáculo que contemplan sus ojos ya vidriados por la muerte es el de los puños alzados, los gritos de victoria y las burlas de quienes interpretan sus lamentos como una ridícula invocación a Elías.  
 
 

Y al final un último grito, después de haber callado tanto; un grito estentóreo, inarticulado, casi animal, que rasga las tinieblas recogiendo las últimas energías de esa vida que se extingue.

Marcos es el evangelista que más ha subrayado la crueldad de los verdugos, la oscuridad y el silencio de Jesús.

 
 
 
 
 
 

En nada ha querido dulcificar el relato crudo y sobrecogedor.

Están ausentes en Marcos todos los otros motivos tiernos, edificantes, de Lucas y Juan.  
 
 

En la austeridad de su relato, en la ausencia de cualquier elemento milagroso o devocional, en su misma crudeza estilística, consigue que no haya ninguna muerte humana, por cruel que sea, que no pueda mirarse en el espejo de la muerte de Jesús; ni siquiera esas muertes tan absurdas en las que resulta difícil descubrir la más mínima brizna de sentido o coherencia.

 
 
 
 
 
 

Las tinieblas que rodean la cruz de Marcos son más espesas que las de los otros evangelistas.

Y su mismo estilo literario torturado está tan despojado y desnudo de artificios como el mismo cuerpo de Jesús en la cruz. 
 
 

Es con esa imagen

con la que tenemos que confrontar continuamente

todas las ofensas que nos resulta imposible perdonar;

las calumnias y marginaciones

de que hayamos podido ser objeto;

los desaires y desplantes,

los olvidos y silencios,

las largas esperas,

las burlas y todas las bromas de mal gusto;

aquel puesto que merecía

 
 
 
 
 
 

y se lo dieron a otro por enchufe;

aquel amigo que no supo guardarme el secreto;

aquella persona que me debía tantos favores

y me rechazó cuando necesitaba de ella 
 

Después de hacer el recuento de todas las injurias de Jesús, he de escuchar de sus labios el  
 

<<Padre, perdónales porque no saben lo que hacen>>  
(Lc 23,34).
 
 

 
 
 
 
 
 

Hasta ese punto llegó el perdón de Jesús.

La medida del amor viene dada por la capacidad de perdonar.  
 

Dicen que todo hombre tiene un precio: unos se venden por un millón, otros sólo por mil millones; todo sería cuestión de ir aumentando el soborno hasta llegar al listón de cada uno.  
 

 
 
 
 
 
 

Dicen también que todo amor tiene un límite, que viene dado por la cantidad de cosas que estaríamos dispuestos a perdonar a la persona amada.

<<Te amo tanto que si me hicieses esto y aquello y lo de más allá, estaría dispuesto a perdonarte.

Pero si me haces eso otro, eso ya no te lo perdono.

Hasta ahí llega mi capacidad de perdonar>>.

O sea, ahí llega tu amor. 
 

¿Cuál es tu límite? ¿Cuál es el listón de lo que serías capaz de perdonar? ¿Está en siete veces o setenta veces siete? Todo amor humano tiene un listón, tiene un límite. ¿Cuál es el tuyo? ¿Lo has alcanzado ya?

 
 
 
 
 
 

Lo que se nos ofrece como espectáculo de contemplación en la cruz es el del único amor humano que no tuvo ningún límite, el de aquel que <<habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo les amó hasta el final>>  
(Jn 13,1).
 
 
 

Hemos descripto todas las injurias y desprecios que tuvo que sufrir Jesús.

Imposible pensar en un ser humano que haya tenido que sufrir ni una mínima parte de tanta humillación.

Y, sin embargo, en Jesús el amor ha vencido.  
 

 
 
 
 
 
 

En Jesús encontramos un corazón que, sometido a las presiones más extremas, no se quiebra, no da lugar al odio o a la desesperación, sino que sigue amando.

Un corazón que <<no se dejó vencer por el mal, sino que venció al mal con el bien>>  
(cf Rom 12,21). 
 
 

Dice San Juan Crisóstomo: <<En las guerras se considera vencido al que cae. Pero entre nosotros la victoria consiste en  esto mismo. Nunca vencemos cuando nos portamos mal, sino cuando soportamos el mal con paciencia. La victoria más bella consiste en vencer con nuestra paciencia a los que nos hacen daño>>.

 
 
 
 
 
 

Por eso la verdadera victoria no está tanto en la resurrección cuanto en la misma cruz.

