El Arte de la Homilía

ÍNDICE DE CONTENIDO

 

A. LA HOMILIA, HOY.

1. LA HOMILIA, ¿LO MÁS IMPORTANTE?

2. LA HOMILIA, DE ACTUALIDAD.

B. UN SERVICIO A LA PALABRA.

3. LA PALABRA DE DIOS ES CELEBRADA.

4. SERVIDORES DE LA PALABRA.

5. EXÉGESIS Y HOMILIA.

6. FIDELIDAD A LA PALABRA.

7. EL LECCIONARIO ACTUAL.

8. COMO NO USAR EL LECCIONARIO.

C. UN SERVICIO A LA ASAMBLEA.

9. APLICACION DE LA PALABRA AL "HOY" Y "AQUI".

10. FIDELIDAD AL OYENTE.

11. LA COMUNICACION EN LAS HOMILIAS.

12. CARTA A UN OYENTE IRRITADO.

13. LA PREDICACION SOCIAL.

14. DE LA PALABRA AL SACRAMENTO.

15. LA HOMILIA, ELEMENTO INTEGRADOR.

D. EL ARTE PASTORAL DE LA HOMILÍA.

16. DODECÁLOGO DEL PREDICADOR.

17. SERMON A LOS PREDICADORES.

18. A PROPOSITO DE LAS HOMILIAS DIALOGADAS.

19. LA IMPORTANCIA DEL LENGUAJE.

20. CONSEJOS PARA UN MAL ORADOR.

21. ACUPUNTURA HOMILETICA.

22. LA ENSEÑANZA DE LA HOMILIA EN LOS SEMINARIOS.

23. LA ACTITUD ESPIRITUAL DEL PREDICADOR.

 

 

 

A. LA HOMILIA, HOY.

1. LA HOMILIA, ¿LO MÁS IMPORTANTE?

PERE TENA

Quien visite la catedral de san Pedro, en Ginebra, no podrá pasar por alto el cambio que supuso, en la disposición interna de la iglesia, su adaptación a las necesidades litúrgicas de la Reforma. Allí se conserva el altar mayor, en el ábside; pero el altar dejó de ser el polo de atracción de la asamblea reunida. Absolutamente todo está centrado en el púlpito, incluso los asientos corales del presbiterio; delante del púlpito, una pequeña mesa recuerda la posibilidad de la eucaristía. En la estructura fundamental de la catedral de san Pedro no hay otra variante más que ésta, pero queda muy claro hacia dónde se dirige la atención de los reunidos.

Esta noticia no tiene el sentido de una indicación turística, sino el de una invitación a entrar en el tema que nos hemos planteado en este dossier: ¿dónde estamos en lo que se refiere a la homilía, y a su lugar dentro de la celebración?; la homilía, ¿no se nos estará comiendo la celebración entera?

Cronológicamente, la homilía ocupa a veces en las celebraciones un tiempo desproporcionado al resto; recuerdo ahora una misa en la que, a los cinco minutos de empezar se habían "liquidado" ya las lecturas con la rapidez que se supone; empezó entonces la homilía, con gran énfasis, que duró exactamente veinte minutos. Nuestras celebraciones resultan, demasiadas veces —y valga la comparación—, una especie de "emparedados" de homilía; en ellas, lo que realmente cuenta es la homilía correspondiente, mientras que el pan —la liturgia de la palabra y la liturgia eucarística— quedan relegados a la categoría de acompañantes benévolos. Un dato muy significativo es el que se puede recoger cualquier domingo en cualquier iglesia: los fieles que llegan tarde a la asamblea difícilmente se atreverán a circular por la iglesia, buscando sitio, si se está predicando la homilía; lo harán, en cambio, con toda normalidad, durante las lecturas y durante la liturgia eucarística.

Si de estas constataciones —entre festivas y cáusticas— pasamos a la experiencia de los responsables de la homilía, tenemos que reconocer que, normalmente, estamos bastante más preocupados por la preparación de la homilía que vamos a predicar que por el resto de la celebración que vamos a presidir. Admito que hay justificaciones para ello, ya que la homilía implica mayor creatividad personal; pero creo que es bueno dar un toque de alerta.

Como todo el mundo puede suponer, no es el propósito de este dossier invitar a una desvalorización de la homilía, o criticar las personas que dedican sus esfuerzos a prepararla. Nuestra pretensión es bastante más simple y fraternal que todo esto, y ha quedado suficientemente expresada en las preguntas iniciales.

Querríamos ofrecer unos elementos que sirvieran para resituar la homilía en el interior de nuestras celebraciones. Partimos —hemos partido, muchos de nosotros— de una etapa en que se podía celebrar la eucaristía, un bautismo, una unción de enfermos, etc., sin hacer más que seguir fielmente las páginas del misal o del ritual correspondiente. Bien es verdad que en la mayoría de los casos éramos conscientes de que era necesario un acercamiento personal a los reunidos, una palabra de exhortación y actualización, etc. Pero —en el caso de los sacramentos, excepto la eucaristía— esto no tenía un soporte de lectura bíblica que le diera consistencia. Ahora, en cambio, la proclamación de la Palabra de Dios está formando parte de cualquier celebración, incluso de estas mini—celebraciones que son la distribución de la comunión a los enfermos, o fuera de la misa... Y por esto no se trata, ahora, de continuar diciendo unas palabras de exhortación, con la única diferencia que éstas puedan seguir cronológicamente la lectura bíblica; se trata de hacer "homilía", ni más ni menos.

Volviendo a la situación anterior a la reforma litúrgica, podemos recordar cómo la importancia del celebrante era bastante reducida. Muchas veces ha sido citada la frase de Mauriac alabando a los benedictinos y sus celebraciones, precisamente porque no acostumbraban a predicar. Era un ministerio ritual, que transparentaba —eso sí— la intensidad espiritual con que se ejercía; pero que no llegaba a ofrecer, en la mayoría de los casos, un testimonio personal acerca de su reflexión sobre la Palabra de Dios. Con facilidad podía quedar aureolado de trascendencia.

Nuestra situación actual no discurre por los mismos caminos, desde luego. Cristianos hay que asisten regularmente a tal o a cual misa en vistas a la homilía, y poca cosa más, de una manera semejante a como, años atrás, las multitudes acudían a los novenarios y a los sermones de los predicadores de fama. Creo, desde luego, que estas personas están en su derecho. Pero creo asimismo que los responsables de la homilía podemos sentir con facilidad la tentación del protagonismo en las celebraciones. Y esto no es deseable.

Servir la Palabra de Dios es una tarea honrosa, que hay que hacer con toda la confianza y la audacia —parresía— que nos han enseñado, desde el principio, los apóstoles de Cristo; pero a la vez hay que tener muy en cuenta —como Pablo— que no tenemos que predicarnos a nosotros mismos, es decir, a nuestras particulares aficiones, ideologías, o conveniencias de cara al público.

El tema es amplio, y está ahí, en todas sus dimensiones. Sin pretensión de "agotarlo", sino más simplemente, como una invitación: ¿caminamos bien?

 

2. LA HOMILIA, DE ACTUALIDAD.

JOSÉ ALDAZÁBAL

 

a) La asamblea de los creyentes, que es el sujeto primordial de la celebración litúrgica, se pone a la escucha de la Palabra y se constituye en "Iglesia oyente". Toda ella, incluido su presidente y los demás ministros, acoge la Palabra, se deja iluminar y juzgar por ella.

Pero dentro de la asamblea existe un ministerio, el de la homilía, que quiere ayudar a los presentes a captar el mensaje vivo de esa Palabra que se ha proclamado y relacionarla con el rito sacramental y con la vida.

La homilía es un "servicio" que el ministro hace a los demás creyentes para que comprendan la Palabra anunciada como "Palabra—para—nosotros—hoy.

Hay mucha distancia desde la "oratoria sagrada" que se estudiaba en otros tiempos, desde los panegíricos de santos o los sermones temáticos más o menos basados en las lecturas, hasta la "técnica" de la homilía actual.

Su nombre mismo nos puede ayudar a "situarla" dentro de la celebración litúrgica. El término "homilía" designa en griego una "plática familiar". La palabra latina es "sermo", que no corresponde al "sermón" castellano. La homilía se distingue por su tono familiar. No es una conferencia, un sermón temático, un discurso, un panegírico, una oración fúnebre. No es una "oratio" latina (discurso oratorio) o un "logos" griego.

Lo de "plática familiar" se refiere, no tanto a que tenga que ser necesariamente una "conversación" compartida, sino a que el que dirige la palabra a los demás no lo hace desde fuera, no habla a alumnos o oyentes curiosos, haciéndoles propaganda. Les dirige la palabra como hermano a hermanos. Como a miembros de la familia. No a paganos ni a catecúmenos. Sino a miembros de la misma comunidad cristiana que él, con una exhortación familiar en torno a la Palabra de Dios.

La homilía es parte integrante de la acción litúrgica En las Rúbricas publicadas en 1960 se decía en el n. 474: "Missæ celebratio suspendatur et tantummodo expleta homilía resumatur": se consideraba útil la homilía, pero era una interrupción de la acción litúrgica. Tres años más tarde (SC 35.52) la homilía se definía ya como parte de la misma celebración, una prolongación normal de la lectura de la Palabra bíblica, no sólo en la Eucaristía, sino en todos los sacramentos y celebraciones, incluida la Liturgia de las Horas.

Es un cambio de perspectiva muy significativo.

b) La homilía presenta hoy dificultades evidentes en su realización pastoral. No hace falta recurrir a muchas encuestas para percatarse de la desafección que en muchas partes acusan los fieles y el desánimo o cansancio de los ministros respecto a la homilía.

Las causas pueden ser múltiples:

unas son extrínsecas, como la crisis religiosa general, y la visión cada vez más secular del mundo; la inflación de "palabra" que sufrimos (antes, casi el único que hablaba era el predicador); la desigual competencia con los medios de comunicación, por lo general más evolucionados y adaptados al hombre moderno;

hay razones de tipo objetivo: la dificultad de la intercomunicación humana, sobre todo cuando se trata del mensaje religioso; la problemática inherente a la misma Palabra bíblica, por el estado actual de evolución en su exégesis y hermenéutica;

otras residen en las personas interesadas: en los ministros homiletas, que tienen tal vez poca preparación remota y próxima, tanto en el terreno bíblico como en el arte de la comunicación, o disponen de pocos subsidios y escaso tiempo para ejercer este ministerio con vivacidad y eficacia; en los fieles oyentes: unos porque a duras penas están evangelizados, y el anuncio más abundante de la Escritura les encuentra poco preparados; otros precisamente por lo contrario, porque ya están más promocionados en la nueva espiritualidad bíblica y litúrgica y no encuentran a los sacerdotes a la altura…

muchas veces se produce el desprestigio por el modo como se realiza el servicio de la homilía: por demasiado moralizante, o por abstracta y poco encarnada en la vida; a veces, por el contrario, la juzgan demasiado concreta en sus aplicaciones y denuncias; su lenguaje es con frecuencia difícil, o pasado de moda en la espiritualidad y en las motivaciones teológicas...

La crisis es antigua. Desde la primera homilía de Jesús, en su pueblo de Nazaret, que terminó al borde del barranco, no es difícil conectar con las dificultades de las homilías actuales, en una o en otra dirección, pasando por el "éxito" de Pablo, a quien se le durmió aquel joven durante su homilía, o por Agustín, que se quejaba de que el pueblo se le escapaba de la iglesia para ver el circo, o por Tomás de Aquino, a quien en París ya le salieron en plena celebración ruidosos contestatarios interrumpiendo su homilía...

c) Pero por otra parte son claros también los signos de revalorización de la homilía en la pastoral y en la espiritualidad:

la teología nueva nos está haciendo comprender el misterio cristiano mucho más en categorías de "buena noticia" e Historia de la Salvación, y así nos permite un lenguaje más positivo a la hora de transmitir los valores del mensaje bíblico;

la espiritualidad posconciliar se ha centrado decididamente en la Palabra de Dios: tanto en el proceso de la evangelización, al que se da prioridad absoluta en la pastoral, como dentro de la celebración litúrgica de todos los sacramentos; el pueblo cristiano se está familiarizando con la Biblia;

a la vez, la celebración litúrgica de la Palabra se ha hecho mucho más consciente y activa: se celebra con una variedad mucho más rica de lecturas que proporcionan los nuevos leccionarios; se ha recuperado el Antiguo Testamento, prácticamente desterrado hasta ahora; y por todo ello se ha colocado la homilía en condiciones mucho más significativas;

muchas comunidades cristianas van adoptando el ritmo de la homilía diaria;

por fin, un fenómeno interesante, que puede considerarse como sintomático del nuevo enfoque vivencial de la Palabra: la tendencia de muchas comunidades, sobre todo las más promocionadas, a participar en el servicio de la homilía.

d) Tal vez lo más urgente para muchos de los que realizan este ministerio en la comunidad eclesial sea un repaso de sus ideas, una re—situación de la homilía: qué es, cuál es su puesto en el conjunto de la celebración...

Es clásico ya hablar de tres direcciones en la homilía:

su mirada a la Palabra bíblica, para entenderla y explicarla a la comunidad,

su mirada a la Vida, para aplicar la Palabra a la historia que estamos viviendo hoy y aquí, a las personas que nos escuchan,

y su "paso al rito", para ayudar a que la comunidad celebrante pase desde la Palabra al sacramento, que es donde esa misma Palabra adquiere su mayor actualidad y su eficacia salvadora.

Así la homilía se constituye en auténtico "gozne" de toda la celebración, conduciendo a la asamblea congregada a la asimilación de la Palabra, de modo que ésta dé sentido pleno al signo sacramental o a la oración que seguirá, y a la vez ilumine con sus criterios la vida concreta de la comunidad cristiana.

 

EL PROBLEMA DE LA HOMILÍA

 

Uno de los problemas más notables en la Iglesia después de la reforma litúrgica del Vaticano II es el de la homilía Millones de personas oyen, todos los domingos, las homilías de las misas. Por ello es significativa esta carta del obispo de Urgell, Mons. Martí Alanis, dirigida a sus diocesanos sobre la importancia y las dificultades de la homilía.

En estas últimas semanas, probablemente por coincidencia, han sido muchas las personas que me han hablado de las homilías en las misas dominicales. Hubo un tiempo —la gente mayor lo recuerda— en que la misa se decía sin ningún tipo de homilía, o con una predicación superpuesta, sin referencia a los textos bíblicos y realizada a menudo por otro sacerdote a lo largo de la celebración. Hoy es distinto. La homilía ocupa un lugar importante.

La homilía, sin embargo, es inquietante. No me refiero al hecho de que, no hace muchos años, las homilías eran objeto de multas gubernativas. Me refiero a ahora. Hay sacerdotes a los que esta responsabilidad les pesa. ¿Qué decir, si la teología se está construyendo, las sensibilidades culturales son tan distintas, el público a veces mezclado y desconocido (pensad en las comarcas turísticas), el tiempo del que se dispone tan breve...? O por el contrario, ¿qué decir si el público desde hace años es el mismo, pocas personas en los pueblecitos de montaña, falta de clima religioso, de una celebración concurrida...?

 

Una obra de arte

 

Por otra parte, una homilía bien hecha es una verdadera obra de arte. El pastor debe hablar como cabeza de una comunidad con una intención religiosa de provocar la conversión antes que de hacer florituras, debe relacionar el mensaje de los textos bíblicos del día con los problemas vivos de los que escuchan, y todo ello debe relacionarlo con la celebración eucarística. Y eso en seis, en ocho, en diez o en doce minutos. Porque un número considerable de asistentes tiene prisa y mira el reloj. Hoy todos andamos cronometrados. Y estamos cansados de escuchar palabras. Palabras y más palabras en la radio y en la TV. Palabras que cansan. Además, estos medios de comunicación han aprendido a solicitar al espectador aburrido con fórmulas estimulantes, aunque impliquen un cierto engaño.

¿Cómo lo haremos para decir una palabra de fe a unos hombres que no quieren escuchar, que prefieren no pensar en determinados temas, y que encuentran aburridas y monótonas las palabras del sacerdote? "Diga a los sacerdotes que hagan mejor sus homilías. Lo que dicen es aburrido y no interesa", me decía hace poco una señora.

 

Una situación difícil

 

El problema, de todos modos, no es de un único color. No existe ninguna predicación que pueda hacer comprensibles totalmente los misterios divinos que nos trascienden. No existe oyente, por benévolo que sea, que no traduzca todo lo que escucha al lenguaje de una crítica personal y que libremente aceptará o no el mensaje de la fe y más aún las razones humanas que lo presentan. Una celebración eucarística no es un acto académico ni una conferencia que busca sólo atraer el asentimiento de los oyentes por las razones dadas y por las dotes oratorias de persuasión del que predica. Presupone, más bien, un acuerdo fundamental previo, una vivencia de fe y una voluntad de celebrar con el gozo de la fraternidad de sentimientos lo que se cree.

Añádase aquí, además, la difícil situación que se produce en algunas celebraciones de bodas o de funerales en los que pronto uno se da cuenta que buena parte del público está en la iglesia por un compromiso social y no "participan" en la celebración.

Por todo ello no deberíamos pedir a los sacerdotes lo que no se tiene que dar o no se Puede dar en una homilía de una eucaristía festiva.

 

Un esfuerzo necesario

 

Ahora bien: a pesar de eso, también hay que pedirles a los sacerdotes que pongan todo su esfuerzo en el aprovechamiento de estos minutos tan importantes. Todo el mundo, cuando habla, proyecta su propia personalidad con la propia riqueza cultural o de sentimientos. Por eso el sacerdote prepara la homilía cuando se esfuerza por vivir en sí mismo la riqueza del evangelio, cuando se cultiva intelectualmente con el estudio de la Biblia y de la teología, cuando está como buen pastor cerca de los hombres, de sus problemas, de sus penas. Cuando lee el periódico y cuando ora.

Los hombres de hoy a veces piden utopías, pura ciencia humana, distracción propia del que tiene curiosidad y poco más. Pero también es verdad que tienen el corazón abierto a la buena semilla.

 

Lenguaje y sensibilidad

 

Captar el lenguaje, el estilo de vida, tener sensibilidad ante los problemas, darse cuenta de que muchas personas viven una angustia existencia¡, tienen una sensación de vacío, buscan respuestas serias y profundas, libertad, seguridad, paz y felicidad, es un deber del sacerdote. Un mensaje de fe y de amor, una palabra que sea verdaderamente de Dios, salida del corazón, preparada con interés, en dos o tres horas si es necesario, con el estudio de los textos bíblicos y la reflexión de las necesidades espirituales de los fieles, se convierte en un mensaje aceptado, en una palabra que se escucha.

Tener sacerdotes con vida de fe profunda, con preparación intelectual, en contacto con los hombres, con sensibilidad espiritual, es la riqueza de la Iglesia. Estos sacerdotes dirán palabras que verdaderamente penetrarán.

¿Una nueva razón para pensar que, en nuestra vida, cuenta más lo que somos que lo que hacemos? Sí, cuenta más. Porque nadie da lo que no tiene. Aunque también es verdad que, por buena que sea la comida, si no hay ganas de comer...

