François Varillon

Alegría de creer, alegría de vivir

(Selección)

 

Ed. Mensajero, Bilbao, 1999

Sumario:

Dios trinidad: la intimidad de un Dios que no es más que amor

Dios crea al hombre creador

El pecado original: todos los hombres son pecadores en la raíz de su ser

La resurrección de la carne o divinización del hombre y del universo

NOTA 1: El reverso de la divinización: el infierno

NOTA 2 El purgatorio

Vivir es esperar

El Evangelio, una llamada a la Fe y a la Libertad

Orar…

La Eucaristía recapitula todo

 

 

 

Tercera parte

CRISTO VERDADERO DIOS, VERDADERO HOMBRE,

REVELA QUIÉN ES DIOS Y QUIÉN ES EL HOMBRE

Dios trinidad:

la intimidad de un Dios que no es más que amor .

(Págs. 155-170)

Introducción

Los cristianos se arriesgan afirmando de Jesucristo que es verdadero Dios y verdadero hombre; esta afirmación constituye lo esencial de su fe. Uno se ve tentado a veces a plantear en términos conceptuales la cuestión de cómo puede ser que Dios sea un hombre y un hombre sea Dios. Hay que resistir la tentación, pues ¿quién es el hombre y quién Dios? No lo sabemos más que por el Hombre-Dios, es Él quien nos lo revela. Es preciso, pues, renunciar a elaborar, en un primer tiempo, los conceptos de humano y de divino, para intentar, en un segundo tiempo, armonizarlos para dar cuenta de la posibilidad de un Hombre-Dios. Es éste un método de reflexión familiar para muchos y no será de extrañar que nos conduzca a callejones sin salida. Ciertamente, las ciencias humanas nos dicen algo del hombre y el discurso filosófico nos dice algo de Dios, pero es la existencia misma del Hombre-Dios la que nos lleva sin contradicción a la posibilidad del Ser absoluto de tomar figura en el mundo de lo relativo (nuestro mundo) sin dejar de ser el Absoluto, la posibilidad para Dios de convertirse en hombre sin dejar de ser Dios. No se puede construir una ciencia de Cristo partiendo de una ciencia de Dios y de una ciencia de hombre que le serían previas. La teología (ciencia de Dios) y la antropología (ciencia del hombre) deben por el contrario encontrar su origen en la Cristología (ciencia de Cristo).

El ser de Jesucristo es Apertura total. Él es Hijo. Decimos equivalentemente Hijo y Verbo quiere decir Palabra; Él es completamente Palabra. La palabra no subsiste nunca en sí misma, viene de alguien, es la palabra de alguien. Del mismo modo el Hijo es hijo de alguien, existe por alguien, el Padre. La palabra está dicha para ser escuchada, está ordenada para otros. Así el Verbo es pronunciado para ser dado a los hombres. Decir que el ser de Jesucristo es Apertura total, es decir que es "a partir del Padre" y "para los hombres". Es decir, Él es amor, pues amar es estar suspendido entre dos polos, el polo de la acogida y el polo del don. Acoger, es "ser por" otro; dar, es "ser para" lo otro o los otros. No hay que decir que en Jesucristo existe amor, hay que decir que Él es amor. Pero sólo Dios es amor. Si Jesús es amor, hay que decir que es Dios, Dios como Hijo perfectamente hijo, Hijo único de Dios, verdadero Dios.

Pero también verdadero hombre. Si Jesús es completamente lo que hace, si es completamente lo que dice, si él es completamente para los hombres, es el más humano delos hombres, es la plenitud delo humano, en verdad el único hombre plena y absolutamente hombre, cerca de quien estamos desde los comienzos del hombre, de los hombres en devenir de humanidad. Él es lo que nosotros tenemos que ser, verdadero hombre.

Se trata del hombre y como debe ser. Cristo es este hombre. Por eso san Pablo le llama "l nuevo Adán" o "el último Adán" (1Cor 15,45), es decir el hombre tipo, el hombre ejemplar. El hombre es tanto más hombre cuando está menos replegado sobre sí mismo, menos limitado. El paso del animal al hombre o el paso dela vida al espíritu se ha cumplido cuando un ser de tierra y polvo h a podido llevar su mirada más allá de sí mismo y de lo que le rodea, y decir "tú" a Dios. Pues el hombre es plenamente hombre, no sólo cuando entra en contacto con el Infinito, sino cuando es uno con Él. Jesucristo el hombre uno con Dios.

Hay que añadir que si hay un hombre que es uno con Dios, es porque todos los hombres pueden llegar a serlo. Llegar a ser lo que es Jesucristo es la vocación del hombre. Jesucristo no s una excepción en la humanidad, en el sentido de curiosidad eminente en quien Dios mostraría todo su Poder. La existencia del Hombre-Dios concierne a la humanidad entera. En la Biblia, la palabra «Adán» expresa la unidad de toda la realidad humana. Si san Pablo llama a Cristo el «nuevo Adán», es para decir que en Él ha sido reunida toda la humanidad. Él es la Cabeza de un Cuerpo del que nosotros somos los miembros o, como dicen los ingleses, es una corporate personnality, una «personalidad corporativa», o, en términos teilhardianos, el máximo de complejidad en la más perfecta unidad.

 

Dios-Trinidad : la intimidad de un Dios que no es más que amor .

El padre Bockel, cura de la catedral de Estrasburgo, amigo de André Mairaux, escribe que recibió un golpe bajo en el curso de una conferencia que pronuncié en Estrasburgo, al plantear brutalmente la cuestión: «Si, aunque esto es imposible, la Iglesia os dijera que Dios es una sola persona y no Trinidad, ¿qué cambiaría en vuestras vidas?» El padre Bockel dice que comprendió entonces que el cristianismo no es una filosofía, un conjunto de verdades para creer que forman entre ellas un sistema comparable al de Kant o Bergson, sino que todos los dogmas tienen una repercusión en la vida práctica.

Pienso que si Dios no fuera Trinidad yo sería probablemente ateo. No estoy completamente seguro porque me es muy difícil situarme en esa hipótesis. En todo caso si Dios no fuese Trinidad, yo no comprendería nada de nada.

El poder de Dios es el poder del amor

Nosotros los cristianos, ¿afirmamos tranquilamente, como si fuera lo normal, que Dios es todopoderoso o, por el contrario, experimentamos un cierto malestar al decir esto? Pienso que para muchos, no representa ninguna dificultad; efectivamente, si Dios es Dios, mal se comprende cómo pudiera dejar de ser todopoderoso. Para otros, sin embargo, cada vez más numerosos, en estos tiempos de crisis, la afirmación de un los todopoderoso es el motivo más serio para dejar de creer.

Pongámonos en guardia y no tomemos a la ligera la posición de estos hombres que, en el fondo, juzgan más digno del hombre, y en consecuencia más verdadero, preferir un cielo vacío al fantasma de un Emperador del mundo, potente, déspota, dramaturgo supremo, que maniobra con las marionetas de la trágico-comedia humana congelando, petrificando, o recortando las libertades que, por otra parte, él ha tenido a bien crear. Existen, yo lo veo así, ateos que lo son porque el concepto de Absoluto o Transcendente les parece contradictorio, pero pienso que los ateos más numerosos son los que rechazan un todopoderoso que fuera la negación o destrucción de nuestra libertad. De todas las saetas que apuntan a la fe cristiana o incluso al teísmo, la que intenta herir a Dios en su omnipotencia es la más peligrosa.

Por consiguiente, si reflexiono en lo que creo (y os invito a reflexionar en lo que creéis), veo con claridad esto: que me sería radicalmente imposible fiarme de Dios, abandonarme a Él con confianza, si no supiera nada acerca de la naturaleza de su poder. El es todopoderoso, ¿poderoso con qué poder? Ante un ser muy poderoso, se recomienda ser prudente. La más elemental sabiduría consiste en desconfiar; ante todo quedar libre, salvaguardar su independencia. Es preferible el nihilismo (del latín nihil = nada) que la esclavitud. El nihilismo es la gran tentación del siglo, porque el gusto de la nada, aunque amargo, es sin embargo menos malo que el de la servidumbre. Entre no ser y ser esclavo del poder de Hitler, escojo deliberadamente no ser.

De sobra sé que el nihilismo no es más que un sueño, puesto que de hecho existo. Pero puedo por lo menos dejarme deslizar por la pendiente que conduce al suicidio. Es menos necio suicidarse que estar en manos de alguien que amenaza nuestra libertad. No puedo afirmar que creo en un Dios todopoderoso si no tengo la certeza de que se trata de un poder que no amenaza mi libertad.

En otros términos (sopeso mis palabras pues de esto depende todo, depende lo esencial de mi fe), si yo no creyese que Dios no es poderoso más que para amar y para llegar hasta el límite del amor, es decir la muerte (morir por los que se ama) y el perdón (perdonar a los que os asesinan), si no creyera que el poder de Dios es un Sobrepoder cuya naturaleza es la de renunciar por amor al empleo de los medios del poder respecto a las criaturas, comprendería enseguida que se acceda a la pendiente del sueño nihilista, y me guardaría de acusar a mis contemporáneos a quienes fascina este sueño.

Pero todo cambia si la omnipotencia de Dios es la omnipotencia del amor. Entre una omnipotencia y un amor todopoderoso hay una diferencia abismal, existe un abismo. El cristiano no dice que cree que Dios es todopoderoso, dice que cree en un Dios Padre todopoderoso. ¡Importancia decisiva de la preposición «en» seguida de un nombre de persona! En el Credo, la afirmación de Dios y de su omnipotencia está tomada y comprendida en un movimiento de confianza y amor que expresa precisamente esta preposición. Decir creo en ti, es decir: yo sé que tu poder no es un peligro para mi libertad, sino que al contrario, está al servicio de mi libertad. «Creer en», todo reside en esto.

El novio que dice a la novia que cree en ella -son palabras cargadas de sentido- no dice: doy fe de tu existencia y de tus cualidades, creo que eres esto o aquello, creo en los informes que me han dado de ti, creo todas las verdades que se refieren a ti. Dice esto otro: te doy mi confianza, me comprometo a fondo contigo, tú serás en adelante el centro de mi vida, yo me descentro para que en adelante el centro de mi existencia no sea yo sino tú, te confío por un acto de donación de mí mismo mi felicidad, eres digna de ser amada y te amo, quiero depender de ti. Amar es consentir depender del amor. La vieja palabra francesa «fianza», caída en desuso, ha sobrevivido en «confianza» y en «novia» ; la «confianza» es la «fianza» recíproca donde el amor, fe y alegría no son mas que una misma cosa.

La fe es el impulso de todo el ser hacia Dios, el compromiso de lo más profundo de sí; de otro modo, no es fe. Este impulso sería delirio, locura, si no se estuviera seguro de que Dios no es poderoso más que para amar, que es el amor y no el poder la .esencia de Dios, ya que el poder es un atributo del amor. Sería locura confiarse sin reservas a un poder que pudiera ser peligroso para mi libertad. Abandonarse a un ser sin poder, sería igualmente una locura. Y la idea de un amor desprovisto de poder o de energía es una idea loca, insensata. Pero lo que, en cambio, está lleno de sentido es la acogida de la Energía de amar. Esta energía es el Espíritu Santo, una energía divina de amar que se nos da.

En verdad, no existe nada tan tradicional y tan constante entre los Padres de la Iglesia como subrayar la preposición «en» y su importancia doctrinal cuando está seguida de un nombre de persona. Es un solecismo, es decir una incorrección gramatical, pero precisamente los escritores cristianos, empezando por san Juan, no temen ser gramaticalmente incorrectos para expresar mejor el misterio de la fe. «La obra de Dios, dice Jesús, es que vosotros creáis en aquél que ha enviado» (Jn 6, 29).

