Aprender a Decir Dios

Lucía Victoria Hernández Cardona

 

CONTENIDO

PROLOGO

TRES TESTIGOS BIBLICOS DE LA EXPERIENCIA

DE DIOS QUE NOS HACEN PENSAR

Job, a quien no le convence una concepción racional de Dios

Jonás, el que termina creyendo que el Dios de los judíos es

el Dios de todos los pueblos

Abraham: el hombre para quien creer es experimentar a Dios en la vida

EL ANTIGUO TESTAMENTO:

O CUANDO A DIOS SE LE PERCIBE EN LA HISTORIA

Un nombre que sirve para expresar una experiencia salvífica

Una experiencia que se expresa como un dialogar con Dios

La experiencia de un Dios pedagogo,

cuya ley sólo se comprende en el contexto del éxodo y la Alianza

UNA EXPERIENCIA CUYA MEJOR EXPRESIÓN SON LAS IMÁGENES

Dios Padre-Madre

Dios esposo

Dios amor

Yahveh es el pastor

Yahveh es el redentor

Yahveh es la roca y la fuente de agua

EL ROSTRO DE DIOS COMO LO PERCIBIÓ ISRAEL

Dios bueno y misericordioso

Yahveh, ¿un Dios violento?

Yahveh, el Dios de los Pobres

Dios creador

Dios verde

EL NUEVO TESTAMENTO O CUANDO A DIOS SE LE PERCIBE COMO UN ABBA

PARA DECIR DIOS HOY

BIBLIOGRAFÍA

 

PROLOGO

No basta decir "Dios" de cualquier manera. Cuando decimos "Dios", debemos tener el deseo de desentrañar toda la riqueza de que es portadora para nuestra vida esta expresión. Es verdad que son muchas las palabras que nos pueden servir para calmar la necesidad de sentir lleno el corazón. Sin embargo, ninguna es tan eficaz como la palabra "Dios".

Aprender a decir Dios: es a este propósito al que nos quiere invitar, con este escrito, Lucía Victoria. Decir "Dios" no significa simplemente encontrar la manera definitiva de expresar el fruto de la búsqueda racional de nuestra vida. En sentido cristiano, decir "Dios" significa poder expresar lo que produce en nosotros la experiencia de una presencia liberadora, que nos quiere acompañar siempre, como sucedió a los israelitas en el éxodo. Significa, sobre todo, experimentar, a la manera de Jesús, que es posible un amor sin límites, para sentir en nuestra vida la admirable confianza que hace decir a los niños bebecitos en su más tierna edad, cuando aún no saben hablar, papá y mamá. Eso que nos ha revelado Jesús, nos lo quiere hacer comprender mejor en estas páginas Lucía Victoria.

A nosotros teólogos, acostumbrados en la Iglesia a reconocer y a disfrutar los resultados literarios de una exégesis y de una teología de sello clerical y masculino, nos tiene que alegrar la aparición de un escrito en el que percibimos los matices femeninos de la experiencia de la fe y de su expresión teológica, bíblica y catequética. Entre nosotros, en América Latina, se manifiesta actualmente un interés grande por la labor teológica de la mujer en la Iglesia. Y lo mismo sucede, en cierta forma, en la Iglesia universal: el reciente documento de la Pontificia Comisión Bíblica sobre la interpretación de la Biblia en la Iglesia, promulgado con ocasión de los cien años de la Encíclica Providentissimus Deus de León XIII y de los cincuenta años de la Divino afflante Spiritu de Pío XII, enumera y evalúa, dentro de las llamadas "lecturas contextuales" de la Biblia, la lectura feminista, como una exégesis valiosa para la Iglesia.

A lo largo de nuestra labor en la Universidad de Antioquia, en el programa de Estudios Bíblicos, hemos compartido con Lucía Victoria nuestros esfuerzos académicos. Al mismo tiempo hemos sido testigos de la competencia excepcional que ella ha alcanzado en este campo. En ella reconocemos no sólo un auténtico testimonio de fe madura y profunda, sino también una gran autoridad académica, bíblica-teológica-catequética. La lección que ella nos ofrece en este escrito es para todos una gran ayuda que nos debe servir para comprender mejor lo admirable que es tomar a Dios en serio en la vida, a la manera de Jesús.

Alberto Ramírez Zuluaga Medellín, julio de 1994

Es más verdadero lo que se piensa de Dios que lo que se dice de Él;
pero es más verdadero lo que Dios es, que lo que de Él se piensa
Santo Tomás, De Trinitate, VII, 4,7

Dios es sin duda, como explica Martin Buber en sus conmovedoras reflexiones del "eclipse de Dios", "la palabra más cargada de todas las palabras humanas". Ninguna otra está tan profanada, manchada, desgarrada: los hombres la han destrozado con sus disensiones religiosas, por ella han matado y por ella han muerto; ninguna otra palabra es comparable a ella para designar lo más alto, pero ella ha servido también con harta frecuencia de camuflaje a las peores impiedades. No obstante, como para el hombre significa tanto -y de ello no se excluyen los ateos, puesto que no rechazan una cosa cualquiera, sino justamente a Dios-, no se puede renunciar a ella. Quien la evita, merece consideración: tal palabra nunca podrá quedar limpia del todo. Mas también es imposible olvidarla por completo. Lo que sí podrá es ser guardada y -con todas las consecuencias para el hombre- pensada de nuevo y parafraseada con otras palabras. Es decir: lo que hoy importaría en vez de no hablar más de Dios o de seguir hablando de Dios de una manera nueva. Si la teología no fuese un hablar (logos) de Dios, sino que tratara sólo del hombre y de la humanidad solidaria, tendría que llamarse honradamente -como hace Ludwig Feuerbach- antropología. Hans Küng, Ser Cristiano, p. 92-93.

A cada paso se oye decir que hablar del Dios bíblico hoy, para un hombre inmerso en un mundo materialista y científico, es inútil. El niño y el joven de hoy tienen su interés en otro lugar. Se oye hablar de Dios, quizás se aprende a hablar de Él, tal vez se le estudia, pero, ¿de qué Dios se habla? ¿Será el Dios que se re-vela al pueblo de Israel, el Dios de Jesucristo, o el Dios que han creado algunos teólogos y algunos catequistas? La necesidad que existe en nuestro medio de una comprensión existencial de Dios se hace evidente en todos los niveles: intelectual, social, escolar, económico y político. Es posible observar que muchas personas que se llaman ateas, nunca hayan hecho una opción contra Dios y, sin embargo, lo que han conocido por medio de teorías y sermones no les permite optar por el Dios que se compromete con su existencia.

Unas palabras del escritor Manuel Mejía Vallejo, publicadas en el Colombiano Dominical de diciembre 28 de 1986, me animaron profundamente a realizar este trabajo que pretende ayudar a las personas de buena voluntad a aprender a decir Dios. Así se expresó el escritor:

Yo sé que Dios existe, no el ser barbado que pintan en caricaturas, pero tampoco es Jehová, porque Jehová es un Dios odiador, vengativo, que le da la vida al hombre sin pedirle previo permiso, y después le exige una cantidad de cánones para amargarlo, para hacerlo sufrir más. Entonces, para mí, Dios es un ser amorfo, yo creo que Dios tiene que ser abstracto.

Pero además, a mí no me gusta hablar de Dios. Yo tengo una décima por ahí que dice: "Dios sólo puede existir cuando lo crea el silencio, lo demás es paja de sermones o de catequizadores".

Intentaré mostrar cuál es el Dios de Jesucristo tal como aparece en la Escritura, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento,

para que todos los que de alguna manera tienen que enseñar a decir Dios, vivan antes la experiencia del Dios de Jesucristo,

y así la palabra Dios esté siempre plena de sentido.

Regreso

 

TRES TESTIGOS BÍBLICOS DE LA

EXPERIENCIA DE DIOS QUE NOS HACEN PENSAR

Desde la creación del hombre, todo el Antiguo Testamento desarrolla la experiencia que de Dios tuvieron hombres

concretos. Toda la historia de salvación es un diálogo entre Dios y el hombre; un diálogo que continuamente nos está

diciendo quién es Dios para el hombre y quién es el hombre para Dios.

Y es maravilloso observar las diferentes maneras como los hombres responden a Dios y los diferentes caminos que

conducen a sus vivencias. Abraham, Moisés, David, los diferentes jueces y reyes, Elías y Eliseo, pero sobre todo los

profetas escritores, manifiestan la realidad de Dios a partir de su nueva experiencia de Él. Ninguno de los autores bíblicos

pretende esbozar una teoría sobre Dios, porque a Dios no se llega por teorías sino por medio de la actitud del hombre para

dejarse seducir por la experiencia de Dios en su propia vida y en la historia de su pueblo.

He elegido a Job, a Jonás y a Abraham para plantear a partir de ellos una pregunta que nos debe conducir a reconocer el

camino por el cual se puede comprender mejor lo que es la experiencia de Dios que nos permite realizar el cristianismo. Es

una selección de nombres y una ordenación que podrá llamar la atención. Dejémonos interrogar por ellos.

Job, a quien no le convence una concepción racional de Dios

En la literatura sapiencial se encuentra una crítica fuerte a todos los intentos de los sabios para racionalizar la realidad de

Dios. El libro de Job pone en entredicho la imagen de Dios que la tradición proponía: un Dios que hace justicia a la medida

de los hombres, un Dios sabelotodo, cuyo poder y cuya sabiduría están al servicio de la justicia. El autor del libro de Job es

consciente de que debe encontrar una nueva imagen de Dios que sustituya la de la tradición; por eso presenta esa búsqueda

desesperada en el dolor de un hombre que pierde a sus hijos, ve desaparecer todos sus bienes y el mal de la enfermedad lo

azota sin piedad.

La búsqueda de Dios por parte del hombre que se rebela frente al sufrimiento, se muestra gradualmente por medio de los

diálogos de Job con sus amigos. De un lado, Job es un hombre justo, que obra de acuerdo con lo mandado y que sufre el mal

en su hacienda y en su cuerpo; del otro, sus tres amigos, quienes representan la sabiduría tradicional. Dicen que todo el que

sufre ha pecado; Dios es justo y no castiga al inocente.

Elifaz defiende la doctrina de la retribución y se apoya en Dios Creador pues recibió su doctrina en una revelación (4,12-17):

¿Puede el hombre llevar razón contra Dios o un mortal ser puro frente a su creador? (4,17). Dios castiga o premia por las

obras; si Job sufre es porque pecó, porque Dios es justo. El Señor lo corrige para su escarmiento (5,17-). - El Dios de Elifaz

es el Otro, un ser superior que produce temor por su aspecto numinoso (4,9.12-17).

La sabiduría de los ancianos que se comunica por la tradición, sustenta la reflexión de Bildad (8,8-10). Él quiere explicar a

Dios como quien no tuerce el derecho ni la justicia (8,3). Quie-re defender la justicia de Dios juzgando como culpables a Job

y a sus hijos, que como culpables, merecen el castigo.

Para Sofar, el castigo que sufre Job es la consecuencia de su pecado. La reflexión racional sobre la sabiduría de Dios le

permite concluir la culpabilidad de Job, pero éste desconoce dicha sabiduría. Si Dios no responde a las llamadas de Job, no

es porque no tenga qué decir, sino porque Job debe convertirse para dirigirse a Él.

A diferencia de los amigos, el problema de Job no es de orden racional sino existencial: él reconoce la existencia de Dios, no

duda de su poder, pero tanto su poder como su sabiduría sirven para la destrucción (12,13-25). Su problema radica en

encontrar el sentido de su vida consumida en el dolor, en encontrar una repuesta de Dios a la pregunta de por qué sufre el

justo. Job sufre las consecuencias de un Dios que se le ha escondido, un Dios que según Job lo ha abandonado, que no le

responde.

Por eso Job plantea sus inquietudes a partir de su experiencia: su vida frente a Dios; mientras que los amigos lo hacen en

forma de un debate intelectual, para defender de manera racional su doctrina sobre Dios.

Ante los planteamientos de sus amigos, Job se pregunta si acaso Dios es el centinela del hombre (7,20), el policía que indaga

la culpa(10,6) y que se ocupa del hombre para castigarlo. El se siente oprimido por Dios (7,17s). Job reconoce el poder de

Dios (12-13), y sabe que el hombre, aunque nacido de mu-jer, corto de días y harto de inquietudes (14,1), puede enfrentarse

con El; pero que al enfrentarse con Dios descubre su pequeñez, su fragilidad: como flor se abre y se marchita, huye como la

sombra sin parar (14,2-).