La resurrección no viene sino a poner de manifiesto la victoria lograda sobre la cruz, a reconocer el sentido de la pasión.  
 

<<La fe pascual suprime el escándalo del crucificado haciendo ver su sentido profundo y no meramente dándole una revancha sobre los que le vencieron.

La resurrección quiere mostrar ante todo que la misma cruz fue ya una victoria>>  
 

A. Manaranche, o.c. 160. 
 

 
 
 
 
 
 

No podemos dividir el misterio pascual en dos etapas separadas: una horrible historia y un epílogo feliz.  
 

No se trata de un combate a dos <<rounds>>, en el que Cristo habría perdido el primero en un momento de debilidad, para ganar luego el segundo y definitivo. 
 
 

No, la verdadera victoria está ya en la cruz, es allí donde Jesús da un grito vencedor:

<<Todo se ha cumplido>>  
(Jn 19,30).
 
 

<<Los amó hasta el final>>,

hasta el cumplimiento  
(Jn 13,1).
 
 

 
 
 
 
 
 

El grito de Jesús constata no meramente el cumplimiento de unas profecías, sino el cumplimiento del amor que llegando hasta el final no tiene ningún listón en su capacidad de perdonar.  
 

Verdaderamente <<la única medida del amor es amar sin medida>>. 
 
 

Todo esto lo ha expresado muy hermosamente el evangelio de san Juan.

Sólo él nos narra la Pasión en clave de victoria.

 
 
 
 
 
 

Desde un punto de vista humano, cabría pensar que en la cruz se oculta Dios.

El escándalo de la cruz esconde su poder.

Pero si, como Juan, pensamos que la gloria de Dios consiste en su amor hasta el fin, su infinita capacidad para tolerar la ofensa, su riqueza de <<jésed y emet>> (amor y fidelidad), ¿dónde mejor que en la cruz se revela la gloria de Dios?  
 

En la cruz Dios ya no se esconde, se revela.  
 
 

Y por eso puede decir el evangelista:

<<Hemos visto su gloria, la gloria propia del Hijo único del Padre, la plenitud de su amor fiel>>  
(Jn 1,14).
 
 

 
 
 
 
 
 

Es al pie de la cruz donde el evangelista ha sido testigo de esa gloria:

<<El que vio da testimonio>>  
(Jn 19,35).  
 
 

Es esa escena sobrecogedora del soldado blandiendo la lanza, queda atravesado el corazón de Jesús.  
 

La respuesta que viene de lo alto no es un rayo de cólera divina que deja fulminado al soldado.

Al contrario, lo que sucede es que se rasga el corazón de Dios para revelarnos la dimensión de su amor, y se derrama sobre los hombres su misericordia.

Sólo las dimensiones de la ofensa dan la proporción de las dimensiones del amor.

 
 
 
 
 
 

La herida del corazón de Jesús es como una rendija por donde se nos invita a contemplar las proporciones de su amor, su riqueza insondable  
(Ef 3,8), la anchura, la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo que desborda todo conocimiento  
(Ef 3,18,19).
 
 

Pero hay algo más.

El evangelista no dice meramente <<hemos contemplado>>, sino que añade: <<Y de su plenitud todos hemos recibido>>  
(Jn 1,16). 
 

La grandeza del amor de Dios en la cruz se nos ofrece no sólo como un paisaje a contemplar, sino como una riqueza a compartir.

 
 
 
 
 
 

La misma herida del costado que se nos presenta como rendija para asomarnos, es simultáneamente una fuente por donde se desborda este amor y se comunica. 
 

Hemos contemplado y hemos recibido.  
 
 

Es precisamente contemplando como recibimos.  
 

Por eso, cada vez que la injuria sea tan grande como agote nuestra capacidad de perdonar y seguir amando, tenemos que situarnos ante este paisaje del corazón abierto de Jesús, para recibir esa plenitud de amor fiel que se derrama sobre todos cuantos la contemplan.

 
 
 
 
 
 

Y ahora ya no solamente Jesús, sino otros muchos cristianos que han contemplado y recibido, se hacen capaces de amar hasta el final.  
 

Conocemos tantos ejemplos en la esposa burlada que acaba venciendo con su amor la infidelidad del marido, en el padre de los drogadictos que acaba venciendo con su amor el poder de la droga.  
 

Jesús sigue venciendo el mal con el bien en tantos corazones que se obstinan en seguir amando y no sucumben ante el odio y el rencor.