Creer en la omnipotencia de Dios, creer que Dios es todopoderoso sin creer en Él, nada mejor para falsear la vida religiosa de raíz. La historia de las religiones muestra que la mentalidad y las prácticas mágicas han proliferado en la historia y proliferan aún en nuestros días, incluso en medios cristianos, a despecho del decoro eclesial del vocabulario. No hay que dejarse engañar por las palabras. Lo que funciona demasiado a menudo con respecto a Dios es el interés y el miedo. El interés que nos empuja a utilizar la omnipotencia en beneficio propio, el miedo que exige encontrar los medios de defenderse del peligro que se recela. Esto no tiene nada que ver con la fe, es magia. Si se pudiera psicoanalizar a un cierto número de cristianos educados mal, uno se daría cuenta de que dicen por lo bajo: «¿qué es lo que me guisa Dios allá arriba en su cielo? ¿qué me prepara? ¿felicidad o desgracia? ¿salud o enfermedad? ¿éxito o fracaso? Por interés y por miedo voy a rezar para que no me prepare nada desagradable».

Hasta el día en que surge la tentación de exorcizar radicalmente la amenaza diciendo sencillamente que no hay Dios todopoderoso. Es entonces cuando el ateísmo aparece en la conciencia adulta como la actitud más racional, lo que no es absolutamente falso, aunque no debemos olvidar la frase de Pascal: «Ateísmo, señal de fuerza de espíritu, pero hasta un cierto grado solamente.» Pues, bajo el cielo transformado en desierto, vaciado de un todopoderoso supremo, otros poderes nacen y proliferan, poderes que no se temerá absolutizar alegremente en todos los planos de la vida individual y colectiva. Estos poderes los conocemos de sobra: dinero, sexo, raza, partido, etc. Nada más sagrado que un mundo pretendidamente desacralizado; todo puede llegar a ser poder de dominación, de opresión, de destrucción. Toda mutación de civilización es en cierto modo una mutación de idolatría.

Esto -magia supersticiosa o ateísmo que niega (a escoger)- es inevitable si el poder de Dios no se comprende como el poder del amor. La fe es un acto íntimo de libertad que compromete en lo más profundo de sí y pone en movimiento hacia un Amor que no sabe hacer otra cosa que amar. El cristiano no dice que cree en Dios todopoderoso, dice que cree en Dios Padre todopoderoso. Lo que proclama, lo que canta, es el poder de una Paternidad. La estructura del Credo es trinitaria .Yo no creo que Dios sea un Narciso eterno que se contemple a sí mismo, que se quede absorto en sí mismo, que esté encantado de sí mismo. Creer en tal Dios sería manifiestamente absurdo. Yo podría a lo sumo pensar que este Dios narcisista existe, pero creer en él, en absoluto.

Si la preposición «en» es esencial en el acto de fe. Aquél en quien creo no puede ser más que Padre. Y si nombro al Padre, exige que, en un mismo impulso de pensamiento y amor, nombre también al Hijo y al Espíritu. Decir que Dios es Amor y decir_ que es Trinidad, es exactamente lo mismo,

Progresión del descubrimiento de un Dios uno y trino

Para contemplar el misterio de la Trinidad necesitamos reflexionar como la Iglesia ha reflexionado históricamente. El cristiano no reflexiona al estilo del filósofo que inventa, en cierto modo, su verdad y la propone a otros hombres. El cristiano no inventa la verdad, la recibe. Reflexiona sobre la verdad que acoge pero retomando la experiencia secular de la Iglesia, pues la Iglesia ha reflexionado partiendo de la Revelación de Jesucristo.

¿Quién es este hombre? Los apóstoles no han afirmado su fe en la divinidad de Jesús más que al término de un largo camino. Escucharon a Jesús llamar «Padre» a Dios, usando una palabra: Abba, que quiere decir «querido papaíto» y significa el abandono filial en la raíz misma del ser. En mi oración trato de representarme la estupefacción de los apóstoles oyendo decir a Jesús: Abba, Padre. Han visto a Jesús obrar según una experiencia de Dios y de hombre igualmente inmediata. Él les pareció alguien a la vez Dios mirando al hombre y hombre mirando a Dios. Fueron testigos de la intimidad entre un hombre y Dios absolutamente única, vivida no sólo ante ellos sino para ellos, ya que Jesús les invita a compartirla, «Decid como yo: Abba, Padre» (Mt 6, 9).

Intimidad mantenida en el sufrimiento más extremo, cuando el Padre se calla, parece ausente, y cuando los hombres son excesivamente crueles, «Padre, pongo mi espíritu en tus manos... Perdónales». Cuando Jesús resucitó es manifiesto que Dios está con este hombre. Pero la cuestión se plantea en saber si este hombre es Dios. ¿Dios y Jesús son dos o uno?

En Pentecostés los apóstoles son invadidos por el Espíritu de Jesús. Tienen en adelante en ellos a Aquél que Jesús tenía en sí. Aquél por quien Jesús era quien era. Les conduce a los mismos hechos -los Hechos de los Apóstoles-, afrontando los mismos riesgos con el mismo coraje ante la muerte. Es el Espíritu de Jesús, pero no puede ser otro que el Espíritu de Dios, ya que sólo Dios puede dar su Espíritu. Nosotros no podemos dar nuestro espíritu, nos es absolutamente personal. Yo puedo dar mi ciencia, mi cultura, pero dar mi espíritu es absolutamente impensable. Entonces, pero sólo en Pentecostés, los apóstoles afirman que Jesús es Dios, pues este hombre que es Dios, dice «tú» a Dios. Dios habla a Dios. Dios se dice «enviado de Dios». Dios tiene «como alimento hacer la voluntad de Dios». Hay pues una dualidad en Dios. Y el Espíritu ¿de quién habló? Él es Dios también, es el tercero.

He aquí como la Iglesia, emplazada ante la paradoja de un Dios uno y trino, comprendió muy pronto que, si no se mantenía con rigor, estaba hecha de esperanza humana. «Si la Encarnación, dice Cirilo de Jerusalén, fue una pura imaginación, la salvación también será pura imaginación». Si Dios no se ha hecho hombre ¿cómo podría ser divinizado el hombre? ¿Y cómo un Dios que no fuera más que una persona podría encarnarse? Tal hombre-Dios no conocería a otro Dios más que a sí mismo, no podría dirigirse a un Otro, sería el Adorador de sí mismo. ¿Cómo podría ser el hombre en plenitud, si el hombre no puede ser definido más que por su relación con un Otro?

La Iglesia mantuvo un combate apasionado durante los primeros siglos de su historia para que la profundidad del misterio no fuera suprimida en beneficio de una comprensión inmediata. Es la tentación de la impaciencia, que es más actual hoy que nunca, suprimir porque se quiere comprender enseguida. Cuando se trata de la verdad, el Espíritu Santo, a pesar de nuestras tentaciones de mediocres compromisos, mantiene siempre la exigencia de una comprensión superior que no se obtiene más que lentamente y de manera cuidadosa. La Iglesia obedecía con una lógica rigurosa que exigía no separar nunca, en la unidad de su fe, la triple creencia en la divinización de la humanidad, en la divinidad de Jesucristo, en la Trinidad. Si Dios no es Trinidad la Encarnación es un mito y si la Encarnación es un mito está fuera de lugar que el hombre sea divinizado. Todo está relacionado.

La Trinidad realiza perfectamente el compromiso del amor

Es de amor de lo que se trata. Uno se arriesga a equivocarse cuando busca entender el misterio de Dios por otros caminos que no sean los del amor. El nos hace reflexionar partiendo de la experiencia humana del amor y a partir de la decepción que todos, más o menos, experimentamos en el amor.

En efecto, ¿cuál es el compromiso profundo del amor en el matrimonio, en la relación fraternal o filial, en la amistad o en la vida de comunidad? El compromiso del amor consiste en llegar a ser el otro siendo yo mismo, de tal manera que el otro y yo no sólo estemos unidos sino que seamos uno. La experiencia humana del amor es alegría y sufrimiento mezclados, alegría prodigiosa de decir a aquél o a aquella que se ama: tú y yo no somos dos sino uno. Sufrimiento de estar obligado a reconocer que, diciendo esto, se dice, no lo que expresa, sino lo que se querría que fuera y no puede ser. Pues si el amante y la amada no fueran dos no habría un otro, y el amor desaparecería. Como dicen las gentes sencillas, para amar hay que ser dos.

Escuchad dialogar a dos personajes de Gabriel Marcel en El corazón de los otros: «Tú y yo, dice Daniel a su mujer, no somos dos». Su mujer, muy aguda, responde: «Eso es precisamente lo que me horroriza algunas veces; que tú no tienes nunca el aspecto de considerarme como a alguien. Cuando no se es más que uno sólo... ¿cómo explicártelo? ya no se da nada... Y es terrible, porque puede llegar a ser un pretexto para no pensar más que en uno mismo». Si tú y yo no somos más que uno, nos amamos a nosotros mismos. Pero el amor de sí no es el amor, es complacencia en sí, no es don ni acogida.

El amor quiere a la vez la distinción y la unidad. En la condición humana este compromiso profundo, estar no sólo unido al otro sino ser uno con él, quedando en sí, es irrealizable, porque nadie entra sin sufrimiento en el reino del amor. Pero en Dios el compromiso del amor es eternamente escuchado, es el misterio mismo de la Trinidad. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo se distinguen realmente el uno del otro, no es posible ninguna confusión: el Padre no desaparece en el Hijo, el Hijo no desaparece en el Padre, el Padre y el Hijo no desaparecen en el Espíritu Santo, son uno, siendo perfectamente distintos.

La Trinidad no son tres personas yuxtapuestas sino tres " generosidades que se dan la una a la otra en plenitud. Cada una de las Tres Personas no es para ella misma más que siendo para las otras dos. El Padre no existe como Padre distinto al Hijo más que dándose completamente al Hijo, el Hijo no existe como Hijo distinto al Padre más que siendo completamente impulso de amor para el Padre. El Padre no existe como persona constituida en sí misma y para sí misma, es el acto de engendrar al Hijo lo que constituye su persona. Si no tuviera Hijo no sería Padre, es evidente. Cada persona no es ella más que estando fuera de ella, l es puesta en el ser estando en la otra. En el Padre, en el Hijo, en 4-el Espíritu Santo, hay una imposibilidad absoluta del menor i repliegue sobre sí. Dios no hace «atención de sí», como escribía Maurice Zundel.

Tres personas en un solo Dios

¿Por qué tres personas (y no cuatro o diez, como se preguntaba el filósofo Kant)? Se pueden proponer dos aproximaciones al misterio del Espíritu Santo. La primera a partir de la exigencia de reciprocidad, esencial para la perfección del amor. En el amor [.humano esta reciprocidad, no la percibimos más que por el intérprete de los signos, por sí misma escapa a los que se aman. «Yo te amo a ti, mi mujer, y veo que tú me amas por lo que me dices, por tus gestos, por tu comportamiento hacia mí, pero no veo tu amor mismo. De ahí el sufrimiento, la duda en ciertos momentos, cuando esas palabras, esos gestos, ese comportamiento, parecen menos ardientes, menos espontáneos. Si yo viese el amor esas fluctuaciones no existirían, pero no veo más que los signos del amor. Por eso existe en mí ese violento deseo de conocer tu amor de otro modo que por signos, cuya presencia me encanta y me hace feliz, pero cuya disminución me mortifica y cuya ausencia me desespera.» San Agustín ha escrito una frase amiga de la memoria: «Ella ve a él, él ve a ella, pero nadie ve el amor».

En la Trinidad, donde la reciprocidad es perfecta, el Amor mismo es una persona, el Espíritu Santo, Amor del Padre al Hijo, Amor del Hijo al Padre, beso común si se quiere. La reciprocidad del amor hecha persona en el sentido que podríamos decir: Mozart es la música hecha hombre. El amor se vive en plenitud, existe el Amante, el Amado y el Amor. El Amante es amado, el Amado es amante, y el Amor es el dinamismo del impulso por el que dos no son más que uno siendo distintos.