Mons. Martí, obispo de Urgell

 

B. UN SERVICIO A LA PALABRA.


3. LA PALABRA DE DIOS ES CELEBRADA.

JOSEP CAMPS

 

La lectura bíblica en la liturgia es algo más que una lectura. Leer, para nosotros, es enterarse personalmente del contenido de una obra. Inconscientemente aplicamos este concepto a la liturgia.

a) En realidad la lectura litúrgica de la Biblia es cualquier cosa menos una lectura. Es una acción, un hecho vivo. En la liturgia la Palabra de Dios no se lee. Se dice. Se hace. La acción no se limita a traducir a sonidos significantes un código cifrado impreso sobre papel. No es, diríamos, una demostración de que el lector está alfabetizado. Hay mucho más. No olvidemos que los textos podrían no estar escritos. Podrían ser transmitidos de memoria, como lo fueron en su origen, como son los textos básicos de toda cultura viva. Si así fuera, y nada lo impide en teoría, viésemos con mayor claridad que lo que se dice son palabras previamente conocidas y aceptadas, voluntariamente pedidas y repetidas por la comunidad, poseídas y queridas por ella, tesoro suyo y elemento constitutivo de su asamblea.

b) En la liturgia la Palabra de Dios no es propiamente anunciada, estudiada, analizada o simplemente leída, sino celebrada. No se Celebran ideas sino hechos. La Palabra de Dios es considerada en la liturgia como algo que sucede, como un acontecimiento. ¿Qué es lo que sucede? Lo fundamental en este momento es el hecho de que Dios hable a su pueblo, más que lo que en este momento diga. El proceso de autocomunicación personal de Dios a la humanidad, que la Iglesia ha conocido y aceptado por la fe, se produce ahora en una acción concreta y real. Esta constituye el objeto de la celebración. Se celebra precisamente la presencia de Dios ante la asamblea por la comunicación de su Palabra.

Toda comunicación entre hombres acarrea consigo al mismo comunicante, que a través de las palabras se da a conocer y se hace presente como existente, como persona, como relacionada y próxima al oyente. En la palabra que Dios dice, su comunicación personal adquiere un grado de realidad supremo, porque él es Verbo, en Cristo, para nosotros. El encuentro entre Dios y su pueblo es un suceso extraordinario: modifica no sólo las relaciones mutuas sino a los mismos interlocutores. Este suceso, realizado en la revelación periódica y progresiva de Dios a la humanidad, adquiere en la celebración litúrgica un carácter típico y simbólico, destinado precisamente a ser objeto de celebración. Celebramos exactamente el hecho de que Dios se ha revelado y hecho presente al mundo, localizando esta realidad en la lectura bíblica de este momento preciso, que para nosotros se convierte en punto de condensación de un estilo divino de obrar (revelarse por la palabra) desarrollado a lo largo de la historia.

Celebrar este hecho es exactamente hacerlo presente para festejarlo, apreciarlo, encuadrarlo en una fiesta que tipifique la reacción adecuada del pueblo a las dimensiones del acontecimiento.

c) La celebración supone, por tanto, una sintonía previa: los Participantes a la fiesta saben qué es lo que va a pasar, y precisamente para esto se reúnen. Más aún, organizan la fiesta para que el hecho se produzca. Y la fiesta exige que lo que va a suceder sea lo conocido, y lo esperado. La palabra no es ya anuncio sino repetición deliberada. Cuanto más conocida más se gusta de ella, más habla al oyente.

Lo original de la Palabra de Dios es que existe por sí misma, ha sido ya dicha, flota y subsiste, nos envuelve, es anterior a nosotros y a nuestra capacidad y deseo de oírla. Sólo le falta ser dicha aquí, ahora y a mí. Puedo ser un especialista en exégesis o conocer de memoria los textos; eso no impide que como hombre de fe necesite que esta palabra, conocida, estudiada y gustada de siempre, hoy me sea dicha.

d) Es importante valorar todo aquello que, además de su contenido específico, lleva consigo la palabra bíblica pronunciada en la liturgia. Cualquier texto, además de lo que dice explícitamente, comporta una cantidad de resonancias y armónicos que son también objeto de celebración. Un pasaje sobre la caridad, por ejemplo, dice no sólo que la caridad es la más importante de las virtudes, sino también que Dios en este momento está hablando, que hablando se hace presente y está con nosotros, que habla a esta comunidad como tal y a cada uno de sus miembros, que esto que dice lo ha dicho siempre, a otros, en otras partes, que sabe que creemos su palabra, que espera nuestra fe, que con esto quiere cambiar nuestras personas y el mundo, que su palabra la compartimos con otros, que reconoce a la comunidad como su pueblo, que rehacemos con ella los vínculos que nos unen, etc.

También es importante aceptar que la lectura litúrgica de la Biblia forma parte del lenguaje estereotipado, destinado, más que a transmitir un conocimiento, a producir una realidad (el clásico "declárase inaugurada la sesión"). Es como un poema amado que gustamos de volver a oír, como la ejecución de una obra musical que queremos que "suceda" de nuevo. El poema o la obra musical "existen" por sí mismos, pero no se están produciendo en este momento. La ejecución los devolverá a la existencia real, y será la misma pero distinta. La novedad consiste no en su contenido, sino en el hecho de que éste reviva y esté aquí. La obra, igual a sí misma, es nueva en cada ejecución, no sólo porque hay matices que la modifican (la dirección, los ejecutantes, el ritmo, los mismos oyentes que han cambiado y viven situaciones nuevas a las que la obra aporta la novedad de su viejo mensaje) sino sobre todo porque se da de nuevo ahora. La lectura bíblica, dicha de una vez para siempre en tiempos antiguos, conocida quizás y estudiada previamente, reaparece en el culto rebosando novedad, porque el que escucha no es ya el que fue, y el día de hoy es original y distinto, y la misma palabra al revivir en situaciones nuevas genera de su propio interior virtualidades inéditas.

La palabra, en cuanto es creadora de relaciones, no es fruto solamente del emisor sino también del receptor. La palabra en el aire no es nada. Sólo ha dicho lo que ha recibido el oyente. La palabra de Dios nunca dice lo mismo: condiciona su carga comunicativa a las capacidades del que la recibe. El oyente da realidad, de algún modo, a la misma palabra, Y a la vez que es modificado por ella, la re—crea, la precisa y la hace nueva.

e) Para que llegue a ser una verdadera celebración la pastoral litúrgica debe esforzarse para conseguir las condiciones apropiadas:

Sólo una comunidad madura en la fe, es decir, nutrida de la Palabra de Dios, consciente de su esperanza y activa en su testimonio al mundo es capaz de "celebrar" la palabra. Porque "celebrarla" supone poseerla y ser poseído por ella.

No hay que ahorrar esfuerzo para conseguir que la palabra realmente llegue a la asamblea y le hable. La lectura sólo llega a ser palabra cuando ha sido recibida y opera en el oyente. Por esta razón en muchas celebraciones hubo lecturas pero no llegó a haber Palabra de Dios.

Hay que captar la atención del auditorio. Pero esta atención no vendrá como resultado de un despliegue de recursos pedagógicos, pues la atención que se busca no es la psicológica sino la atención de la fe. Ésta sólo puede ser suscitada por la misma Palabra de Dios en su función evangelizadora, es decir, cuando previamente a la celebración ha conseguido llevar al cristiano a una penetración profunda de las cosas, a una existencia sintonizada con la vida real y a una asunción de su propio destino dentro de ella. Únicamente celebran la Palabra quienes estiman que le deben la vida. Esta vida nueva, que vive sometida a la tensión y al desgaste, está sedienta de volver a la Palabra, de revivir en ella, de restaurarse en su fuente.

La monotonía de la liturgia de la palabra, consecuencia de su carácter estereotipado, no debe ser eliminada como un defecto, porque es necesaria y deliberada. Luchar contra ella acudiendo a recursos más o menos ingeniosos que le den variedad y atractivo convertiría la celebración en espectáculo. El carácter ritual de la celebración está en que todos saben lo que va a suceder; eso esperan, para eso se han reunido. El espectáculo en cambio da lo inesperado. Los ritos pueden deformarse en espectáculo, como puede suceder lo contrario: pensemos en la reposición anual de Don Juan Tenorio, en los festivales wagnerianos en Bayreuth, en los Misterios medievales o en las Pasiones de nuestra época. Su carácter reiterativo les ha dado un carácter ritual: los asistentes se convierten en celebrantes, se reúnen para decirse a sí mismos de nuevo algo que está en la raíz de la cultura de la comunidad y que hay que actualizar periódicamente. En la liturgia el carácter estereotipado del rito es esencial. La necesaria variedad le viene no de cambios en la estructura del rito, sino de la variación de las lecturas (cada una de las cuales polariza el único mensaje en torno a un elemento o aspecto del mismo) y de la vida de la comunidad (que es cada vez nueva, y cuya situación vital cambiante modifica y determina la eficacia de la palabra).

La multiplicidad de versiones bíblicas y el deseo de adaptación nos ha hecho olvidar la importancia de la fijeza del texto. La palabra como tal tiene su poder: si nos llega siempre idéntica a sí misma se graba en la memoria, se sobrepone a sí misma una y otra vez y va estructurando nuestra mentalidad. La incesante búsqueda del sentido y el deseo de una comunicación inteligible puede hacernos caer en un cierto racionalismo, que eliminaría el poder poético de la palabra como tal. No celebramos el "pensamiento" de Dios sino su Palabra. Sin caer en un estructuralismo dogmatizante, hemos de admitir por lo menos que el culto gira en torno a los significantes objetivos. La unidad y la fijeza de los textos suscita una cantidad de problemas pastorales que no podemos analizar ahora.

La persona del lector es de suma importancia. Él, más que leer, dice. Su función de lector lo compromete como persona y como creyente. Debe creer lo que dice, y, además, parecerlo. Según quién sea y qué testimonio dé en su vida, la proclamación restringirá o enriquecerá la Palabra.

Una misma afirmación, por ejemplo, "La caridad todo lo soporta" (1 Cor 13,7), puede ser leída por un Camilo Torres o por una buena señora que contribuye a obras benéficas: la palabra será la misma, pero el mensaje que realmente llega a la asamblea es completamente distinto. El compromiso cristiano del lector matiza la Palabra y ayuda a comprenderla en profundidad.

 

4. SERVIDORES DE LA PALABRA.

JOSÉ ALDAZÁBAL

 

Un problema muy sentido hoy por los predicadores es el de la fidelidad a la Palabra bíblica. Conocer qué quiere decir el pasaje concreto, "traducirlo" en lenguaje inteligible a la comunidad.

a) La homilía no es una predicación libre, independiente. Es una prolongación de la lectura bíblica.

Es un servicio a la Palabra, que el predicador realiza humildemente en medio de la comunidad. La "diakonía tou Lógou" de Hechos 6. La conciencia de "servidores de la Palabra" que en Lucas es insistente ya desde el comienzo de su evangelio (Lc 1,2). No se trata tanto de lo que el predicador piensa y cree ("¿qué les voy a decir hoy?"), sino lo que nos propone a todos la Palabra viviente de Dios ("¿qué nos dice hoy la Palabra?"). Es obediencia, disponibilidad y acogida. Tanto el predicador como los demás fieles se ponen a la escucha de la Palabra, como discípulos y creyentes.

En general, no basta que se proclamen las Escrituras, que resuene en medio de la asamblea su lectura. Hace falta el servicio de la explicación homilética. La Palabra no puede considerarse suficientemente proclamada hasta que es entendida por la comunidad como "Palabra dicha hoy para nosotros". No es fácil, por lo general, captar el mensaje bíblico en profundidad. Hay que ayudar a la asamblea en este proceso de asimilación. Como lo hizo Cristo a los discípulos de Emaús, explicándoles lo que las Escrituras habían anunciado, empezando por Moisés y los profetas.

b) Y aquí empiezan las dificultades. Porque no siempre es fácil saber qué dice el pasaje leído o cuál es su mensaje central. La tarea de "traducir" las categorías bíblicas a la clave de valores entendidos y apreciados por la asamblea, es a veces muy ardua.

Las dificultades vienen de muchas partes:

por la lejanía del lenguaje bíblico: ¿dice algo la Biblia al hombre secular?, le cuenta cosas pasadas, de otra civilización; le habla desde una cosmovisión que hoy no se aguanta; los intereses y los problemas del cristiano de hoy parecen ir por otros caminos...

pero es que, además, la evolución de la exégesis actual hace que sobre el sentido concreto de muchos pasajes haya cierta confusión e incertidumbre;

la "historicidad" de la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, se entiende ahora de muy distinta manera, por ejemplo, en los libros del Pentateuco o los relatos del Éxodo o los libros de Jonás, Job, las apariciones del Resucitado, etc.

crece la convicción de que los libros bíblicos, también los evangelios, están escritos desde la fe y para la fe: o sea, con una intención teológica, catequética, más que histórica o biográfica; y eso condiciona notablemente su exégesis: el predicador debería indagar en cada momento la intención del autor y distinguir su mensaje de las formas de que se ha revestido; es, en cierto modo, un continuo trabajo de "desmitización" y traducción.

c) Para que su "servicio a la Palabra" sea eficaz, el predicador necesita conocer siempre mejor la Biblia y estar al día en su interpretación. No basta con lo que estudió en el Seminario. Una exégesis cuidadosa, guiada por los mejores autores, le ayudará a descifrar los géneros literarios del pasaje bíblico y a concretar cuál es el mensaje que Dios comunica a través de esa determinada lectura.

Es tarea seria. El predicador no sólo es un creyente, sino responsable de la fe de los demás. Debe "traducir" con exactitud, no a capricho o ligeramente. Los fieles ya van teniendo una formación bíblica y son exigentes: se dan cuenta muchas veces si se les da una explicación arcaica o demasiado personal.

Al empezar la lectura continuada de un libro, por ejemplo, el predicador debe hacer un esfuerzo por captar las líneas básicas de ese libro, la conexión de unas lecturas con otras, los criterios de la selección, etc.

d) Pero una cosa es la exégesis y otra la predicación. La homilía no es una clase. Su finalidad no es la comprensión científica, sino la exhortación a poner en práctica lo que la Palabra nos dice hoy.

Las controversias y dudas de los estudiosos no tienen por qué pasar necesariamente a la homilía. No porque el oyente no esté preparado o para no escandalizarle o porque haya que mantenerlo ignorante de la evolución de la ciencia bíblica. Sino porque la homilía tiene su finalidad y su razón de ser. Lo otro puede quedar para los cursillos bíblicos, las clases y conferencias, los círculos de estudio.

La prudencia pastoral le debe sugerir al predicador el modo de "desmitificar" y traducir el mensaje bíblico. No se trata de tumbar la fe y las seguridades de los fieles, ridiculizando las antiguas interpretaciones (que les enseñamos nosotros mismos), por un prurito de aparecer modernos. Si en la exégesis misma se requiere prudencia, porque no todo está claro y muchas explicaciones no son definitivas, mucho más en la homilía. Aquí ya no se trata de prudencia sino de honradez.

La homilía debe iluminar la vida con el mensaje revelado. No entretener con la problemática. En todo caso, si se tiene que corregir alguna vieja interpretación, cosa que está pasando con frecuencia, no es por el gusto de derrumbar, sino para construir otra nueva, más conforme a la intención bíblica y más profunda. Todos tenemos en la mente el ejemplo de los primeros capítulos del Génesis o las páginas de la infancia de Jesús, con su evidente género midráshico, etc.

A veces el estudio más detenido de la exégesis bíblica debe servir para que el predicador sepa qué no ha de decir, en qué aspectos no debe insistir, porque no son seguros, o porque no tienen ninguna importancia en la mente del escritor sagrado. El mensaje básico del libro de Jonás no depende tanto de si fue un episodio histórico: hay que saber descubrir —hay estudios muy a mano— cuál es la intención del autor, y a lo mejor esta intención aparece más eficaz si se trata de una "parábola" que si ha pretendido un relato histórico.

Lo importante es que el que va a ofrecer a la comunidad el servicio de su homilía no se crea que lo sabe todo, sino que humildemente trate de descubrir, con ayuda de los mejores comentarios, el mensaje contenido en las lecturas del día.

Es el primer paso serio que debe existir en cada homilía. Transmitir lo que Dios dice: no lo que el predicador sabe decir, lo que le gusta a él, o lo que a los fieles les agrada oír.

 

5. EXÉGESIS Y HOMILIA

JOAN LLOPIS

La homilía, en su calidad de "comentario litúrgico de la Escritura", tiene particulares problemas. Las cuestiones exegéticas, sobre todo, repercuten de modo evidente en la predicación homilética.

El problema fundamental de la homilía coincide con el de la exégesis científica: ¿cómo interpretar correctamente los textos bíblicos, en un caso proclamados en la celebración, en el otro estudiados en el gabinete? Es un mismo problema de interpretación, es una misma cuestión hermenéutica, pero la diversidad de motivaciones y de finalidades, en uno y otro caso, determina dos modos distintos de comentario exegético: el científico, cuyo objetivo fundamental es comprender mejor la Palabra de Dios contenida en la Biblia; el litúrgico, cuya meta es celebrar y vivir esta misma Palabra.

a) Tanto la exégesis teológica como el comentario homilético pueden enfocarse desde distintos criterios interpretativos, que corresponden a otras tantas actitudes vitales ante la Sagrada Escritura. Sin creerla exhaustiva, me parece válida todavía la clásica enumeración de las diversas interpretaciones —o sentidos— de la Biblia, contenida en la fórmula escolar del Medioevo: "Littera gesta docet, quid credas allegoria, moralis quid agas, quo tendas anagogia". La interpretación literal intenta descubrir el contenido objetivo de los hechos bíblicos; la interpretación alegórica quiere penetrar la significación religiosa de las verdades reveladas; la moral busca las normas orientadoras de la conducta obediente a la Palabra de Dios, y la anagógica desvela el sentido último que esta Palabra tiene para el destino total del hombre.

Es evidente que la exégesis científica es primariamente literal, pero si quiere ser verdaderamente teológica, no puede prescindir de las demás interpretaciones, a las que en cierto modo sirve y conduce. El comentario homilético, en cambio, consiste en "una exhortación e invitación a que imitemos estos bellos ejemplos" [S. Justino, Apología 1,67]; está, por lo tanto, en la línea de las otras tres interpretaciones, sin que pueda reducirse a una sola de ellas, y sin que pueda prescindir del sentido literal. Podríamos afirmar que el comentario homilético perfecto es aquel que, basándose en una rigurosa interpretación científica literal, actualiza de tal modo la Palabra de Dios que lleva a los oyentes a creerla, vivirla y celebrarla cada vez mejor. Los cuatro sentidos de la Escritura confluyen en la homilía, convirtiéndola en la "forma plenaria de la predicación" y en el instrumento más eficaz de transmisión de la Palabra de Dios.

b) Pero la homilía tiene el peligro de caer en acentuaciones parciales que la desequilibran y desvían. Quisiera señalar aquí tres de estas posibles desviaciones que podrían concretizar el mal uso de la exégesis en la homilía:

Interpretación mágico-literal.

La interpretación literal de la Escritura puede entenderse de dos modos distintos. Según el primero, exégesis literal no es más que el esfuerzo por comprender lo que primaria y directamente quieren comunicarnos los hagiógrafos a través de la letra de las Escrituras. Para lograrlo, hay que echar mano, naturalmente, de todos los recursos científicos de interpretación. Este primer sentido es correctísimo, y representa un presupuesto indispensable para cualquier interpretación más profunda de la Biblia. El otro modo, en cambio, consiste en leer e interpretar la Biblia "al pie de la letra", sin ningún intento de revisión crítica, ya que se funda en la convicción de que todas las Escrituras, globalmente y en cada una de sus partes, han sido directamente inspiradas por Dios de un modo absolutamente sobrenatural y milagroso.

Este tipo de interpretación literal conduce a un tratamiento mágico de las Escrituras.

La homilía debe desempeñar un papel de primer orden en la necesaria desmagización de la proclamación de la Palabra de Dios, y para ello tiene que consistir, ante todo, en una clarificación del sentido real de las perícopas proclamadas, presentando el mensaje perenne de la Escritura en toda su transparencia y actualidad. En este esfuerzo de superar la comprensión mágica e ingenua de la literalidad de la Escritura, hay que evitar la caída en otra concepción —que en el fondo también es mágica— absolutizadora de las interpretaciones más recientes y audaces, sobre todo cuando no pasan de ser meras hipótesis de trabajo en el campo de la investigación bíblica. Más allá de la letra, sea leída acríticamente, sea científicamente analizada, debemos buscar el espíritu que realmente vivifica.

Interpretación alegorizante.