Los razonamientos de sus amigos le hacen descubrir que lo que la sabiduría representada en ellos dice sobre Dios, no puede

ser ciertamente lo que Dios es. Ojalá os callarais del todo, eso sí que sería saber (13,5). ¿Necesita Dios que el hombre lo

defienda? ¿Y si esa defensa se hace condenando al hombre con mentiras e injusticia será agradable a Dios? (13,7-). Una

censura a la teodicea humana que intenta justificar a Dios de la misma manera como se defiende en un juicio el actuar del

hombre. El hombre religioso y fiel a la tradición puede caer en múltiples ideas erróneas sobre Dios, e intentar defenderlo con

mentiras e injusticias.

En toda la obra, Job pide justicia. Sabe que sus amigos no lo comprenden y que necesita comprensión. Acude a Dios en

quien ha puesto su esperanza, y pone su causa en sus manos (17,3), aunque lo considera su enemigo y responsable de su

mal (16,9-14). Por eso llega a pedir un árbitro que juzgue entre él y Dios (16,9). Son los altibajos de la fe de quien no ha

logrado experimentar a Dios. Antes había dicho: Dios no es hombre como yo para decirle vamos a comparecer a juicio

(9,3-2), y ahora necesita un juicio entre él y su Dios. Job sabe que ha existido una relación existencial entre él y Dios; hay

una cita que se cumplirá:

Yo sé que mi go'el vive y que al final se alzará sobre el polvo, ya sin carne veré a Dios; yo mismo lo veré, no como

extraño; mis propios ojos lo verán (19,25-27).

Todas las angustias que vive Job en su dolor lo llevan a que-jarse de Dios; pero estas quejas son la expresión de su fe. Se

queja de la idea que tiene de Dios. Critica a sus amigos por lo que dicen del Señor, pero el dios de sus amigos tampoco es

realmente Dios. Sólo Yahvé puede decir la última palabra. No ha callado a Job, ha dejado que hable porque él creó al

hombre para comunicarse y Job ha hablado sobre su Dios.

Dios debe responder al reto que Job le ha impuesto y aparece efectivamente, pero no para dar gusto a los amigos callando

definitivamente a quien, según ellos, ha maldecido porque no habla de Dios según la doctrina tradicional; tampoco para dar

una respuesta intelectual a la pregunta teológica acerca de quién es en definitiva Dios. Y Job, que esperaba un encuentro en

el cual se proclamara su culpa o su inocencia, tampoco es complacido. Dios no retoma la doctrina tradicional de la

retribución que han sostenido los amigos de Job, y si lo acusa, no es por sus pecados sino por su ignorancia.

Aunque en los discursos de Dios se muestran su sabiduría y su poder, hay algo que por la insistencia parece ser la intención

del autor: mostrar la ignorancia de Job. Job no conocía al Dios de la revelación: ¿Quién es ése que denigra mis designios con

palabras sin sentido? (38,2; Cfr.38.3.4.5.18.21.33; 39,1.2).

Todos los discursos de Dios se orientan a mostrar su plan en la creación y en la historia. Pero, ¿conoce Job este plan? Todo

el universo, los astros, el mar, la tierra y los animales son obra de Dios y Dios cuida de ellos. ¿Qué sabe Job de todo esto?

Job se siente desbordado. Será mejor callarse: Me siento pequeño, ¿qué replicaré? (40,4). Dios no ha terminado; la razón de

su presencia no se ha dado.

¿Es necesario condenar al hombre para justificar a Dios, o hay que condenar a Dios para declarar inocente al hombre? Job

es invitado a vestirse de gloria y condenar a los malvados, a tomar la decisión que a Dios corresponde (40,8-14). De manera

irónica se destruye el planteamiento de los sabios; las relaciones del hombre con Dios no se manejan con términos jurídicos.

Los males no son castigo de Dios ni se puede condenar al hombre para salvar la justicia de Dios, como tampoco condenar a

Dios, matar a Dios, para salvar la inocencia del hombre, porque deje sufrir al inocente. La relación del hombre con Dios se

rige por otros parámetros.

Las numerosas preguntas que aparecen en los discursos de Dios, buscan conseguir que Job salga de sí mismo, porque

enfrascado en su dolor se ha encerrado en unos límites muy reducidos, se ha convertido en el centro del universo y juzga

todo según sus criterios. Cuando Job "abre los ojos", se olvida de sí y reconoce su pequeñez. Job ha tomado el lugar que le

corresponde frente a Dios y sólo puede reconocer que estaba equivocado. El dios de las teorías de los sabios, el dios de los

teólogos, no es el que ahora ha conocido por la experiencia, por una nueva experiencia de Dios. Job se ha encontrado con

Dios y puede exclamar:

Sólo de oídas te conocía, ahora te han visto mis ojos (42,5).

Cualquier respuesta que Dios hubiera dado a Job ante sus peticiones no tendría sentido; no se trata de teorías sobre Dios. La

respuesta se le ha dado de manera existencial, no racionalmen-te. Tampoco Job responde al reto que Dios le plan-tea con

argumentos. Job se reconoce atrevido: aunque no lo ha encasillado en las fórmulas tradicionales, ha hablado de Dios sin

conocerlo. Ahora que ha experimentado la cercanía de Dios, tampoco va a hablar más sobre Dios ni ya tiene importancia el

sufri-miento. Ha conocido que Dios ha hecho el mundo por amor y lo conserva con ese amor; por eso siente que puede

partici-par de ese amor de Dios y vivir seguro en él.

El libro de Job se rebela contra una teología que quiere defender a Dios por medio de teorías. "Querer establecer un vínculo

entre la perfección moral del hombre y su felicidad, es concebir a Dios como un hombre de negocios que trata con sus

clientes".

Si el justo sufre no es necesariamente por un castigo de Dios: no es posible justificar al hombre condenando a Dios, ni

con-denar al hombre para justificar a Dios. Las teorías de los sabios, lejos de acercar a Job, lo desconcertaron. A Dios se

descubre en la vida y aún en el sufrimiento. El hombre puede buscar a Dios seguro de encontrarlo y de que Dios lo aceptará

como es, porque en el libro de Job el protagonista estaba más cerca de Dios en su lamentación, que sus amigos en su

teología.

La crisis de la concepción de Dios que manifestaron los amigos de Job queda entonces superada, por la experiencia nueva

del rostro de Dios, porque se han demolido las explicaciones fáciles e inútiles que se utilizan para hablar de Él, y que han

hecho un Dios a imagen del hombre, que en último término es sólo una caricatura de Dios.

Con razón el filóso francés Ph. Nemo define el libro de Job así: Job todo entero es el nombre de Dios .

Jonás, el que termina creyendo que el Dios de los judíos es el Dios de todos los pueblos

Quien no haya leído el libro de Jonás con detenimiento podría extrañarse de que en una síntesis sobre el Dios que se revela

en el Antiguo Testamento se incluya este libro profético. Pero en realidad, aunque se recuerde más la obra por el episodio

de Jonás y la ballena, sin duda que el autor tuvo otra intención: mostrar a un Dios que se revela justo porque sabe perdonar;

un Dios que como creador es misericordioso; un Dios que desborda al pueblo de Israel para manifestar su bondad a todos

los pueblos; un Dios que no se corresponde con las con-cepciones de los sabios ni con la tradición sobre la retribución.

Jonás era un hebreo, conocedor de Yahvé. Lo confiesa como creador: Soy hebreo y adoro a Yahvé, Dios del cielo, que hizo

el mar y la tierra firme (1,9). Sin embargo, se rebela contra Dios cuando se da cuenta de que los planes del Señor no

coin-ci-den con sus propios planes:

¡Ah Señor, ya me lo decía yo cuando estaba en mi tierra! Por algo me adelanté a huir a Tarsis, porque sé que eres

"un Dios compasivo y clemente,

paciente y misericordioso" que te arrepientes de las amenazas (4,2).

Jonás personifica al israelita que sustentándose en el dogma de la elección, se había formado una idea de Dios con doble

cara: una benigna para Israel y otra dispuesta a castigar a los otros pueblos, sobre todo a los enemigos del pueblo elegido. El

drama que desarrolla el libro lleva a Jonás a aceptar a Dios como él es y como se da a conocer en sus obras, y no como lo

predicaban los que defendían el nacionalismo exagerado.

En el texto hebreo Dios aparece con el nombre de Yahvé unas veces, y otras con el de Elohim. Yahvé es el Dios de los

israelitas, el Dios que los sacó de Egipto, el Dios de la alianza; Elohim es el Dios de la creación (Gn 1,1), el creador de cielos

y tierra. Realmente Yahvé y Elohim son un mismo y único Dios. Esa identidad de Yah-vé-Elohim es la identidad del

Dios-creador con el Dios-salvador. Aquí se encuentra la creación al servicio de la salvación. El mar, la tempestad, el viento,

el pez, el gusano, el ricino, todo obedece a Dios y todo contribuye al cumplimiento de su voluntad salvífica. Además, Yahvé

como creador de todas las naciones, es también el Dios de la pagana Nínive. Para el fiel judío de la época, el castigo de Dios

debía caer sobre esa ciudad, símbolo del paganismo y la impiedad. Sin embargo, al enviar a Jonás a predicar a Nínive, Dios

se convierte en la salvación para Nínive, como lo había sido para el pueblo de Israel.

Dios actúa libremente, fuera de todo convencionalismo y por encima de todas las teorías, "como Dios compasivo y clemente,

paciente y misericordioso". Por esto no es posible planear sus decisiones; aunque en sus planes estaba la destrucción de

Nínive, quiere darle a esta ciudad una oportunidad porque Él es un Dios que es capaz de perdonar a sus adversarios. De

hecho, los hombres y los animales hacen penitencia: y vio Dios sus obras y que se habían convertido de su mala vida y se

arrepintió de la catástrofe con que había amenazado a Nínive y no la ejecutó (3,10).

La misión de Jonás ha terminado, pero algo falta. Jonás no está contento con el éxito de su misión (4,1), porque como antes,

tampoco ahora puede aceptar a un Dios misericordioso hasta la saciedad.

La escena del ricino que se seca, da pie al autor para mostrar la benevolencia de Dios:

Tú te apiadas de un ricino que no te ha costado cultivar, que una noche brota y otra perece. ¿Y yo no voy a

apiadarme de Nínive, la gran metrópoli que habitan más de ciento veinte mil hombres, que no distinguen la derecha

de la izquierda y muchísimo ganado? (4,11).

Para Jonás se ha desmoronado la imagen del Dios justiciero y poderoso que confesaba. Dios lo invita a comprenderlo como

el dios bondadoso y cariñoso, que se preocupa por todos los hombres, inclusive por los paganos y perversos. Un Dios que

ama su creación y quiere conservarla. El poder de Dios se revela en el amor; pero, sobre todo, como el Dios de todos los

pueblos, que está presente y acompaña la historia de ellos, aún la del pueblo que oprimió a Israel durante el exilio, porque es

un Dios universal, que es solamente amor y oferta gratuita de su gracia.

Se entiende entonces por qué Jonás sólo descubrió a Dios cuando se dejó arrastrar por su invitación, dejando de lado las

teorías y tradiciones acerca de Él, que para los judíos era sólamente su Dios. Yahveh le permitió comprender, no con teorías

sino en forma práctica, que se muestra misericordioso con todos los que se arrepienten. Yahveh es el Dios de todos los

pueblos y no únicamente el del pueblo escogido.

Abraham: el hombre para quien creer es experimentar a Dios en la vida

La parte del Génesis conocida como el ciclo de A-braham (Gn 11,27-25,11) presenta una serie de episodios entrelazados de

su vida, recogidos de las fuentes yahvista, elohista y sacerdotal; y se complementa con las interpretaciones que el Nuevo

Testamento nos ofrece de su vida.

Nada sabemos por el texto bíblico de la vida religiosa de Abraham antes del llamamiento de Dios. Sin embargo, es muy

posible caracterizarlo como un nómada, ganadero de cabras y ovejas, que desde Mesopotamia bajó a Canaán y terminó

movilizándose entre Hebrón y Bersebá.

Como nómada tenía su propio dios. Un dios sin nombre. Por eso cuando se habla del Dios que lo ha elegido, se le denomina

como el Dios de Abraham, el Dios de su familia, de su raza.

Yahvé dijo a Abram:

"Sal de tu tierra nativa y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré. Haré de ti un gran pueblo, te

bendeciré, haré famoso tu nombre, y servirá de bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te

maldigan. Con tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo". Abram marchó, como le había dicho el

Señor y con él marchó Lot. Abram tenía setenta y cinco años cuando salió de Jarán (Gn 12,1-4).

Dios siempre lleva la iniciativa en el diálogo y, sobre todo, en el llamamiento que hace al hombre. No fue Abram el que

buscó a Dios, sino Dios el que buscó a Abram. Por su palabra, Dios entra en diálogo con Abram y crea con él la historia de

salvación.