Otra aproximación a este misterio de la tercera persona puede intentarse partiendo de la exigencia de pureza en la perfección del amor. Entiendo por pureza la exclusión de todo egoísmo, de todo tener. En Dios no hay señal de propiedad de sí mismo, pues el amor no puede ser propietario. Si no hubiera tercera persona, el Padre encontraría en el Hijo y el Hijo en el Padre, una posesión de sí, algo así como un padre de familia que verdaderamente se hubiera sacrificado por su hijo y le hubiera dado todo; cuando contempla a su hijo él se reencuentra: yo soy quien ha dado todo a mi hijo. El Padre se encontraría en el Hijo e igualmente, el Hijo en el Padre. Pero si el amor recíproco del Padre y del Hijo se abre a un tercero, hay exclusión absoluta de toda forma de tener, de toda mirada sobre sí, es la pureza absoluta del amor, la Pobreza de Dios.

Vivir es amar

Amar es ser y vivir para el otro y por el otro, para los otros y por los otros, nunca por sí y para sí. Cada una de las tres personas divinas no es ella más que siendo por y para las otras dos. Para el otro, es el don; por el otro, es la acogida. Acoger es dar, es amar. Dios es un Poder infinito, sin límite, de renuncia a ser para sí y por sí. Reemplazad «poder» por «energía» que traduce, tal vez mejor, de manera menos ambigua, la palabra griega dynamis, o incluso «dinamismo». Yo creo en un Dios cuya energía de amor, cuyo dinamismo es infinito. Creo en una energía sin límite de renuncia a ser por sí y para sí. Creo en la Energía eterna de una Voluntad sin límite de ser para el otro y por el otro, más aún, creo que Dios es una Impotencia absoluta de encerrarse en sí.

Se nos revela así que la relación de amor es la forma original del ser, o, lo que es lo mismo, que el fondo del ser es amor o comunión. El misterio trinitario esclarece todos los avatares de la existencia humana.

Porque sabemos quién es Dios, aunque en misterio, sabemos lo que debemos ser. Ciertamente, como decía el antiguo catecismo, Dios es infinito y puro espíritu pero, cuando san Pablo dice que hay que «imitar a Dios» (Ef 5,1), que toda mi vida consiste en parecerme a Dios, no veo cómo puedo parecerme a un puro espíritu infinito. En esta definición se habla de atributos de Dios que no puedo imitar. Mientras que, si lo esencial de la Revelación cristiana es que Dios es amor, comprendo que debo de esforzarme en amar y que toda la vida debe conducirme a amar.

¿Qué es la persona humana? Es el ser que se realiza dando y, no buscándose a sí misma, se encuentra en otro. La vida se nos dio para que nos dirijamos a los otros, para darnos como las tres personas divinas, no para conquistarlos, poseerlos o anexionarlos, sino para enriquecerles y hacerles crecer. San Agustín decía: «No debemos amar a los hombres como los comilones aman la comida, pues eso no es amar a los hombres sino quererlos asimilar». No hay que amarles para sí sino para ellos.

Para amar como se aman las tres personas divinas hay que ser uno mismo lo más profunda y conscientemente posible, hay que querer que los otros sean lo más profunda y conscientemente posible y no sólo quererlo de pensamiento, en deseo, sino obrar para que lo sean. Quiero que seas tú, y me consagro totalmente para que tú seas plenamente tú. Lo que es válido para los individuos vale para las patrias, las razas y las civilizaciones.

La verdadera unidad no es la unicidad sino la riqueza de un pluralismo unido por el amor. Una sinfonía está hecha por una pluralidad de notas que no valen sino por las relaciones que tienen unas con otras, pero cada nota debe ser ella misma y querer que las otras sean ellas mismas pues, si ella desapareciese, el acorde sería más pobre. El ideal de la orquesta no es que no haya más que violines; el violín debe querer que el violonchelo sea plenamente violonchelo, que la flauta sea plenamente flauta, y que esta diferenciación, esta riqueza y esta diversidad de instrumentos, constituyan una orquesta verdaderamente una.

El amor trinitario nos obliga a excluir la voluntad de poder y el deseo de anexión, pero también la «voluntad de debilidad» y la ruindad de ser anexionados.

Ya se trate de nuestra vida personal más íntima o del ejercicio de nuestra libertad en los diferentes niveles de la familia, de la profesión, del Estado, de la sociedad internacional, todo consiste en no equivocarse sobre el amor. Para enseñar a los hombres lo que significa amar, cuáles son sus condiciones, las consecuencias y las implicaciones del amor, cuáles pueden ser las falsificaciones y las ilusiones, la Iglesia pregunta a lo largo de los siglos al Espíritu Santo que le ha sido dado. Sólo Él conoce el secreto de Dios, El nos da la Energía de vivir, de amar como Dios ama. Tal es la forma más alta de existencia a la que es posible acceder, si el hombre la acoge como un don (en sí misma es inaccesible) y si no rechaza, como gustaba decir Maurice Blondel, pagar el «peaje» del don mortificante de sí mismo.

 

 

 

Dios crea al hombre creador

(Págs. 171-190)

El misterio de la Creación es de todos los misterios cristianos posiblemente el más difícil, el más misterioso de los misterios. Hay que tratarlo aunque sea así, pues es en el misterio de la creación donde se plantea actualmente el ateísmo. En el fondo, lo que se niega por los ateos no es la trascendencia en cuanto tal, sino un Dios creador pues dicen que si Dios nos crea, no es posible que seamos verdaderamente hombres libres, seríamos en cierto modo como objetos entre las manos del Creador, «títeres en manos de los dioses», como dice un personaje de Platón, lo que es evidentemente contrario a la dignidad del hombre. Estamos, pues, ante un tema fundamental. Y aun cuando no llegásemos a decir cosas muy positivas, es importante prescindir de un cierto número de imaginaciones que no pueden más que chocar al no-creyente o al ateo.

Advertencias preliminares

Cuando se aborda este tema es preciso a toda costa renunciar a la imaginación. Sé de sobra que es muy difícil, pues estamos más dispuestos a imaginar las cosas que a concebirlas y, cuando no llegamos a imaginar decimos que no comprendemos. Hay que realizar, pues, un serio esfuerzo por mortificar totalmente la imaginación. Así como no se puede imaginar a Dios, tampoco se puede imaginar su acción creadora, el acto por el que crea al mundo.

Igualmente hay que mortificar nuestra curiosidad, incluso intelectual, pues la Revelación no intenta satisfacer la curiosidad de los hombres sobre Dios. El cristianismo no es una filosofía, la Revelación no se sitúa en el plano de la explicación de las cosas, esclarece nuestro caminar hacia Dios que es totalmente distinto. La Revelación nos dice algo de Dios y algo del hombre en la medida en que es necesario para nuestra relación viva, real, con Dios.

Es pues absolutamente indispensable comprender la diferencia entre explicación y significado. La fe nunca se sitúa en el plano de la explicación científica y filosófica, sino siempre en el terreno del significado, es decir, del sentido de nuestra existencia. Esta distinción es absolutamente esencial y la equivocación de muchos es la de pedir a'la religión informaciones que pertenecen a la ciencia. No es la religión quien os dice que el agua se congela a 0° o que la suma de los ángulos de un triángulo es igual a 180°. Imagino a un hombre, a un supercerebro competente en muchas disciplinas, que conoce la explicación del mundo tanto como es posible conocerla a un hombre; si su mujer acaba de traicionarle, este sabio será capaz de suicidarse porque, para él, la vida no tendrá significado, no tiene ya sentido, no tiene razones para vivir. El sentido de su vida no estaba en la explicación que encontraba en las ciencias sino en el amor de su mujer. El cristianismo no sirve para explicar el mundo.

La experiencia de un amor liberador, de un dinamismo de liberación

Lo que se revela ante todo en la Biblia no es el Dios creador sino el Dios liberador. Lo que está en el corazón de la Biblia es el Éxodo, es decir, el misterio de liberación de Israel. Y lo que está en el corazón de nuestra fe cristiana es nuestro acceso a la libertad misma de Dios, lo que hemos llamado nuestra divinización con la frase clave que repito: estamos en la tierra para llegar a ser por participación lo que Dios es por naturaleza. En la Biblia, no escuchamos decir a Dios al pueblo hebreo, «Yo soy quien te ha creado» sino «Yo soy quien te ha liberado, soy yo quien te ha hecho salir de la esclavitud de la casa de Egipto». Sólo tardíamente los judíos se plantearon la cuestión de la creación.

También hay que leer la Biblia no comenzando por el principio del libro sino por el comienzo de la experiencia que ha hecho nacer al libro, que es la experiencia fundamental del pueblo de Israel. Digo bien e insisto: la experiencia, lo vivido, lo concreto, lo real, en oposición a lo nocional, a lo conceptual, a lo abstracto. Experimentar una pera o una manzana es comerla, no es describirla con palabras. Se puede tratar de describir con palabras el sabor de un fruto pero en definitiva se dirá, comedia. Se puede tratar de describir el perfume de una rosa pero las narices son un instrumento más eficaz para el conocimiento que el vocabulario. Se puede también tratar de describir los sentimientos del amor, hay novelistas para ello, pero si no tenéis ninguna experiencia del amor, toda descripción será para vosotros letra muerta, como sí fuera chino.

Cuánta más razón cuando se trata de la creación del hombre y del mundo por Dios. En principio, no se tiene experiencia del origen. Como dice el P. Ganne con ese sentido de las palabras elementales que le caracteriza (pues tiene la convicción firme de que lo que el hombre ve menos claramente es lo más elemental, y tiene razón), el niño que está en el pecho de su madre no se pregunta si es el heredero de Vercingetorix y de Gaulois, lo que busca es ser liberado de sus desfallecimientos de estómago, y su madre se le aparece en primer lugar no como quien le ha puesto en el mundo, sino como la que ahora le libera de su sufrimiento, de su hambre. No será más que poco a poco, cuando el niño que se hace adulto se planteará la cuestión de su origen y de su fin, pero no es lo inmediato ni lo primero.

Del mismo modo, los Israelitas al principio no dijeron nada de Adán. Una consciencia concreta, real, viva, no parte nunca de los orígenes sino que se remonta a partir de lo que vive en su presente. Estas advertencias banales expresan una verdad muy sencilla pero sucede que se olvida y toda catequesis se falsea radicalmente: «La fe de Israel no ha ido de la doctrina a la vida sino de la vida a la doctrina, y la experiencia inicial de Israel, la que se llama idea fundante, es la liberación de la servidumbre de Egipto». Os recuerdo que esta liberación -el Éxodo- que tuvo lugar en el siglo XIII a. C., es anterior por lo menos en cinco siglos al segundo relato de la creación (Génesis 2 y 3) que es el más antiguo y data probablemente del siglo VIII a. C., y anterior en siete siglos al primer relato (Génesis 1) que es el más reciente y data del siglo VI a. C.

Intentemos meternos en la piel de los israelitas del siglo VI y tratemos de vivir como ellos. Son deportados a Babilonia desde principios del siglo. Hay hombres que han nacido en el exilio, lejos de la tierra de sus antepasados, y se preguntan si todo lo que les han dicho sus padres es verdad. Saben que en Jerusalén no hay templo, ni fiestas en consecuencia. Políticamente el pueblo judío está borrado de la historia. No se sabe cuánto tiempo durará el exilio. No hay ningún indicio, ningún signo de liberación. ¿Cómo no creer que Dios ha abandonado a su pueblo? La Alianza con Moisés, que era el corazón de la religión judía, ¿no ha caducado? Nos resulta fácil imaginar las burlas de los paganos tanto más en cuanto que la religión de Babilonia es floreciente, hay fiestas, brillantes procesiones, se adora a los ídolos, se practica la astrología. ¿Cómo no estar tentado, seducido por ella? Por otra parte existen aventuras sentimentales entre judíos y babilonias, entre judías y babilonios.

