Autor: P. Fernando Pascual L.C.
“Aparta de tu pecado tu vista”
Dios nos quiere decir: "¿Por qué sufres, por qué abres la herida, por qué estás tanto tiempo recordando algo que Yo he olvidado?"
En el
Salmo 51 le pedimos a Dios: “aparta de mi pecado tu vista”. Se lo pedimos de
corazón, pero no hemos de olvidar que también es posible que Dios nos susurre
lleno de cariño: “aparta de tu pecado tu vista”.
Duele haber cometido un pecado. Duele de un modo muy intenso cuando además
hemos heridos a otros: a un familiar, a un amigo, a una persona que confió en
nosotros.
Duele, porque cada pecado implica debilidad, cobardía, soberbia, pereza, esa
autosuficiencia maldita que nos hizo olvidar nuestra pequeñez y nuestra
bajeza. Duele especialmente porque hemos ofendido a un Dios tan bueno, tan
cercano, que es Creador y, sobre todo, que es Padre.
Duele... y deja una herida profunda. Parecía que era fácil resistir, nos
sentíamos tan seguros, nunca lo habíamos hecho antes. De repente, por sorpresa
o poc o a poco, llegó la caída, pecamos. Y creció en nosotros la pena, la
rabia, la pesadez. Descubrimos la flaqueza de nuestra carne, la cobardía de
nuestro espíritu. No somos ángeles: el pecado pone al descubierto toda la
miseria humana.
Es cierto que Dios nos ha dado fuerzas para pedir perdón. Hemos buscado a un
sacerdote, con humildad, y le presentamos el pecado. Desde entonces, sabemos
que Dios nos perdona, que tras la absolución la vida empieza de nuevo. Pero...
Pero quedaba allá dentro una pena, volvíamos una y otra vez al recuerdo de
aquella falta. Un extraño gusanillo interior nos carcomía, nos dejaba
intranquilos. Si no hubiésemos pecado, si hubiésemos sido un poco más
enérgicos...
Es entonces cuando miramos a Dios y le decimos: “aparta de mi pecado tu
vista”. Pero también es cuando Dios nos quisiera decir: “si ya te he
perdonado, si ya te he dicho lo mucho que te quiero. ¿Por qué sufres, por qué
abres la herida, por qué estás tanto tiempo recordando algo que Yo he
olvidado? Te quiero mucho, no lo olvides. Recuerda que soy Dios y Padre, que
amo a cada uno de mis hijos”.
Sí, tenemos que abrir el corazón para escuchar, serenamente, con alegría, que
Dios no lleva un registro indeleble en el que fije para siempre nuestras
faltas. El pasado ha quedado atrás, como pasado, y no debe atarnos ni impedir
el inicio de nuevos vuelos. Vivimos en un presente magnífico, en el tiempo de
la misericordia.
“No te condeno”, nos repite Cristo como le dijo a la mujer adúltera. “No te
condeno. No mires tu pecado. Fíjate, más bien, en mi corazón amante, que te
quiere con locura, que te desea paz y alegría, vida verdadera, misericordia
eterna. Que te quiere en casa, en fiesta, como hijo amado”.