La respuesta de Abram es inmediata. Sale de su tierra sin saber para donde y sin entender la manera como sería padre de

un gran pueblo, pues su esposa era estéril y ambos estaban ancianos. Pero no había razón para hacer preguntas ni para

dudar siquiera un momento. Era Dios el que había hablado y Abram estaba seguro de él y por lo tanto daba crédito a su

palabra. Ante el llamado de Dios, el hombre debe romper con su pasado y así lo hace Abram: se juega la existencia entera

por su Dios.

Si se sigue la historia de Abraham, se descubren otros episodios que reflejan sus temores. Vuelve a encontrarse con Dios y

le presenta sus dificultades. No es como la primera vez cuando obedeció en seguida. Sin embargo, en el momento más difícil

de su vida, cuando Dios le pide el sacrificio de su hijo Isaac, no duda en obedecer. El temor de Dios, según el autor elohista,

es una disposición de ánimo en la que entran la obediencia y la fe. En este momento Abraham sabe que debe escoger entre

el amor a Dios y el amor a su hijo; y esta decisión es la prueba límite de su fe, porque no sólo lo motiva el cariño que como

padre tiene a su hijo, sino que está en juego la promesa; su decisión afecta a toda la posteridad. Pero el amor en Abraham

no tiene límites. No hay amor material que pueda sustituir el amor de Dios y su voluntad. El amor a Dios, como lo explica el

Deuteronomio, con todo el corazón, con toda el alma (Dt. 6,5), es decir, como compromiso del hombre total, está ya presente

en Abraham dispuesto a entregar lo que más quería a Dios. Cuando dijo sí a Dios, su adhesión fue radical.

En la carta a los Romanos, Pablo interpreta las actitudes de Abraham a la luz de Cristo (Rom 4,1-25). Abraham no tiene de

que jactarse frente a Dios, pues fue justificado por la gracia (gratui-tamente), porque aún no había sido circuncidado; por eso

su relación con Dios no se establece por las obras. En esta relación no hay nada que se deba, no hay razones para exigir

algo frente a Dios. Tampoco el cristiano puede hacer valer su suficiencia o sus méritos, porque todo parte de la gratuidad de

Dios a quien el hombre se une por la fe.

Regreso

 

EL ANTIGUO TESTAMENTO:

O CUANDO A DIOS SE LE PERCIBE EN LA HISTORIA

Para hablar del Dios bíblico es necesario tener en cuenta que en la Biblia no encontramos una definición ni una doctrina

sistemática sobre Él. Ninguno de los autores bíblicos se detiene en la especulación sobre el ser o sobre la esencia de Dios,

sino que hablan del actuar de Dios y esta acción se desarrolla dentro de la historia, pues se refiere a la relación de Dios con

la humanidad y con toda la obra creada.

Todo el Antiguo Testamento no puede comprenderse como una colección de tipo doctrinal, porque lo que allí se nos narra es

la relación entre los dos hacedores de la historia: Dios e Israel. En cada acontecimiento y en cada situación, la presencia y

voluntad de Dios van marcando la orientación de los hombres que darán consistencia al pueblo. Abraham tendrá

descendencia y poseerá una tierra; Moisés acompañará al pueblo en su liberación de la opresión de Egipto. David unificará

las tribus y asegurará el liderato de Israel y de su Dios. Los profetas hablarán en su nombre para interpretar la historia

presente y futura, y prometer un mundo mejor a aquellos que sean fieles a la alianza que una vez pactaron sus padres en el

Sinaí. En una palabra, se implica a Dios en una acción, y esa acción está siempre de acuerdo con las exigencias del

momento histórico del pueblo. No es pues en una doctrina en donde el pueblo descubre a su Dios, sino que lo reconoce en la

elección y en la alianza. El pueblo ha sido convocado por el Señor que ha cumplido siempre sus promesas. Y los hombres

que escuchan su palabra, se convierten en sus testigos sin otra experiencia previa que las hazañas y la palabra del mismo

Señor.

Los hombres bíblicos, por lo tanto, nunca se preguntaban por la existencia de Dios. Se preguntaban por su presencia y

solicitaban su intervención en el momento en que la necesitaban: No te quedes lejos de mí, que el peligro está cerca y nadie

me socorre (Sal 22,12). Por eso, el lugar originario de la relación Dios-hombre/hombre-Dios es la experiencia; es decir, una

relación vital en la cual el hombre está en su mundo y Dios está con él, allí en su mundo. De esta manera, Dios no es un

Dios conocido por conceptos transmitidos de boca en boca, sino por la vivencia personal que da sentido a la vida del hombre

y que fue transmitida de generación en generación. Esta experiencia de la presencia de Dios en medio del pueblo se refleja

desde el nombre mismo.

Un nombre que sirve para expresar una experiencia salvífica

El nombre para los antiguos semitas no era sólo la designación de la persona, sino que estaba totalmente ligado con su

existencia: es la persona misma. El nombre es presencia y acción del ser que se nombra. Llamar a alguien por el nombre es

hacer actual su presencia, hacerla operante.

Los israelitas del tiempo de los Patriarcas utilizaban el término `el (_À) para hablar de Dios. Esta designación era la misma

que se empleaba para los dioses de los pueblos vecinos.

En el pueblo de Israel, cuando se menciona al Dios de Abraham (Gn 31, 5-3; 26, 24), al Dios de Isaac (Gn 31,42; 46,1), al

Dios de Jacob, (Gn 33,20; 49,24) o al Dios de los Padres (Gn 31,5; 32,10; 43,23; etc.), se ha-bla de una relación especial de

la divinidad con los patriarcas, que vincula a Dios con la suerte de la tribu y no del lugar. Esto último era costumbre entre los

pueblos vecinos.

Además de los diversos nombres que se unieron a `el (_À) para designar al Dios Señor como `el Altísimo, `el Eterno, `el de

los ejércitos, `el vivo, es necesario hacer notar que la denominación propia para Dios del pueblo de Israel es YH-VH.

El nombre de Yahveh está ligado a la experiencia más maravillosa que el pueblo de Israel tiene en su historia: la liberación

de la esclavitud, la salida de Egipto. La revelación de Dios a Moisés alcanza su momento más sublime en la comunicación

de su nombre:

Dijo Dios a Moisés: "Soy el que soy". Esto dirás a los israelitas: "Yo soy" me envía a ustedes. Dios añadió: Esto

dirás a los israelitas: El Señor Dios de sus pa-dres, Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, me envía a

ustedes. Este es mi nombre para siempre, así me llamarán ustedes de generación en generación (Ex 3,14-15).

Importantes exégetas como G. Von Rad, W. Eichrodt y C. Westermann, han tratado de explicar el significado del

tetragrama, por medio del cual el pueblo reconocía a su Dios. Especular sobre el nombre de YO SOY no tuvo importancia

para el pueblo. Lo importante era el contenido que este nom-bre expresaba: la experiencia salvífica y liberadora de Dios que

se vivió por primera vez en la salida de Egipto, pero que fue una presencia actuante, vivida y experimentada a través de toda

la his-toria de Israel. Cuando Jesús de Nazaret irrumpe en la historia y el ángel del Señor le anuncia a José el futuro

nacimiento del niño, le indica el nombre de Emmanuel, que significa Dios con nosotros, de la misma manera que el pueblo de

Israel había comprendido el nombre de Yahveh: el que está siempre presente. Sin embargo, Israel expresa con aquel

nombre lo que es su Dios, y este nombre continúa expresando hoy esa misma experiencia de un Dios que es real, porque

tiene nombre. Es un Dios personal, activo, cercano, poderoso y providente, compañero de quienes se comprometen con él,

misericordioso y libre. Es un Dios fiable que se reveló en una experiencia salvadora personal y comunitaria.

En consecuencia, el nombre de Dios no es una definición; no se trata de un ser en el sentido metafísico; no se trata de la

aseidad o la existencia absoluta. Yo soy el que soy (podría traducirse sin traicionar el original: yo soy el que está, pues tiene

el significado de una acción que permanece); es decir, estoy aquí para ayudar-es, estoy ahora y lo estaré siempre. El

convencimiento que Moisés y su pueblo tenían de la realidad de esa presencia salvadora de Dios con ellos y el saber que

Dios al revelarles su nombre se les había dado a sí mismo y por esto se comprometía con la libera-ción de Israel, permitieron

que el pueblo pudiera a su vez decir a cada paso: El Señor es nuestro Dio-s, caminare-mos en el nombre del Señor (Sal

116,9-). Cuando Israel va experimentando de manera más profunda esa presencia de Dios, el nombre de Yahveh se va

cargando de nuevos significados hasta poder afirmar que es el Señor y el rey de su pueblo y de la historia humana (Sal 96).

El nom-bre de Dios es la expresión de su cercanía, de su presencia, algunas veces terrible, otras benévola, pero siempre

eficaz.

Surge una pregunta: ¿cómo llegaron los miembros de las tribus que adoraban al Dios de los Padres a reconocer a Yahveh

como su Dios? Siguiendo a M. Noth, podría responderse con la hipótesis que él propone: al llegar a la tierra prometida el

grupo semita que venía de Egipto, debió generalizarse la opinión de que el Dios de la liberación no podía ser otro que el

Yahveh del Si-naí, y éste es el mismo Dios que hizo a los Patriarcas la promesa de la tierra. La fuerza de la fe que los

inmigrantes profesa-ban en relación con el Dios del éxodo, porque vivieron la experiencia del Señor que los había liberado de

la esclavitud y fueron los testigos del encuentro del Sinaí, permitió que todos pudieran identificarse con ellos y exclamar:

fuimos esclavos en Egipto, hemos recibido la tierra que el Señor prometió a nuestros padres.

Por eso, la primera confesión de fe de Israel habla de las tradiciones de los Patriarcas y del Exodo:

Mi Padre era un arameo errante; bajó a Egipto y residió allí con unos pocos hombres; allí se hizo un pueblo

grande, fuerte y numeroso. Los egipcios nos maltrataron y nos humillaron, y nos impusieron dura esclavitud.

Gritamos al Señor, Dios de nuestros Padres, y el Señor escuchó nuestra voz; vio nuestra miseria, nuestros trabajos,

nuestra opresión. El Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte, con brazo extendi-do, con terribles portentos, con

signos y prodigios y nos trajo a este lugar, y nos dio esta tie-rra, una tierra que mana leche y miel (Dt 26,5-9).

A estas tradiciones se une la del Sinaí que se encuentra en el segundo Credo del pueblo de Israel:

Cuando el día de mañana te pregunte tu hijo: ¿Qué son esas normas, esos mandatos y decretos que les mandó el

Señor, su Dios? le responderás a tu hijo: "Éramos esclavos del Faraón en Egipto y el Señor nos sacó de Egipto con

mano fuerte; el Señor hizo signos y prodigios grandes y funestos contra el Faraón y toda su corte, ante nuestros

ojos. A nosotros nos sacó de allí para traernos y darnos la tierra que había prometido a nuestros padres. Y nos

mandó cumplir todos estos mandatos, respetando al Señor, nuestro Dios, para nuestro bien perpetuo, para que

sigamos viviendo como hoy" (Dt 6,20-24).

A través de toda la Biblia se confirma que el nombre de Yahveh está vinculado con la historia del pueblo; y en cada

actuación dentro de su historia, el pueblo va reconociendo más a su Dios, el que los sacó de Egipto, de la casa de la

servidumbre (Os 12,-10; 13,4; Jer 2,6; Ez 20,5-6; Lev 22,3-32).

Una experiencia tardía del pueblo hebreo es bastante significativa: el nombre de YHVH no debe pronunciarse, y es

sustituido por 'Adonay = _______, no tanto en el texto escrito (ketiv), como en la pronunciación (quere), o sea en la lectura.

No era solamente una alternativa literaria, sino una interpretación: se fijaba en cierto modo un significado (y un rostro) al

YHVH de la revelación sinaítica, el del Señor .

Una experiencia que se expresa como un dialogar con Dios

Cuando Dios se presenta a Moisés lo hace como el Dios de los Padres, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (Ex

3,6-7). Así se establece una conexión entre la liberación del pueblo y la promesa de la tierra: el que promete ahora sacarlos

de la opresión es el mismo que ofreció a Abraham darle una tierra (Gn 12,2-4). Una nueva manifestación del mismo Dios,

que aparece relacionándose con el hombre como lo hace una persona con otra persona:

He visto la opresión de mi pueblo, he oído sus quejas contra los opresores, me he fijado en sus sufrimientos y he

bajado para liberarlos de los egipcios, para sacarlos de esta tierra para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa,

tierra que mana lecha y miel (Ex 3,7-8).

Un Dios que habla con el hombre. Toda esta historia de la relación Dios-hombre es un diálogo permanente entre el Señor y

su pueblo.