¿Qué hace Yahvé? Aparentemente nada. En realidad habla por medio de los profetas (como dice nuestro Credo). ¿Qué dicen los Profetas? Dicen que Dios no ha abandonado a su pueblo. El Dios de los judíos es fiel, su palabra es una Roca, por tanto el desierto florecerá, Jerusalén resurgirá de sus ruinas. ¿No es Dios una Energía liberadora? ¡Que no lo olviden los judíos! Ellos fueron esclavos en Egipto hacia el año 1250, y Dios les liberó. Siete siglos han transcurrido, pero los pueblos tienen memoria colectiva. Entonces, para recuperar su coraje, para luchar contra la desazón y el escepticismo, para conservar buena imagen ante las burlas de los babilonios, para retener a los que se deslizan por la pendiente de la apostasía, los judíos cuentan las grandes hazañas del Éxodo. Lo que Dios ha hecho una vez lo hará una segunda vez, habrá un segundo Éxodo y una renovación de la Alianza.

Os sugiero que comencéis la lectura de la Biblia por el segundo Isaías, autor de los capítulos 40 al 56 del Libro de Isaías, profeta del siglo VI a. C. Veréis allí como la «vivencia» religiosa de Israel es una relación con un Dios que no es el Autor de la Naturaleza, la Causa primera del mundo, sino un Amor liberador.

Pero el Éxodo no es el principio. ¿Qué había pasado antes de Moisés? Decíamos que una conciencia concreta no parte nunca de los orígenes sino que se remonta a ellos. El bebé no habla al principio de Vercingetórix pero, cuando crezca, se planteará la cuestión del origen de Francia, su patria.

Y bien, hacia el año 2000 Abraham tuvo una experiencia de liberación. A la luz del Éxodo, los judíos interpretan la emigración del clan de Abraham como un signo de la presencia de Dios. Ya hay una Alianza de Dios con Abraham. Después de leer el segundo Isaías y el libro del Éxodo, hay que leer en el libro del Génesis la historia de Abraham. ¿Y antes de Abraham? Para los judíos es la prehistoria. ¿Van a detenerse en este umbral? No, pues creen que su Dios es el único Dios verdadero (los otros dioses son ídolos). Si el Dios de Israel es el único Dios verdadero, no es sólo el Dios de los Judíos, es el Dios de toda la humanidad, el Dios que hizo la Alianza con Abraham y Moisés hizo alianza con toda la humanidad. Esío es lo que afirma el ciclo de Noé, en que sus autores utilizan viejos mitos para expresar la universalidad de la Alianza. ¿Y antes de Noé? Está Adán, el hombre, la humanidad entera (tal es el significado de la palabra Adán).

Esta introducción es capital si no se quiere caer en graves sinsentidos con los primeros capítulos de la Biblia: el amor liberador (se sobreentiende que el Amor es liberador, en otro caso no sería Amor; el amor que volviese esclavo a alguien o le mantuviese esclavo, sería una contradicción en los términos) o el Poder de liberación, que está en el origen de la historia de los Hebreos, está también en el origen de todo lo que existe. El Dios de quien Israel experimentó el amor liberador a lo largo de su historia, es el mismo Dios Creador del mundo.

No hay ningún peligro, en consecuencia, de que Dios aparezca como un Poder de dominación o como un Fabricante. En el origen de todo existe el mismo amor que Israel experimentó en el curso de su historia. Encontraréis confirmación de lo que os adelanto leyendo atentamente esto: «Así habla Yahvé tu Liberador, el que te ha formado en el seno materno: soy yo, Yahvé, quien lo ha hecho todo, quien, yo solo, he desplegado los cielos» (Is 44,24). Está tan claro como pueda estarlo: el que ha liberado a Israel es quien lo ha hecho todo, el Creador es el Liberador. La relación entre creación y liberación es evidente. Hay muchos más pasajes parecidos.

Es necesario, por otra parte, estar muy convencido de que no se puede apreciar el comienzo de nada. Probad a advertir el momento en que os dormís, el momento en que no podéis decir «yo duermo» ni «yo no duermo», temed entonces no poderos dormir, pues en el momento en que podáis decir «estoy a punto de despertarme» sin duda ya os habéis despertado. ¿Podéis hablar de vuestro propio nacimiento de modo que sin ningún testigo que os lo haya contado, podáis decir cómo sucedió? Vuestro nacimiento fue seguramente un acontecimiento, pero no un acontecimiento para vuestra conciencia. No podemos comprender el comienzo de la historia. El conocimiento del comienzo del mundo es absolutamente imposible, porque es impensable que haya quedado testimonio de alguien que sea consciente de ser el comienzo absoluto de la humanidad. Nunca se escribirá el capítulo primero de la historia de la humanidad, en un plano estrictamente histórico.

Subrayemos con el Padre Ganne: «La Alianza da sentido a la Creación, la fe en el Creador es el reconocimiento de un Poder de liberación remontando hasta los orígenes, co-extensivo a todo el universo»

Eliminar tres palabras peligrosas

Importa eliminar de nuestro espíritu, con todo vigor, un cierto número de imaginaciones engañosas y tremendas, que han cristalizado en unas palabras que empleamos a la ligera y que es necesario criticar enérgicamente: emanación, fabricación, comienzo. Os propongo reemplazarlas :

- emanación por distinción o alteridad (existencia de un Otro);

- fabricación por génesis;

- comienzo por dependencia radical (del hombre con relación a Dios).

1) emanación: se representa a veces la creación como una emanación, como si el mundo emanase de Dios como el río emana de la fuente o la masa de luz de un fuego luminoso. No es ésta una idea judeo-cristiana, el mundo no es una emanación de Dios. Si el mundo fuese una emanación de Dios habría que decir que es necesario. Efectivamente, desde el momento que hay una fuente, hay río que emana necesariamente, hay rayos y masa de luz. La cuestión es importante porque en otras religiones orientales el mundo es entendido como una emanación necesaria de Dios.

Si el mundo emana de Dios como el río emana de la fuente, no hay distinción radical entre el hombre y Dios, el río no es radicalmente distinto a la fuente, y el rayo no es radicalmente otro al fuego luminoso. No hay, pues, alteridad, y si no hay alteridad no hay amor posible, no se puede amar más que a otro, no se ama el fondo de sí.

En la Biblia, de principio a fin, se trata de revelar un Dios que no es más que Amor, no podría ser de otro modo. Se afirma que Dios existe, un Dios personal, y Dios quiere que el mundo exista, el mundo como una realidad distinta de Dios. Dios crea al mundo otro que él. Por eso os he dicho: tachemos emanación y reemplacemos esta palabra por distinción o alteridad.

Debemos desconfiar de estas imágenes peligrosas o se dirá que el mundo existe con relación a Dios como el río con relación a la fuente. Quiero que haya un modo de comprender a Dios como fuente que no sea falsa. Si uno se desliza por la idea de una emanación necesaria, no estamos en el hilo conductor de la Revelación cristiana.

2) fabricación: la creación no es una fabricación. Dios no fabrica nada, pues una fabricación termina en un objeto acabado. Dios es todopoderoso, seguro, pero es el amor quien es todopoderoso. No se trata de cualquier poder. Dios no puede más que lo que puede el amor. No hay que decir que Dios lo puede todo, es absolutamente falso. Dios no puede destruir, el amor no puede destruir. Por eso creo en la vida eterna, porque quien me creó no me destruirá. Dios no puede fabricar, el amor no fabrica, el amor engendra, lo cual es muy distinto.

El amor no puede crear más que creadores. Nosotros somos criaturas, cierto, pero criaturas creadoras. Y el universo material no es más que el condicionamiento de nuestra libertad, a partir de la que tenemos que crearnos a nosotros mismos. Nosotros no somos Dios, sólo El es incondicional, nosotros estamos condicionados. Yo estoy, por ejemplo, condicionado por mi sexo masculino y, en consecuencia, mi proyecto de vida no puede ser un proyecto femenino. Este condicionamiento es extenso, afecta a todas las galaxias, pero no tiene sentido más que para la libertad del hombre. Dios, puesto que es amor, nunca habría creado criaturas que no fueran creadoras.

Hay que criticar ciertas expresiones que encontramos en la Biblia (esto es normal, puesto que la Biblia es una pedagogía y una pedagogía progresiva). En el segundo relato de la creación, el más antiguo. Dios es comparado a un alfarero que modela la arcilla. En el primer relato, el más reciente, la imagen del alfarero se abandona, el verbo «modelar» está suprimido y reemplazado por un verbo nuevo que significa «crear», fruto de una reflexión profunda del pueblo judío.

Dios no fabrica ni el más pequeño elemento del mundo, ni el menor átomo. No fabrica libertades, pues lo propio de la libertad es precisamente no ser fabricada, no poder serlo, al no ser un objeto. La libertad no es libertad más que si se crea a sí misma.

En la medida en que se imaginan un dios fabricante, los ateos tienen razón de protestar en nombre de la dignidad del hombre, pues sería contrario a nuestra dignidad haber sido fabricados por un eterno alfarero. Eliminamos, pues, esta idea tan absurda como peligrosa de un mundo fabricado por Dios. No estamos fabricados por Dios «como el artesano fabrica un cortapapeles» según expresión de J.-P. Sartre.

3) comienzo: se imagina a veces la creación como un cachete inicial por medio del que Dios habría puesto en marcha todo un proceso de desarrollo. Víctor Hugo, un día de débil inspiración, comparó la creación a una magistral patada dada a un balón, al enorme balón del mundo, y, dado el vigor divino de la patada, vigor infinito, el mundo continua dando vueltas solo, siendo conservado en su existencia y en su movimiento. ¡Esto es absurdo!

El acto creador no es un comienzo cronológico sino ontológi-co, una «dependencia radical en el ser», en expresión de santo Tomás de Aquino. Cuando decimos que Dios crea el mundo, no decimos que lo ha creado. No hay que poner nunca en pasado el verbo crear. Es ahora cuando Dios crea. No hay que imaginar la creación como un acto del pasado. Dios crea el mundo hoy, tanto hoy como al principio. El acto creador es el mismo ahora que en el origen del mundo, es co-extensivo a toda la historia del mundo.

Si la creación fuese una fabricación nosotros no podríamos decir esto. Para un objeto fabricado, como esta mesa en la que pongo mis codos, no hay acto actual del carpintero, no es ahora cuando el fabricante fabrica la mesa, mientras que para la creación, es ahora cuando Dios crea.

Pensad que crear es un acto simple para Dios, y tomad esta palabra en su sentido más estricto, más etimológico. Simple es lo que no está compuesto. Un acto simple es un acto que uno no puede dividir en operaciones sucesivas. En una fabricación hay operaciones sucesivas (perdonadme que os diga cosas tan elementales, pero es preferible precisar). Pensad en la fabricación de un vestido: en primer lugar el corte del tejido, a continuación el hecho de coser, de adornar, de bordar, etc. La creación es un acto simple, sin composición, sin sucesión, no se le puede dividir. Todo aquel que no sea Dios está en cierto modo compuesto, sólo Dios es absolutamente simple.

Decir que el acto creador es un acto simple es decir que la energía divina que crea está simultáneamente presente en todo su acto, lo que quiere decir que, para Dios, el comienzo coincide con el fin. Una persona de ochenta y cinco años es actualmente creada por Él tanto como cuando se encontraba en el vientre de su madre. Si no habría que decir que el acto creador es una especie de proceso operatorio, como el acto de fabricación de una costurera o un metalúrgico. ¡Estamos en pleno infantilismo!

Posibles teorías sobre el misterio de la creación

La creación no pertenece al dominio de la ciencia

Este es un preludio necesario, pues la doctrina cristiana de la creación no responde a cuestiones planteadas por la ciencia. Preveo que me plantearéis cuestiones que me obligarán a responder: preguntádselo a los sabios y no a los teólogos. Lo que sucede en nuestro universo físico pertenece al físico, y el físico, en tanto que físico (lo subrayo), no tiene por qué recurrir a la hipótesis de un creador. Tampoco el químico en tanto que químico, ni el biólogo como biólogo.