En el intento de superación del sentido meramente literal y de búsqueda de un sentido más pleno y espiritual, se debe evitar a toda costa el peligro del alegorismo. La interpretación alegórica se basa en el presupuesto de que el sentido de las Escrituras no se agota en lo que el hagiógrafo quería comunicar ni en lo que directamente entiende el lector, sino que siempre dicen otra cosa, siempre manifiestan algo más, porque la intención divina, última inspiradora de la Biblia, supera necesariamente el alcance de los autores humanos. Lo malo no está en este presupuesto, perfectamente admisible, sino en los excesos inevitables que trae consigo el esfuerzo de interpretación alegórica cuando, en lugar de dejarse guiar por los indicios objetivos existentes en la misma letra de la Escritura, se abandona a toda suerte de fantasía subjetiva. La exégesis se convierte entonces en un juego imaginativo, enormemente peligroso, ya que representa una manipulación de la Escritura mucho más audaz que su utilización mágica e ingenua.

Hoy quizás estamos muy lejos de las exageraciones alegoristas de la escuela alejandrina, e incluso de las de san Agustín, con sus malabarismos numéricos, su insistencia en detalles insignificantes, su complacencia en armonías misteriosas. Pero no podemos afirmar que estemos exentos de un neoalegorismo, tanto más peligroso cuanto con mayor aparato científico se recubre. Por un lado, se advierte en algunos exegetas modernos una preocupación excesiva por descubrir en ciertos libros de la Biblia unas estructuras formales que obedecen a planes totalmente preconcebidos, según pautas que quizá más existen en la mente del intérprete que en la del autor o bien un interés desorbitante por señalar correspondencias temáticas entre escritos enormemente separados en el tiempo y en la mentalidad. Y por el otro lado, cada vez se va imponiendo más una utilización ideológica de los libros santos, que, al estilo de ciertos manuales clásicos de teología, se sirve de pasajes escriturísticos, sacados de su contexto y artificialmente conectados entre sí, con el fin de probar una tesis o de inculcar ideas u opiniones, que poco o nada tienen que ver con el mensaje bíblico.

Interpretación moralista.

La orientación práctica y concreta que ha de tener la interpretación de la Escritura no debe convertirla en mera búsqueda de normas morales, que orienten en cada momento la actuación práctica del creyente. Si la Biblia no es una simple crónica, ni un tratado filosófico o dogmático, tampoco podemos considerarla como un mero manual de recetas morales.

La aplicación moral de la interpretación de las Escrituras tiene que limitarse a hacernos descubrir el designio amoroso de Dios que, a lo largo de toda la historia de salvación, ha comunicado su vida a los hombres. A pesar de sus infidelidades y pecados, y a llevarnos a la conclusión de que la única respuesta válida a la iniciativa amorosa de Dios es el amor, norma suprema del creyente, motor último de su actuación práctica. No creamos que los excesos moralizantes sean cosa de otros tiempos. En la actualidad corremos el mismo riesgo cuando nos empeñamos en querer iluminar con la Palabra de Dios todas las situaciones prácticas, tanto a nivel individual como a escala comunitaria. Si lo entendemos como un esfuerzo por encontrar soluciones concretas para todos nuestros problemas morales, o por dictar normas de actuación incluso en lo social y político, lo más probable es que, como en el caso de las construcciones ideológicas, busquemos sólo en la Palabra de Dios la justificación de nuestras propias opciones o las armas para combatir a nuestros adversarios, pero de ningún modo la luz que disipe nuestros errores y la interpelación que nos convierta de nuestra cerrazón y de nuestro egoísmo.

c) PARA UNA RECTA UTILIZACIÓN DE LA EXÉGESIS

La homilía no debe basarse en una interpretación meramente literal de la Biblia, ni puramente alegórica, ni solamente moral, sino que, aceptando lo bueno de cada uno de estos tipos de exégesis, tiene que tender hacia la "anagogía", es decir, a ser totalizante y conductora. Parte de una clarificación del sentido de las palabras proclamadas en la celebración, pero luego guía a los oyentes hacia una asimilación creyente de su contenido, hacia una celebración laudatoria del hecho de la Palabra como don divino, y hacia una realización práctica de su fuerza vital. De este modo contribuye a que la Palabra de Dios, proclamada, celebrada y vivida, sea lo que radicalmente tiene que ser: dadora del sentido último de la existencia fiel.

 

 

6. FIDELIDAD A LA PALABRA.

MANUEL RAMOS

 

"Así pues, debemos ser considerados como siervos de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora bien, lo que se pide a un administrador es que sea fiel" (1 Cor. 4, 1-2).

La fidelidad, característica decisiva del buen administrador, implica en el caso del ministerio de la Palabra la necesidad de tomar en serio, ante todo, la Palabra misma de Dios y sus destinatarios, los oyentes; y, además, las leyes de la comunicación y el ser movidos por el Espíritu. Vamos a intentar unas reflexiones sobre la primera de esas dimensiones: la fidelidad a la Palabra.

Sólo la auténtica Palabra de Dios lleva a la fe y a la salvación. Si en lugar de ella servimos otra cosa, no podemos extrañarnos de que no fructifique. Estemos seguros de que se nos van a pedir cuentas, como a administradores desleales o descuidados. Nos las pedirá Dios mismo y nos las pedirán los hijos de Dios, en cuyo beneficio somos administradores.

¿Cómo conseguir ser fieles a la Palabra? No hay duda de que la primera condición, indispensable, es que comencemos por captarla con exactitud, por comprenderla, por hacernos cargo de ella. El servicio que Dios espera del predicador no es el de un funcionario de correos que lleva un mensaje en sobre cerrado y lo entrega así al destinatario. Se trata más bien de auténticos mensajeros, de "hombres—mensaje", como aquellos intrépidos, algunos de los cuales hemos conocido, que en circunstancias críticas han tenido que llevar un mensaje importante atravesando fronteras policialmente custodiadas, en las que cualquier escrito corría evidente peligro de ser interceptado. Han de ser ellos mismos los que han de repetir personalmente el mensaje cuando logren llegar, por fin, a su destinatario. De ahí que antes de partir a semejante misión todo esfuerzo les parezca poco para captar bien el mensaje que han de transmitir, para comprender con la máxima exactitud posible cuál es su sustancia y cuáles los pormenores más o menos complementarios, dónde pone el énfasis el que los envía, los matices todos de lo que han de comunicar.

Pero se da, además, una circunstancia que complica y pone a prueba la fidelidad del mensajero, al mismo tiempo que lo hace mucho más imprescindible. No bastará con que sea un mensajero personal, ha de ser también intérprete. El mensaje que lleva deberá ser traducido a la lengua del destinatario. Y le corresponde a él mismo, al mensajero, realizar la traducción. Naturalmente, no nos referimos sólo a una traducción de orden lingüístico; es algo mucho más complejo: es todo un entorno cultural, un medio ambiente cada vez más alejado de aquel en que la Palabra de Dios vivió, por así decirlo, sus primeras encarnaciones, a donde el ministro de la Palabra ha de llevarla. Todos sabemos algo de lo extraordinariamente difícil de realizar una traducción al mismo tiempo viva y fiel. De ahí la extraordinaria responsabilidad del ministro de la Palabra, que ha de ser, en una pieza, "hombre—mensaje" e "intérprete". A la hora de pronunciar su mensaje ante el destinatario deberá cuidar con esmero de que no se pierda ninguno de los "imponderables" de la Palabra, de suerte que pueda ser reconocida como Palabra de Dios. Cualquier palabra, en efecto, es un fenómeno complejo; no es sólo un contenido, sino un contenido encarnado en unos determinados signos y pronunciado en un determinado tono. Ser fiel a la palabra no es sólo ser fiel a su contenido desencarnado, sino ser fiel al fenómeno en su integral complejidad, a los signos que encarnan el contenido, al tono, a la forma de hablar del que envía, a su expresión única e irrepetible. En el caso del ministerio de la Palabra el mensajero lo es de un mensaje muy "sui generis": es un mensaje de invitación suprema de amor, que ha de estar siempre presente, al menos como trasfondo, incluso en el caso de tener que restallar el látigo de una denuncia profética implacable. La fidelidad a la Palabra exigirá, pues, incluso en esos momentos, dejar constancia de ese tono cálido propio del amor, que nunca podrá esconderse del todo si se actúa como verdadero profeta del que lo envió.

Y es que, en el caso del ministerio de la Palabra, el mensaje no puede ser nunca totalmente extrínseco al mensajero. Éste no puede ser solamente un cronista externo, desinteresado, respecto a aquello que comunica. Es el sentido mismo de la fe, de su propia fe, lo que ha de transmitir; por tanto, él mismo deberá sentirse penetrado por ese sentido de la fe. No es solamente "hombre—mensaje" e "intérprete" en el sentido antes explicado; es, además "testigo" y "testigo comprometido". Digámoslo de una vez, el ministro de la Palabra habrá de ser personalmente él mismo Palabra de Dios, acontecimiento salvífico en su vida.

 

7. EL LECCIONARIO ACTUAL.

JOSÉ M. BERNAL

 

a) ¿HACE FALTA UN LECCIONARIO?

En ciertos ambientes la cuestión se ha planteado de un modo radical, poniendo en tela de juicio la conveniencia o no de leer la Biblia en las asambleas litúrgicas: la utilidad del leccionario bíblico, en cuanto selección de un determinado número de perícopas cuya lectura queda oficialmente distribuida y reglamentada a lo largo del año litúrgico. ¿No hubiera sido más oportuno dejar completamente a la iniciativa de los pastores y responsables de las comunidades la tarea de seleccionar las lecturas bíblicas? ¿No son ellos quienes mejor conocen la situación real de sus iglesias con sus peculiares exigencias y necesidades? ¿Por qué imponer desde arriba determinados cielos de lectura o determinados temas que acaso quedan muy lejos de los intereses reales de la comunidad?

Sin pretender con mi respuesta menospreciar la seriedad de las dificultades propuestas, creo poder abogar por la validez y conveniencia del leccionario. Ello por varios motivos:

El leccionario permite una presentación más objetiva de la palabra de Dios, sobre todo en los cielos de lectura continuada, sin ceder a condicionamientos subjetivos o a gustos personales.

Nos ofrece una lectura casi completa de la Biblia, sobre todo de los libros o pasajes más relevantes. Ningún texto importante ha quedado olvidado o marginado.

Garantiza una coherente vinculación de los textos y de los temas a la marcha o desarrollo del año litúrgico. Ello nos permite una visión global del misterio de Cristo, celebrado a lo largo del año, desde distintas perspectivas bíblicas tanto del Nuevo como del Antiguo Testamento.

Asegura una visión complementaria y coherente del Antiguo y del Nuevo Testamento.

Nos permite permanecer fieles a la tradición de la Iglesia, la cual ha vinculado desde antiguo la lectura de algunos libros o textos del Antiguo y del Nuevo Testamento a determinados tiempos o fiestas del año litúrgico.

Nos facilita una rica selección de perícopas bíblicas a utilizar en determinadas ocasiones (misas votivas) y en la celebración de los sacramentos.

b) ¿LECTURA "CONTINUADA" O LECTURA "TEMÁTICA"?

Cuando hablamos de lectura "continuada" ya se sabe a qué nos referimos. Se trata de abordar la lectura de un libro sagrado y de continuarla día tras día siguiendo el orden del libro, saltando eventualmente ciertos fragmentos menos aptos para ser proclamados en la asamblea. En este caso algunos prefieren hablar de lectura "semi—continuada". De hecho este sistema suele utilizarse con relativa frecuencia, a lo largo del año, tanto en la eucaristía como en el oficio de lecturas.

Pero no son pocas las voces que se manifiestan en contra de este sistema. ¿Por qué someterse a la lectura disciplinada de un autor sagrado? ¿Por qué no elegir en cada ocasión lo que más convenga? ¿Por qué no seleccionar los diversos textos de lectura en función de un tema previamente determinado? No debemos olvidar, a este respecto, el interés que viene despertando desde hace unos años, sobre todo a nivel de grupos, las llamadas misas "de tema": tendencia a construir el montaje de la celebración eucarística a partir de ciertos motivos temáticos previamente establecidos. Eucaristía "temática" y lectura "temática" obedecen, sin duda, a un mismo tipo de sensibilidad y de inquietud.

En esta reflexión deseo subrayar el interés positivo que ofrece la lectura "continuada" o "semi—continuada" de los libros sagrados. Para ser breve indicaré tres motivos:

No basta con retener y meditar ciertas frases o escenas más sobresalientes de la vida de Jesús. Debemos situar sus palabras y sus gestos en el conjunto de su historia, en su propio contexto. Es decir, hay que dejar que la palabra de Dios se nos distribuya con el mismo ritmo y en el mismo orden con que ha sido escrita. No basta leer aisladamente estas o aquellas frases. Es preciso situarlas y apreciarlas en el interior de la misma vida de Jesús. La continuidad del evangelio pone de relieve los diversos elementos de su mensaje.

Es preciso, además, saborear la Escritura teniendo presente la sensibilidad personal y la profundidad religiosa de los testigos que nos narran los hechos y palabras de Jesús. La palabra de Dios nos llega por medio de los testigos, encarnada en su propia experiencia religiosa. Hay que dejarles hablar libremente, sin interrumpirles, sin pasar anárquicamente de uno a otro. Hay que dejar el tiempo necesario para que el evangelista nos refiera, del principio al fin, todo lo que nos ha de decir sobre Cristo.

Finalmente, tratándose de las Cartas, hay que leer los escritos de Pablo, de Pedro, de Juan, o de los otros escritores teniendo en cuenta el contexto global de las cartas, suscitadas casi siempre por motivaciones bien concretas: por situaciones críticas de determinada comunidad o por problemas de doctrina suscitados en su seno. Sólo una lectura continuada y paciente de la carta podrá permitimos una apreciación conveniente de la misma.

Desde luego, nunca la lectura "continuada" ha tenido pretensiones de exclusividad en la liturgia de la Iglesia. De hecho las lecturas que se proclaman tanto en las fiestas del Señor y de los Santos, como en las misas rituales y votivas, han sido siempre seleccionadas atendiendo al misterio que se celebra o a la circunstancia que motiva tal celebración eucarística. En esos casos es fácil detectar el motivo lineal en el que convergen las diversas lecturas. Entonces podemos hablar de una lectura "temática", no porque el nexo de convergencia sea algo puramente abstracto, sino porque el motivo de selección es el mismo.

e) EL LECCIONARIO DOMINICAL

La elaboración del nuevo leccionario bíblico ha sido llevada a cabo con escrupulosa seriedad. Los criterios seguidos en la elaboración podrían reducirse a dos: por una parte, se ha mantenido un criterio de fidelidad a la tradición litúrgica, respetando el uso de ciertos libros sagrados y de ciertas perícopas que, desde los más antiguos leccionarios, venían utilizándose en determinados tiempos y fiestas del año litúrgico. Por otra parte, se ha tenido muy en cuenta la exhortación del Concilio a establecer en las celebraciones litúrgicas "lecturas de la Sagrada Escritura más abundantes, más variadas y más apropiadas" [Sacrosanctum Concilium, 35,11.

El leccionario dominical asegura para toda la comunidad cristiana una lectura de los pasajes más importantes, de tal manera que los fieles puedan escuchar, dentro de un determinado espacio de tiempo, las partes más importantes del mensaje salvador.

Para ello se han tomado diversas medidas. La primera ha consistido en aumentar a tres el número de lecturas: la primera, del Antiguo Testamento o del Nuevo, si se trata del tiempo pascual; la segunda, de los Escritos Apostólicos; la tercera, de los Evangelios. La introducción de una primera lectura del Antiguo Testamento ha de favorecer una comprensión más clara del progreso y de la unidad de la Historia de la Salvación.

En segundo lugar, se ha establecido un triple ciclo de lecturas, denominados A, B y C, a utilizar en el espacio de tres años consecutivos. Esto ha permitido una lectura más abundante y más completa, y ha evitado las dificultades que entraña la lectura anual de los mismos textos. De esta forma una perícopa viene a leerse una vez cada tres años.

En la distribución de los textos se ha combinado el sistema de lectura "continuada" con el de lectura "temática" o "armonizada". En los tiempos fuertes del año litúrgico (Adviento, Cuaresma y Pascua) y en las grandes fiestas la selección de textos aparece impuesta por la temática o colorido propio de cada tiempo o de cada fiesta. En este caso hay una notable correlación entre las tres lecturas. En los domingos ordinarios, en cambio —llamados per annum—, se ha optado por una lectura "semi—continuada" de los evangelios. En el ciclo A se lee Mateo; en el B, Marcos; y en el C, Lucas. Juan se lee preferentemente en Navidad, Cuaresma y Pascua. Esta distribución permite un acercamiento muy enriquecedor a los grandes testigos de la vida del Señor. Durante esta serie de domingos, un tanto incoloros e indefinidos en cuanto a temática, la primera lectura se elige en consonancia con el texto evangélico, lo cual ayuda a una comprensión unitaria de los dos Testamentos.

d) EL LECCIONARIO FERIAL

En los días ordinarios, entre semana, sólo se leen dos lecturas. La primera se toma del Antiguo Testamento o de los Escritos Apostólicos; la segunda de los Evangelios.

Hay que distinguir, sin embargo, la sistematización de lecturas en los tiempos fuertes (Adviento, Cuaresma y Pascua) y en el tiempo llamado "per annum".

Durante los tiempos fuertes el cielo es único; pero las lecturas se eligen teniendo en cuenta las exigencias peculiares de cada uno de esos tiempos.

Durante el resto del año o tiempo "per annum" la primera lectura ha quedado sistematizada según un doble ciclo, uno para los años impares (I) y otro para los pares (II). Las perícopas evangélicas, en cambio, tomadas de los Sinópticos, se ajustan a un ciclo único. Tanto la primera como la segunda lectura se presentan de forma continuada, permitiendo un recorrido casi completo de los libros sagrados y ofreciendo a la asamblea la lectura de los pasajes más significativos.

e) EL LECCIONARIO DEL SANTORAL Y DE LAS MISAS VOTIVAS

El leccionario para las fiestas de los santos es doble: uno propio, y otro común.

En el propio de los santos se han señalado en algunas ocasiones textos de lectura propios. Eso ocurre cuando se cuenta con perícopas bíblicas que aluden directamente al santo. En otras ocasiones se sugiere el uso de una lectura contenida en el común, cuando se trata de textos que iluminan o interpretan el carisma propio de un determinado santo. En todos estos casos, si se trata de solemnidades y fiestas, o de memorias con textos propios, el uso de tales lecturas es obligatorio. En los demás casos es preferible proseguir la lectura continuada del cielo ferial a fin de no perder el ritmo progresivo del libro que se está leyendo, a no ser que la sensibilidad o devoción especial de una determinada comunidad aconseje seleccionar las lecturas en función del santo que se conmemora.

Respecto a las lecturas previstas para el común de los santos y para las misas votivas, rituales o "ad diversa" sólo he de decir que ofrecen una estupenda selección de textos distribuidos en atención a los distintos carismas que caracterizan la diversa personalidad de los santos, o en atención a las diversas circunstancias o momentos sacramentales de la vida cristiana. El uso de tales lecturas deberá regularse teniendo muy en cuenta las necesidades pastorales de las diversas comunidades, y respetando siempre el carácter preferencial de los ciclos de lectura en los tiempos fuertes. Me parece importante volver a insistir en la necesidad de respetar el ritmo regular de la lectura continuada o semi-continuada del cielo ferial "per annum" si se quiere conseguir un acercamiento profundo a la palabra de Dios tal como ha sido plasmada en los libros sagrados.