En este diálogo los hombres captaron la manera de actuar de Dios. Por medio del fenómeno de la palabra, el pueblo de

Israel expresó la realidad y actualidad de la experiencia de Dios como su Dios. Y así, entendida esta relación como un

diálogo, ella exige una respuesta del hombre al mismo tiempo que permite conocer quién es el Señor y quién es el pueblo,

con un conocimiento no conceptual sino dinámico y existencial. Puesto que ese diálogo se establece en la vida, Dios y el

hombre son los protagonistas de la historia.

Para el pueblo de Israel, la palabra (_____ = dabar) es una realidad dinámica que designa no sólo el concepto lingüístico

portador de un significado, sino también el contenido del mismo, es decir el acontecimiento. Dios se revela en los

acontecimientos. A esto el hombre bíblico lo interpretó como palabra: Dios ha hablado. En esto conocerán que yo soy

Yahveh: aquí tenemos una frase que se en-cuentra varias veces en la Biblia, sobre todo en los profetas. Esta frase significa

que en la presencia de Dios que bendice o castiga, el nombre de Yahveh se manifiesta y se realiza, como ocurrió en la

experiencia inicial de la liberación de Egipto (Cr. Ez 37,13s; 6,13; 34,30-). Así, en el diálogo que establecen Yahveh y su

pueblo se conoce quién es Yahveh y quién es el pueblo, no porque se haga una especulación sobre Dios, sino porque se

hace una experiencia de Él en la vida cotidiana del hombre.

La experiencia de un Dios pedagogo,

cuya ley sólo se comprende en el contexto del éxodo y la Alianza

A pesar de esa cercanía de Yahveh, el pueblo nunca entendió a Dios como un ser manipulable por el hombre. Realmente

Yahveh es un Dios-con-nosotros, pero no un Dios-a-disposición-de-nosotros. El Señor lleva siempre la iniciativa.

El llamado que Dios hace al hombre desemboca en una alianza: primero a la salida del paraíso (Gn 3,15), luego con Noé (Gn

9,8-17), más tarde con Abraham (Gn 17,1-22) y luego con Jacob (28-,11-22; 46,1-3). Dios se compromete con quienes son

cabezas de familia, pero cuando celebra la alianza con Moi-sés, Dios se compromete no ya con una persona o una familia

sino con todo el pueblo (Ex 19,1-20-21).

La primera experiencia que el pueblo de Israel tuvo de Dios fue la del salvador, "que nos sacó de Egipto". Un Dios liberador

que se ha colocado de parte de los débiles y oprimidos; un Dios de la libertad que se enfrenta al Faraón, símbolo del dominio

y de la opresión. Es un Dios que se compromete con Moisés en la empresa de sacar al pueblo de la esclavitud:

Yo soy el Señor, les quitaré de encima las cargas de los egipcios, los libraré de su esclavitud, los rescataré con

brazo extendido y haciendo justicia solemne. Los adoptaré como pueblo mío y seré su Dios; para que sepan que

soy el Señor, su Dios, el que les quita de encima las cargas de los egipcios, los llevaré a la tierra que prometí con

juramento a Abrahán, Isaac y Jacob, y se la daré en posesión. Yo, el Señor. (Ex 6,6-8).

Un Dios que cumple su promesa y los convierte en su pueblo en el Sinaí. En esa alianza Israel expresa su conciencia

histórica de pertenencia al Señor. El Dios que les ofrece alianza es el Dios que los sacó de Egipto, y como a pueblo libre les

ofrece convertirlos en el pueblo de su propiedad (Ex 19,5). Israel ya libre de la opresión es también libre para acoger o

desechar el ofrecimiento que el Señor le hace.

Considerada esta alianza como una prueba del amor y de la predilección de Yahveh, se entiende como una invitación a una

respuesta de amor y de confianza en su promesa. Pero al lado del Dios de la alianza está "el señor divino, frente al que no

cabe el regateo y el negocio sino sólo la estricta obediencia; y al mismo tiempo, el Dios Padre que ama a su hijo Israel y no

lo trata como juez y administrador". Así in-terpreta el pueblo a su Dios de la alianza a través de su historia. Cuando relee su

compromiso del Sinaí, tiene presente a Yahveh no como el amo despótico que impone unas obligaciones, sino como el Señor

que cumple la promesa que hizo a los padres y el Dios liberador de la esclavitud a que habían sido sometidos los hebreos por

los egipcios. (Cfr. Jos 24, reactualización de la alianza antes de entrar a la tierra prometida).

La alianza fue entendida como un convenio indisoluble y obligatorio para ambas partes. Por lo tanto, a la promesa de Dios

corresponde una obligación del pueblo. El proceso que se siguió hasta llegar a la formulación de la ley en el Sinaí, expresa de

manera clara cómo Israel comprendió el significado de esta alianza en su vida ordinaria. El israelita había experimentado las

normas elementales que permitían la convivencia en una sociedad organizada; era un pueblo religioso que expresaba en su

vida ordinaria la relación con Dios; y cuando llega el momento de formular por escrito la alianza del Sinaí, después de vivir la

experiencia de la liberación de Egipto, introdujo como cláusulas del pacto las diez palabras, como voluntad de Dios. El Señor

que los sacó de Egipto y les entregó la tierra, puede darles las normas de vida. Así, todo el obrar del hombre es expresión

última del acatamiento de Dios en la vida.

Fue necesario que transcurriera un largo período para que el pueblo de Israel, que desde la época seminómada había tenido

contacto con otras culturas del antiguo cercano oriente y había asimilado en gran parte sus normas de vida, fuera

acrisolando estas normas para hacerlas tan universales en el contenido y en la forma que pudieran considerarse como

expresión suficiente de la voluntad de Yahveh. De esta manera, lo específico de la ley de Israel, si se compara con las leyes

del próximo oriente, es que tales exigencias se colocan bajo la autoridad de Yahveh, el Dios de la alianza. Quizás el

enunciado de las leyes no cam-bió, pero su carácter sí.

Sólo el derecho divino garantiza la validez absoluta de los derechos humanos. No hay derechos humanos sin derecho divino,

ni derecho divino sin derechos humanos. El derecho divino apunta a la protección de los derechos del hombre, al

comportamiento social. A su vez, los derechos del hombre están fundados en el derecho divino. Por eso la correspondencia

de las dos tablas de la ley: en la primera, la opción por el único Dios, Yahveh, quien a su vez mediante los mandamientos de

la segunda tabla garantiza el respeto a los padres, la protección de la vida, de la propie-dad y del honor del prójimo.

Al mirar, entonces, estos preceptos, hay que decir que ese código de com-portamiento humano en el que se consigna la

perfección que había alcanzado el ethos humano, es ahora para Israel imperativo categórico del único verdadero Dios, del

Dios de los Padres conocido a través de la historia, y experimentado como un Dios salvador que los había liberado de la

opresión de los egipcios.

El código mismo es expresión de lo que significa la expe-rien-cia de fe original de Israel: Dios liberó al pueblo de Egipto. Así

es asumido como un modo de vida liberadora. La pers-pec-tiva de la primera tabla es la ex-presión de la fe en un Dios

liberador. Lo que se asume como su voluntad no puede ser esclavizante, sino que hay que apropiárselo en el mismo sentido

del Dios liberador. Por eso Dios mismo no es simplemente el autor del código, el legislador. Las normas no las inventó Dios,

las inventaron los hombres. Dios es más que un legislador: es el pedagogo de la libertad, es un Dios liberador que va a

conducir a los hombres en el sentido de la liberación. De ahí que la comprensión y el sentido original de la ley se pierden,

cuando se los separa del hecho liberador éxodo-alianza.

La libertad de Israel dependerá siempre de la aceptación y de la fidelidad a la alianza (Dt 30,15). Yahveh, como Dios de la

alianza, concede a Israel el don de la ley. Así, la ley no es una imposición, no dificulta la vida del hombre, sino que, por el

contrario, el verdadero israelita se alegra al observar la ley (Cfr. todo el salmo 119).

Dichoso el que con vida intachable camina según la voluntad del Señor. Dichoso el que, guardando sus pre-ceptos, lo busca

de todo corazón. (Sal 119,1-2).

La Ley es la orientación para el que quiere poner todo su ser bajo la dirección de Dios. San Pablo la entenderá más tarde

como la niñera, hasta la llegada del Mesías (Gal 3,24). Los profetas insisten en la interiorización de la ley y en la necesidad

de recibirla como un don, como una gracia que hace al pueblo libre y responsable (Jer 11,1-5). Lo más importante es la

relación del hombre con Dios, y en esa relación todos los preceptos morales tienen sentido como expresión del amor de

Dios. Por eso, el Deuteronomio sintetiza la respuesta del hombre al amor gratuito que el Señor le ofrece, en un precepto que

compromete al hombre total:

Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. Las palabras que hoy te digo

quedarán en tu memoria, se las inculcarás a tus hijos y hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y

levantado; las atarás a tu muñeca como un signo, serán en tu frente una señal; las escribirás en las jambas de tu casa y en

tus portales (Dt 6,5-9).

Esta concepción de la ley como expresión del amor mutuo entre el hombre y su Dios, fue tomando más adelante un carácter

legalista. Después del exilio se empieza a hacer énfasis en los derechos y deberes que se derivan de la alianza de Dios con

Israel, lo que abre paso a una concepción formalista del actuar del hombre y de las normas. El Señor es entonces un Dios

legislador, concepción de Dios que parece olvidar los rasgos del Dios del éxodo. Los profetas, con su crítica al culto

formalista y a los excesos legales, ayudan a un pequeño resto, que se aparta de la línea farisaica de interpretación de la ley,

a conservar la imagen del Dios salvador, el Dios mismo que nos manifiesta Jesucristo.

Regreso

 

UNA EXPERIENCIA CUYA MEJOR EXPRESIÓN SON LAS IMÁGENES

Los profetas viven una experiencia tan profunda de Dios, que les permite juzgar la situación histórica en que viven y

anunciar que la ingratitud del pueblo frente al Dios santo y bondadoso significa la ruptura de la alianza. Pero esa experiencia

no los aleja de las esperanzas, angustias y necesidades del pueblo, antes bien ese doble compromiso con Dios y con el

pueblo, los lleva a comunicar su vivencia de Dios por medio de los más bellos símbolos e imágenes que explican al mismo

tiempo la relación de Dios con el pueblo y su propia experiencia personal. De esta manera evitaron que, con la insistencia en

Dios como fundador de una alianza, se empobreciera la imagen que el pueblo tenía de Yahveh.

Expresar la relación con Dios por medio de las figuras del padre, de la madre, del matrimonio, del redentor (_À_ = g'hl,), es

hablar del Dios amor, del Dios misericordia, del Dios bondad, que sabe perdonar y olvidar los devaneos del pueblo con los

dioses y con las costumbres paganas de los pueblos vecinos.

También los salmistas nos presentan una fuerte relación del orante con su Dios. Realmente en el libro de los salmos se

encuentra todo el transcurrir de la vida humana con sus alegrías y tristezas, sus esperanzas y desilusiones. El salterio hace

parte de la Biblia que con razón ha sido llamada "el monumental libro-maestro de la historia, en el que Dios escribe todos los

acontecimientos humanos y en donde están registrados todos los sufrimientos del hombre". Veamos algo sobre estas

expresiones:

Dios Padre-Madre

La experiencia familiar del padre, de la madre y de los hijos, es quizás la más admirable y comprensible para todos, cuando

se quiere hablar del amor de Dios.

El padre tenía una función de señorío en el ambiente patriarcal de la época del Antiguo Testamento. Prácticamente era él

quien debía planear el futuro de la familia. Por eso para los israelitas llamar a Dios padre evocaba una experiencia y una

esperanza. El Señor se había manifestado como un padre con el pueblo, y en él estaban seguros.

Cuando la Biblia habla de Dios Padre , ciertamente no está determinando el género masculino de la divinidad. Es cierto que

esta denominación y esta traducción están condicionadas sociológicamente y sancionadas por una sociedad de carácter

varonil. Pero, realmente, a Dios no se le quiere concebir simplemente como a un varón. Sobre todo en los profetas, Dios

presenta rasgos femeninos maternales. La noción de Padre aplicada a Dios, debe interpretarse simbólica-mente. Padre es

un símbolo patriarcal -con rasgos maternales-, de una realidad transhumana y transexual que es la primera y la última de

todas.

El profeta Oseas en el capítulo undécimo, trae uno de los textos más bellos del Antiguo Testamento. La experiencia del

amor de Dios hace decir al profeta que el Señor ha ejercido las tareas de un padre-madre con el pueblo. Cuando el pueblo

de Israel empezaba su vida, el Señor lo cuidó como un padre y una madre cuidan a sus hijos: le enseñó a caminar y lo cuidó

en el desierto; le dio el maná, las codornices y el agua para su sustento en el momento en que el pueblo los necesitaba;

aunque el pueblo le fue infiel, con manifestaciones de amor lo atraía. La alianza pactada en el Sinaí nunca fue rota por parte

de Dios; más aún, ante las fallas del pueblo, el Señor estaba presto a perdonarlo; no había rencor ni deseo de venganza

porque, como lo dice el profeta, es Dios y no hombre (v. 9).