Recuerdo que, meses después de los sucesos de mayo del 68, se organizó en Lyon una conferencia para alumnos de clases superiores de toda la ciudad. Había allí de tres a cuatrocientos jóvenes, chicos y chicas, de diecisiete, dieciocho años. El tema tratado era la Creación. Se habían pedido dos oradores, un físico, profesor en la Facultad de Ciencias, y un servidor. Fue el profesor de física quien primero tomó la palabra. Explicó que como

sico no tenía necesidad de la hipótesis de un Dios Creador, e incluso que esta hipótesis le molestaba mucho hasta el límite, de que con ella no podía honestamente ejercer su profesión de físico. Ciertos adultos que estaban en la sala se enojaron con horror diciendo: «Imaginaos lo que se dice ahora a nuestros alumnos: ¡uno no tiene necesidad de un Dios Creador!» Cuando el profesor hubo terminado, ciertos alumnos le interrogaron diciendo:

«Pero usted. Señor, ¿en qué cree? Él respondió: «¡Ah! si me preguntáis lo que creo, yo creo en un Dios Creador y digo el Credo cristiano». Los alumnos comprendían muy mal. A continuación se me concedió la palabra y dije para empezar: «Estoy completamente de acuerdo con todo lo que acaba de decirse». ¡El escándalo llegó entonces hasta el colmo!

La ciencia se interroga sobre el modo como se producen los fenómenos de nuestro mundo, los rayos, el viento, los temblores de tierra, la evolución biológica de las especies, etc.; la ciencia no tiene por qué interrogarse sobre el origen primero de los seres ni sobre su sentido último. Digo origen, no digo comienzo, ¿captáis la diferencia? Una persona de ochenta años puede preguntarse cuál es su origen cuando tiene ochenta años. Es distinto a su comienzo que tuvo lugar hace ochenta años. Pero puede plantearse ahora la cuestión de su origen, del fundamento de su existencia, como podría planteárselo a los treinta o a los cincuenta años.

La ciencia no tiene que examinar más que las transformaciones que se producen en el seno de un universo dado. No quiere decir que alguna cuestión sobre el primer comienzo ni del fin último no se plantee a nivel de la ciencia física, por ejemplo: ¿qué sucederá al final? ¿hay un final? ¿qué significa la degradación de la energía?, pero estas cuestiones científicas son algo ajeno al Credo cristiano, son problemas de termodinámica. No es pues en la ciencia donde hay que buscar teorías acerca del misterio de la creación.

La creación artística

En nuestra experiencia hay, me parece, dos teorías posibles acerca del misterio de la creación. Digamos algo sobre la creación artística pero insistiremos más bien sobre el amor (el amor que de por sí es creador). No somos todos genios creadores, pintores, músicos o poetas, pero todos tenemos, de una manera o de otra, la experiencia del amor.

Pensad en un músico o en un pintor que os guste, Rem-brandt, Beethoven, Mozart, Chopin, poco importa. La creación artística no es una producción, hay una invención totalmente gratuita. ¿Os habéis planteado saber cómo es posible que tal fragmento de Mozart haya podido brotar de un cerebro humano? Es prodigioso y digno de admiración. No es lo mismo que una fabricación, la invención es la marca misma del genio.

En la obra de arte es verdad que hay una parte de fabricación, imposible ser de otra manera. Es necesario que la idea gratuita, el tema de la fuga, el leit-motiv, se exprese a través de las notas musicales o de palabras, de mármol, de colores. Es preciso que el artista que es creador, inventor en el sentido latino de la palabra, dé cuerpo a su idea transformando la materia. La Venus de Milo era antes un bloque e hizo falta que el bloque fuese tallado. Allí hay un elemento de producción, es cierto. Por un proceso continuo el escultor talla la piedra, el escritor lucha con la materia lingüística; desde este punto de vista la creación artística se parece a una fabricación. Pero, en el origen, hay una creación, hay una discontinuidad entre la materia preexistente (mármol, colores, piedras, sonidos, palabras) y la obra de arte en sí misma.

Si uno se orienta con la imagen de la creación artística sin olvidar que, en la obra de arte, hay una parte de fabricación, uno se orienta correctamente respecto al acto creador de Dios.

El amor re-creador

La experiencia del amor es aún más apropiada. Estoy impresionado por la posibilidad que tenemos todos los hombres de recrear. Recrear un ganster, un vagabundo, un pobre tipo cuya existencia es apenas una existencia pues no es amado en la vida y, precisamente por no ser amado, se dirige hacia una existencia que se parece a la nada.

Estamos obligados a plantear la cuestión, ¿ciertos seres existen? Existen, ciertamente, en el sentido de que comen, beben, respiran. Pero no llamemos a esto existencia en sentido intenso, son parecidos a una nada, se le aproximan, si se puede decir, degradándose progresivamente. ¡Y bien! tengo el poder inaudito de recrear tal ser, simplemente mirándole con amor, interesándome por él, dirigiéndole mi atención. A partir del momento en que vea posarse sobre él una mirada de amor vuelve a la existencia, pues se encontraba caminando hacia la nada y puede convertirse, o reconvertirse, auténticamente en un hombre.

Hace algunos años, sacerdotes y laicos de la parroquia de Saint-Severín de París organizaron comidas con jóvenes marginales, gamberros, así se les llama. Los sacerdotes me dijeron que fue como si se asistiese a un regreso. Estos muchachos estaban en camino hacia la nada; cuando vieron que alguien se interesaba por ellos, que se posaba sobre ellos una mirada de amor o de amistad, volvieron a la existencia, tomaron confianza en ellos mismos, empezaron a vivir en el sentido fuerte de la palabra y no simplemente a respirar, beber y comer.

El misterio del acto creador

Partiendo de aquí trato de comprender el misterio del acto creador. El amor -Dios no es más que Amor, con éste «no es más que» despiadado que yo subrayo tan a menudo- «diferencia tanto como unifica» (Teilhard de Chardin). Empieza por diferenciar ya que el amor quiere que el otro sea verdaderamente otro, no un reflejo de sí, no un satélite, sino otra libertad. Dios quiere, éste es su mismo ser, su acto simple, eterno, que el otro sea, que otros sean. Y este querer es eficaz, como todo querer divino.

Quien es la luz quiere que la luz brille en los ojos del ser amado. Si yo te amo, quiero que haya luz en tus ojos y quiero estar cerca de ti como un contagio de luz, un contagio de existencia luminosa. Una mirada de amor o de amistad es una mirada de ambición para otro. Yo te amo, quiere decir que soy ambicioso para ti, no quiero dominarte y sofocar tu libertad, quiero despertarla. Quiero que mi libertad comunique con la tuya, lo que no es posible más que si existe la tuya.

El poder divino no es un poder que domine, es un poder que despierta. Dios no crea objetos, os lo recuerdo. Si Dios nos dominase seríamos objetos para Él. Un ser dominado no puede ser más que un objeto y a un objeto se le fabrica. Un amor que nos dominara, sería una contradicción en los términos. Perdonadme que insista pero la experiencia me muestra que quizá el 80% de los que se llaman cristianos se representan a Dios como el que nos domina. No se puede dominar libertades, no tiene sentido; uno puede dominar objetos, cosas, pero Dios es un suscitador de sujetos libres, no puede amarnos más que si ve en nuestros ojos la luz de la libertad.

El amor es suscitar un contagio de existencia

Dios crea por influjo de su contagio estimulante. Y puesto que hace falta siempre partir de nuestra experiencia cuando reflexionamos -de otra manera uno se mueve en lo abstracto-, recurriría a nuestra experiencia y os preguntaría: ¿no habéis recibido nunca el contagio de alguien? Yo puedo daros mi propio testimonio. En mi vida he tenido la gran suerte, que desgraciadamente no se le ha dado a todo el mundo, de tener un maestro, un verdadero maestro, cerca del cual he vivido durante más de veinte años, un hombre que era para mí a la vez el padre, el maestro y el amigo; los tres no eran más que uno. Yo recibí el contagio de este hombre, de modo que casi podría decir que me creó. Nunca me dio una orden. Pienso incluso que nunca me dio un consejo positivo, formal, alguna vez de pasada, ¡pero tan leve!

¿Qué hacía este hombre a mi lado? Existía, eso es todo. Su sola existencia era contagiosa en el sentido de que mi deseo continuo era parecerme a él, existir como él, con la misma nobleza de alma, la misma grandeza, la misma cultura. La existencia de este hombre era contagiosa en el sentido de que no me era posible ser sistemáticamente mediocre a su lado. Si yo hubiera querido ser mediocre y pervertirme, hubiera sido necesario escapar a su contagio estimulante y sugerente. Aunque no hayáis tenido un maestro como éste en vuestra existencia, habréis experimentado que hay momentos en la vida en que uno se dice: si yo permanezco en relación habitual con este hombre o con esta mujer, no puedo ser mediocre. Ser mediocre es ser una semi-nada, la mediocridad es una seminada.

El acto creador de Dios es esta existencia pura y simple. En el fondo Dios no hace nada, y pienso que hay que abstenerse de decir: Dios hace esto o aquello, pues todo el mundo entenderá: fabricar; ahora bien, crear no es hacer algo. Dios es absolutamente simple. Esta simplicidad es terrible, preguntad a los místicos que han tenido alguna experiencia. No hay en Dios una existencia y una acción como si fueran dos cosas. Su acto es idéntico a su ser. Él es, es todo. Dios crea existiendo, nada más, pero esta existencia es contagiosa pues es amor, y el amor es una fuente de existencia.

Acto por el que Dios hace que los seres se hagan a ellos mismos

Intentemos ir más lejos, nos aproximamos a lo esencial. La creación es el acto por el que Dios hace que los seres se hagan a ellos mismos por ellos mismos. Si imaginamos que somos manipulados, no podemos decir que Dios es Amor. Pero Dios es Amor y quiere que nos hagamos a nosotros mismos, por nosotros mismos. Lo dice la Biblia: «El Señor creó al hombre... y lo entregó en poder de su albedrío» (Eclo 16,14).

¿No os lo imagináis? Yo tampoco. Sin embargo, me acuerdo de un grupo de jóvenes hogares que tenían hijos de diez, doce años. Cuando trataba de explicarles esto, eran más o menos es-cépticos. De repente, un padre de familia, desde el fondo de la sala, me interpela: «¡Ya está, lo he comprendido! El ideal sería que mis hijos se hagan ellos mismos por ellos mismos, dicho de otra manera que la educación no comporte golpes, consignas, molestias. Un verdadero educador debe sufrir si ha de dar golpes, incluso cuando son inevitables». Este padre de familia empezaba a comprender que la creación es el acto que hace que los otros se creen a ellos mismos.

Recuerdo haber asistido a una discusión bastante viva entre un joven sacerdote y un comunista militante del partido. La discusión podría haber durado indefinidamente. El sacerdote decía: «Es Dios quien ha creado el mundo», poniendo el verbo crear en pasado». Yo temblaba en mi rincón diciéndome: ¿cuándo dejará de hablar en pasado? El comunista respondía: «No, es el hombre quien se crea a sí mismo». ¿Qué habríais hecho vosotros en esta discusión? Pienso que algunos hubieran tomado partido por el sacerdote contra el comunista, y otros partido por el comunista contra el sacerdote. Al cabo de un rato, intervine diciendo: «Perdéis el tiempo, tenéis razón los dos o, lo que viene a ser lo mismo, si El no estuviera en génesis creadora, en cosmo-génesis como dice Teilhard, haría falta decir que Dios lo fabrica. Y si decimos que el mundo se crea a sí mismo no somos cristianos, puesto que lo afirmamos al principio de nuestro Credo:

«Creo en Dios el Padre todopoderoso creador». Precisamente Dios no sería creador si fabricase todo acabado. No hay un todo acabado, hay lo que «se está haciendo a sí mismo».