 

8. COMO NO USAR EL LECCIONARIO.

PERE TENA

 

El "Ordo Lectionum Missae", publicado en 1969 por la Sagrada Congregación para el culto divino, es uno de los elementos más preciosos de la conjunción entre Biblia y Liturgia, propia de la renovación actual de la Iglesia. La experiencia de estos últimos años ha confirmado plenamente las esperanzas que se habían puesto en esta nueva distribución de las perícopas bíblicas, desde el punto de vista de la variedad, riqueza de matices en la presentación de la fe, acercamiento al Antiguo Testamento, restauración del sentido de los Salmos, entrada masiva, en fin, de las Escrituras en la liturgia de la Palabra, según el deseo conciliar: " ¡una mesa bien provista!" [Const. Sacrosanctum Concilium, n. 511.

Sin embargo, hay que reconocer que la experimentación está todavía en sus comienzos, y que las posibilidades del nuevo Leccionario están lejos de poder ser consideradas como plenamente desarrolladas. Una serie de prejuicios, en efecto, limita con facilidad las perspectivas de los responsables de la homilía. He ahí algunos:

a) La atención exclusiva a la perícopa evangélica en el momento de preparar la homilía. Con ello se pierde de vista muchas veces la orientación de la perícopa en el leccionario, cosa que fácilmente se podría obtener con una referencia al texto del Antiguo Testamento, completado —muchas veces— con el salmo responsorial, encargados precisamente de subrayar un aspecto del evangelio.

b) La preocupación por enlazar todas las perícopas de un domingo bajo un tema común, cuando, en realidad, muchas veces este tema no existe; la consecuencia es, normalmente, que la homilía se convierte en la exposición de un punto sistemático, con citas de las lecturas.

c) La costumbre de predicar solamente a partir del evangelio, o de escoger indistintamente entre las tres lecturas, sin continuidad. Esto, además de dar pie al subjetivismo del predicador, limita la riqueza del contenido de la predicación, y hace perder el sentido de la continuidad en una lectura seguida; p.ej. en los domingos "per annum", conviene ser fiel al principio de la lectura continua, y no pasar, de un domingo a otro, a comentar ora la perícopa evangélica, ora la lectura apostólica; con ello se perdería el sentido del conjunto.

d) El principio de tomar perícopas enteras, sin tener en cuenta el valor que pueda tener la explicación de una simple frase; p.ej. de la respuesta del salmo, de una afirmación del Apóstol, de una sentencia de Jesús, de un proverbio, etc... Así, también, el no advertir suficientemente las características de una perícopa en comparación con la siguiente y precipitar el comentario en lugar de ceñirlo, con lo cual se tiene después la impresión de que "ya está todo dicho"; p.ej., las parábolas de Lucas sobre la oración, los textos de Pablo a los Romanos sobre la justificación por la fe, etc.

e) El olvido de la situación litúrgica de las perícopas, y en general de la estructura del leccionario: tiempos fuertes, conexiones, lecturas continuas, etc. Esto hace perder una gran cantidad de matices, y empobrece la educación bíblica y litúrgica.

Todos estos prejuicios y limitaciones pueden mermar considerablemente las ventajas del nuevo Ordo lectionum; de ahí la conveniencia de un estudio detallado de cada ciclo, con una visión de conjunto de las perícopas, de las líneas de lectura continuada, y, sobre todo, de las características del evangelio —o evangelios— propios de cada cielo: Mateo en el A, Marcos y Juan en el B, Lucas en el C (aparte la presencia de Juan durante Cuaresma y Pascua).

 

 

C. UN SERVICIO A LA ASAMBLEA.

 

9. APLICACION DE LA PALABRA AL "HOY" Y "AQUI"

JOSÉ ALDAZÁBAL

 

Esta es la segunda dimensión de la homilía: la "mirada,' a la vida. "Después de haber leído el pasaje, enrolló el volumen y empezó a hablarles: Hoy, en vuestra presencia, se ha cumplido este pasaje’" (Lc 4, 18).

Este es el aspecto "profético" de la homilía: descubrir para bien de todos lo que nos dice HOY la Palabra: cómo se aplica a nuestra vida su mensaje. La Historia de la Salvación continúa: la Palabra salvadora de Dios, que siempre es y será Cristo, sigue interpelando con fuerza a cada generación. Pero no es siempre evidente la dirección de este impacto: la homilía debe ayudar a descubrirla. Ayudar a que el gozo, la esperanza y la denuncia de la Palabra llegue a iluminar las circunstancias concretas que vivimos; que la comunidad se mire al espejo de la Palabra y acepte el compromiso de su acogida.

"La predicación sacerdotal, que en las circunstancias actuales del mundo resulta no raras veces dificilísima, para que mejor mueva a las almas de los oyentes, no debe exponer la Palabra de Dios sólo de modo general y abstracto, sino aplicar a las circunstancias concretas de la vida la verdad perenne del Evangelio" [Presbyt. Ord., 4].

El mejor éxito de su ministerio lo consigue el predicador cuando contribuye a que la Palabra salvadora de Dios resuene en ESTA asamblea como Palabra viva dicha Hoy con toda su fuerza de juicio y de gozo. Porque el Dios que habló es el que habla. Y su Palabra no puede resonar en vano.

Para una adecuada "aplicación a la vida", el predicador:

a) Debe esforzarse en conocer a la asamblea: sus circunstancias, su ideología y sensibilidad. Debe entrar en sintonía con la vida de la comunidad concreta que celebra con él. Igual que ha reflexionado sobre qué dice la Palabra, deberá meditar sobre los aspectos en que esa Palabra interpela hoy y aquí a estos creyentes. Que probablemente serán distintos de los del año pasado. Y distintos en una comunidad de monjas de clausura que en un centro juvenil o en una parroquia en la misa de dos. Si ha sido fiel a la Palabra, deberá también ser fiel a la comunidad y a su vida. Son los dos polos entre los que debe saltar la "chispa" del encuentro salvador.

b) A la hora de aplicar a la vida el mensaje bíblico, debe evitar el excesivo afán moralizante, buscando siempre el aspecto de las costumbres. La Palabra no ilumina sólo nuestra moral, sino fundamentalmente nuestra mentalidad, nuestra comprensión del Misterio, de la vida, del destino humano. No nos afecta en pequeños matices de la vida, sino que interpela en pleno nuestro "plan de vida", nuestro proyecto existencial. Muchas veces la homilía, siguiendo el tono de la lectura, deberá ser anuncio gozoso de la Buena Noticia. Más bien "dogma" que moral. Aunque naturalmente esta comprensión del Misterio, exigirá una respuesta vital comprometida. Una homilía reiteradamente moralizante puede empobrecer la riqueza de mensajes de la Palabra bíblica.

c) Como también lo haría si fuera superficial o se quedara en los pequeños detalles, a la hora de aplicar a la vida la lectura proclamada. Hay que esforzarse por descubrir, no los detalles ni las anécdotas Propias del tiempo bíblico, sino la intención fundamental del pasaje, para trasladarla a nuestras coordenadas históricas. Serán, por ejemplo, las actitudes humanas, juzgadas, alabadas o condenadas en el pasaje, o la intervención y los criterios del obrar de Dios. Cuántas veces, al oír determinadas homilías, siente uno el temor de que se ha puesto en primer término un aspecto que no tenía ningún relieve en la mente del escritor bíblico: ¿qué importancia tiene el orden de las apariciones, al hablar de la Resurrección; o la moralidad del baile, en el martirio de Juan el Bautista?

d) Los hechos de vida que la homilía debe tener presentes, a la hora de exhortar y edificar a la comunidad, son variadísimos: los problemas de la humanidad entera, los intereses y las aspiraciones de nuestra generación, los acontecimientos de la Iglesia universal y de la comunidad local, los temas candentes del propio país, la vida personal, familiar y profesional ... ¿Puede una homilía olvidar la palpitación de la historia? Todo ello no como tema de una conferencia o para resolver dichos problemas: sino como realidades vivenciales que son iluminadas por la Palabra salvadora que Dios dirige a sus creyentes.

e) Naturalmente que también la política, como realidad humana que es. Los cristianos viven esta realidad guiados por la Palabra de Dios. No son invitados a refugiarse en una escatología lejana, sino a comprometerse como responsables en la sociedad. La homilía cumple el magnífico y difícil servicio de iluminar "proféticamente" sus actitudes y actuaciones según la orientación de la Palabra. No puede renunciar a estos aspectos más difíciles de su ministerio.

El documento "La Iglesia y la comunidad política" del Episcopado Español, de 1973, reafirma plenamente, sobre todo en sus números 26-31, la obligación, a la vez que dificultad, que tienen los ministros de la comunidad de realizar este servicio de aplicación de la Palabra bíblica a la situacón histórica concreta que vivimos. (Cfr. su texto en el número 13 de este dossier).

f) A nadie se le oculta que si en algún momento hace falta equilibrio, es precisamente en una homilía litúrgica. Para no hacer prevalecer los gustos personales, sino servir a la Palabra. Para no tematizar unilateralmente en ninguna dirección. Antes hablábamos del tono demasiado moralizante, pero se podría aplicar también al tema socio—político. En la exhortación homilética el criterio céntrico debe ser siempre la Palabra, que es la que ilumina nuestra vida y la que provoca nuestra respuesta de acogida y de compromiso. Lo que hace el ministro, con humildad y con amor, desde "dentro" y no con autosuficiencia irónica o demagógica, es ponerse con todos a la escucha de esa Palabra y ayudar a los demás a entender sus implicaciones. Sin escamotear su fuerza contestataria y su exigencia. Pero sin convertirla tampoco en un latiguillo social ni en un mitin.

 

 

10. FIDELIDAD AL OYENTE.

MANUEL RAMOS

 

Cuanto dijimos antes a propósito de la fidelidad a la Palabra no puede quedarse ahí, como en una mera contemplación estética; debe servir al designio de Dios que es la salvación del hombre mediante la fe en su Palabra. Si Dios hace a algunos hombres ministros de su Palabra y los envía al mundo, no los envía, como no envió a su Hijo, para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. La fidelidad al designio salvífico de Dios implica en el ministro la necesidad de tomar en serio al hombre, al que es enviado, y dirigirse a él, llevarle su mensaje, no como el pastor asalariado, a quien no le importan sus ovejas, sino como el buen pastor, que las tiene como suyas y está dispuesto a dar su vida por ellas.

Por eso, el ministro de la Palabra habrá de comenzar paradójicamente su misión, no por hablar, sino por oír, por escuchar al destinatario de su mensaje. Intentará conocerlo, comprenderlo. Tendrá necesidad de aprender su lenguaje, su mundo, a fin de poder ser un intérprete útil. Todo ello implica un acercamiento, una proximidad de persona a persona, algo parecido a una "encarnación".

Una vez logrado este contacto, deberá caer en la cuenta de las dificultades que tiene ese destinatario concreto del mensaje, el hombre de nuestros días, inmerso en nuestra sociedad, primero para entender el mensaje pero, además, para aceptarlo como mensaje de Salvación. En el modo concreto de proponer la Palabra el ministro deberá ser consciente de una serie de dificultades para la inteligencia misma del mensaje, provenientes de mil factores, de la falta, quizá, de suficiente formación religiosa del destinatario, de los prejuicios acumulados, de la propaganda adversa... y deberá caer en la cuenta, igualmente, de otra serie de dificultades para la aceptación de la Palabra, provenientes algunas de sus propias debilidades y pasiones, pero otras de nuestras debilidades e inconsecuencias, de nuestra incorrecta presentación, tal vez fría e inmisericorde, del mensaje transformador que portamos. Habrá que devolver al hombre que nos escucha, en no pocas ocasiones, la confianza en nuestro respeto a su dignidad personal y a su libertad.

De esta forma, sin prisas y sin pausas, con infinita paciencia, con delicadeza, "como una madre cuida de sus hijos" (1 Tes 2,7), el ministro de la Palabra cumplirá con el deber supremo de fidelidad para con aquellos a quienes ha sido enviado.

 

 

11. LA COMUNICACION EN LAS HOMILIAS.

ROBERTO COLL-VINENT

 

Mi opinión como seglar sobre la predicación sagrada, debo confesarlo, es poco positiva. Las homilías de hoy son tributarias, todavía, de un modo de decir mas o menos anacrónico que ha dejado fuertes residuos incluso en personas jóvenes o que creen serlo. Y cuando en un intento meritorio de aproximación a la realidad y a las necesidades de hoy se quiere huir de una oratoria desfasada de nuestro tiempo, no se consigue, en general, la comunicación humana, deseada con más buena fe que acierto.

Es fácil que en estas afirmaciones iniciales se produzca un acuerdo si se examina el hecho con honestidad y con desapasionamiento. Es menos fácil, en cambio, coincidir en las causas y en las soluciones. Las consideraciones que siguen quieren ser un intento de analizar con alguna profundidad esa situación incómoda para todos y de cuya incomodidad creo que existe una conciencia bastante clara.

a) Lo más elemental que puede decirse, en primer lugar, es que ningún tipo de comunicación colectiva —y la homilética menos que ninguna— debiera servir nunca para desahogos personales aun los más legítimos y que no tienen nada que ver con las necesidades y las aspiraciones de los que van a escuchar. Y con más razón debe decirse que resulta incomunicativo y frustrante el propósito de lucimiento que aún puede detectarse en algunas homilías solemnes y retóricas, un lucimiento cada día más difícil, dicho sea de paso, cuando el público es cada vez más exigente y más crítico. Y mucho menos sensible, por tanto, a unos adornos que no son necesarios, en absoluto, para hacerse escuchar. En un proceso de comunicación colectiva que quiera ser eficaz es rechazable cualquier protagonismo personal que desplace a un segundo plano la preferencia que en cualquier caso merecen los destinatarios del mensaje, los únicos que pueden legitimarlo del todo en virtud de una atención voluntariamente prestada.

b) La comunicación colectiva eficaz descansa, en buena parte al menos, en la relación personal que existe entre el emisor y el receptor y en el conocimiento que aquél tiene de las expectativas de quienes se disponen a escucharle. Son muy útiles a este respecto unos conocimientos, siquiera elementales, de las motivaciones más fuertes por las que se mueve el hombre de nuestro tiempo y lo es, por tanto, poderse adentrar en los fundamentos básicos de la psicología de grupo y de la psicología en general.

Con propósitos puramente indicativos y para concretar un poco más, yo señalaría dentro de un abanico sin duda más extenso los siguientes grupos de oyentes cuya existencia sería útil tener en cuenta:

El grupo de gentes que pueden no tener fe o tenerla muy débil y van a la Iglesia o a las asambleas que la Iglesia convoca en busca de esa fe que desean recuperar o reforzar. La homilía que demanda un grupo así ha de ser densa en contenido, ha de poder satisfacer el interés expectante de los que están prestos a oírla y ha de instruirles, con información y con argumentos claros y sencillos, respecto a aquello que motiva su presencia física en el templo.

El grupo compuesto por aquellos que experimentan una especial complacencia en ver reforzados sus puntos de vista y que van a escuchar a aquel de quien saben de antemano que los comparte más o menos íntegramente. Es la clientela habitual de un orador concreto que tiene demasiado fácil su tarea persuasora y que puede sentirse engañado respecto de sus facultades de comunicación. Grupo normalmente entusiasta de un determinado enfoque del Evangelio y al que cuesta poco reforzar en sus creencias. También a este grupo es necesario, aunque por otras razones, saber instruir con mucha claridad y con predominio de elementos intelectuales para no prestarse al juego de una complacencia peligrosa e incluso demagógica.

El grupo de los escépticos o poco convencidos que acuden a la Iglesia con una actitud crítica o acaso polémica y que fácilmente pueden sentirse molestos frente a quien muestre una seguridad que ellos no tienen o no entienden. Hay que contar con una buena dosis de agresividad en tales casos, por más que sea una agresividad encubierta y fácilmente disimulable. Y la respuesta ha de estar impregnada de modestia y de sencillez, también de dulzura en el tono y en la actitud.

El cuarto grupo —el más numeroso a mi juicio, al menos en este momento histórico— lo integran la multitud de los indiferentes que acuden a un rito religioso que no acaban de entender o con cuya significación apenas se sienten identificados, y en el que están presentes sólo físicamente por razones más o menos extrañas a lo propiamente religioso. Mientras subsista, por reminiscencias de una tradición todavía poderosa, el tipo humano que acude a la Iglesia por razones predominantemente sociológicas, el predicador habrá de esforzarse mucho más en suscitar un interés que no existe de entrada, y en despertar una atención que se convierte por este motivo en una atención muy difícil.

En todo lo que llevo dicho va implicada una cuestión de actitud más que una cuestión de técnica y de estilo, aunque el estilo y la técnica ocupen también un puesto importante a la hora de conseguir una comunicación eficaz y aunque estas tres exigencias -actitud, técnica y estilo- converjan hacia una misma dirección a la hora de buscar soluciones al problema de la homilética hoy.

c) La dirección apunta hacia un nuevo modo de producirse. La homilía se entendería como una conversación "sui generis" en voz alta. Una conversación especial porque es uno solo el que habla, pero lo hace en una disposición de ánimo tal que pueda ser teóricamente y prácticamente interrumpido por cualquiera de sus oyentes sin necesidad de que esa interrupción equivalga a una interpelación hostil. Puede ser una muestra explícita de asentimiento o puede ser la formulación respetuosa de una discrepancia. O puede ser simplemente una pregunta que obligue a una aclaración sobre la marcha que rompa un esquema demasiado rígido.

La interpelación es interpretada demasiadas veces como una especie de agresión verbal y no suele ser bien recibida. Pienso que en buena parte es por falta de la costumbre de escuchar, por temor a ser de algún modo puestos en evidencia en la propia inseguridad o en la propia endeblez ideológica y argumental.

Es falsa o por lo menos sospechosa la seguridad que a veces se experimenta cuando se habla en medio de un silencio susceptible de múltiples y muy encontradas significaciones. Es una seguridad que en razón de su misma endeblez se derrumba cuando uno ha de callarse y ha de hacer frente a un silencio largo y ambiguo, cuando se constata que no se tienen respuestas para todo, y que el mensaje que uno comunica descansa en una verdad de la que es administrador pero no propietario, y que es susceptible de una gran variedad de interpretaciones.

Soportar, sin angustia, la interpelación del signo que sea, saber escuchar con tranquilidad y con sosiego, admitir de buen grado y con plena paz de espíritu las más diversas opiniones aun las que se oponen diametralmente a aquella con la que uno se siente encariñado sería no sólo muestra de madurez afectiva, indispensable para la buena comunicación, sino una garantía para la misma comunicación. El sacerdote ha ocupado durante mucho tiempo entre nosotros un puesto relevante que ahora y en el futuro ya no va a serle reservado si no tiene méritos propios, ajenos a su condición de tal sacerdote. No va a ser escuchado si no se gana a pulso la atención, y su palabra será una palabra cualificada sólo cuando aparezca como tal a los ojos críticos de aquellos que le obsequien con el regalo de su atención.

d) Añadiría, para concluir, que la comunicación hablada que se da en la homilía puede alcanzar sus más altas cotas de eficacia cuando va acompañada de una comunicación empática respecto de aquellos que están a punto de escuchar. La empatía, como todos sabemos, es una capacidad, adquirible, para saberse poner en el lugar de aquél con quien tratarnos de entrar en contacto. Los gestos distanciantes y aún la misma distancia física que antes más que ahora se daba entre el orador sagrado — ¡oh, aquellos púlpitos lejanos e incomunicativos de antaño!— y el público están en las antípodas de la comunicación que aquí consideramos necesaria y como viable para quienquiera que tenga real voluntad de establecerla.

Las cuestiones puramente técnicas, muy importantes todas ellas e imposibles de ser siquiera enumeradas en un tan breve trabajo, palidecen en importancia al lado de aquellas otras que afectan al tono, a la actitud interna y a la disponibilidad del que habla a un público heterogéneo y plural cada día menos dispuesto a ceder gratuitamente el don libérrimo de la atención. Cualquier tipo de público aun el más profano y el menos culto percibe, por vía cuasi magnética, esa disponibilidad y esa actitud interior del que les habla y que excluyen frontalmente un intelectualismo pedante o el gesto de superioridad ofensivo y por esta misma razón, incomunicativo.