Cuando Israel era niño lo amé, y desde Egipto llamé a mi hijo.... Yo enseñé a andar a Efraín y lo llevé en mis brazos, y ellos

sin darse cuenta de que yo los cuidaba. Con correas de amor los atraía con cuerdas de cariño. Fui para ellos como quien

levanta el yugo de la cerviz; me inclinaba y les daba de comer (Os 11,1.-3.4).

También otros profetas presentan a Dios con características materno-paternales: un Dios que consuela a los hijos que se

marchan llorando, porque los conduce hacia torrentes por vía llana y sin tropiezos (Jer 31,9); un Dios a quien le duele

reprenderlos:

¡Si es mi hijo querido Efraim, mi niño, mi encanto! Cada vez que le re-prendo me acuerdo de ello, se me conmueven las

entrañas y cedo a la compasión. (Jer 31,20).

Por eso, el pueblo puede invocar al Señor como a su Padre: Tú eres nuestro padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero (Is

64,7). No la reprimas que eres nuestro Padre... Tú Señor, eres nuestro Padre, tu nombre de siempre es "nuestro redentor"

(Is 63,16).

Esa ternura del amor de Dios queda expresada de manera inigualable en la figura de la madre:

¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvide, yo

no te olvidaré (Is 49,15). Como a un niño a quien su madre consuela, así los con-solaré yo (Is 66,13).

Realmente el pueblo se sentía hijo de Yahveh. Desde la primera experiencia salvífica de Dios en la salida de Egipto, el

Señor ordenó a Moisés decir al Faraón: Así dice el Señor. Israel es mi hijo primogénito, y yo te ordeno que dejes salir a mi

hijo para que me sirva (Ex 4,23). Y esa seguridad que la experiencia de Dios-Padre daba a los israelitas no les permitía

sentirse huérfanos porque, si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá (Sal 27, 10). La relación con Dios

que expresa el salmista en su oración le permite manifestar en el salmo 131, el vínculo maternal y filial que se establece

entre Dios y el orante:

Señor, mi corazón no es ambicioso ni mis ojos altaneros: no pretendo grandezas que superan mi capacidad, Sino que acallo y

modero mis deseos: como un niño en brazos de su madre, como un niño está en mis brazos mi deseo. Espere Israel en el

Señor ahora y por siempre.

La paternidad de Dios evocaba también una atención especial y una relación de protección de frente a aquellos que

necesitaban ayuda y cuidado. Los profetas muestran la predilección de Dios por los pobres, los pecadores, los huérfanos y

las viudas, en una palabra por todos aquellos que sólo podían esperar la salvación de la intervención amorosa del Padre que

se preocupa más por los hijos desprotegidos y abandonados por los demás.

Con frecuencia se hacen objeciones a la presentación de Dios como padre. Estas surgen desde el psicoanálisis freudiano o

por las diferentes experiencias paternales en el mundo de hoy a causa de la inestabilidad de los hogares modernos. Para

Freud, el dios-padre es el fantasma del hombre-niño que no se atreve a afrontar la realidad; por otra parte, a pesar de que

nuestra sociedad aún conserva sus tradiciones familiares, se encuentran ya niños que no tienen una imagen del padre, y para

otros esta imagen es muy negativa.

Los intentos de respuesta a estas cuestiones han sido numerosas. Muy conocida es la de la analogía que se da cuando se

afirma que Dios es padre: uno sabe por experiencia lo que es un padre, pero al llamar padre a Dios también uno es

consciente de que Dios es Padre de un modo radicalmente distinto al padre humano. Desde la psicología, Vergote, da

también una respuesta:

Dios se presenta en efecto con las mismas cualidades que el padre: autor de una ley moral, formulada negativamente en

razón de la exigencia de espiritualización que contiene; modelo y santidad a imitar; y en fin, providencia por la donación de

una promesa que orienta al hombre no ya hacia el paraíso arcaico de sus deseos, sino hacia una felicidad final, culmen de la

espiritualización humana.

Sin embargo, la respuesta definitiva a la crítica freudiana, y a cualquier otra crítica, está en la experiencia de Jesús de

Nazaret. Se hablará de ella en el capítulo que trata sobre el Dios de Jesucristo.

En muchas ocasiones se invoca a Dios Padre cuando un sufrimiento o una experiencia dolorosa nos acosa, con la seguridad

de encontrar en él un refugio y un consuelo. Pero, en la alegría y el gozo también debe dirigirse la mirada a ese Dios Padre

que creó al hombre para verlo feliz, y que como Padre amoroso se alegra con nuestras alegrías y goza viendo nuestra

felicidad. De otra manera la relación con Dios lo convierte en un "tapahuecos", a quien sólo se acude cuando se necesita.

Dios esposo

La relación con Dios también la experimenta el pueblo como la relación que se da entre los esposos. El Señor es un esposo

que no exige nada por su amor; que engañado o abandonado por su esposa, sigue amándola. Israel se ha prostituido, ha

abandonado a su Dios para seguir a otros dioses, pero el Señor no abandona a su pueblo con quien celebró una alianza. Más

aún, aleja a su esposa de sus amantes, la lleva al desierto para hablarle al corazón a solas, en la intimidad, como un

enamorado que quiere restablecer la relación que se ha deteriorado o roto (Os 2,16).

No temas, no tendrás que avergonzarte, no te sonrojes, no te afrentarán; olvidarás el bochorno de tu soltería, ya

no recordarás la afrenta de tu viudez, pues el que te hizo te toma por esposa; su nom-bre es Señor de los ejércitos.

Tu redentor es el Santo de Israel, se llama Dios de toda la tierra (Is 54,4-5).

También Jerusalén es la expósita que el Señor recibe y, aunque después se prostituye, el Señor se acordará de la alianza que

hizo con ella en su juventud y volverá a celebrar con ella una ali-anza eterna (Ez 16).

Dios amor

El profeta Oseas también describe de manera maravillosa el amor de Dios. Después de la comparación de Dios con el

padre-madre que cuida a los hijos, aparecen en el capítulo 11 dos ideas que parecen el anticipo del Dios amor, que desarrolla

Juan en su primera carta.

Dice Oseas: Los atraje con liga-duras de amor, con cuerdas de cariño; fui para ellos como quien alza una criatura contra su

mejilla (11,4). Un amor que busca, que quiere conquistar; un amor que aunque sea rechazado no se cansa ni abandona al ser

amado. Pero, sobre todo, un amor que no guarda rencor, que todo lo perdona y todo lo olvida. Y más adelante continúa el

profeta:

¿Cómo podré dejarte Efraim? ¿ cómo entregarte a ti Israel?... me da un vuelco el corazón, se me revuelven todas

las entrañas, no cederé al ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraim, pues soy Dios y no hombre, el Santo

en medio de ti (11,8s).

Es la experiencia de un amor que se da, que se ofrece gratuitamente, que se presenta siempre como una invitación a ser

amado y que nunca falla, porque su amor es fuerte con nosotros y su fidelidad dura por siempre (Sal 117,2).

Yahveh es el pastor

La imagen del pastor que cuida los rebaños es muy frecuente entre los profetas y los sabios de Israel, para describir las

relaciones de Yahveh con su pueblo. La figura del pastor tal vez no es muy común en ciertos países tropicales, pero sí

sabemos que un buen pastor está siempre atento a las necesidades de su rebaño, se preocupa por las ovejas más pequeñas y

desprotegidas, y en caso de un accidente, recoge a la oveja enferma y la cuida con cariño. La experiencia que el pueblo

tenía de la protección de Dios, se asemejaba a los cuidados del pastor. Así dice el profeta Isaías que se debe hablar de Dios:

como un pastor que apacienta el rebaño, su brazo lo reúne, toma en brazos los corderos y hace recostar a las madres (Is

40,11); el salmista invoca a Yahveh como su pastor que guía al pueblo (Sal 80,2) y el pueblo se siente seguro con su pastor

porque con él nada le puede faltar (Sal 23).

Yahveh es el redentor

La experiencia del redentor-rescatador (go'el) en el pueblo de Israel es muy significativa. Como institución jurídica el go'el

debía redimir las tierras que su pariente había puesto en venta por falta de dinero para que no salieran de las posesiones de

la familia (Lv 25, 23-); en el clan o en la tribu, un pariente, (el go'el), debía pagar el valor del rescate del hermano que se

había convertido en esclavo por haberse arruinado (Lv 25,47-). Estas obligaciones se basaban en la solidaridad. También se

tiene al Señor como el redentor:

No temas que te he redimido, te he llamado por tu nombre, tú eres mío... Como rescate tuyo entregué a Egipto y

Sabá a cambio de ti; porque te aprecio y eres valioso y yo te quiero... No temas que conti-go estoy (Is

43,-1b.4a.5a.).

Yahveh es la roca y la fuente de agua

Cuando el salmista, que representa al hombre que sufre porque se encuentra en la más profunda tribulación o en un peligro

de muerte inminente, vuelve sus ojos hacia el Señor, lo invoca con una serie de imágenes que revelan la seguridad que tiene

en Dios por la experiencia de sus vivencias anteriores.

¡Cuánto te amo, Señor, mi fortaleza! ¡Señor, mi peña, mi alcázar, mi libertador, Dios mío, roca mía, refugio mío! ¡Mi

fuerza salvadora, mi baluarte famoso! (Sal 18,2-3).

La roca es un símbolo de la seguridad y el fundamento sólido de la tierra. Así Dios es el fundamento de la vida y la base

segura sobre la cual el hombre edifica su futuro con solidez.

La sequedad de la tierra y la necesidad de agua que experimenta también el hombre, han servido al salmista para

mostrar la necesidad de Dios que el hombre siente, porque sólo en él encontrará el agua que da vida y que

apagará la sed definitivamente (Cfr. Jn 4,14).

Mi aliento desfallece, mi corazón dentro de mí está yerto. Recuerdo los tiempos antiguos, medito todas tus acciones,

considero la obra de tus manos y extiendo mis brazos hacia ti, tengo sed de ti como tierra reseca (Sal 143,4-6).

En el salmo 42, mientras el salmista experimenta la ausencia de Dios con nostalgia y desaliento, en la profundidad de su ser

va creciendo la confianza y la esperanza; así encuentra la imagen muy conocida de la necesidad de agua que sienten los

animales, para expresar su ansia de Dios:

Como busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; tiene sed de Dios, del Dios vivo:

¿cuándo entraré a ver el rostro de Dios? (Sal 42,2-3)

La experiencia de los favores que Dios a través de la historia había hecho al pueblo, eran comparables con los beneficios

que el agua produce en la tierra, pero ese Dios de la historia les da a beber el torrente de sus delicias porque en él está la

fuente viva (cfr. Sal 36,9-10).

Ciertamente todas estas imágenes no agotan la experiencia de Dios en el pueblo, pero sirven para expresar de ma-nera

existencial la vivencia del amor, la bondad y la misericordia de Dios. Israel estaba convencido de la presencia del Señor en

medio de su pueblo y no pudo menos que expresar esta vivencia con las realidades humanas, tales cuales las experimentaba.

Regreso

 

EL ROSTRO DE DIOS COMO LO PERCIBIÓ ISRAEL

Aunque en el Antiguo Testamento no se puede hablar propiamente de atributos de Dios, sí se puede descubrir una

percepción particular de Dios en sus manifestaciones en la historia del pueblo que se identifican con nombres y cualidades a

la manera del hablar del hombre.

Dios bueno y misericordioso

La Biblia funda la bondad de Dios no en su ser metafísico sino en sus promesas y su fidelidad a las mismas.

Las imágenes del padre, del esposo, o del pastor, muestran la bondad y la misericordia de Dios. Todas las referencias a la

alianza de alguna manera hablan del Dios bueno y misericordioso que la mantiene. Israel está convencido de que el auxilio y

la bondad de Yahveh están siempre presentes en el pueblo porque su Dios le había ofrecido una alianza; y en el contexto de

la alianza el mismo Dios lo explica:

El Señor pasó ante él (Moisés) proclamando: El Señor, el Señor, el Dios compasivo y clemente, paciente,

misericordioso y fiel, que conserva la misericordia hasta la milésima generación, que perdona culpas, delitos y

pecados, aunque no deja impune y castiga la culpa de los padres en los hijos, nietos y bisnietos (Ex 34,-7).

En la misericordia de Dios se fundamenta la esperanza del perdón:

Señor paciente y misericordioso, que perdonas la culpa y el delito, pero no dejas impune; que castigas la culpa de

los padres en los hijos, nietos y bisnietos, perdona la culpa de este pueblo por tu gran misericordia, ya que lo has

traído desde Egipto hasta aquí (Ex 14,18s).