Acto de humildad de Dios

Insisto mucho sobre la idea del acto creador como renuncia de Dios, como un acto de humildad. Dios no es alguien que ame como nosotros que existimos primero y amamos a continuación. En Dios el acto de amar no es accesorio, advenedizo, es su mismo ser. Para Dios existir y amar es exactamente lo mismo, el amor no existe sin humildad, es decir sin renuncia de sí.

Apelo a vuestra experiencia: amar es querer al otro por él mismo y, al mismo tiempo, quererle por mí. «Te quiero para ti». Es verdad que Dios es todo pero es un todo que renuncia a ser todo, pues la renuncia está en el corazón del amor.

Imaginad que Dios no sea Trinidad, imaginad que Dios no sea amor en él mismo, el acto creador es entonces ininteligible. Si el corazón de Dios es amor, por consiguiente renuncia a sí, por tanto humildad, el acto creador es un acto de humildad. Ahora puedo comprender que la creación es el acto por el que Dios no renuncia a Él mismo en el interior de la Trinidad, en el interior de su ser eterno, sino que, en cierta manera. El se «retira» verdaderamente para no ser todo. El se «contrae» como dicen ciertos espirituales orientales,. Boulgakoff por ejemplo, en la gran Tradición de san Gregorio Palamas (somos desgraciadamente muy ignorantes en Occidente de la admirable espiritualidad del Oriente cristiano).

El acto creador es el acto por el que Dios se retira, desaparece para dejar surgir libertades que no son El. Se ha citado mucho estos últimos años la frase del poeta alemán Holderlin:

«Dios ha hecho todo como el mar ha hecho los continentes, retirándose». Amar no es imponerse, es querer que el otro sea. No vamos a imaginar el acto creador de Dios como una voluntad de tener satélites, ¡nada de eso! Si Dios no renunciase a ser todo no podríamos decir que es amor. La imagen del mar que se retira y que crea los continentes, retirándose, es admirable pero un poco peligrosa porque, cuando se trata de Dios, Él no se retira de manera espacial, está presente en su creación. Las imágenes cojean siempre, de una o de otra manera.

Es la omipotencia de Dios quien crea el mundo, sí, pero ¿qué poder? No un poder de dominación o de fabricación, no un poder que va a petrificar o congelar nuestra libertad. El poder creador es un poder de renuncia tan absoluta de sí que otros vienen a existir en ellos mismos y por ellos mismos. Cuando Dios me crea, me da el poder de ser yo mismo y por mí mismo.

Ahora ya no podemos decir que Dios es un competidor que amenaza nuestra libertad, puesto que Dios renuncia y se retira para que existamos en nosotros-mismos y por nosotros-mismos, no quiere ser un competidor. No hay nada más divino, más altamente divino, que esta renuncia de Dios, que no es otra cosa que la renuncia eterna que es Dios en Él mismo, en el seno de la Trinidad.

Dios no es el relojero del mundo

Si Dios no fuera creador en este sentido, si no crease criaturas creadoras, si no fuera más que un fabricante del mundo, tendríamos excelentes razones para reprocharle ser un pésimo fabricante. Muchos no se privan de decirlo. ¡Cuántas cosas mal hechas!, en efecto: ¡los terremotos, los ciclones, las erupciones volcánicas, las enfermedades, todos los sinsentidos de la existencia humana! Si Dios fuera el relojero que ha fabricado un reloj como imaginaba Voltaire: «El universo me desconcierta y no puedo pensar que exista este reloj y no haya un relojero», deberíamos decirle: ¿sabéis que sois muy mal relojero? ¡vuestro reloj no suena nunca a la hora! Traducid: existe el mal por todas partes.

Se dice muchas veces que el mal del mundo viene del pecado. ¡Pues no! No es al menos por el pecado del hombre por lo que hay ciclones, terremotos y erupciones volcánicas. Lo cierto, es que el pecado agrava considerablemente el mal del mundo: todos los odios, todas las rivalidades, todos los egoísmos en conflicto, todas las guerras e incluso el progreso humano en su contrapartida, la polución por ejemplo.

Es contradictorio creer en Dios y creer que fabrica el mundo. Mientras que si Dios crea hombres creándose ellos mismos, si el amor en Dios, el amor más alto, consiste en respetar su libertad creadora sin manipularla (pues el amor no manipula al otro, quiere que el otro sea y se haga él mismo), comprendemos que el hombre vaya a tientas, que la historia del mundo, es decir la historia de la creación del hombre por él mismo, no se haga sin retrocesos, fallos, errores. ¿Ha hecho bien yendo a la luna? Tal vez, no lo sé. ¿No hubiera sido preferible dedicar todo ese dinero para estudios contra el cáncer? Tal vez, es probable, no lo sé.

El hombre va a tientas. ¿Querríais que Dios interviniese diciendo: pobre amigo mío, no comprendes nada, te voy a decir cómo hay que hacerlo? ¿Querríais a un Dios que interviniese de este modo? Sería llamarle intervencionista, lo que escandaliza a Francis Jeanson. ¿Dónde estaría nuestra dignidad de hombre? No podríamos decir que existimos en nosotros mismos y por nosotros mismos y, así, el don de Dios sería mucho menos grande. ¿Podéis imaginar un don más grande que la posibilidad de existir en nosotros mismos y por nosotros mismos?

Es evidente que el hombre humaniza el mundo con una increíble lentitud. Esto es muy doloroso. Pero, creedme. Dios es el primero en sufrir. Siempre, y como es amor, se guarda de intervenir. Es asunto nuestro. El hombre es el responsable de la humanización del mundo y de la humanidad.

El amor creador implica el riesgo de la Cruz

Me diréis: ¿cómo puede Dios dejar sufrir al hombre? Creo firmemente que el acto creador implica el riesgo de la Cruz. La Cruz de Cristo está en el interior del acto creador, el acto por el que Dios continuamente da a nuestra libertad el poder de crearse a sí misma, lo que no puede hacerse sin sufrimiento. Pero el mismo Dios entra en el sufrimiento y muere en la Cruz. Está escrito en el Apocalipsis que «el Cordero (es decir, el Hijo) es inmolado desde el comienzo del mundo»; en cierto sentido. El está eternamente inmolado en el corazón de Dios. El acto creador implica el sacrificio del Hijo.

Si Dios interviniese para impedir que el hombre sufra, podríamos tal vez decir, en una primera aproximación, que nos ama impidiéndonos sufrir. Pero si se va al fondo de las cosas, reconoced que esto sería un amor infantil, no sería serio. Lo que está en el corazón del acto creador, es el absoluto respeto a una criatura que debe crearse a ella misma y no puede hacerlo sin sufrimiento aunque proceda del pecado, lo que evidentemente, complica las cosas.

Me atrevo a distinguir en Dios dos niveles de amor. Es un modo de hablar. Un nivel inferior en que Dios interviene para impedir sufrir al hombre y un nivel superior de amor en que respeta absolutamente la criatura que debe crearse a sí misma. Un filósofo me decía recientemente: «¿Usted llega hasta ahí?» Yo le i respondí: «Sí, yo llego hasta ahí; comprender el amor en su última profundidad significa comprender la no-intervención de Dios.»

Si Dios interviene, sea en el Evangelio por los milagros, sea en ciertos casos para curar, por ejemplo, es porque está presente en nuestros humildes comienzos , allí donde nuestro deseo es aún carnal, donde se trata más de necesidades que de deseos. Pero siempre para conducirnos al calvario donde no hay ninguna intervención. En el calvario, en el silencio, en la ausencia, es allí donde el amor se revela en toda su profundidad.

Me atrevo a terminar esta paradoja reconociendo que la cuestión es difícil. Retened al menos que hay ciertas imágenes peligrosas que hay que extirpar a toda costa. Pero como no podemos pasar sin imágenes, hay que sustituir las imágenes menos falsas en el orden de la creación artística y en el orden del amor; después, en el corazón de todo esto, hay que sostener los dos extremos de la cadena: por una parte, es Dios quien crea, por otra, la capacidad del hombre de crearse a si mismo, de ser en sí mismo y por sí mismo.

Para profundizar en esta reflexión, no puedo menos que recomendar el folleto muy importante -que he citado ya- de mi compañero el Padre Ganne sobre La Creación (nos 21 y 22 de Cultura y Fe) .

 

 

 

El pecado original: todos los hombres

son pecadores en la raíz de su ser

(Págs. 191-202)

Tres advertencias para allanar el terreno

1) ¿Por qué hablar del pecado original? Jesús no dijo nunca una palabra sobre él y no aparece en el Evangelio, al menos directamente. El Credo nos hace confesar que hay «un sólo bautismo para el perdón de los pecados» sin mención explícita al pecado original. Esto no es extraño, pues el centro del Credo es la unión de Dios y la humanidad en Jesucristo.

Hay que comprender que un enunciado dogmático, como el del pecado original, es siempre una precisión de la fe sobre tal o cual intención de esta Realidad central. Todo enunciado dogmático es una iluminación que procede del misterio de Cristo acerca de nuestra condición humana. El conjunto de los dogmas es la suma de las afirmaciones necesarias en el curso de la historia para recibir correctamente la luz de Cristo.

2) En consecuencia, no se trata de considerar el pecado original partiendo del relato del Génesis, hay que partir de Cristo. Un dogma, una precisión de fe, se sitúan siempre al nivel de la Nueva Alianza (que ilumina la Antigua y la asume). El enunciado de la fe con respecto al pecado original tiene su origen en las reflexiones de la Iglesia a partir de: - Nuestra experiencia: existe pecado en el mundo, fuera de nosotros y en nosotros, es un hecho. - Del bautismo que, tradicionalmente, ha sido comprendido como un nuevo nacimiento en Cristo.

- Ciertos pasajes del Nuevo Testamento, sobre todo la epístola a los Romanos (5,12ss) donde san Pablo escribe: «Del mismo modo que vosotros, los judíos, decís que todos somos solidarios en Adán, por lo mismo os declaro, yo Pablo, que todos somos solidarios en Jesucristo resucitado». San Pablo llama a menudo a Cristo el nuevo Adán. Antes de ser considerado como el primer pecador (porque hace falta que el pecado haya comenzado), Adán debe ser considerado como la imagen que prepara al Nuevo Adán, «figura del que debía venir» (Rom 5, 14), es decir Cristo. Así lo pensaron los Padres de la Iglesia de los primeros siglos empezando por san Ireneo, obispo de Lyon, en el siglo II: «Creando al hombre, Dios pensaba en Cristo».

3) De donde se sigue que uno se equivoca siempre en teología cuando aísla un dogma. Se ha pretendido (por ejemplo ciertos pensadores del siglo XIX como Bonaid, Maistre, Veuillot, etc.) presentar el cristianismo sólo a partir del pecado original, como si la caída, de la que se habla en el libro del Génesis, fuese el punto de partida sobre el que se edificó el cristianismo.

Cierta educación daba motivos para imaginar las cosas del modo caricaturesco llamado «el arreglo del divino fontanero»:

Dios, el fontanero supremo, fabricó el mundo con una tubería que funcionaba perfectamente bien; el hombre se las arregló para estropear esta tubería, de ahí la decisión del fontanero de enviar a su Hijo para reparar el estropicio de manera que funcionase aún mejor que en el plan primitivo. No, el cristianismo está completamente fundamentado en Jesucristo. Teníamos falsas costumbres, teníamos la tendencia a poner el acento donde no se debe poner. Existe progreso en la Iglesia no cuando se reniega hoy de lo que se creía ayer, sino cuando se eliminan los falsos hábitos, cuando más allá de las deformaciones inevitables (efímeras en derecho pero tenaces de hecho, como todos los malos hábitos) se reencuentra la Fe más tradicional de la Iglesia.

Propuesta de reflexiones teológicas

La situación de Adán es nuestra situación

Hay que descartar la idea mítica de un tiempo en que el primer hombre habría vivido, antes de haber pecado, en un estado de felicidad y de perfección sin perturbación. Un teólogo contemporáneo escribe: «El dogma no impone esta interpretación y, en consecuencia, la Escritura tampoco la impone. Si el relato de la Escritura lo impusiera, el dogma lo habría también impuesto».