Cada día más el hablar a otros aunque sean muchos y aunque se trate de asambleas numerosas como lo son algunas celebraciones eucarísticas se debe parecer al lenguaje convencional; y el tono del que habla en público no tiene por qué diferir del tono como se hace en privado, mano a mano, como no sea en la relativa necesidad de levantar un poco más la voz. El orador debe ser capaz, sin necesidad de un esfuerzo especial, de percibir la respuesta que obtiene su mensaje y de sentir esa especie de "feedback" en su propio mundo afectivo; y corregir a puntería sobre la marcha cuando experimenta dentro de sí, que sus palabras no encuentran en sus destinatarios el eco que él esperaba. Si se es insensible a este fenómeno, es que se habla para uno mismo y se está como aislado del público indiferente, que soporta con paciencia, cada vez más limitada, una tal situación. Y si esto ocurre de un modo habitual, uno debe concluir, por más ingrato que ello resulte, que él no sirve para ningún género de comunicación.

 

12. CARTA A UN OYENTE IRRITADO.

JOAQUIM GOMIS

 

Apreciado señor: usted se fue clamando que no venía a misa para oír hablar de política. Se fue y no sé quién es: la carta no se la podré enviar. Pero me hubiera gustado hablar un poco sobre todo eso.

 

No sobre el caso concreto que provocó su enfado. Creo que lo que se pretendía decir era simplemente que la Navidad debe vivirse en la realidad de nuestra vida sin esconder nuestra pobreza en paz, en amor, en justicia... Precisamente para celebrar la auténtica Navidad, que es don de Dios. El problema es que entre los hechos de falta de paz, de amor, de justicia... había hechos económicos, sociales, políticos. Como había también personales, familiares, etc. ¿Podemos los cristianos prescindir de estos hechos? Una señora que, como usted, también se ha marchado, decía que "esto ya lo sé por el periódico". Creo que era un ilustre teólogo -Karl Barth- quien decía que la homilía debía prepararse con la Biblia y los periódicos.

 

Pero no piense que estoy muy seguro al hablar de todo eso.

 

Realmente me da miedo pensar que los "predicadores" abusemos de nuestro ministerio transmitiendo nuestras opiniones. No sería nada nuevo y quizá sea en parte inevitable, pero por lo menos deberíamos abstenernos de instrumentalizar la Palabra de Dios. Aunque también dé miedo quedarse en las nubes, no situar la Palabra de Dios en nuestra realidad.

 

Estos son los dos peligros extremos: traicionar la Palabra de Dios aprovechándola para propagar nuestras personales opiniones o traicionarla dejándola en la vaguedad de lo que no dice nada a la vida concreta. Entre ambos extremos, el camino justo es difícil. Usted piensa que muchos curas pecamos por "hacer política, ' en los sermones. Otros piensan que pecamos por hablar demasiado aéreamente, sin comprometerse en la realidad concreta de nuestro mundo.

 

No hay solución prefabricada. Pero permita que ensaye algunas pistas:

 

no vale quedarse en las nubes. Es preciso hablar concretamente. Se trata de ayudar al camino cristiano de unos hombres y mujeres concretos, que viven en un mundo determinado. Aunque este concretar sea siempre difícil, discutible. Por ello pienso que debería hacerse sin seguridad, sin imponerse, dialogalmente;

 

la finalidad de este hablar concreto (con una concreción que tiene dos vertientes: concretar lo que dice la Palabra de Dios, concretar su repercusión en nuestra vida) debería ser siempre la de iluminar el camino cristiano. Es decir, la homilía es un servicio a la fe, esperanza y amor de los cristianos. Si no hay este servicio, la homilía queda convertida en otra cosa. Quizá muy respetable, pero fuera de lugar en la eucaristía;

 

la realidad en la que vive el cristiano —como hombre que es— es una realidad política, económica, social. Tampoco vale olvidarlo o reducir la importancia de este factor. Realidad humana que implica unas influencias en el comportamiento cristiano y pide unas actitudes. La frontera entre fe—esperanza—amor y humanidad no es clara. Aunque sean niveles distintos, no son independientes. Como sucede en el Antiguo Testamento, como sucede en el Nuevo, también ahora la Palabra de Dios tiene una inevitable incidencia concreta'. El principio "en la homilía no debe hablarse de política" es falso, como lo sería decir que no debe hablarse del trabajo, de la familia, etc.;

 

pero la homilía no puede pretender una eficacia política. De ninguna política. Es preciso constatar que en una situación en la que los canales de expresión política eran precarios, la tentación de utilizar la homilía era fácil. Pero creo que es una tentación fatal: para la Iglesia y para la política. Cada nivel de vida humana debe buscar sus caminos de eficacia. Y utilizar los que no son los propios, conduce a no buscar los realmente eficaces y a estropear los que tienen otra finalidad;

 

finalmente deberíamos recordar la debida pedagogía. O, con otras palabras, el realismo. No basta que el predicador piense lo que él cree que debe decir (como actualizador de la Palabra de Dios). También ha de pensar lo que sus oyentes entenderán. En eso también hay quien siempre tiene miedo de ser mal comprendido (y calla o habla abstractamente) y quien se lanza sin pensarlo demasiado (consiguiendo más ruido que un servicio real al camino cristiano). Quizá todos deberíamos estar más atentos a la realidad de los oyentes.

 

No sé si este intento de explicación tiene utilidad. Usted, el irritado oyente que se marchó, probablemente no estaría de acuerdo. Pero quizá esto puede servir para que otros reflexionen algo más sobre el tema.

 

13. LA PREDICACION SOCIAL.

EPISCOPADO ESPAÑOL

El aspecto social del mensaje cristiano, aunque no ha de ser tema único de la predicación cristiana, es un aspecto, una dimensión que no debe faltar, ya que la doctrina social cristiana es una parte integrante de la concepción cristiana de la vida. [ ... ]

 

El magisterio jerárquico tiene la obligación de pronunciarse sobre los principios sociopolíticos en cuanto afectan a la dignidad y a los derechos de la persona, al sentido último de nuestra existencia y a los valores éticos de los actos y actitudes humanas. Al tratar de estos principios desde el ángulo de su competencia, el magisterio eclesiástico no pretende constituirse en maestro exclusivo de las realidades temporales ni coaccionar las conciencias para imponer una determinada solución de los problemas concretos de orden temporal. No es ésa su misión. Pero faltaría a ella si no aportara la luz de su doctrina para ayudar al discernimiento cristiano en la vida concreta y si, en los casos en que sea necesario, no señalara las condiciones que exige la fe para que una opción política o social sea compatible con la concepción cristiana de la convivencia social.

 

No podrá, pues, decirse sin más, que un obispo o un sacerdote "hacen política" cuando en virtud de su misión pastoral enjuicien hechos, situaciones u obras de la sociedad civil, desde la perspectiva de la fe. [ ... 1

 

Nadie ignora tampoco lo delicado y complejo de estas actuaciones. La denuncia evangélica ha de hacerse con mansedumbre, con sinceridad y verdad, con respeto a las personas e instituciones y sobre todo con auténtica caridad fraterna. [ ... 1

 

Pero tengan todos presente que el silencio por falsa prudencia, por comodidad o por miedo a posibles reacciones adversas, nos convertiría en cómplices de los pecados ajenos, seríamos pastores infieles a la misión que Cristo nos encomendó con perjuicio para los más débiles y oprimidos y en definitiva cedería en desprestigio de nuestras comunidades cristianas al mostrarlas incapaces de oír la palabra salvadora que a todos nos invita a la penitencia y a la conversión. Cuando los pastores nos vemos obligados a señalar abusos o deficiencias graves de la comunidad en materia social o política, lejos de minar la estabilidad de la ciudad terrena, contribuiremos a su perfeccionamiento y consolidación. La denuncia de los pecados sociales, hecha con espíritu evangélico, con sana independencia y con verdad, contribuye a liberar a la sociedad de todas aquellas lacras que la envilecen y corroen en sus más sólidos fundamentos.

 

Del documento La Iglesia y la Comunidad política, de la XVII Asamblea Plenaria del Episcopado Español (enero 1973).

14. DE LA PALABRA AL SACRAMENTO.

JOSÉ ALDAZÁBAL

Además de servir de lazo de unión entre la Palabra y la vida, la homilía cumple otra función dentro de la celebración litúrgica: la "mistagógica", o sea, la de conducir a la comunidad, desde la Palabra escuchada y acogida, al Sacramento como signo de la fe, como cumplimiento hoy y aquí, entre nosotros, de esa Palabra eterna y eficaz. Es el paso de la Palabra al Rito.

 

a) Lo que la Palabra anuncia (y ya es acontecimiento salvador), el Sacramento lo realiza a través de signos eclesiales. Las lecturas nos proclaman, por ejemplo, el perdón de Dios y su llamada a la conversión; o bien, sus intervenciones salvíficas a través del agua. El signo sacramental realiza después, en el ámbito de la fe así suscitada, el misterio de la reconciliación o el baño bautismal en el agua.

 

Hay una unidad íntima entre la celebración de la Palabra y la del Sacramento. Es un encuentro único, sucesivo, con el mismo Cristo: primero como Palabra viva dicha por el Padre, y luego como Pan de Vida (Eucaristía), Reconciliación hecha persona (Penitencia), etc. El Sacramento es la concentración, hoy y aquí, del Plan de Salvación de Dios que las lecturas previamente habían proclamado.

 

La homilía debe ser el "quicio", el punto de entronque que aclare a todos los creyentes esta íntima unidad de la celebración, que les inicie en la dinámica que corre entre una y otra parte de la misma.

 

b) Esto es bastante fácil en las celebraciones de Bautismo, Matrimonio, Reconciliación, etc., porque las lecturas se refieren al misterio concreto que luego se va a celebrar.

 

Pero también tiene que realizarse en el caso de la Eucaristía, a pesar de la mayor variedad de las lecturas, que no se refieren directamente al misterio eucarístico. La celebración eucarística es muy compleja en su teología y contiene en sí la concretización sacramental de los grandes acontecimientos y categorías de la Historia de la Salvación: la autodonación de Cristo como Siervo por los demás, su Exodo pascual a la nueva vida, la comunidad fraterna unida por la nueva Alianza, la actuación del Espíritu de Dios, la comida sacramental en contexto de bendición y alabanza, la mirada escatológica a la salvación definitiva, etc. Son actitudes y situaciones básicas tanto en la revelación bíblica como en la celebración litúrgica. Por eso el predicador no debería encontrar, por lo general, dificultad en conectar ambas coordenadas, haciendo ver cómo la Eucaristía cumple, hoy y aquí, todo lo que el Antiguo o el Nuevo Testamento anuncian.

 

c) Otro aspecto de esta inter—relación entre la Palabra y el Rito: la Palabra resuena de distinto modo según sea la celebración litúrgica o el tiempo del año o la fiesta en la que se proclama. Precisamente porque no es sólo un texto, una página de un libro sagrado: sino Palabra viva, acontecimiento siempre nuevo, de un Dios que se dirige hoy y aquí a su comunidad.

 

A veces el pasaje bíblico adquiere un sentido litúrgico especial, no necesariamente el mismo que tenía en su contexto original. Una lectura del libro de la Sabiduría tiene en rigurosa exégesis un sentido, pero si se proclama en una fiesta de Cristo, apunta a Él como la verdadera Sabiduría; en una fiesta mariana o en la conmemoración de un santo doctor, se acomoda a una interpretación diferente y en la simple lectura continuada sugerirá otras aplicaciones. Lo mismo pasará con el relato de Caná, según sea anunciado a la comunidad creyente en una fiesta cristológica o mariana o en torno a la Epifanía o en una celebración matrimonial...

 

Debe ser precisamente la homilía la que ayude a que toda la celebración tenga una dinámica unitaria y progresiva, a partir de la Palabra, pero englobando a la asamblea y su vida, en el tiempo o fiesta que se celebra, y en la celebración sacramental concreta que tiene lugar.

 

 

15. LA HOMILIA, ELEMENTO INTEGRADOR.

JOAN LLOPIS

 

Cada vez estoy más convencido de que la importancia de la homilía en la celebración litúrgica le viene de su carácter INTEGRADOR.

 

La homilía es el elemento integrante de una serie de elementos que, sin ella, correrían el riesgo de la dispersión e incluso de la desintegración.

 

a) Dicha integración se sitúa en diversos niveles.

 

En primer lugar, la homilía es como el quicio de las dos partes integrantes de toda celebración litúrgica: la Palabra y el Rito. Pero no sólo como un elemento unificador de tipo objetivo, sino profundamente vinculado con los miembros de la asamblea, que son en definitiva los que escuchan la Palabra y los que celebran el Rito.

 

En segundo lugar, la homilía reúne las principales características de los demás géneros de predicación existentes en la Iglesia. Aunque en su más íntima esencia sea una exhortación a actualizar la Palabra a través de la celebración y de la vida, la homilía debe conservar el poder interpelante del anuncio misionero y la riqueza doctrinal de la exposición catequética. No sólo exhorta, sino que anuncia y enseña y, finalmente, conduce al corazón del misterio.

 

En último lugar, aunque no el menos importante, la homilía integra las diversas aportaciones que cada miembro de la asamblea litúrgica puede y debe ofrecer a los demás, por lo que se refiere a la interpretación de la Palabra de Dios y a la mutua consolación. Las suscita, discierne y asume en una unidad superadora de las posibles discrepancias y vinculadora con la fe de toda la Iglesia.

 

b) Creo que el problema más acuciante es el de lograr que la homilía cumpla de veras ese papel integrador en todos los niveles señalados.

En cuanto al primero, en conjunto hemos progresado bastante. Las homilías se centran más en la Palabra de Dios, se insertan armónicamente en el conjunto de la celebración, y tienen en cuenta las necesidades reales de los oyentes. Quizá lo que nos cueste más sea incidir de modo claro e incisivo en los problemas vitales de la comunidad, sin dogmatismos ni demagogias, pero con valentía y libertad.

 

En el segundo nivel, es muy difícil guardar el equilibrio exacto entre las diversas potencialidades de la homilía. Si sólo exhortamos, nuestra palabra parece perder fuerza y vigor. Si nos dedicamos a enseñar, fácilmente caemos en el intelectualismo. Si únicamente gritamos el anuncio de la Buena Nueva, nos volvemos monótonos y reiterativos. Se nos exige un esfuerzo de imaginación para que nuestras homilías, sin perder su esencial condición de predicación litúrgica, no pierdan absolutamente nada de su fuerza evangelizadora y catequética.

 

El último nivel es el que, a mi entender, presenta un panorama más Pobre. En general, no hemos hallado el modo de hacer participar a los fieles

en el comentario homilético, y nos es muy difícil encontrar el puesto exacto que nos corresponde como responsables de la distribución del pan de la Palabra sin ser por ello sus acaparadores.

 

c) Quizás, en el fondo, el problema fundamental esté en que esos responsables de la homilía no estamos suficientemente integrados personalmente ni lo estamos a la comunidad. Si no estamos integrados, difícilmente podemos realizar la función homilética, que, como he dicho, es esencialmente integradora.

 

 

EL SACERDOTE PREDICADOR Y LA BIBLIA.

 

D. Bonhoeffer, en un curso de homilética, de los años 1935-1939.

Traduzco libremente, resumiendo su pensamiento, del tomo 4, de sus

"Gesammelte Schriften" Kaiser, München 1975, pp. 255-259. J.A.

 

Un sacerdote se encuentra con la Biblia de tres formas: en el púlpito, en la mesa de estudio y en el reclinatorio. A veces no lo hace. También él, que es el predicador de la Biblia, a veces no la usa bien, o no la usa. Un predicador sólo trata bien la Biblia si se encuentra con ella de las tres maneres, no sólo de una o de dos.

 

a) En el púlpito.

 

Es el lugar más característico para un ministro de la comunidad. Es él el servidor, el transmisor de la Palabra bíblica. Para que ella encuentre su camino a todos los creyentes.

 

b) En la mesa de estudio.

 

El sacerdote debe estudiar esa Palabra que predica. Se trata de conocer a fondo la Verdad. Es el libro en el que la Iglesia ha aprendido la Verdad desde hace veinte siglos. Es el libro que ha consolado y conducido a Dios a millones de hombres. El sacerdote estudia la Biblia como representante de la comunidad. Para que sepa predicarla siempre mejor. Para que sepa orar con ella siempre mejor.

 

El leer la Palabra precipitadamente, con superficialidad, es indigno de un ministro ordenado.

 

Debe conocerla a fondo. Y así predicarla a los demás. No está la cosa en contar cosas sensacionales. Ni lo que se le ocurre a él. La palabra decisiva es siempre la de Dios.

 

El estudio de la Escritura pertenece a un sacerdote como tarea diaria.

 

c) En el reclinatorio.

 

El reclinatorio ha desparecido de nuestras casas como mueble. Pero no debería desaparecer la Biblia de la oración del sacerdote. El mismo debe estar impregnado de la Palabra de Dios: debe orar esa Palabra, tomar tiempo para meditarla. "Nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio de la Palabra"...

 

El ministro debe orar más que los otros miembros de la comunidad. Debe fundamentar su propia fe en Dios y en su palabra. Esto es lo único que le ayudará a tener tierra firme bajo sus pies.

 

El sacerdote debe meditar cada día la Escritura. Para que nada ni nadie le arrebaten su fe del corazón. Antes de encontrarse con los hombres, debe encontrarse con Cristo. Antes de tomar sus propias decisiones, debe ponerse a la luz de las decisiones de Dios.

 

No se trata de buscar novedades en la Biblia. Sino sencillamente de que la escuche, de que la guarde y medite en su corazón, como María (Lc 2,19). No pretenderá que sucedan cosas extraordinarias. Sólo hace falta que ore, que medite, que haga suya la Palabra, se deje ganar por ella.

 

Así es como puede darse la auténtica predicación. La preparación de una homilía empieza en la oración y la meditación propia del predicador. Porque la homilía no es un lucimiento personal, ni una conferencia de temas que sabe. Sino servicio a la Palabra de Dios, que es la que tiene que llegar a los demás.

 

Esa preparación sigue en el estudio del texto: ¿qué dice este pasaje? ¿qué me dice Dios? ¿qué nos dice en nuestras circunstancias actuales? Sólo así puede disponerse el sacerdote a ser el servidor y testigo de esa Palabra para con los demás. Servidor f ¡el y obediente.

 

D. EL ARTE PASTORAL DE LA HOMILÍA.

 

16. DODECÁLOGO DEL PREDICADOR

LUIS MALDONADO

1. La homilía no es una explicación. No es una clase. Es más una comunicación personal. Muchos suben al ambón con el ánimo de explicar esto y aquello, con el bien intencionado deseo de ilustrar a sus oyentes. Como si fueran a dar una breve conferencia. Pero la homilía no se dirige primariamente a la zona intelectual, sino al núcleo central de su persona, al "tú" personal. Esto quiere decir que importa, ante todo, enviar a través de la homilía un mensaje personal a quienes estén escuchando.

 

2. No es tampoco un ejercicio de exégesis. Ciertamente debe tener relación estrecha con la lectura anterior de la Escritura. Pero no se trata de explicar el texto difícil, oscuro. Mejor dicho, a menudo deberá explicarse, pero la cuestión está en el cómo y para qué. No simplemente para que se entienda, sino para que tenga fuerza actual. Se interpreta el texto para que interpele ahora.

 

3. Por tanto, la homilía no versa ni sobre un texto ni sobre acontecimientos pasados. Es un acontecimiento actual. Lo sucedido "in illo tempore" no es pasado, base para nuestras deducciones. Es fundamental que presentemos el texto evangélico como la palabra actual que Jesús dirige ahora a todos. Aunque pueda sorprender, la homilía debe tener como tema central a la actualidad, los hechos actuales (y a Jesucristo como núcleo de esta actualidad). No hablemos de lo que pasaba en la Palestina de entonces, sino como punto de referencia (y marco inseparable de la Palabra encarnada) para hablar de lo que pasa ahora y aqui.