Esta misericordia de Dios no excluye el castigo para restablecer la alianza rota (Ex 34,7; Num 14,20) porque como Padre,

educa reprendiendo:

El Señor reprende a los que ama, como un padre al hijo preferido (Pro 3,12).

El fiel israelita está convencido de la bondad y misericordia de Dios; por eso invita a alabar al Señor y a darle gracias porque

es bueno y es eterna su misericordia (Sal 136).

Yahveh, ¿un Dios violento?

Cuando se lee de seguido el Antiguo Testamento de inmediato se plantea una contradicción: no es posible que el Dios que

promete, por boca del profeta Isaías que al final de los tiempos de las espadas forjarán arados; de las lanzas, podaderas, no

alzará la espada pueblo contra pueblo, ya no se adiestrarán para la guerra (Is 2,4), el Dios santo de Israel, exija a Abraham

sacrificar a su hijo (aun-que también le ordena detenerse antes del sacrificio) (Gn 22,12), que se muestre como el Dios que

manda la peste (Ex 9,1-12), que permite en la época de los jueces que Jefté sacrifique a su hija (Jue 11,30-40), que ordena

por intermedio de Elías dar muerte a cuatrocientos cincuenta profetas de Baal (1 Re 18,22-40), y que tolera la ley del

anatema por medio de la cual los israelitas exterminaban toda la ciudad con sus habitantes cuando en ella se rendía culto a

dioses extranjeros (cfr. Dt. 13,13; Num 21,28-s; Jos 7,10-26). Pero mucho más nos desconcierta cuando el salmista implora

a Yahveh venganza contra el pueblo que los oprimió en el exilio (Sal. 137,7-9).

Varias cosas hay que tener presentes cuando se quieren interpretar correctamente los textos que hablan de la violencia en la

Biblia, un universo que ciertamente está orientado por el amor de Dios. En primer lugar, las categorías que emplean los

escritores bíblicos no son como las de nuestro tiempo y con esas se ha de interpretar. El problema arranca en una forma de

pensamiento en el que la palabra violencia puede denotar desorden, dolor o cualquier actividad destructora que es

inaceptable en la vida humana, y por lo tanto contraria a Dios. Pero, sobre todo, el pueblo de Israel debió defender sus

derechos y sus creencias primero frente a los Egipcios y luego entre los cananeos, por medio de combates en los cuales

Dios estaba presente.

Por otra parte, estos relatos corresponden a tradiciones muy antiguas de la mayoría de pueblos paganos preisraelitas. En el

medio y en el tiempo en que se mueven los autores sagrados, estaba muy difundida la ideología de un Dios guerrero y el

pensar en las guerras como empresas en las que interviene la divinidad; también la grandeza del rey estaba en la ampliación

de sus dominios por medio de conquistas violentas de sus tierras. Yahveh, el Dios de Israel, no era menos que los reyes

vecinos. Si el pueblo conquistaba un territorio, Yahveh había sido el organizador del ejército y de la conquista. Si el rey debía

castigar a individuos o pueblos, era la voluntad de Dios la que se cumplía en el castigo. No había separación absoluta entre la

voluntad de Dios y la del gobernante o legislador. Sin embargo, los autores posteriores de la conquista hacen una relectura

muy diferente, gracias a la tradición sacerdotal que intentó corregir la historiografía precedente, sustituyéndola por su

versión. Esta tradición que se forma después del destierro tiene en cuenta el fracaso de la política militarista de los pueblos

de Israel y de Judá, y por lo tanto se propone dar vida a una comunidad que después del destierro pueda vivir en paz, al

rededor del templo y de la ley. Realmente, la experiencia del destierro les revela un nuevo rostro de Dios. En la condición de

un pueblo perseguido acuden a su Dios que no puede tener las características del perseguidor, guerrero y combativo; por el

contrario Yahveh se fue convirtiendo en el que está de parte de los perseguidos, perdiendo así la imagen del dios guerrero.

Pero esta tradición sacerdotal no descartó la imagen de un Dios violento, que excluyera toda violencia humana, porque Dios

es justo y capaz de derribar todos los imperios que se le opongan. Basta leer la narración sacerdotal del paso del Mar Rojo

(Ex 14,4). Una manifestación gloriosa de Dios, salvífica y liberadora para Israel, pero violenta y destructora para los

egipcios. El canto de Moisés y de su hermana María (Ex 15) merece una mención especial:

Cantaré al Señor, sublime es su victoria, caballos y carros ha arrojado en el mar. Mi fuerza y mi poder es el Señor

él fue mi salvación. El es mi Dios: yo lo alabaré; el Dios de mis padres: yo lo ensalzaré. El Señor es un guerrero, su

nombre es el Señor (v. 1-3).

En los versículos siguientes se celebra la revelación del poder de Dios en el paso del Mar Rojo, y luego el temor de las

naciones al paso Israel en su ca-mino hacia la tierra prometida. El autor coloca el cántico en labios de Moisés, pero es claro

que ya ha sucedido la conquista de Canaán (v.13) y el Templo está construido (v. 17). Es un canto del pueblo en el Templo,

que quería manifestar su seguridad en el poder ilimitado de Dios que los protegía y, por lo tanto, no debían preocuparse más

por el peligro de las guerras porque todos los pueblos temían a Yahveh.

En el Nuevo Testamento, el Dios guerrero también está presente: Jesús en Gethsemaní, dice a uno de sus discípulos que no

lo defienda y meta su espada en la vaina porque el que a hierro mata a hierro muere. Pero Jesús cree que el poder de Dios

puede vencer a sus enemigos (Mt 26,53): es preciso recordar que Mateo conserva las tradiciones judías; este episodio lo

narra Juan de manera diferente (18,3-6).

El pueblo conocía la ley del talión y pedía al Señor la retribución de mal con mal. La civilización occidental ha profundizado

en las motivaciones de las acciones y deseos humanos; estos estudios permiten comprender también los sentimientos de los

antiguos frente al mal en cualquiera de sus manifestaciones; por eso el salmista o el profeta identifican en lo profundo al

propio enemigo como enemigo de su Dios y así en el salmo 83 cuando el orante pide al Señor que aniquile a los enemigos,

termina pidiendo su conversión:

Cúbreles el rostro de ignominia, para que te busquen a ti, Señor; abrumados de vergüenza para siempre, perezcan

derrotados; y reconozcan que te llamas Señor, que tú eres el Soberano de toda la tierra (17-19).

Los profetas, en algunos textos, acompañan las expresiones de ternura de Yahveh para con el pueblo, con las amenazas de

su ira justiciera ante las infidelidades del pueblo (cfr. Os 11, 1-6). Realmente es un Dios con dos caras, que muestra su

aspecto tremendum para hacer justicia, rostro que parece secundario frente al fascinans que se complace en hacer favores

a su pueblo y mostrarse benevolente con el que lo invoca. Bastan unos pocos ejemplos:

Del mismo modo que anduve presto contra ellos para extirpar, destruir, arruinar, perder y dañar, así andaré

respecto a ellos para reconstruir y replantar -oráculo de Yahveh- (Jer 31,28).

Yo modelo la luz y creo la tiniebla, yo hago la dicha y creo la desgracia (Is 45,7).

Yahveh da muerte y vida, hace bajar al sheol y retornar. Yahveh enriquece y despoja, abate y ensalza (1 Sam

2,6-7).

A pesar de todo, en medio de este horizonte cultural en el que hay que entender estos textos del Antiguo Testamento, la

violencia de Dios aparece siempre superada por esa ternura y misericordia porque, como ya lo hemos visto, no cederé al

ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraim, pues soy Dios y no hombre, el Santo en medio de ti (Os 11,9). Será

necesario que Jesús asuma todo el dolor y el sufrimiento hasta la muerte para que se revele la verdadera cara del Dios de la

paz, de la no violencia, de la vida.

Quienes hoy quieren justificar la guerra guerra santa en nombre del Dios del Antiguo Testamento, no han logrado

comprenderlo; y menos justificados estarán si son cristianos, porque frente a Jesús muerto víctima de la violencia de los

hombres, pero resucitado por Dios, "la violencia humana ha tenido que quitarse su máscara. Ya no es posible que vuelva a

proponerse, ni siquiera como medio para resolver determinados problemas y alcanzar finalidades positivas de naturaleza

política o religiosa. Es en realidad pura y simple destructividad. Los violentos no pueden presentar ninguna excusa, ni mucho

menos una razón: están equivocados".

Yahveh, el Dios de los pobres

Para el pueblo de Israel Yahveh es el Dios que ha escuchado el clamor de los pobres desde que acudieron a Él en Egipto

(Ex 3,7-10) y los siguió escuchando a través de toda su historia. Ese reconoci-miento a su Dios comprometido con los

pobres lo manifestaban de manera especial en la celebración de la Pascua cuando reactualizaban aquella primera

experiencia del amor de Dios para con quienes nada podían esperar de los poderosos de la tierra. Los hombres que se han

comprometido con el Señor en la alianza deben ponerse al servicio de los hombres que sufren la pobreza y la opresión. Una

de las normas que el Señor les transmitió antes de la entrada a la Tierra Prometida, manifiesta el derecho de los pobres a ser

atendidos en sus necesidades. Al reconocer el verdadero rostro de su Dios, se sienten comprometidos con los pobres que

viven entre ellos:

Si hay entre los tuyos un pobre, un hermano tuyo, en una ciudad tuya, en esa tierra tuya que va a darte el Señor, tu

Dios, no endurezcas el corazón ni cierres la mano a tu hermano pobre. Abrele la mano y préstale a la medida de su

necesidad (Dt 15,7).

Si un hermano tuyo se arruina y no puede mantenerse, tú lo sustentarás para que viva contigo como el emigrante o

el sirviente. No le exijas ni intereses ni recargo. Respeta a tu Dios, y viva tu hermano contigo. No le prestarás

dinero a interés ni impondrás recargo a su sustento. Yo soy el Señor tu Dios, que los saqué de Egipto para darles la

tierra de Canaán y ser su Dios. (Lv 25,35-38).

Una de las leyes del Deuteronomio que después asumirá Jesús (Mat 26,11), muestra esa predilección del Señor por los

desvalidos:

Nunca dejará de haber pobres en la tierra; por eso yo te mando: "Abre la mano a tu hermano, el pobre, el

indigente de tu tierra" (Dt 15,11).

Los profetas presentan a Dios como el protector de los pobres, que castiga los abusos de los poderosos (Cfr. 1 Re 21, el

episodio de la viña de Nabot), y que prefiere la misericordia a los sacrificios (Os 6,6), que desprecia los sacrificios y no

escucha las plegarias de quienes tienen las manos llenas de sangre:

Cesen de obrar el mal, aprendan a obrar bien; busquen el derecho, enderecen al oprimido; defiendan al huérfano,

protejan a la viuda. Entonces vengan y litigaremos -dice el Señor-. (Is 1,16-18a).

Porque la conducta que hace al hombre agradable a Dios no es el ayuno sino abrir las prisiones injustas, hacer

saltar los cerrojos de los cepos, dejar libres a los oprimidos, partir el pan con el hambriento, hospedar a los pobres

sin techo, vestir al que ves desnudo y no esquivar a tus semejantes (Is 58,6-7).

Dios creador

Quizás algunos pudieran extrañarse de que al hablar de Dios en el Antiguo Testamento no se hubiera empezado por hablar

de Dios como creador, puesto que con la creación se inicia la Biblia. Pero, como se ha dicho anteriormente, la primera

experiencia de Dios que tuvo el pueblo de Is-rael fue la de Dios Salvador, el que los sacó de Egipto, y así lo afirma la

primera con-fe-sión de fe del pueblo de Israel que se encuentra- en el libro del Deuteronomio 26,5-9 (cfr. p. 27-28 ).

El desarrollo del credo israelita permite afirmar que pasaron varios siglos antes de que se confesara la fe en el Dios creador.

El credo que se conserva en la oración de Nehemías (Neh 9), escrito hacia el año 400 a.C., por primera vez incluye entre

las grandes intervenciones de Dios en la historia la confesión de fe en un Dios creador. En muchos siglos el hombre bíblico

no necesitó formular como artículo de fe que Dios fuese su origen, el creador de todo lo que existe. El Señor era el salvador

y la naturaleza le estaba sometida cuando la necesitaba para liberar a su pueblo (Ex 15,1-8; Sal 114; Jos 10,5-14, etc.). Pero

en todos estos textos no se quiso manifestar el poder, la omnipotencia de Dios, sino su bondad. Si Yahveh dominaba la

naturaleza era porque el Señor luchaba por Israel (Jos 5,14).

Sin entrar en detalles de las teorías que presentan C. Westermann y G. von Rad, en las que Westermann afirma que el

pensamiento de la creación es anterior a la alianza, y von Rad lo considera posterior y consecuencia de la relación

establecida en ella, vamos a hacer algunas consideraciones que se relacionan con la manera como el pueblo de Israel

experimentó a Yahveh creador.