Hay que saber que el género literario de los capítulos 2 y 3 del Génesis es el género sapiencial (de la palabra latina sapientia, sabiduría), donde se expresa la reflexión y la experiencia del «sabio» bajo forma de proverbios, de sentencias solemnes o discursos, que tienden a transmitir una enseñanza de alcance universal. Hay proverbios o sentencias enigmáticas, por ejemplo: «Sobre sus goznes gira la puerta y sobre su cama el perezoso» (Prov 26,14), enigma que se puede formular así: «¿Quién es el que da vueltas como la puerta sobre sus goznes? ¡el perezoso sobre su camal» Parece una adivinanza. En los escritos sapienciales no hay más que enigmas de juego o de sabiduría popular, los grandes enigmas de la vida y de la muerte, del mundo y del destino humano.

El tema que encontramos en Génesis 2-3 no es un relato histórico (como la historia de David o de Salomón), no es un relato puramente mítico, ni una tesis de filosofía en el sentido occidental de la palabra, sino un escrito de sabiduría cuyo extremo es la resolución de un enigma, el enigma mayor de la condición del hombre en el mundo y ante Dios, y este escrito es fruto a la vez de la experiencia de Israel y de la reflexión de los Sabios .

Lo que el autor de estos capítulos ha querido presentarnos, es ante todo la situación del hombre a secas, el del siglo XX y el de cualquier tiempo, a los ojos de Dios y con relación al pecado. Etimológicamente, la palabra hebrea Adama significa la tierra, el suelo, la arcilla roja; «Adam» es el terreno, el arcilloso, el que procede de la tierra. Con riesgo de sorprenderos, afirmo no como opinión particular sino en nombre de la Iglesia: si dice que la causa del pecado es Adán, nunca ha definido quién es Adán. La mayor parte de los teólogos contemporáneos admiten que Adán es toda la humanidad, por consiguiente, la historia de Adán que se nos contó es también nuestra historia, el pecado de Adán es nuestro pecado.

Es verdad que el relato dice que Adán fue creado en un estado de santidad y justicia. ¿Hay entonces que concebirle como un hombre con una inteligencia y con una libertad perfectas, una especie de superhombre en relación a los hombres que conocemos? Esto no se corresponde con la descripción que nos da la ciencia actual acerca de los primeros hombres que emergen lentamente de la animalidad. No hay que imaginar al principio de la humanidad (es decir hace dos o tres millones de años) un superhombre y pienso, que es mucho mejor evitar esta hipótesis.

La perfección de Adán es la perfección de una vocación

Lo que la Biblia nos presenta es el fin al que Dios ha ordenado al hombre: su divinización. La perfección del primer hombre consiste en que no es como los otros seres de la naturaleza, animales o vegetales, sino que ha sido llamado por Dios, desde el origen, para un fin divino: llamado a entrar en el amor de Dios, a compartir eternamente la misma vida de Dios. Desde que despierta el espíritu del hombre ve que no puede vivir como los demás seres de la tierra que no tienen que llegar a ser libres. Él sí, él tiene que llegar a ser lo que debe ser. Dicho de otro modo, la perfección del hombre es la perfección de una vocación y no de una situación, es lo que la Biblia enseña diciendo cjue el hombre fue creado «a imagen y semejanza de Dios» (Gn 1, 26), literalmente «a imagen en vistas a la semejanza con Dios»; los teólogos interpretan semejanza en el. sentido preciso de participación en la misma vida divina.

Dios da al hombre la capacidad de llegar a ser perfecto, porque quiere que el hombre sea perfecto, a su imagen. Dios, repito, no ha fabricado una libertad pues es el hombre creado en posibilidad de libertad, de volverse libre él mismo. Dios crea al hombre capaz de crearse a sí mismo. Por eso no me gusta la expresión: Dios ha creado al hombre libre, pues en ella hay dos errores: se pone la creación en pasado y se tiene la impresión de que la libertad es un regalo, una especie de cosa terminada, cuando la libertad es esencialmente lo contrario a una cosa terminada, la libertad no es libertad más que si uno la crea él mismo.

En consecuencia en la perfección de Adán, el problema, no es un estado de perfección sino el comienzo de una historia de perfección que debe acabarse en la gloria de Dios. Dios crea al hombre divinizable. Esta es la definición más profunda que se pueda dar del hombre, más allá de lo que nos dicen las ciencias humanas. Ésa es su vocación y es eminentemente exigente.

Pero el hombre no puede divinizarse solo, hace falta que acoja el don de Dios ya que es Dios quien diviniza. No es el hombre por sí mismo quien va a franquear el abismo infinito que existe entre Dios y él, pues aunque su origen es terrestre, sus raíces son cósmicas. Él es «terreno». Poco importa el modo en que concibáis este origen terrestre, sea, como dice el Génesis, sacado directamente de la tierra o sea, como se admite corrientemente hoy, por medio de numerosas escalas animales.

Este origen terrestre es para el hombre una fuente de semejanza respecto a Dios, pues la voz de la naturaleza hace resonar en el hombre una llamada a vivir no para Dios y los otros hombres sino para él mismo, egoístamente, como los otros seres de la naturaleza que viven según su instinto. Simplificando, se puede decir que hay en el hombre una doble fuerza :

- una fuerza de gravedad y de inercia que le invita a renunciar a ser un hombre libre y le empuja a vivir como los otros seres del mundo que no tienen libertad que construir (una planta, un perro, un gato);

- una fuerza ascensional que le invita a construir su libertad que Dios, por gracia, hará llegar hasta su propia libertad.

He aquí, pues, al hombre en tensión -y no puede dejar de estarlo, ya que Dios le llama a compartir su propia vida- entre una fuerza de gravedad que le atrae hacia abajo (el camino de servidumbre de su libertad) y otra fuerza ascensional (el camino del crecimiento de su libertad).

El primer hombre no estaba en una condición diferente a la nuestra. Es inútil buscar representarse lo que pudo ser culpa suya. Uno se imagina a menudo una culpa de grandeza excepcional, luciferina, pero para ello hubiera sido preciso que Adán hubiese sido dotado de una inteligencia totalmente desarrollada y de una libertad perfecta. Pero no es éste el hombre que la ciencia sitúa en los orígenes de la humanidad. Además, ¿quién es Adán? Los sabios nos dicen que, probablemente, la humanidad no desciende de una pareja única (esta hipótesis se llama monogenismo) sino que apareció más o menos en la misma época en varios puntos del globo (hipótesis del poligenismo que es la más extendida actualmente).

Tal es la situación del hombre. La culpa, es decir la obediencia a la fuerza de la pesadez, va unida al despertar de la conciencia moral, el hombre se da cuenta de que es un ser diferente a los otros y que por ello, debe construir su libertad apoyándose en sus condicionamientos. Dios pide al hombre que se realice a sí mismo tendiendo hacia Dios, escogiendo a Dios, acogiendo el don de Dios. No se puede ser verdaderamente hombre más que escogiendo a Dios como centro. El pecado original es el hombre, es todo hombre que escoge realizarse él mismo tapándose los oídos para no escuchar la llamada de Dios de crearse a sí mismo, es el hombre que escoge la servidumbre fácil antes que la dura exigencia de la libertad.

He aquí la culpa original: no se trata de un origen cronológico, se trata del origen de la naturaleza humana, de la raíz misma de la existencia. Por eso el pecado original es impensable independientemente de la vocación del hombre a ser divinizado. Si hay algún escándalo en la educación cristiana de los niños y de los jóvenes, es cuando se les habla del pecado original antes de asegurarse de que han comprendido que lo esencial de la fe es creer que están llamados a compartir la vida divina. ¡Los dogmas cristianos no tienen sentido más que con relación a lo esencial! El pecado original es la distancia inconmensurable entre lo que es el hombre abandonado a sí mismo y lo que debe ser viviendo la vida divina.

¿Cómo se propaga o se transmite el pecado original?

Hay que descartar la idea de que la culpa del primer hombre fue para la historia el punto de partida de una caída vertiginosa. Nosotros hacemos empezar nuestra historia después del pecado y tenemos la impresión de que el estado de Adán antes del pecado no tenía nada en común con el estado que el hombre ha conocido después. Y uno se pone ingenuamente a pensar que si Adán no hubiera cometido esta animalada, si hubiera sido un poco más razonable, un poco mas firme ante. su mujer, muchas catástrofes se habrían evitado, habríamos estado en felicidad completa, nos habríamos encontrado establecidos para siempre en la virtud. Francamente, pensar esto es pura imaginación, infantilismo.

Suponiendo que el primer hombre no hubiera pecado, ¿quién nos garantiza que no lo habría hecho el segundo? ¿Y por qué no el tercero o el cuarto? Si la culpa del primer hombre tuvo tanta influencia en nosotros, ¿por qué la del segundo o del tercero no la habría tenido tanto? Es cuanto menos un poco raro. Y después, se llega a la idea de una humanidad que habría podido alcanzar la gloria perfecta de su divinización olvidándose completamente de Jesucristo, se llega a imaginar que, si Adán no hubiera pecado, hubiera tenido el poder de conducir por sí mismo a la divinización a toda su descendencia humana. ¡Desgraciadamente hizo un estropicio e hizo falta que Jesús viniese a repararlo!

¡Hay que reflexionar! No tenemos más que leer el Nuevo Testamento para ver que no hay más que una sola fuente de divinización que es Cristo. Desde el principio Cristo es querido por Dios y, como dice san Pablo, hemos sido creados en Él (Col 1,16). Esto quiere decir que nuestra humanidad, desde sus orígenes, está destinada a entrar en la filiación divina por Cristo y en Él.

Ciertos predicadores daban la impresión de que Dios estaba tan ofendido por el pecado del primer hombre que decidió que todos los hombres, en adelante, estarían esclavizados al pecado. ¡Hay que reconocer que es ésta una conclusión extraordinaria! La preocupación de Dios no es tanto la de esclavizar a los hombres al pecado sino librarles. No es Él quien ha decidido por su voluntad soberana imputarnos la culpa del primer hombre, como si hubiera estado despechado de que hubiera infringido su ley. No. La libertad absoluta no puede querer otra cosa que liberar.

Si el pecado se transmite, significa que es propio de todo pecado transmitirse a los otros. El pecado no se transmite como un acto de culpabilidad. Cuando cometemos una falta esta falta es nuestra y no pasa a nuestros hijos o a nuestros vecinos. A este respecto, la expresión misma de «pecado original» se presta a equívoco, pues el pecado original se distingue del pecado personal por la ausencia de consentimiento personal. El pecado original en nosotros no es un acto pecaminoso sino la consecuencia en nosotros de todos los pecados cometidos desde el primero. Es una situación en relación con una vocación.

Lo propio de todo pecado es desencadenar un desorden que perturba las relaciones humanas. Si un hombre no viviese más que obsesionado por el deseo de dinero, su relación con los otros estaría falseada. Si un hombre es un don Juan, no piensa más que en la lujuria, todas las mujeres bonitas del mundo se le aparecerán como ocasión de placer, todo está perturbado, no existe fraternidad. El menor de nuestros pecados es una provocación al mal que depositamos en la conciencia del prójimo. Siempre que obro con egoísmo, incito al prójimo a hacer otro tanto. Siempre que busco mi goce, provoco al otro a obrar de modo parecido. Todo pecado se convierte en camino por el que una tendencia al pecado se infiltra en la conciencia humana.

El conjunto de relaciones humanas constituye lo que se puede llamar conciencia común de la humanidad, la voluntad común del género humano. Los actos malos de todos los hombres contribuyen a esparcir y a propagar el pecado. Cada acto malo que cometemos es como una onda que se expande por los terrenos de todas las relaciones humanas. Es así como los pecados de los hombres se aglutinan y forman entre ellos como un verdadero cuerpo de pecado. El niño que viene al mundo entra en una comunidad de pecado. Yo soy pecador desde el primer momento de mi existencia, porque el primer momento de mi existencia es vivido en un mundo de pecado. Ningún hombre puede formarse sin la ayuda de los otros, pero los otros le ayudan tanto a destruirse como a construirse. Así podemos comprender la propagación del pecado original.