 

Barth decía que preparaba sus homilías leyendo la Biblia y el periódico. Venzamos nuestros escrúpulos y hablemos con naturalidad de lo que habla la prensa, la TV, de lo que habla la gente cuando se refieren no a lo trivial sino a lo grave, lo rico y fértil de la existencia.

 

4. La homilía no trata sólo de Dios sino del hombre. Trata de Dios pero en relación con el hombre, el mundo y el tiempo. Pero el hombre es inseparable de su contexto mundano—temporal (el que de hecho es, no el que quisiéramos que fuese). Es en medio de las realidades humanas, visibles, sociales, en los hechos, que se juega el destino del Reino. Olvidarnos estas realidades en la sacristía es desencarnar la Palabra, que es Palabra para nosotros precisamente gracias a su encarnación.

 

5. La homilía no debe exponer primariamente una moral sino un kerigma. Recuérdese que la primera denominación que se da a la Palabra de Dios es la de Evangelio (= noticia gozosa) y la otra es Kerigma (= anuncio solemne de un suceso importante). Noticias y sucesos, antes que consejos. Los occidentales somos gente moralizante y puritana. Sin querer nos deslizamos por la pendiente del moralismo (aconsejar, fustigar, condenar, exigir). Así acabamos ensombreciéndolo todo y angustiando a los oyentes. Más que evangélicos somos pelagianos.

 

Ciertamente tras el Kerigma viene la parenesis , es decir, tras el anuncio de la acción de Dios viene la exhortación a nuestra conversión. Esta dimensión interpelante—exhortativa no puede faltar. Pero debe estar subordinada (y deducida) de lo que es más importante: la iniciativa gratuita de Dios. Además, esta exhortación a la conversión no es un recetario de normas, sino una invitación al cambio radical de actitudes, que dentro de la libertad de la iniciativa personal se traducirá en hechos concretos.

 

Esta es la dimensión profética de la homilía. No puede reducirse (como hacen algunos) a la denuncia. El profeta tiene como tarea primaria el anuncio del Reino. La denuncia es sólo un aspecto de este anuncio (constatación del Reino no realizado) y ciertamente es mucho más que un moralismo de cualquier tendencia.

 

6. Por tanto, la homilía no está para dar respuestas a nuestros problemas, como a menudo se dice. Sería caer de nuevo en el moralismo, en el recetario. La Palabra de Dios está más para plantearnos preguntas que para resolver nuestros peculiares problemas. Lo que hace es cuestionar nuestra vida. El que predica debe contar lo que ha visto y oído, lo que le anuncia la Palabra de la Escritura y de la vida acogida con fe. ¿Soluciona esto algún problema? Sí, en cuanto ilumina toda la existencia con un horizonte de alegría y esperanza. No, en cuanto que no da soluciones concretas para el actuar en cada acción.

 

7. No es tampoco el desarrollo de un tema doctrinal, teológico. A veces se piensa que para enriquecer nuestras homilías debería inyectárseles una fuerte dosis de teología. Se dice que se debe "formar" a los fieles. En los últimos años se ha extendido la costumbre de hacer girar cada misa en tomo a un "terna". Todo eso tiene su parte de verdad, pero fácilmente nos vuelve a convertir la homilía en una clase: se aclaran conceptos (es la "fides quærens intellectum"). La homilía, por el contrario, se sitúa en el plano existencial que tiende a una respuesta de entrega personal. La fe no es primariamente adhesión a una verdad abstracta, sino a una persona viviente. La homilía es el "intellectus quærens fidem". Contenido teológico, formación, línea dinámica y unitaria de la celebración, todo debe estar subordinado y al servicio del anuncio de la Realidad salvadora y de la interpelación a la respuesta de conversión.

 

8. Los elementos formales que predominantemente se manejan en la homilía no son ideas abstractas sino símbolos y sentimientos. De todo lo dicho anteriormente se deduce que en la homilía habrá que tener en cuenta la estructura formal de todo encuentro personal. Y al centro personal conducen principalmente los sentimientos y los símbolos. En todo diálogo profundo lo que importa es la identificación de sentimientos. Ya de por sí la Palabra de Dios tiene una carga emotiva importante que no podemos escamotear. No debemos tener escrúpulo de sentirnos "emocionados". Claro está que esto es muy distinto a un sentimentalismo superficial: incluye la decisión personal profunda de la fe.

 

Pero el vehículo de este nivel profundo es el símbolo. Sólo las imágenes simbólicas llegan a las zonas más profundas del hombre. Si nuestro lenguaje es abstracto, funcional... nos quedaremos muy en la superficie. Sólo el lenguaje que se apoye en imágenes sugerentes creará la atmósfera que permita el diálogo profundo que es la homilía.

 

9. En la línea de este diálogo profundo, hay que afirmar que la homilía no puede decirlo todo, antes bien debe sugerir para que el oyente, al menos en su interior, pueda hacer, decir algo... Es éste uno de los más sutiles engaños del que predica: ignorar que quien debe hablar ante todo es el que escucha la homilía (hablar con Dios). La tarea del predicador es suscitar el diálogo, decir la primera palabra. Si el que predica lo dice todo, lo responde todo, lo siente todo... el oyente es anulado. Esto se concreta de tres maneras: siendo breve (unos siete minutos me parece la medida ideal); empleando con frecuencia la interrogación; respetando los silencios dentro de la homilía y al final.

 

10. Nuestras homilías son muchas veces un ramillete de tópicos, de vaguedades. Hablamos de la vida, del hombre, del alma, del sufrimiento... pero en términos absolutamente anodinos. La homilía debería ser eminentemente concreta ya que no refleja una ideología sino unos hechos y unas interpretaciones de hechos, unas personas y una interpelación de personas.

 

11. La homilía no es una pieza autónoma. Es una fase de toda una acción. La acción sacramental. Muchas veces damos la impresión de aprovechar la misa para colocar nuestro sermón. Es preciso mostrar que el acto sacramental no es sino la realización plena y definitiva de lo que se anuncia en la homilía. Es "el paso al rito" que debe incluir toda homilía, pero no sólo como un paso final, sino más como una inserción de toda la homilía en la unidad de la celebración.

 

12. Finalmente, la homilía no es la proyección de los problemas o inquietudes personales del que predica, sino el eco fiel de lo que la Palabra de Dios dice. Es ésta una de las tentaciones del que predica. Dos controles pueden ayudar a evitarla: primero, la fidelidad al texto, no "elegir" tema para predicar, atenerse a lo que el texto dice (ciertamente interpretado y actualizado); segundo, no hablar de una sola cosa, de "un tema", sino recorrer —en cuanto sea posible— los diversos aspectos del texto, hacer una homilía "plural", plurisugerente, y no limitarse al tema que a mí me interesa (aunque se precisara un arte, basado en la comunión íntima con el texto, para no convertir la homilía en un ciempiés).

 

NB. Este dodecálogo, que es un resumen del artículo publicado por L. MALDONADO en Phase 56 (1970) 183-202, fue luego incorporado por el autor a su libro Homilías seculares, de 1971, pp. 13-38; pero ahí ya son trece los "mandamientos": añadió estas consideraciones sobre la homilía dialogada (también resumidas):

 

13. La homilía dialogada es uno de los quehaceres de la predicación en los próximos años. Cada vez se tiende más —tanto en la comunidad civil como en la eclesial— al diálogo, a la comunicación, a la participación de todos en las reflexiones o en las decisiones. Una cosa es que el sacerdote sea el ministro de la Palabra, y otra la forma monologal y excluyente de realizar este ministerio.

 

La "colegialidad" se puede conseguir de diversas maneras, según se trate de grupos pequeños o de asambleas numerosas. En éstas, una de las formas mejores es la preparación previa de la homilía en grupo.

 

 

 

17. SERMON A LOS PREDICADORES.

JOAQUIM GOMIS

a) ESCASEZ DE PALABRA DE DIOS

 

 

Cuando comuniqué al equipo de la parroquia en la que suelo celebrar los domingos, mi propósito de ir a misa durante unos meses, como cualquier cristiano de la tropa, uno de los sacerdotes me dijo: "¿Crees que esto será bueno para tu vida espiritual?". La conclusión a los tres meses es que tenía razón él. Porque —si sólo hubiera sido por esta misa escuchada los domingos— me habría pasado los tres meses casi sin Palabra de Dios. Y el "casi" salva poca cosa.

 

El problema, como se ve, es grave. Un servidor cumplía con una misión que creía que su trabajo habitual en un Centro de pastoral litúrgica le impulsaba a realizar: ponerse en el lugar del usuario. Pero, ¿y los usuarios de toda la vida? La situación es grave para muchos cristianos que deben hallarse —me imagino— en esta situación habitual de carencia de Palabra de Dios.

 

Estos últimos años se ha hablado con frecuencia del "exceso de palabra" —e incluso "de Palabra"— en la reforma litúrgica.

 

Con lo de exceso de palabra —el verbalismo— estoy conforme. Con lo de exceso de Palabra de Dios, formulo una previa objeción: Palabra que se lea, quizá. Palabra que se oiga, menos. Palabra que se predique, en absoluto. Y me explico.

 

Pongámonos en la piel de un cristiano normal: el que asiste habitualmente a la misa dominical (no a la diaria). Tres lecturas de la Biblia a la semana no son excesivas. Tres lecturas que normalmente más pecan por demasiado breves que por demasiado largas. Pero durante mi experiencia estival me fue difícil, en las iglesias a las que asistí, oir inteligiblemente la Palabra de Dios que se leía. ¿Se procura que los lectores preparen previamente la lectura? ¿Se trabaja en la preparacion de lectores? ¿Se cuida mínimamente la instalación amplificadora? Esta última cuestión tiene su miga: evidentemente en un cine o teatro que no se oiga bien la voz se suscitará de inmediato la protesta más o menos airada del público; asistí a una iglesia de un sector económicamente poderoso de Barcelona en la que en amplias zonas de la nave apenas se oía, en la que la instalación hacía años que estaba instalada y en la que los sacerdotes responsables nunca habían recibido ninguna queja.

 

Pero además de la lectura deficiente, y de la ausencia de moniciones introductorias a los pasajes bíblicos —moniciones que resultan con frecuencia indispensables para la inteligencia de las lecturas—, llegamos a una constatación muy importante que creo poder deducir de mi experiencia dominical: muy a menudo no he oído predicar la Palabra de Dios —el Evangelio de Jesucristo— sino otra cosa. Quizá he tenido mala suerte pero diría que el modelo tipo de predicación que he oído ha sido el siguiente: tomando pie de la letra del evangelio leído (entre paréntesis: apenas nunca se mencionan las otras lecturas) el predicador nos colocaba sus particulares mensajes. He de reconocer —y lo hago evidentemente con gusto— que en la mayoría de los casos uno notaba que ello se hacía con la mayor buena voluntad. Pero no se predicaba el Evangelio.

 

A veces —y así me sucedió en los dos primeros domingos de la experiencia, en dos iglesias céntricas de Barcelona— estos mensajes propios de los predicadores contradecían el Evangelio de Jesucristo. Pienso que esto es grave y que por ello es necesario insistir. No se trataba de formulaciones que uno pudiera tachar de "heréticas", es decir, de clasificables en tal o cual error dogmático (aquellos predicadores habían recibido sus clases de teología). Sin embargo, el contenido de lo que se decía era religioso pero no cristiano. Así el primero, comentando la parábola del samaritano, nos dijo que sólo hemos de amar al hombre porque Dios nos lo manda, porque el hombre en sí mismo no merece amor. El segundo —un sacerdote que ha ocupado cargos de cierta importancia en la diócesis— nos dijo comentando la narración de Marta y María, que lo que hacemos cada día sólo tiene valor si lo realizamos "con intención sobrenatural" (olvidaba el relato de Mateo sobre el juicio final).

 

En los domingos siguientes no hallé afirmaciones tan opuestas al contenido evangélico, pero a menudo tuve la impresión de que el predicador me estafaba. Una estafa que he comprendido bien porque he recordado las ocasiones en que mi predicación ha hecho lo mismo. Pero ahora que lo escuchaba me sentía defraudado. Porque lo que decía tal o cual predicador era quizás interesante e incluso un servidor se sentía identificado con lo que se afirmaba. Pero no se predicaba el Evangelio de Jesucristo. Lo que se decía no llegaba con la fuerza de la palabra de Jesucristo. O no había fuerza ninguna, o la fuerza se buscaba en otros sitios. Por Cataluña corre aquella anécdota de un predicador a quien —después de comentar el texto evangélico y antes de pasar a hablar de algún tema que afectaba a su parroquia— se le escapó: "Ahora dejemos el evangelio y vayamos a la realidad". Sospecho que muchos predicadores participamos —inconscientemente— de esta convicción.

 

b) ¿EL EVANGELIO Y LA REALIDAD?

 

¿Causas? Después de estos tres meses de oír predicaciones pienso que dos son las fundamentales.

 

La primera es que solemos conocer muy poco el evangelio y el Evangelio. El evangelio —con minúscula—, es decir, el texto y su sentido. Me refiero, claro está, no sólo a los textos evangélicos sino a todos los bíblicos. Pero la cosa es más sorprendente —más constatable también porque se usan mucho más "alegremente" en la predicación— en los evangélicos. Es probable que el nuevo leccionario lo ponga de relieve al exigir una predicación más seguida, más arrimada a cada evangelio. Se diría que la cultura bíblica de muchos predicadores corresponde aún al antiguo orden de lecturas de la misa: una lectura fragmentaria y desordenada, en la que algunos textos se repetían muy a menudo pero fuera de su contexto. De hecho, ninguno de los predicadores que oí durante los tres meses relacionó el texto que comentaba con el del domingo anterior o siguiente.

 

Al hablar de escaso conocimiento del texto no me refiero sólo a lo que se podría denominar conocimiento de la actual investigación exegética. Creo —por lo que he oído durante estos meses— que el problema se sitúa en un paso previo. Creo que lo que falta es un cierto sentido del evangelio, una sintonía con su contenido, una respiración al ritmo de la palabra evangélica. Por eso decía que conocemos muy poco el Evangelio —ahora con mayúscula—, porque muy a menudo uno tiene la impresión de que se predica otra cosa. Con palabras cristianas y citas evangélicas, pero el contenido es una mezcla de elementos diversos, recibidos de aquí y de allí (una religión deista, una moral formalista o de simple honestidad, un cierto sentido común de clase media, una ascética a veces puritana y otras deliciosamente "camp"...). Esto, quizá, lo he percibido especialmente entre sacerdotes que dan la impresión de situarse hacia la derecha (para los de la izquierda ya diremos algo después).

 

Junto a este escaso conocimiento de la Biblia, podría colocarse un mínimo conocimiento de la estructura del nuevo leccionario. No sé si peco de mal pensado pero temo que bastantes sacerdotes —e incluso obispos— piensen que esto son manías de liturgistas. Pero ahí está el resultado: escuchar, domingo tras domingo, la predicación homilética no da en absoluto la impresión de que se comenta una lectura continua. Más bien parece que se siga usando el antiguo leccionario.

 

La segunda causa del escaso evangelismo de la predicación homilética la colocaría en el celo pastoral de los predicadores. Y no es una "boutade". Sino una consecuencia de querer ser eficaces en su predicación. Y ello provoca que —como en la anécdota— se deje el "evangelio" para ir a la "realidad": la realidad que el predicador piensa que debe inculcar a los oyentes. Ello produce una inflación exhortatoria, según un abanico de tendencias y temas prioritarios variable según la pertenencia ideológica del predicador, que ahoga la Palabra de Dios que se debía comentar.

 

De esta inflación exhortatoria —moralista en diversas direcciones— hablaremos enseguida. Pero antes quisiera apuntar otra consecuencia de este celo por la eficacia. El sacerdote celoso parece tener una profunda conciencia de que debe aprovechar aquella ocasión: es en la misa del domingo cuando tiene a su disposición —significativa expresión— el mayor número de fieles. Y entonces vuelca sus intentos de convencer en los minutos de la homilía. Parece creer que su palabra es más eficaz que lo de antes y después: procura que no se alargue la lectura de la Palabra —se suele ir a un ritmo precipitado— y él mismo aligera en la liturgia eucarística ( ¡qué penosa impresión he recibido de los celebrantes que "recuperan" durante la liturgia eucarística el tiempo que superaron en su homilía!).

 

Esta homilía inevitablemente es a-eucarística. Aquello que los liturgistas denominan el "paso a rito" o no existe o se reduce a una frase formularia al fin de la homilía. Pero no es esto lo grave: lo es más que uno tiene la impresión que ahí lo más importante no es ni la Palabra de Dios ni la Eucaristía de Jesucristo sino el celo exhortatorio del bien intencionado sacerdote. La raza de los predicadores no se extinguió. Más de una vez he tenido ganas de agradecerle al sacerdote su celo volcado en la homilía, pero de decirle al mismo tiempo que uno no iba allí para escucharle sino para lo demás. O que, dicho de otro modo, que lo "demás" era más importante que lo "suyo". Al revés de lo que a menudo parece.

 

c) INFLACION EXHORTATORIA

 

De la inflación exhortatoria quisiera hablar más extensamente (aunque me alargue... como se alargaron la mayoría de los sermones que oí, convirtiendo la misa en una especie de bocadillo de 10-20-10 minutos, con mucho "rollo" que ahogaba la lectura de la Palabra y la celebración de la Eucaristía. Con todo quisiera precisar que una de las homilías más largas que oí no se me hizo larga, porque era una buena homilía y porque estaba inmersa en una celebración que llegó casi a la hora pero no cansó en absoluto gracias a su calidad).

 

Decía que la inflación exhortatoria es muy notable. A mí ciertamente me llegó a fatigar. Ahí creo que conviene hacer especial mención de los predicadores que parecen querer situarse hacia la izquierda. Cuando iba a cierta iglesia, ya sabía que se me exhortaría a comprometerme. Cada domingo. No niego que me conviene que me animen a ello, que es bueno hacerlo, pero opino que mi problema —como imagino que es el de la mayoría de los cristianos— es cómo comprometerme. O quizá, más profundamente, lo que me falta es la fuerza que me impulse a buscar este cómo. No creo que la homilía del domingo pueda resolver el problema de cómo comprometerse a la diversidad de los cristianos asistentes. Por eso pienso que limitarse a repetir la exhortación —muy perentoria, eso sí— a comprometerse no soluciona gran cosa. E incluso puede crear una mala conciencia que busque desculpabilizarse por caminos superficiales. ¿No sería más propio de la homilía iluminar y alimentar aquello que está en la raíz de este compromiso cristiano? La homilía no puede resolver el cómo comprometerse; es ineficaz —y fatigante— la pura exhortación al compromiso; pero una predicación auténticamente evangélica suscita, impulsa, ayuda al cristiano a buscar él su compromiso. Desgraciadamente oí poco algo semejante (quizá los predicadores que nos situamos hacia la izquierda pensamos también que eso es poco eficaz).

 

Si ciertos predicadores me parecieron que se sentían especialmente llamados a convencerme de la necesidad de comprometerme, otros temo que daban un paso más. Me trataban como lo que no soy. Indudablemente soy un pecador —un notable pecador— pero esto según el Evangelio no impide que uno sea un creyente —también notable quizás, aunque siempre sea por gracia de Dios—, un hombre que a pesar de sus pecados quiere creer en Jesucristo. Pero a menudo el cristiano que en la misa tiene el poder —es decir, el micrófono— me trataba no como a un pecador sino como a un no creyente. Y si entonces no pude protestar, quisiera hacerlo ahora. Si uno va a misa es porque cree en Jesucristo y tiene derecho a que se le hable como cristiano. Ya sé que es posible —que es probable, casi seguro— que vaya también quien en realidad no cree en Jesucristo. Pero algunos sermones que oí parecían dirigirse sólo a ellos e incluso con cierta agresividad, dejándonos de lado a los que íbamos para aumentar un poco nuestra fe, nuestra esperanza, nuestro amor.