Para llegar a incluir entre sus artículos de fe la confesión de Dios como creador, la expresión de la experiencia de Dios tuvo

su proceso. En tiempos de David y Salomón, cuando se fortaleció el estado y se vivió una cierta prosperidad, las condiciones

históricas favorecieron la reflexión teológica. El Dios Salvador tuvo entonces un rostro más universal. Poco a poco se fue

remontando su historia hasta los orígenes, pasando por las historias de los patriarcas. Pero el problema del mal siguió

inquietando y se convirtió en pregunta acuciante: ¿Tiene el mal su origen en Dios?

El autor yahvista respondió: el hombre modelado del barro por Dios, fue creado como ser libre y como tal rechazó el plan de

Dios, y así entró por el hombre, el mal en el mundo (Gn 2,4-3, -24). Luego, si el mundo fue creado bueno por Dios, entonces

en Dios no está el origen del mal.

Esta respuesta fue suficiente para satisfacer las inquietudes del pueblo por varios siglos. Pero cuando los israelitas entraron

en contacto con las costumbres y creencias de los babi-lo-nios en la época del exilio, se encontraron con Marduk, un dios

poderoso que crea y recrea el mundo. ¿Es Marduk superior a Yahveh? ¿Nuestro Dios alfarero que se pasea por el jardín

del edén en donde colocó al primer hombre, tiene poder para liberar al pueblo de la nueva esclavitud a que nos ha sometido

Babilonia que tiene por dios a Marduk? Les correspondió a los sacerdotes responder a la angustia de los israelitas y lo

hicieron con el capítulo primero del Génesis, en el que la palabra de Dios basta para que el mundo exista y se organice. Todo

lo que existe es obra de Dios, quien ha preparado un lugar bueno para el hombre. Así, el Dios del pueblo oprimido es más

fuerte que el de los opresores; y por lo tanto, podían sentirse seguros porque habrá una nueva liberación.

Entonces de manera diferente y con otra intención, aparece la misma doctrina que había presentado siglos atrás el autor

yahvista: todo lo que existe es criatura de Dios; todo es obra del amor de Dios a los hombres. Confesar a Dios creador es

hacer una afirmación religiosa y no científica. Así lo comprendió siempre el pueblo de Israel. Confesar a Dios como creador

es afirmar que todo lo que existe es criatura de Dios, todo es obra del amor de Dios a los hombres.

Si el Dios salvador, el que los sacó de Egipto y les ofreció una alianza, es además el creador, Yahveh es un dios universal,

porque su bondad no se circunscribe al pueblo de Israel sino a todos los pueblos. En otras palabras, no hay oposición entre

naturaleza y salvación, ni puede hablarse de una historia sagrada y otra pro-fana: todo lo que existe se resume en una

historia que tiene por protagonistas al mundo, al hombre y a Dios; y esa única historia es toda una historia de salvación. La

creación es un anticipo de la liberación del éxodo y de la liberación definitiva, porque el mismo Dios es quien ejecuta el plan

de salvación pasado, presente y futuro.

La idea de la creación en la Biblia está impregnada por la confesión de Dios liberador: no se descubre la creación desde la

salida de Egipto, pero sí se moldea totalmente desde él, pues el Dios del relato del Génesis es ya el Dios experimentado en la

liberación y en la alianza.

Aunque Jeremías es el primer profeta que habla de la creación (32,17; 33,25), el Deutero-Isaías es el que desarrolla

sistemáticamente la idea. La época en que se da su mensaje es la del destierro; con el fin de dar ánimo a los cautivos, Isaías

necesita hablarles del poder de Yahveh así como lo hicieron los sacerdotes: Yahveh que cimentó la tierra y desplegó el cielo

(Is 48,13-), ahora llama a Ciro para que cumpla su voluntad contra Babilonia y los caldeos (48,14).

En el Deutero-Isaías, la doctrina de la creación aparece siempre unida y dependiente de la salvación: Yahveh es creador de

Israel porque es su salvador y como es el creador, es el salvador de todo lo creado.

Cielos destilen el rocío; nubes derramen la victoria; ábrase la tierra y brote la salvación y con ella germine la

justicia; yo el Señor, lo he creado (Is 45,8).

Así dice el Señor Dios que creó y desplegó el cielo, afianzó la tierra con su vegetación, dio respiro al pueblo que la

habita y el aliento a los que se mueven en ella. Yo el Señor, te he llamado para la justicia, te he tomado de la mano,

te he formado y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones, para que abras los ojos de los ciegos,

saques a los cautivos de la prisión y de la mazmo-rra a los que habitan en tinieblas (Is 42,5-7).

Como puede observarse, el profeta no pretende dar una doctrina sobre Dios creador. No hay una confesión de fe en la

creación por sí misma; el poder de Dios creador es el que se manifiesta en la historia. La creación es el primer acto

salvífico.

De la misma manera los salmistas hablan del Dios creador. El salmo 136,5-9 alaba las obras maravillosas del Señor en la

creación, pero a partir del verso 10 la alabanza se hace por las intervenciones históricas de Dios. Creación y salvación son

dos manifestaciones de esa salvación, porque hay algo común en ellas: son efecto del amor de Dios. En el texto bíblico

frecuentemente se encuentran el cosmos y la historia fundidos en la alabanza.

En los salmos 33, 147 y 148 se confunden las alabanzas a Yahveh, por la creación y la salvación. Vale la pena hacer notar

el salmo 147 en el que se entrecruzan las alabanzas a Yahveh por las obras maravillosas que ha realizado con su pueblo (vv.

2-3.6.10-11.13.-14.19-20) con las a Yahveh como creador (vv. 4-5.8-9.15-18). Todo se transforma en ocasión de alabanza

en el salmo 148. Razón tiene von Rad cuando afirma: "Encontramos atestiguada en muchas ocasiones la fe en la creación

del mundo llevada a cabo por Yahveh. Pero la vemos sin independencia, no como un motivo religioso de plena actividad, que

se expresase por sí mismo, es decir, como tema principal; sino siempre en referencia, más aún, en dependen-cia de los

contenidos y apetencias de la fe en la salvación".

Según esto, se ve cómo para el hombre bíblico hablar de Dios cre-ador es hablar de Dios salvador. ¿Por qué, entonces,

cuando hoy confesamos el primer artículo del credo, olvidamos que el título que damos a Dios es el de padre, modificado por

el todopoderoso, porque es el creador del cielo y de la tierra? Lo principal de la confesión de fe es afirmar la bondad y

fidelidad de Dios y su amor paternal, antes que su omnipotencia; y esa omnipotencia de Dios no se refiere al poder que los

hombres ambicionan; el poder de Dios no es opresor, sino liberador, porque el poder de Dios se manifiesta cuando ayuda a

su pueblo "con mano fuerte y brazo poderoso" (Dt. 26,8).

Entonces, creer hoy en Dios como creador significa aceptar a los hombres como hermanos, ninguno inferior a mí; significa

respetar la naturaleza extrahumana, como mi mundo circundante a los que no puedo manejar a mi antojo, porque yo soy

criatura de Dios y también mis hermanos y mi entorno son criaturas de Dios que hay que respetar. Creer en Dios creador es

ejecutar las tareas que se me imponen con responsabilidad y dedicación, porque se me asignó el deber y el derecho de

continuar la creación y sostenerla.

Dios verde

Consecuencia de la falsa interpretación de la preeminencia que Dios da al hombre en la creación, se ha creído éste con

derecho a depredar la tierra, malgastar los recursos naturales y creerse dueño de animales, plantas y todo el ecosistema.

Y dijo Dios: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que ellos dominen los peces del mar, las aves del

cielo, los animales domésticos y a todos los repti-les... Y vio Dios todo lo que había hecho: y era muy bueno (Gn

1,26.31a).

No puede entenderse este texto sin tener en cuenta la preocupación que Dios manifiesta por la naturaleza y los animales en

toda la Biblia. El antropocentrismo que iluminó toda la teología católica y protestante hasta el siglo XIX, ha dado paso a

considerar al hombre como una criatura más en la creación, la más perfecta, pero no por eso con derecho a disponer de las

demás, sin que por esto se pueda negar que el interés mayor del hombre debe darse en la relación con los otros hombres, en

cumplimiento del mandamiento del amor que Jesús vino a confirmar.

La comprensión total de la palabra dominio que ha sido el punto de apoyo para los que se creen dueños absolutos de la

creación, muestra que de ella no puede derivarse tal conducta. En Israel, el dominio del pueblo había sido conferido a los

reyes quienes eran representantes de Dios en la tierra. Pero, los reyes no podían abusar de su poder; por el contrario, los

profetas en nombre de Dios estaban alerta para condenar cualquier abuso. El dueño de la historia es Dios y si éste puso un

pueblo en manos de los reyes, fue para practicar la misericordia y la justicia con todas las criaturas. El dominio que Dios le

confiere al hombre está en la misma línea: el hombre es responsable del bienestar y del orden de todas las criaturas.

También en el primer capítulo del Génesis Dios se preocupa por la totalidad de sus criaturas, porque vio que todo cuanto

había hecho era bueno. Lo esencial de este relato es afirmar que sólo Dios es quien manda, que todo cuanto existe le

pertenece, porque él es el único rey de la creación: Del Señor es la tierra y cuanto contiene (Salmo 24,1). Los hombres,

colofón de la creación, no son detentadores del derecho de hacer lo que les plazca con las otras criaturas. Todo lo creado

depende de Dios.

Además, a través de todo el texto bíblico se encuentra una solicitud especial de Dios por todas las criaturas: el hombre, los

animales, las plantas y la tierra. Podríamos citar diversos textos que comprenden la legislación de Israel derivada sin duda

alguna de la comprensión que tenían de Dios. El Señor de la creación sostiene la vida de todo cuanto existe, y para él todo

elemento de la creación tiene su propio sentido y no en relación con la utilidad que supone para el hombre. Un ejemplo lo

tenemos en el salmo 104, 13-23.

El respeto con que los israelitas trataban la tierra refleja también la experiencia de Dios en su relación con ella. La tierra

pertenecía a Dios. El Señor da la lluvia que fecunda la tierra. El agua era un don preciado de Dios que debía ser respetado.

Es significativo que varios encuentros de Dios con los patriarcas y el de Jesús con la Samaritana ocurran al pie de un pozo.

El agua y la tierra son obra de Dios y merecen que el hombre responsable las conserve.

Por esta misma razón el pueblo de Israel tiene varias leyes sobre la tierra y el año sabático también se le debe a la tierra:

Durante seis años sembrarás tus campos y durante seis años vendimiarás tus viñedos y recogerás sus cosechas. Pero al

séptimo será año de descanso solemne para la tierra: el descanso del Señor. No sembrarás tus campos ni vendimiarás tus

viñas. No segarás el grano ni cortarás las uvas de cepas bordes. Es año de descanso para la tierra. (Lev 25,3-5).

La conclusión del primer relato de la creación, (y vio Dios que era muy bueno todo cuanto había hecho), debería motivar a

todos los humanos a tener una relación con la naturaleza como la tuvo Dios. A este respecto dice Westermann: "El simple

hecho de que la primera página de la Biblia hable de los cielos y de la tierra, del sol, la luna y las estrellas, de las plantas y los

árboles, de las aves, los peces y los animales, es un signo inequívoco de que el Dios que confesamos en el Credo como

Padre de Nuestro Señor Jesucristo se interesa por todas estas criaturas, y no sólo por los seres humanos. Un Dios

concebido únicamente como el dios de la humanidad no sería ya el Dios de la Biblia.

El Dios de la Revelación establece una relación especial con la naturaleza. Se dirige a ella y le ordena, de la misma manera

que ordenó a Abraham salir de su tierra:

Manda a la nieve caer al suelo y al aguacero bajar con violencia (Job 37,6).

Las aguas saltaron sobre las montañas; al increparlas tú huyeron (Sal 104,6b-7a).

Esta preocupación de Dios por la naturaleza se pinta de una manera total en la presentación que hace el profeta Isaías de la

era mesiánica; allí no habrá más dominio irracional del hombre sobre las otras criaturas, ni enemistades entre todos los seres,

porque la paz mesiánica se realiza plenamente en el equilibrio de todos los seres creados por Dios.

Entonces el lobo y el cordero irán juntos, y la pantera se tumbará con el cabrito, el novillo y el león engordarán juntos; un

chiquillo los pastoreará; la vaca pastará con el oso, sus crías se tumbarán juntas, el león comerá paja como el buey. El niño

jugará en la hura del áspid, la criatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente. No harán daño ni estrago por todo mi

Monte Santo, porque se llenará el país de conocimiento del Señor, como colman las aguas del mar (Is 11,6-9).