 

Por lo menos de mí sé decir que en varias ocasiones me defraudó el no sentirme tratado como pecador pero creyente. Y creo que ahí cabe buscar también una de las causas de la inflación moralizante y del escaso contenido evangélico. Porque inconscientemente el predicador se sitúa —al juzgar como no creyentes a quienes le escuchan— en un nivel de moralidad humana. Ahí piensa encontrar una base común y más firme. He de confesar que mi experiencia atestigua lo contrario: a menudo no compartía los criterios morales del predicador y en cambio hubiera compartido su fe.

 

d) ¿SIN AMOR?

 

Terminemos. Pero antes quisiera aún decir algo que resume todo lo dicho y probablemente va más allá. Quisiera decirlo basándome en mi experiencia de estos tres meses de ir a misa pero sabiendo que uno —Como predicador— está incluido en ello.

 

Decía antes que habitualmente los predicadores me produjeron la impresión de ser sacerdotes llenos de buena voluntad. Que querían aprovechar la homilía. Pero también he de decir que raramente he tenido la impresión de sentirme querido. Predicamos de arriba a abajo, no predicamos a hermanos en la fe que necesitan ayuda para continuar su camino, unidos fraternalmente todos por unos vínculos comunes. Mi impresión es que los sacerdotes (de todas las edades y tendencias) utilizamos la homilía —el sermón, sería más exacto decir— como un instrumento para comunicar aquello que pensamos y que creemos que debe inculcarse. Y entonces el oyente se siente como un niño en la escuela. No como un miembro adulto de una Iglesia reunida para celebrar el amor de Dios, manifestado por Jesucristo, hecho presente por su Espíritu.

 

Más de una vez me he sentido impulsado a levantarme e irme. Una vez lo hice. No por disconformidad con lo que se decía sino por disconformidad con el modo de decirlo: porque se decía —objetivamente, subjetivamente nadie puede juzgar— sin amor. Se pretendía convencernos de esto o aquello, no de darnos la mano para ayudarnos a vivir el Evangelio. Muy posiblemente el mismo sacerdote, en un pequeño grupo o mano a mano, habría hablado muy de otro modo. De algunos que oí creo, porque les conozco, que no les falta en absoluto amor cristiano por sus fieles. Pero a la hora de predicar la homilía en la misa de doce o de una, no sé por qué extraña razón, parecían olvidar aquellas palabras con que antes —y aún ahora en ocasiones— se empezaban las predicaciones; "Queridos hermanos". Y, ciertamente, ir a una celebración eucarística y no sentirse querido —sino solamente reñido— por quien la preside, es bastante triste.

 

18. A PROPOSITO DE LAS HOMILIAS DIALOGADAS.

JOSEP URDEIX

 

Cuando actualmente hablamos de la homilía, no podemos olvidar el hecho que ha ido tomando cuerpo en algunas partes y que se conoce con el nombre de homilía dialogada. Es aquella forma de homilía en la cual van tomando la palabra diversos de los presentes en la asamblea, sin poner ninguna limitación o condición a estas intervenciones a menudo espontáneas.

 

Esta forma de homilía no está prevista en la "Ordenación general del misal romano". Al ocuparse de esta parte de la celebración, da buena nota de quién debe pronunciar la homilía: el presidente de la celebración —sea obispo o presbítero— en los casos habituales, alguno de los concelebrantes, en caso de concelebración, o también el diácono cuando las circunstancias puedan requerirlo (cfr. nn. 11, 42, 61 y 165). Queda patente, pues, según esta orientación, que la homilía forma parte de la acción y ministerio presidenciales. Pero en el Directorio para las Misas con niños (1973) ya se dice (en el n.48) que la homilía puede realizarse en diálogo. Y, además, es una realidad presente en la Iglesia la proliferación de este género homilético. Por eso no podemos negarle aquí nuestra, atención.

 

a) La homilía dialogada ha nacido en el seno de las celebraciones realizadas por grupos reducidos, en cuyo ambiente se han ido buscando todas las formas posibles que dieran un tono de fraternal convivencia, a la vez que se huía de cualquier hieratismo de contenido eclesial o litúrgico. La integraci6n de los laicos en el desarrollo de la homilía venía así a ser expresión de una Iglesia cuyo acento se ponía más en el tono de comunidad—comunidad, que en el de comunidad orgánica y jerárquicamente establecida en la que cada acción concreta pertenece a la naturaleza de sus diversos elementos. Aunque también es verdad que, muchas veces, el planteamiento puede haber sido más sencillo y haber respondido al simple interrogante de por qué la homilía ha de pertenecer únicamente al presidente de la asamblea. Aún, en otros casos, el pasar a la práctica de la homilía dialogada puede haber sido también el resultado de la búsqueda de una mayor participación litúrgica y de haber aprovechado un elemento más de la celebración que se prestaba a ello.

 

Supongamos que hayan sido estas motivaciones (un mayor deseo de expresión fraternal, el cuestionamiento sobre a quién corresponde el ministerio homilético, un mayor deseo de participación) las que hayan hecho aparecer este tipo de diálogos "homiléticos". Si las motivaciones no son éstas en su totalidad, creo que para un comentario sobre este hecho son suficientemente esclarecedoras para situar la cuestión. Cuestión que, por otro lado, pienso que debe situarse teniendo muy presente el entorno en el que el hecho se ha producido. De otro modo podría distorsionarse su juicio o bien plantearse a través de un punto de partida que, por más que pareciera metódico, podría resultar irreal.

 

b) El punto de partida irreal para formarse una opinión justa de la "homilía dialogada" sería el de establecer una comparación totalmente unívoca con la homilía cuya naturaleza y concreción nos viene dada, al mismo tiempo que su valoración y potenciación, por la actual documentación litúrgica. Esto podría llevar a una equívoca situación de conflicto, por lo que apuntábamos anteriormente, dado el carácter de entronque con el ministerio presidencial que conlleva la homilía en su expresión plena. Por ello, y con mayor adecuación a la misma realidad, debemos tomar otros módulos como fuente de valoración.

 

En primer lugar, la misma documentación litúrgica nos da una pauta para la precisa situación de la homilía. Si se subraya que su presencia no debería faltar en ninguna celebración dominical o en momentos en que se encuentra reunido la mayoría del pueblo fiel y se aconseja, simplemente, para las celebraciones feriales de determinados tiempos litúrgicos, nos damos cuenta que la misma documentación prevé un cierto campo de libertad en cuanto a la homilía se refiere (cfr. Constitución de Liturgia, nn. 52 y 78; Ordenación general del misal romano, nn. 42 y 338). Podríamos decir que su presencia se reclama como necesaria en aquellas celebraciones que ofrecen un carácter paradigmático del ritmo de celebraciones cristianas y de su singular expresión eclesial. En ellas, la homilía asume su pleno carácter "ritual", con las connotaciones tipificadas de incidencia eclesial, que definen tanto su naturaleza como su situación y realización en el marco de una acción litúrgica. Fuera de estos casos su presencia ya no viene exigida por el mismo desarrollo de los elementos que "estrictamente" configuran una celebración, y ésta misma tiende más, entonces, a adecuarse a las exigencias que provienen de cada grupo de fieles que se encuentre congregado en asamblea.

 

En segundo lugar, por tanto y como consecuencia de esto mismo, si recordamos que la "homilía dialogada" ha nacido en el seno de los "pequeños grupos" celebrantes, encontraremos la clave del sentido que este tipo de homilía puede haber ido tomando. En estos grupos es muy fuerte la necesidad de comunicación que debe establecerse entre todos sus miembros y la puesta en común de sus vivencias de fe. Son, de hecho, características que configuran estos grupos. Por ello no es de extrañar que en los mismos se buscara la manera, a veces más conscientemente que otras, de integrar esta situación en el interior mismo de la celebración de la eucaristía que se conjuga con su ritmo de encuentros y de vida. De esta manera puede haber nacido la expresión de un diálogo fraternal, entre vivencial, exhortativo y de actualización de la Palabra de Dios, situado, porque todas las circunstancias se prestaban a ello, en el mismo lugar de la celebración en el que debe situarse la homilía en aquellos casos en que ella no puede dejar de tener lugar.

 

c) Vistas así las cosas, y sin pretender zafarse de la cuestión a través de un camino sutilmente irenista, puede concluirse que la "homilia- y la "homilía dialogada" vienen a cubrir dos funciones distintas dentro de dos momentos de celebración auténticamente diferenciados. Así puede entenderse que en modo alguno se entra, pues, en una situación de conflicto entre ellas o de enfrentamiento contestatario, antes bien, puede conseguirse, gracias a esta visión, el desvanecimiento del posible malentendido que puede haberse dado.

 

De hecho, resulta en extremo normal que un grupo de cristianos que se encuentra reunido por cuestiones de trabajo pastoral o de profundización de su fe, en el momento de celebrar la eucaristía exprese con sencillez y espontaneidad cómo ha calado en el interior de cada uno de sus miembros la Palabra de Dios que acaban de escuchar. Así, como es normal que esto se dé con la huella del acento personal de las preocupaciones o intereses de cada uno de los que van interviniendo porque la situación creada ya pide esto y no otra cosa.

 

El sugestivo enriquecimiento que esta expresión de talante dialogado puede llevar consigo queda de manifiesto en el libro de Ernesto Cardenal, "El evangelio en Solentiname", que recoge los frutos de esta experiencia en la comunidad seglar que se agrupa en Solentiname, un retirado archipiélago en el Lago de Nicaragua, de población campesina. En él se ponen de manifiesto, con una interesante y gran diversidad de matices, todas las características que ahora mismo apuntábamos, dando un tono de rica simplicidad espiritual al comentario bíblico, tratado minuciosamente. De todas maneras, y este libro confirma así la hipótesis que hemos tomado como punto de partida, los comentarios del grupo en torno a la Palabra leída no siempre han tenido lugar dentro de la misma celebración, sino también en muchos otros momentos aptos para este quehacer cristiano.

 

Por ello es válido sacar la conclusión que lo que ha venido en llamarse "homilía dialogada" a menudo no es sino un elemento de diálogo cristiano trasladado, cuando las circunstancias lo han favorecido, al seno de la celebración. Y esto, a decir verdad, puede haber sido una fuente de riqueza participativa en el marco preciso y concreto de estas celebraciones, que por el número de personas que acogen y por los motivos que acompañan su convocación no deben ceñirse en todo a las mismas leyes que otra celebración, por su misma naturaleza, no podría eludir.

 

También es verdad que la misma experiencia ha tenido lugar, en otros casos, en el marco de la celebración dominical o en la de algunos sacramentos, cuando, por ejemplo, ha sido el esposo el que ha pronunciado la homilía. Aquí entraríamos en otro terreno de valoración que sería más discutible, por cuanto supone una cierta corrección de óptica de educación litúrgica. Aunque también podemos contemplarlo como el testimonio de unos hechos realizados en un momento eclesial en que la búsqueda de nuevas expresiones, en todos los campos, se ha dado con mucha fuerza y al margen de matizaciones que no siempre han sido suficientemente ponderadas.

 

Dejando aparte, pues, estos últimos casos y ciñéndonos a los antes señalados, nos darnos cuenta de cómo no es necesario entrar en el debate acerca de las características que debe entrañar la "homilía dialogada" para que sea verdaderamente una homilía, puesto que en realidad no lo es. El margen de su libertad de expresión no debemos buscarlo, pues, por este camino, sino por el de la simple convivencialidad cristiana.

 

d) Otro caso sería el de la participación de un grupo de cristianos en la preparación de la homilía dominical. En esta situación, aunque debe ser evidente la libertad con la que cada uno se exprese en este momento, cada uno debe tener presente, con prioridad, cuál es la finalidad de este diálogo preparatorio y centrar la atención en la naturaleza propia de la homilía. Las expansiones o gustos personales deberán saberse ceñir, entonces, a la más adecuada proyección eclesial que en cada caso o celebración pida la Palabra de Dios. Esta participación de los cristianos en la preparación de la homilía, aunque pueda parecer un trabajo menor, comparado con otros aspectos de intervención dentro de la celebración o en su preparación, no deja de ser muy importante y no puede dejar de pesar, a la larga, en el mismo estilo y formulación de las homilías. Muchas homilías, si para su concreción siguieran eficazmente este proceso, aunque en su expresión ritual tuvieran por artífice personal el presidente de la celebración, serían, con toda verdad y con la máxima carga eclesial, unas auténticas homilías dialogadas.

 

 

19. LA IMPORTANCIA DEL LENGUAJE.

JOSÉ ALDAZÁBAL

 

En el diálogo entre la Palabra y la vida concreta de la comunidad tiene importancia muy grande el lenguaje que el ministro use en su homilía.

 

Difícilmente realizará el servicio de "iluminar la vida a la luz de la Palabra" si su lenguaje es ininteligible, poco accesible e interesante…

 

a) Hay conceptos bíblicos que hoy necesitan "traducción": salvación, redención, justificación, expiación, lucha contra Satanás, la cosmovisión de Israel, el Cordero pascual, las tentaciones idolátricas del pueblo judío, etc.

 

Mientras que otros valores se captan más o menos fácilmente y pertenecen al mundo de valores de nuestra espiritualidad actual: el amor a la vida, la solidaridad humana, el ansia de paz y justicia, la exaltación de la libertad, la confianza en los valores del hombre, el Dios personal y cercano, el servicio a los demás como lema de vida…

 

Cuando Pablo predicó en el Areópago, partió de los valores que entendían los atenienses. Cuando Cristo comunicó su mensaje salvador, usó las categorías de su pueblo, sin empobrecer por eso lo más mínimo la riqueza y la fuerza de la Palabra.

 

El estudio de la nueva Teología, en clave a la vez científica y pastoral, es la mejor preparación para que la homilía tenga un lenguaje más estimulante. Las claves en que ahora se estudia al Dios de la revelación, o la Cristología, o la escatología, o la Iglesia, favorecen mucho más que las antiguas, por su ideología y motivaciones, que los creyentes vayan acogiendo el Misterio cristiano como un valor—para—nosotros—hoy.

 

b) No hace falta decir que determinados estilos y modos de hablar debilitan el mensaje, lo oscurecen, lo hacen más lejano, en vez de acercarlo a la comunidad. El estilo excesivamente teológico; el tono moralizante o encomiástico; los adjetivos que, acumulados, quitan fuerza en vez de añadirla; expresiones que, de puro repetidas, ya han perdido fuerza comunicativa ("Dios Nuestro Señor", "la santa Madre Iglesia", "la sagrada liturgia", "la comunión de los santos", "la gracia santificante"…). A Cristo se le puede presentar como Señor, Rey, Dominador, Pantocrátor, el Todo Santo… o bien como el Hermano, el Siervo que se entrega por los demás, el Hombre solidario de todo lo humano, el Hijo que nos ha revelado cómo es el Padre… Es muy diferente la figura de la Virgen de Nazaret si se habla de ella como Reina de los ángeles y arcángeles, Reina de cielos y tierra, Rosa mística, o si se la presenta (como hace Pablo VI en su "Marialis Cultus") como la primera cristiana, hermana nuestra, Virgen creyente, Virgen oyente, Mujer que ha experimentado el dolor humano, Madre de la comunidad eclesial…

 

c) Por otra parte, un lenguaje accesible no significa un lenguaje trivial y vulgar. En todo momento, aunque sea un lenguaje vivo y concreto, como servicio a la Palabra y a la comunidad, debe ser digno. Familiar, pero equilibrado. Evitando por una parte la altura exagerada y por otra la excesiva familiaridad. No un lenguaje alejado de la vida. Pero tampoco excesivamente anecdótico.

 

El esfuerzo por adaptar el lenguaje no debe significar "rebajarlo". Aunque la gente sea sencilla, no quiere necesariamente que se le hable sencillamente, si eso va a significar hablarle infantilmente. Ellos tal vez no saben "hablar teológicamente", pero sí saben "oír teológicamente". Y se dan cuenta muchas veces de si lo que les damos es auténtico, si responde a las motivaciones y a los valores del cristianismo, o bien es puro argot o capricho nuestro.

 

d) Si el predicador toma en serio su ministerio de acercar la Palabra a la comunidad, se esforzará para que la transmisión sea eficaz. Tendrá en cuenta las leyes propias de la comunicación y del buen decir. Qué lástima que para cualquier mensaje comercial o propagandístico se empleen en el mundo de hoy las mejores técnicas, mientras que para la predicación solemos reincidir en los mismos tópicos y moldes sin fuerza ni garra.

 

Así como no es indiferente qué contenidos se ofrecen, tampoco es indiferente el "estilo", los recursos persuasivos, de comunicación vital, que el predicador usa en su homilía.

 

Ultimamente se ha hecho un intento de aplicación del "extrañamiento" de B. Brecht a la técnica de la homilía: a partir de un alejamiento, de un contraste, de una provocación. Saber "escandalizar", para que se capte mejor la fuerza, muchas veces paradójica, del evangelio. Dosificar oportunamente, como lo hacía Cristo, el simbolismo con el lenguaje directo, las afirmaciones con los planteamientos provocativos.

 

La homilía no puede caer en la rutina, en lo convencional y aséptico. Debe conservar toda la frescura y la fuerza comunicativa que tiene la Palabra misma, tanto la de los profetas como la de los libros históricos. Sobre todo, la Palabra de Cristo, maestro en el arte de suscitar el interés, provocar la extrañeza en sus oyentes, hasta llegar al escándalo. ¿No son obras maestras de comunicación de mensaje sus parábolas, y auténticamente escandalosas sus invectivas contra el Templo, o contra los fariseos, o sus afirmaciones sobre las prostitutas que llevan la primacía en el camino del Reino?

 

Una homilía debe cuidar también la técnica y la pedagogía de su comunicación.

 

20. CONSEJOS PARA UN MAL ORADOR.

Estos "consejos" los escribió K. TUCHOLSKY, un humorista y satírico alemán, que murió en 1935. Los he traducido de su libro-selección: Zwischen Gestern und Morgen (Hamburgo 1952, pp. 95-96). Aunque han pasado ya bastantes años y están destinados a un orador profano, se pueden aplicar perfectamente a ese difícil arte de la homilía también en nuestros tiempos. - J.A.

Nunca empieces por el principio, sino tres millas atrás. Algo así: Señoras y señores, antes de entrar en materia, permítanme que brevemente…

 

Así habrás conseguido ya todo lo que se puede pedir de un buen comienzo: un saludo, un inicio desde lejos, el anuncio de lo que piensas tratar y la palabrita "brevemente". En un santiamén te has ganado los corazones y los oídos de los presentes. Porque lo que están esperando es precisamente eso: que les expliques, a ser posible con mucho detalle, lo que vas a decir, lo que estás diciendo y lo que has dicho ya.

 

No hables de memoria. Eso da impresión de inseguridad. Lo mejor es que leas el discurso. Eso da seguridad y confianza. Además agrada mucho a los presentes el que cada cuatro frases el orador levante la mirada con cierta desconfianza, para asegurarse de que están todavía todos… No seas atrevido ni ignorante. No pretendas ser un ridículo Cicerón. No hables de memoria, sino prepáralo todo bien. Toma ejemplo de nuestros diputados en sus discursos: ¿les has visto alguna vez hablar improvisando? Seguro que se preparan en sus casas todo el discurso, incluidos los pasajes en que debe haber aplausos.

 

Habla de la misma manera que escribes. Y ya sé yo cómo escribes. Con períodos largos, largos. Esos párrafos que tú, en tu casa, donde tienes la tranquilidad que tanto necesitas, sin poner mucha atención a tus hijos, has preparado, y que sabes perfectamente cómo llegarán al final, uniendo entre sí con cuidado las frases subordinadas, de modo que el oyente, que impacientemente se mueve en su asiento, espera el final de tu párrafo, o sea,, así, como este párrafo, o más largo.

 

Empieza siempre desde los antiguos romanos y a ser posible antes de Cristo. No te olvides de dar el transfondo histórico de todo lo que dices. Eso no sólo es típico alemán. Eso lo hacen todos los hombres instruídos que llevan gafas. Tienes razón tú: las cosas no se entienden si no se explican todos sus antecedentes. La gente no ha venido a tu discurso a oír cosas vivas, palpitantes, sino lo que se encuentra en los libros sabios. Muy bien. Dales siempre historia, que eso es bueno.

 

No te preocupes de si las ondas que de ti parten hacia el público vuelven a ti o no. Eso son tonterías. Tú habla sin preocuparte del efecto que produces, o del público, o del ambiente de la sala. Tú, habla, habla. Dios te lo premiará.

 

Dilo todo con oraciones subordinadas. Nunca digas: los impuestos son muy elevados. Eso es demasiado sencillo. Di: quisiera todavía añadir a lo dicho, brevemente, que a mí los impuestos me parecen… Así se hace ahora.

 

No te olvides de beber de cuando en cuando un sorbo de agua. Eso se ve con mucho gusto. Si haces un chiste, ríete tú un poco antes, de modo que todos sepan dónde está la gracia.

 

Un discurso es, como no, un monólogo. No hagas caso de los que dicen que un discurso tiene mucho de diálogo o que se parece a una pieza sinfónica. No hagas caso. Sigue hablando, leyendo, amenazando, contando.

 

El empleo de números y estadísticas eleva mucho el tono de un discurso. Eso tranquiliza a los oyentes, porque a todos les gusta conservar en la memoria por ejemplo una serie de diez números. Eso les divierte mucho.

 

Anuncia con mucha anticipación el final del discurso, de modo que los oyentes no tengan luego un ataque al corazón por la alegría. Uno empezó su discurso con estas palabras: "para concluir, quisiera decirles esto". Tú anuncia el final y luego empieza de nuevo desde el principio y habla todavía media hora. Esto lo puedes repetir varias veces. No hables nunca menos de hora y media. De lo contrario no vale la pena empezar.

 

Cuando uno habla, los demás deben escuchar. Esa es tu gran ocasión. No la desperdicies.

 

 

21. ACUPUNTURA HOMILETICA.

Así se llama un libro reciente aparecido en Alemania: W. JETTER, Homiletische Akupunktur (Göttingen 1976, 191 págs.). Es una colección de unas dos mil "agujas" sobre la homilética, más o menos sistemáticamente organizadas. Están escritas con un tono de ironía, humor y sana crítica. Algunas de ellas son en verdad picantes. Su intención es servir de terapia a los predicadores. Para que no se desanimen demasiado; para que no se animen tampoco demasiado. La mayoría son intraducibles. Juegos de palabras en alemán. O referentes a su situación concreta, en particular de las iglesias protestantes. Aquí transcribo una breve selección de "agujas" que también a nosotros pueden resultamos de utilidad a la hora de preparar o de revisar nuestras homilías. - J.A.

LA HOMILÍA

 

—El que habla en público está expuesto a la contradicción. A veces los que contradicen son los oyentes. A veces, el Espíritu Santo.

—Muchos sermones dejan la impresión de si valía la pena haberlos dicho.

—Algunos dicen que la predicación es el opio del pueblo, como la religión. Pero es un opio que no crea adictos.

—Si a la homilía no se le pide lo que no puede dar, es más fácil aceptarla.

—Ya las antiguas teorías sobre la predicación decían que de un sermón se puede salir caliente, frío o tibio.

—Las nuevas teorías de homilética dicen lo mismo, pero más científicamente, con números y estadísticas y razones profundas.

—Es mucho más fácil criticar un sermón que hacer un buen sermón.

 

LA PREPARACIÓN DE LA HOMILÍA

 

—Si el predicador no toma en serio la homilía, los oyentes suelen hacer lo mismo.

—Muchos predicadores, mientras meditan y se preparan, piensan más en su sermón que en sus oyentes.

—Los predicadores suelen estar a la caza de subsidios nuevos. Pero pocos acuden a escuchar a sus colegas. Y si van, es para ver lo mal que lo hacen.

—Los sermones preparados con subsidios de ayer tienen fácil arreglo. Se pone la palabra "hoy" y ya está.

—El que posee dos carreras y dos títulos, no necesariamente está por eso doblemente formado.

—No por decir la última novedad se dice algo mejor.

—No siempre lo último es lo mejor. A veces lo penúltimo es lo más válido.

—Pero el que por seguridad siempre dice lo mismo, corre el peligro de alimentar a sus oyentes con conservas.

—Si el predicador no sabe lo que quiere y cómo lo puede conseguir, no llegará muy lejos.

—El que quiere siempre todo o nada, suele conseguir poco. Hay que contentarse con algo, y a menudo, con poco.

 

ACTITUDES DE LOS OYENTES

 

—No todo lo que gusta al predicador gusta también a los oyentes.

—Los más buscan en un sermón lo que ya tienen.

—Algunos evitan los sermones porque no dicen nada. Otros, porque dicen demasiado.

—Los que prefieren sermones "edificantes", quedan muy satisfechos cuando escuchan uno que lo es. Pero si resulta ser un sermón "progresista", se reafirman en su opinión anterior.

—Los que prefieren sermones "progresistas", quedan muy satisfechos cuando escuchan uno que lo es. Pero si resulta ser un sermón "edificante" no por eso cambian de opinión: se reafirman en, su gusto anterior.

—El que quiere permanecer como es, quiere que también la teología y la homilía permanezcan como son. Así puede estar más seguro.

 

LA HOMILÍA Y EL TEXTO BÍBLICO

 

—Hay sermones en que el texto evangélico se esconde detrás de la explicación y no hay por dónde adivinar qué texto es.

—La elección del texto suele depender del tema que el predicador quiere explicar. Y el texto no suele influir gran cosa en la homilía.

—El que tiene interés en hablar de un tema, medita tanto que al final el texto se adapta al tema.

—El mejor texto no logra impedir que se digan de él cosas horrendas.

—Sobre el mismo texto se oyen sermones tan distintos, que parecen sobre textos distintos.

—A veces se empieza soñando con las fuentes del Jordán y al final se va a parar al Mar Muerto.

—El texto bíblico sirve para todo.

—El mejor modo de leer un texto es ponerse en la parte de los oyentes.

—Algunos predican en dirección contraria al texto elegido.

—El que predica contra un texto suele tener en la cabeza otro texto. Sería mejor que comentara éste otro.

—El que no toma en serio el texto evangélico, tampoco toma en serio a sus oyentes.

—A veces la Biblia habla mucho más claro que los predicadores que quieren explicarla.

—Lo que el texto quiere decir y lo que el predicador quiere decir no siempre coinciden.

—La exégesis vale para todo. Se puede meter en el texto lo que luego se quiere sacar de él.

—Dijo el predicador: "lo que yo os digo no vale nada; lo que os dice el evangelio lo es todo"; pero si eso lo afirman sus oyentes, no le hace ninguna gracia.

 

EL MODO DE PREDICAR

 

—No es bueno que lo único fuerte del sermón esté en el micrófono.

—No por mucho gritar se convence más al auditorio.

—Demóstenes ejercitaba su oratoria en la playa. Los cantores ejercitan su voz ante el espejo. Algunos predicadores lo único que ejercitan es la paciencia de los oyentes.

—El peligro mayor de los predicadores es la melancolía.

—La homilética debería admitir a su lado a la antihomilética.

—La crítica contra la homilética ha producido muchas teorías, pero no una mejor predicación.

—Ya Lucas habló de las dos al hablar de las dos hermanas de Betania: el que predica, a pesar de todo, es como María; el que se afana por teorías y críticas, es como Marta; y María escogió la mejor parte.

—Las frases ingeniosas gustan mucho. Pero cansan pronto.

—Si hay mucho ingenio, brilla más el predicador que el evangelio.

—También sin palabras difíciles se puede decir algo.

—No por llamar "perícopa" al pasaje en cuestión, se hace uno entender mejor.

—Apostrofar al público en el sermón, es un género muy antiguo en la historia. Ya Juan el Bautista lo hizo. Los fariseos le escuchaban con gusto, cuando reprochaba al pueblo. El pueblo, cuando apostrofaba a los fariseos. Hasta Herodes le escuchaba con gusto. Só1o Herodías no encontraba satisfacción en esta clase de sermones.

—La ironía es mala compañera de la homilía. Só1o vale cuando se hace con amor y cuando la ironía es irénica.

—Si se tarda mucho en los prolegómenos del sermón, se cansan los oyentes antes de llegar a la sustancia.

—Al éxito de un buen sermón pertenece el acabarlo a tiempo.

—Cuando el sermón es demasiado largo, lo único que se consigue aumentar es el aburrimiento.

 

22. LA ENSEÑANZA DE LA HOMILIA EN LOS SEMINARIOS.

0 EPISCOPADO U.S.A.

Dadas las quejas sobre la pobre calidad de las homilías, y que en varios Seminarios se ha suprimido la enseñanza de la homilética, la Comisión publica este documento, con la esperanza de que esta asignatura reciba prioridad de ahora en adelante

Reconociendo:

 

que los tiempos han cambiado: "las circunstancias pastorales y humanas [referentes al sacerdocio] han cambiado muy a menudo radicalmente" (Concilio Vaticano II, Presbyterorum ordinis, l);

 

que la finalidad del ministerio sacerdotal es la fe en Cristo Jesús: "el fin que los presbíteros persiguen con su ministerio y con su vida es que los hombres reciban consciente, libre y agradecidamente lo que Dios ha realizado por Cristo Jesús, y lo manifiesten en su vida entera" (PO, 2);

 

y que la predicación es su primer deber: "el Pueblo de Dios se congrega primeramente por la Palabra de Dios vivo, que con toda razón es buscada en la boca de los sacerdotes. En efecto, los presbíteros como cooperadores que son de los obispos, tienen por deber primero el de anunciar a todos el Evangelio de Dios" (PO, 4).

 

Por consiguiente: tiene que incluirse un curso de Homilética en el "curriculum" del seminario.

 

La finalidad de la homilética es preparar a los futuros sacerdotes para que prediquen: o sea, para que ejerciten públicamente y en nombre de la Iglesia aquella forma de comunicación oral que da origen y alimenta la experiencia de fe en Cristo Jesús. Una proclamación que encuentra su más alta expresión en la homilía eucarística.

 

En la acción de predicar, el predicador —dando testimonio de su propia fe— comparte con los oyentes las reflexiones que, en un clima de oración, se han suscitado en él sobre el significado de la revelación divina tal como llega a los hombres a través de la Sagrada Escritura, la enseñanza de la Iglesia y la continuada acción del Espíritu Santo en sus vidas.

 

Esta comunicación de fe viviente para engendrar fe, se hace de un modo sencillo, directo, personal y sin embargo suficientemente desarrollado para que los oyentes puedan experimentar en sus propias vidas la gracia de la revelación según la medida concedida por un Padre amoroso.

 

Para preparar a los futuros sacerdotes para este ministerio, el curso de homilética debe favorecer el aprecio de la primacía de la predicación en el ministerio eclesial y de sus sacerdotes, subrayando el poder de la Palabra de Dios para cambiar nuestras vidas. Esto se consigue mejor con un estudio programado de la teología de la predicación.

 

El "curriculum" debe asegurar también que cada uno de los futuros sacerdotes adquiera una competencia profesional en aquellas áreas de comunicación que forman parte de la expresión pública de la palabra hablada. Hay que cuidar el desarrollo del instrumento total que es la persona misma del comunicador: el cuerpo, la voz, el corazón y la mente; ya que la comunicación requiere siempre que se empeñe activamente toda la persona en el momento mismo de la comunicación.

 

Deberían incluirse en el "curriculum", donde sean necesarios para asegurar esta competencia, cursos sobre el arte físico y vocal de leer y hablar en público.

 

El estudiante debe también tener amplia oportunidad, por medio de sesiones de laboratorio o "prácticas", de verificar por sí mismo la validez de las consideraciones teóricas propuestas en la teología de la predicación y en la teoría de la comunicación.

 

Dado que "en la liturgia se manifiesta la santificación del hombre por signos sensibles" es particularmente importante que haya un curso que se concentre en los medios de comunicar las ideas por la palabra y los símbolos, de modo que se apele, a través de la imaginación, al corazón del creyente.

 

A aquellos que enseñan el curso de Homilética tendría que exigírseles una adecuada preparación profesional. Y a esta asignatura tendría que concedérsele una validez académica igual a la de las demás disciplinas del seminario.

 

Los seminaristas que tienen la oportunidad de ejercitar el ministerio de la predicación en medio del Pueblo de Dios, deberían reflexionar sobre sus experiencias bajo la guía de un experto, como un medio de integrar en una síntesis sus estudios de Escritura, teología, liturgia y comunicación.

 

Todo lo dicho aquí puede aplicarse, con las debidas diferencias, a la formación de los diáconos permanentes y de los lectores.

 

Comisión Episcopal de Estados Unidos para la formación sacerdotal.

Traducido de Notitiae (1974) 239-241.

 

23. LA ACTITUD ESPIRITUAL DEL PREDICADOR.

JOSE ALDAZABAL

 

Hace tiempo leí un artículo de un laico que se titulaba más o menos: "¿Desde dónde nos hablas?". Era una interpelación al sacerdote predicador. Y no se refería precisamente a si les dirigía la palabra desde el púlpito o desde la sede, sino a la actitud personal que adoptaba al hablarles: ¿nos hablas desde la Palabra de Dios o desde la tuya? ¿a quién pretendes ser fiel, a Dios o a ti mismo? ¿qué buscas, agradar, decir lo que nos gusta, o al revés, contradecir y acusar?

 

Creo que es importante el talante espiritual del predicador. Es una postura hecha de simpatía o antipatía, de intercomunicación misteriosa, o de matices muy sutiles que capta la asamblea oyente con más claridad que el mismo sacerdote que predica.

 

Podríamos ensayar un retrato de la actitud espiritual del sacerdote cuando se pone a predicar en medio de una comunidad creyente.

 

1. El sacerdote predica desde dentro de la comunidad. No desde fuera. Ni desde arriba.

 

Es un creyente. Forma parte de la asamblea que celebra. Es un hermano, que ha recibido el ministerio de ayudar a los demás a entender y acoger la Palabra proclamada.

 

Predicar "desde dentro" significa amar a la asamblea. A toda la asamblea: no sólo al grupo de los más adictos o afines en ideología. Significa conocer a los presentes: sintonizar con sus problemas y necesidades. Sentirse unido a ellos. No hablarles con ironía o desde lejos.

 

La homilía se tiene que distinguir por su tono familiar. No es una conferencia, ni una clase magisterial. No es tampoco un discurso de propaganda ni una predicación a paganos que no creen. Es una exhortación de hermano a hermanos, sobre la Palabra que todos han escuchado.

 

2. Predica no como doctor y profesor, sino como oyente de la misma Palabra.

 

El sacerdote es el primero que se hace discípulo de Dios y escucha con atención lo que la Palabra ha dicho. Como decía S. Agustín, "in schola Christi omnes condiscipuli sumus". Aunque es un ministro ordenado en la comunidad, no por eso lo sabe todo, ni ha terminado de aprender, ni tiene revelaciones privadas.

 

Su actitud, antes de predicar, no debe ser ¿qué les digo hoy?, sino más bien: ¿qué nos dice la Palabra hoy?

Debe aparecer claramente, en el tono de la predicación, que el que realiza la homilía no es dueño de la Palabra. ni dueño de la asamblea. Aunque en este momento tenga el micrófono en la mano. Sino servidor tanto de la Palabra como de la asamblea. Que él es el primero que escucha a la Palabra y escucha también a la comunidad.

 

Su tono no debe ser dominador ("yo, ministro del Dios altísimo..."), sino el de uno que, como los apóstoles, ha entendido que su misión en la Iglesia es la de "servidor de la Palabra" (Ac 6).

 

3. Su actitud no es la de un vidente, sino la de un testigo.

 

No es un visionario al que ha sido dado escudriñar los misterios de la Biblia. Ni un exegeta consumado que ha estudiado en su lengua original las fuentes y ahora se luce ante los demás.

 

Es un ministro que ha estudiado —eso sí— la Palabra. Pero fundamentalmente es un cristiano que da testimonio, no tanto de lo que sabe, sino que se ha dejado interpelar también personalmente por la Palabra. No emplea tanto el "ustedes" sino el "nosotros" a la hora de dejarse iluminar, juzgar o animar por esa Palabra. Que conoce la vida y las grandes orientaciones de nuestra historia, y por eso exhorta a los demás, por encargo de la Iglesia, a que acojan en sus vidas el mensaje que Dios nos ha comunicado a todos.

 

Ojalá sea él el primero en mirarse al espejo de esa Palabra y no merezca nunca el reproche que Cristo dirigió a los fariseos: "haced lo que os dicen, pero no hagáis lo que hacen".

 

4. El sacerdote predica con alegría.

 

Es verdad que el ministerio de la homilía a veces le parecerá difícil. Porque requiere preparación constante. Porque a veces no se ve el fruto inmediato. Porque otras supone un compromiso evidente.

 

Pero el sacerdote debe superar la tentación del desánimo o del miedo. Y predicar con simpatía, con alegría interior, con la convicción de que es un servicio que vale la pena. Él está encargado de ayudar a que todos entiendan y gusten la Buena Noticia para que suceda ese encuentro salvador entre la Palabra de Dios, viva y comunicadora, y la fe de cada uno de los presentes.

 

Todos los profetas han tenido miedo ante su misión, ya desde Moisés o Jeremías. Pero, como Pablo, el sacerdote debe ser fiel a su ministerio: "ay de mí, si no evangelizare". Y a la vez, hacerlo con ilusión: "qué hermosos son, sobre los montes, los pies del heraldo que anuncia la paz y trae la buena noticia" (Isaías 52).

 

Predicar con alegría significa: no reñir, no tomar la palabra siempre para acusar o exigir. Cuando la Palabra juzga o condena, el sacerdote debe transmitir esta condena, incluyéndose siempre entre los afectados por ella. Pero a lo largo del año es mucho más abundante la carga de consuelo y de noticia salvadora la que la Palabra nos comunica. Y el sacerdote se goza de ser el instrumento de la misma. Y se le debe notar que él es el primer convencido de la Buena Noticia.

 

5. Finalmente, el sacerdote predica habiéndose preparado seriamente.

 

No improvisa. Precisamente por el respeto que tiene a la Palabra y a la asamblea que escucha.

 

No quiere caer en la rutina, ni en vulgaridades, ni en consideraciones superficiales que se le ocurren año tras año.

 

Es algo serio lo que está en juego: el que la comunidad cristiana escuche, entienda y haga suya la Palabra salvadora de Dios hoy y aquí. La homilía es un medio a veces decisivo para que suceda ese encuentro, personal e íntimo entre los cristianos y el Dios que habla.

 

No se trata de que quede bien él ("hay que ver qué bien habla... cuánto sabe..."), sino de que la Palabra llegue en las mejores condiciones a todos.

 

Se ha preparado remotamente en sus estudios. Pero no puede fiarse de eso. Debe prepararse también próximamente.

 

Ante todo con la oración. Si durante la semana lee él por su cuenta, en actitud de creyente, las lecturas, meditándolas y haciéndolas suyas, seguramente estará luego en mejores condiciones para ayudar a los demás.

 

Al profeta Ezequiel se le encomendó esto: "escucha lo que te voy a decir... abre la boca y come lo que te voy a dar... come ese rollo" (Ez 2).

 

También deberá recurrir normalmente a comentarios de otros autores, que le ayudarán a él mismo a comprender mejor el mensaje concreto de la lectura y las direcciones de su aplicación a la vida.

 

Es una actitud de humildad y seriedad.

 

En el fondo está el Misterio de un Dios que habla y de una comunidad que es invitada a la fe.

 

Y en medio, el sacerdote, que —sin falsa humildad ni orgullo— toma en serio su papel de instrumento al servicio de la Palabra y de la comunidad.