La bondad y la misericordia de Dios también la presenta Jesús con el cuidado que su Padre tiene con la naturaleza, porque

ese Dios que cuida de los hombres, viste los lirios del campo y alimenta los pajaritos que no siembran ni cosechan (Mt 6,28).

Regreso

 

EL NUEVO TESTAMENTO O CUANDO A DIOS SE LE PERCIBE COMO UN ABBÁ

Tampoco en el Nuevo Testamento existe un tratado sistemático ni una definición de Dios. Aquí uno se encuentra con Jesús

de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre, quien por ser realmente Dios y realmente hombre, nos revela quién es Dios y,

quien por su relación con Dios, su Padre, dice cómo hay que relacionarse con Él. "Jesús de Nazaret es la revelación

absoluta de Dios a los hombres".

En otras palabras, Dios toma un rostro humano en Jesús, quien con su vida, su mensaje, sus acciones y su muerte, nos

enseña a vivir la vida desde Dios y para Dios.

El Dios manifestado en Jesucristo es el mismo del Antiguo Testamento. Jesús de Nazaret era judío y como tal vivió la

experiencia de su Dios, Yahveh, y recibió la tradición de su pueblo. Pero la entendió, la vivió y la transmitió de una manera

peculiar.

El Dios que libera al pueblo de Israel de la opresión de Egipto es el Dios de Jesús cuando se preocupa por el dolor de la

viuda, o por el padre que tiene a su hija enferma, o por la multitud hambrienta que lo rodea, o por Marta que ha perdido a su

hermano, o por los esposos a quienes se les ha terminado el vino para sus invitados.

Jesús no enseña teorías sobre Dios sino que habla del Reino de Dios en el mundo. Y si Dios reina, debe existir la

fraternidad, impera la justicia, y lo material se relativiza. El reino es de los pobres, de los humildes, de los pequeños.

El Dios de los pobres que predican los profetas cuando piden justicia es el Dios que proclama Jesús en el sermón del monte.

Los pobres son dichosos porque de ellos es el Reino. En Jesús no cabe la menor duda acerca de su opción por los que el

pueblo menospreciaba: las mujeres, los huérfanos, las viudas, los niños, los que carecían de voz y no tenían quien pusiera la

cara por ellos . Podría decirse que las palabras más fuertes que predica Jesús fueron pronunciadas contra los que querían

asociar al Dios Padre con la opresión social, o sacralizarlo por el egoísmo de los hombres. Por eso proclama como

bienaventurados a todos los que han elegido la pobreza porque tienen a Dios como a su rey, y predice que sólo entran en el

reino de los cielos, los que son capaces de hacerse como niños, es decir, los que nada tienen, necesitan el apoyo de los

mayores, no ejercen influencias ni poder, pero se sienten seguros en los brazos de sus padres.

El Dios de Jesús es el Dios del Sinaí, pero en la nueva alianza la exigencia supera el cumplimiento de la norma, ya que la

letra de la ley mata, pero el Espíritu da vida (2 Cor 3,6). Es un Dios que permite relativizar el orden legal vigente porque el

hombre no se hizo para la ley sino la ley para el hombre, (Mc 2,23-28); un Dios que enseña a leer la ley desde el

compromiso profundo y la radicalidad del seguimiento; ya no es necesario lavarse las manos antes de las comidas como lo

prescribía la ley, porque ahora no hace daño lo que entra por la boca sino lo que sale del corazón (Mc 7,1-15).

Para el Dios de Jesús ya no basta la ley antigua porque ha llegado el momento de su plenitud. El mandamiento supremo es el

amor y su manifestación, la justicia. Varias veces el evangelista Mateo plantea la antítesis: "Habéis oído" (en la tradición de

la ley), "pero yo os digo" (Mt 5,s). Tampoco es válida la ley del talión: "ojo por ojo, diente por diente" sino que es necesario

perdonar al que nos ofende, no siete veces sino setenta veces siete (M 18,21-22) y amar al ene-migo y orar por los que nos

persiguen (Mt 5,44).

El Dios de Jesús es el Dios de la vida, porque está pendiente con actitudes cariñosas de todos los hombres, de los pajaritos y

de las flores. Dios no quiere las lágrimas ni los sufrimientos de los hombres, y por eso envió a su Hijo para enjugar las

lágrimas de los que sufren, y a devolver la vida del hijo de la viuda (Lc 11,7-17), y del hermano de Marta y María (Jn 11);

pero al mismo tiempo Jesús anuncia que el Reino de su Padre es para los que sufren y lloran, porque como Dios asume el

mundo y nuestra vida como realmente son, con sus dolores y sufrimientos, ha decidido liberar a sus criaturas a quienes dio la

vida y quiere conservarlas.

El Dios misericordioso de los salmistas y profetas es el Dios de Jesús, pero en su experiencia hay también una novedad. Ya

no es sólo el Dios de los piadosos y justos, sino el de los pecadores y las prostitutas (Mt 21,3-1). Un Dios que ofrece un

perdón sin límites de manera gratuita; que se hace invitar por los odiados publicanos (Lc 19,1ss); que cura a los enfermos;

que se preocupa por el dolor de la viuda; que ordena perdonar "setenta veces siete" (Mt 18,22); pero que a la vez se muestra

exigente con el hombre: si tu mano te es ocasión de pecado, córtatela. Más vale que entres manco en la vida que con las dos

manos ir a la gehenna, al fuego que no se apaga (Mc 9,43).

Cuando Jesús habla de Dios lo presenta como el Dios del amor misericordioso, del amor infinito, del perdón sin límites. Es el

padre que acoge al hijo ingrato y le ofrece de nuevo su casa (Lc 15,11-32). Un Dios que prefiere la misericordia al

sacrificio, y exige la reconciliación y fraternidad antes que el culto (Mt ,2-24). Un Dios que hace salir el sol sobre malos y

buenos y manda la lluvia sobre justos e injustos (Mt 5,45). Pero, sobre todo, para Jesús Dios no es una palabra vacía sino

una realidad que él expresa en un lenguaje simbólico paternal. En el Antiguo Testamento los profetas expresaron la

paternidad de Dios con imágenes llenas de ternura, fundada en la elección: Yahvé es el padre de Israel que cuida de su

pueblo como de su hijo.

El Dios de Jesús es el padre del hijo descarriado, que lo deja en libertad para marcharse a dilapidar su fortuna, pero que

todas las tardes lo espera, y cuando lo ve venir sale a su encuentro, lo acoge sin pedirle cuentas, y sin ponerle condiciones lo

acepta de nuevo en su casa. Ese padre que manda a celebrar una fiesta por el retorno de su hijo (cfr Lc 15,11-32), porque

hay más fiesta en su reino por el regreso del pecador arrepentido que por la perseverancia de noventa y nueve justos (Lc

15,1-7).

En Jesús el símbolo del Padre alcanza mayor fuerza y ternura, porque es la conciencia del hijo que llama papito a su padre:

Abba. En los evangelios encontramos que Jesús se dirige a su Padre 170 veces; con la excepción de cuando relee el salmo

22 en la cruz, siempre utiliza el nombre de Abba, y habló de Él como mi Padre.

La palabra aramea Abba está tomada del lenguaje de los niños. En el Talmud leemos: Después de que el niño aprecia el

gusto de la harina (o sea cuando es destetado), aprende a decir abba (papá) e imma (mamá).

Al emplear Jesús esta palabra para dirigirse a su Padre, introduce una novedad radical en su experiencia, convirtiéndola así

en única. El Dios de Jesús, Yahvé, es el Dios-con-noso-tros en quien se puede confiar, con una confianza ilimitada, como la

del niño que, sin elaborar la noción racional de padre, cuando aún no comprende lo que dice, expresa su expe-riencia

existencial de seguridad llamando a papá y a mamá.

Jesús habló con Dios como el niño con su padre. Para Jeremias, "esta expresión implica lo que para nosotros supone la

palabra madre". Por esto el vocablo Abba revela cuál fue la rela-ción que Jesucristo tuvo con su padre, una relación que

además de la con-fianza, seguridad y amor, incluye entrega y obediencia como se ve en la oración en el huerto:

¡Abba, Padre! todo es posible para ti, aparta de mí este trago, no se haga lo que yo quiero sino lo que quieres tú

(Mc 14,3).

Jesús transmite a sus discípulos el derecho de llamar Abba a Dios (Lc 11,1-4). Los hace partícipes de su experiencia de

Hijo. La primera comunidad cristiana conservó la invocación Abba (Rom 8,15; Gal 4,6).

Sólo aquel que acepta la confianza contenida dentro de la palabra Abba, aquel que como niño puede llamar a Dios Abba,

encuentra el camino del Reino de Dios. Por eso:

si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de Dios; o sea, que cualquiera que se haga tan poca cosa

como el niño, ése es el más grande en el Reino de Dios (Mt 18,s).

Esta experiencia que Jesús tuvo de Dios le permitió interpretarlo en todas sus obras y palabras, de tal manera que no es

posible hablar de Jesús sin hablar del Dios Padre del Antiguo Testamento; pero tampoco es posible hablar del Dios Padre sin

hablar de Jesús. Por eso la postura que se adopte frente a Jesús determina la actitud que se tiene ante Dios. La relación que

se establece con Jesús, está diciendo qué se piensa de Dios, y a cuál Dios se adora.

Regreso

 

PARA DECIR DIOS HOY

Enseñar a decir Dios implica necesariamente una experiencia, porque Dios no es sólo una palabra o una idea, sino una

realidad que se experimenta en la historia personal, leída a la luz de la palabra de Dios. Por eso para enseñar a decir Dios se

tiene primero que aprender a decir Dios.

Afirmar que Dios se revela en la historia es decir que Dios actúa con el hombre, que busca al hombre y facilita el encuentro.

Es decir que el Dios bíblico no es el Dios de la soledad sino que creó al hombre para hacer alianza con él; no es un Dios

alejado del hombre y de su mundo, sino que está comprometido con el hombre, que quiere liberarlo de toda opresión, que

participa de sus angustias y lo acompaña en sus alegrías.

Afirmar que Dios es el creador significa que el mundo y el hombre tienen sentido y valor, porque proceden de Dios, porque

son sus criaturas. Significa que se debe respetar el mundo y el hombre en cuanto creación, porque todos los hombres son

iguales, todos tienen la misma dignidad de imágenes de Dios y, por lo tanto, merecen respeto. Significa que los animales, las

plantas y el medio ambiente deben ser conservados y respetados, porque son criaturas de Dios, y la tarea del hombre es

ayudar a su conservación y desarrollo.

Afirmar que Dios es padre-madre, transpone los límites de la relación padre-madre-hijo conocida racionalmente. No se trata

de aplicar a Dios la noción de padre con lo que esto implica de positivo (engendrar, cuidar, sostener); o de negativo

(legislador, super ego, dominador, modelo de las necesidades de la infancia), sino de dirigirse a Él, siguiendo la experiencia

de Jesús con su padre con las palabras que el niño emplea, cuando apenas empieza a balbucir papá-mamá.

Responder sí a la llamada de Dios y comprometerse con Él en la Alianza, implica dejar de lado el pasado, la propia voluntad,

y aprender a amar. Porque la Alianza que Dios propone es Alianza de amor en la libertad y hacia el futuro. Es aprender a

hacer la voluntad de Dios porque el que ama hace lo que el amado desea.

Aprender a decir Dios es aprender a hablar con Él como Jesús nos enseñó. Es vivir con la seguridad que el niño siente

cuando está en los brazos de su madre. Es ver la vida de manera diferente porque los valores del mundo se han invertido

después de la encarnación de Jesús; es aprender que la vida es un servicio, y que el más grande es el que sirve.

Aprender a decir Dios es vivir la experiencia de Jesús que se relacionó con su Padre de una manera totalmente diferente a

los judíos de su tiempo y por eso pudo mostrar el verdadero rostro de Dios.

Enseñar a decir Dios es entregar a los otros el Dios de la Biblia y caminar con ellos en el proceso de su experiencia.

Cuando se enseña a decir Dios de acuerdo con la experiencia del hombre bíblico, puede que no se alcance el objetivo de

conseguir que todos los que nos escuchan experimenten en su vida la presencia de ese Dios de manera inmediata, pero

nunca podrán hablar de Él como se expresó el escritor Mejía Vallejo (cfr p. 10). Puede que algunos de los que logren vivir la

experiencia de Dios alguna vez, en el futuro lo rechacen, pero no lo harán arrastrados por una falsa racionalización, sino por

una opción libre. ¡Y qué difícil será alejarse de Dios después de haberlo encontrado!

Si enseñamos a decir Dios, seguramente que muchos de los que nos escuchan tendrán que expresarse como Job: Antes de

oídas te conocía pero ahora te han visto mis ojos (42,-5); y luego como Jeremías: Me sedujiste Señor y me dejé seducir (Jer

20,7).

Regreso

 

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