Advertid que el mundo, si es cuerpo de pecado, también es cuerpo de gracia. Si pesamos en el sentido del pecado, igualmente pesamos en el sentido del bien y el bien, cualquiera que sea, es una colaboración en la obra divina.

El dogma del pecado original es esencial

para nuestra verdadera relación con Dios

Pecadores perdonados en la raíz de nuestro ser

Si la Iglesia mantiene el dogma del pecado original es porque es esencial para nuestra relación con Dios; si olvido el pecado original, mi relación con Dios no es ya una relación verdadera. Esto no aparece a primera vista, hay que descubrirlo. Es precisamente porque no aparece a primera vista por lo que muchos están tentados a decir: después de todo, ¿qué más da? ¿qué cambiaría en mi vida? En realidad, cambia mucho.

En Las palabras, Jean-Paul Sartre cuenta que siendo niño, desobedeció a sus padres jugando con cerillas y quemó una alfombra; escondió el estropicio como pudo y saltó sobre las rodillas de su mamá sin decirle nada de la falta cometida. Y añade, relación falsa, relación mentirosa. Mi relación de hijo con mi madre habría sido una relación verdadera si yo le hubiera dicho: mamá, te pido perdón, te he desobedecido, he jugado con cerillas y he quemado la alfombra, espero que me perdones y me permitas abrazarte. Entonces, la relación hubiera sido verdadera.

Si el hombre no se reconoce pecador su relación con Dios es i falsa. Cuando la Iglesia nos habla del pecado original quiere hacernos entender que en la raíz misma de nuestro ser, somos no sólo criaturas finitas sino también criaturas pecadoras. Existe en nuestra raíz una orientación que no es una orientación hacia Dios.

El fondo de todo (se advierte mejor en los Ejercicios de treinta días en que muchos están asombrados de que se pase una semana hablando sobre el pecado) es que, si yo no me reconozco esclavo, no puedo saber qué es la libertad y no puedo ponerme en camino hacia un liberador. La peor de las esclavitudes es la de no conocerse a sí mismo. Únicamente en función de la libertad es urgente saberse esclavo, en otro caso no tendría ningún interés. Es Cristo Salvador, Liberador quien nos libera no sólo de la finitud (somos seres finitos y si somos divinizados, es preciso que seamos liberados de esta finitud que nos encierra; por todas partes) sino también de la esclavitud del pecado que es una esclavitud redoblada. Es una liberación la que debe hacernos acceder a la libertad misma de Dios.

Así la verdadera relación con Dios, la relación de verdad entre el hombre y Dios, es una relación de pecador perdonado en un infinito de amor y de perdón. Decir que el hombre es una criatura y que Dios es creador es verdad, pero no es éste el fondo de la cuestión. La distancia entre lo que somos y el Dios de amor que nos diviniza es infinitamente más grande, está entre un infinito de amor que perdona y una criatura que no es sólo finita sino que es a la vez pecadora y perdonada. Con la sola excepción de la Virgen María, es imposible al hombre presentarse ante Dios con la cabeza alta. Si me presento ante Dios con la cabeza alta, como un inocente, mi relación con El es falsa y al mismo tiempo desconozco lo que Él es con relación a mí, es decir, no sólo quien nos crea sino también el que nos diviniza y nos perdona.

La gran realidad no es el pecado sino el perdón. Dios no se revela en plenitud más que cuando revela ser un poder infinito de perdón. Yo no sé si tenéis la experiencia del perdón; yo no la tengo como tal pues no tengo conciencia de haber sido gravemente ofendido en toda mi vida, lo he sido en pequeñas cosas pero no tengo la impresión de haber tenido ocasión de revelar la gratuidad total de mi amor perdonando, es decir dando a fondo. Lo más profundo que se puede decir de Dios es que es un poder infinito de perdón. Si no fuéramos pecadores, conoceríamos a un Dios que da, pero no le conoceríamos como aquél que da hasta perdonar y podríamos siempre preguntarnos si Dios continuaría dándonos cuando le ofendiéramos. Dicho de otro modo, no conoceríamos el fondo de Dios.

Hay tres grados de gratuidad en el amor de Dios hacia nosotros:

- la gratuidad del amor que nos crea;

- la gratuidad del amor que nos diviniza;

- la gratuidad del amor que nos perdona, es decir que nos devuelve perpetuamente lo que perdemos perpetuamente por el pecado.

No pidáis a la Iglesia lo que no pretende dar. La Iglesia no pretende que el pecado de Adán sea una explicación del mal y del sufrimiento. Pues al mismo tiempo que la universalidad del pecado, afirma la universalidad del amor liberador. No se debería hablar nunca de pecado original, sino llamar siempre pecado y perdón originales, pecado y redención originales, a condición de comprender que redención quiere decir liberación. Si la divinización de los pecadores que somos se llama redención, es porque nuestra salvación no lo es únicamente en forma de crecimiento, sino también en forma de enderezamiento. Dios, para divinizarnos, no viene sólo a buscarnos en una situación de inocencia sino en una situación de pecado, de forma que nuestro crecimiento, cuyo fin es el mismo Dios, lo es en forma de enderezamiento.

Transformar el don en deuda

El pecado original consiste en transformar el don de la divinización en deuda, es querer apoderarse de lo que hay que acoger. «No comerás de este fruto, pero todo es para ti, yo te lo daré.» El fruto del paraíso terrestre es un fruto verde que Dios no puede dar. El tiempo es indispensable y el pecado original consiste justamente en querer suprimirlo, en querer el fruto enseguida. Se trata de querer arrebatar lo que se debe acoger. El hombre es tentado de apoderarse de la condición divina que se le ofrece. Si me invitáis para enseñarme las obras de arte que habéis reunido y me decís que son para mí, que me las daréis más adelante, y si de noche las robo en vuestro apartamento, cojo lo que me habéis dado, éste es el pecado.

Nuestra libertad no es algo totalmente acabada. Querer coger, es impedir a Dios dar pues Dios no puede dar lo hecho del todo. Hay que acoger la divinización. En la raíz misma de nuestra existencia y en el fondo de nuestros pecados actuales, existe la perversión consistente en transformar el don en una deuda. La perversión suprema es la voluntad de conquista o de captura que sustituye a la voluntad de acogida. No hay amor en coger, mientras que sí lo hay en acoger. Hay tanto amor en acoger como en dar, y lo que hace el cristianismo es decir que todo puede ser vivido desde la acogida y el don.

Suplico a los cristianos que no sean triunfalistas, que no se presenten ante los no creyentes como quien puede darles una explicación. ¿Por qué el hombre es pecador? No hay respuesta. El pecado está en el origen de nuestra existencia y nosotros estamos originariamente en los brazos de Dios como en brazos de un Padre que perdona, tal es el significado, pero no es una explicación. La respuesta de Dios no es una respuesta teórica. Él entra en el mundo del pecado y muere. Tal es su humildad.

Nunca un cristiano puede decir que tiene la respuesta, no puede más que vivirla amando como Dios amó hasta el final. Nunca el cristiano puede vanagloriarse de poseer la verdad sobre el pecado, sobre el mal y el sufrimiento que se derivan, pues no puede impedir que se le haga la eterna pregunta: ¿no hay caminos en que toda esperanza parece excluida, donde domina la noche sin ningún resplandor? El cristiano que espera una plenitud de sentido (os recuerdo que no hay respuesta teórica para el último «¿por qué?», hay sólo una esperanza) no puede más que ser inmensamente humilde y guardar silencio respetuoso ante la experiencia de la desesperanza y el absurdo de millones de hombres a su alrededor. Contra el pecado, sólo podemos esperar el triunfo definitivo, es decir, la vida eterna en el amor.

 

 

 

La resurrección de la carne

o divinización del hombre y del universo

(Págs. 203-222)

 

El término español «carne» no tiene las mismas connotaciones que la palabra hebrea correspondiente: un judío no opone carne a espíritu, como nosotros hacemos. La carne, para él, es el hombre entero, con su debilidad y fragilidad pero también con su arraigo en la naturaleza, en un medio determinado, en su raza; la carne incluye todas las relaciones con las personas y las cosas. Cuando decimos que creemos en la resurrección de la carne -éste es un artículo de nuestro Credo-, decimos que es el hombre total quien resucita.

Os hago igualmente notar que nuestros Credos no hablan de la resurrección de los cuerpos. En el Símbolo de los Apóstoles se habla de la «resurrección de la carne» y en el símbolo de Nicea, que recitamos o cantamos en la misa, se habla de la «resurrección de los muertos». El cuerpo está implicado en un conjunto mucho más vasto que la Biblia llama carne.

La fe de la Iglesia en la resurrección de la carne, es decir, del hombre y de todo el mundo, escandalizó tanto al pensamiento pagano que no hay que sorprenderse de la dificultad que tuvieron los autores cristianos de los primeros siglos para que se aceptase. Hay que subrayar que, entre las obras de los primeros Padres de la Iglesia, un gran número está consagrado a este dogma. Y como el cristianismo es una doctrina de vida, yo replantearía brutalmente la misma cuestión que he planteado a propósito de la Trinidad: si un concilio declarase que no hay resurrección de la carne, ¿qué cambiaría prácticamente en vuestra vida cotidiana?

 

No inmortalidad del alma sino resurrección total del hombre

Hemos dejado desvanecerse o empobrecerse la riqueza de la fe cristiana acerca de nuestra felicidad eterna, en la medida en que hemos dejado de seguir la pedagogía divina expresada en la Biblia (Antiguo y Nuevo Testamento) , y lo que aún es más grave, confundimos inmortalidad del alma con resurrección de la carne. Reducimos el cielo a no ser más que el lugar del alma inmortal. El resultado es que este mundo, en que vivimos, trabajamos y sufrimos durante cuarenta, sesenta u ochenta años, se ha descolorido, desvalorizado. El valor del mundo de hoy, de nuestras tareas humanas, familiares, sociales, sindicales, políticas o culturales, se nos aparece como algo secundario en relación a lo que llamamos el otro mundo, la otra vida.

¡Como si hubiera dos mundos y éste, en el que estamos, tuviera poca importancia con relación al otro! Confundimos otro mundo con mundo convertido en otro, y no es lo mismo. Hablando con rigor, no existe otro mundo con otra vida sino que este mundo se transforma en otro, esta vida se transforma en otra. Cuando veis un hombre de sesenta años que habíais conocido de joven decís que es el mismo hombre, no decís que es otro, envejeciendo se ha transformado en otro, pero es el mismo. No deberíamos hablar de otro mundo sino siempre del mundo que, por la resurrección, se transforma en otro.

Si hablamos de otro mundo lo hacemos con relación al mundo esencial, ya que este mundo de aquí aparece simplemente como terreno de pruebas antes de recibir la recompensa. Vaciando el cielo de su sustancia y atractivo vaciamos igualmente la tierra, llegamos a un cielo que no es más que una inmortalidad para el alma y la tierra materia perecedera, una especie de máquina de producir espíritus puros. Veis pues que es importante el punto de vista.

 

Felicidad divina, comunitaria, encarnada

Lo que afirma la Iglesia es esencialmente esto: nuestra felicidad eterna será verdaderamente una felicidad de hombre, conforme a la naturaleza del hombre :

- social o comunitaria (pues el hombre es un ser social y una felicidad individualista no respondería a su naturaleza);

- encarnada (pues el hombre no es un puro espíritu);

- divina, consistente en la unidad de vida con Dios (pues el hombre no es un ser encerrado en sí mismo sino abierto al infinito; o, hablando de otra manera, una de las dimensiones del hombre es su aspiración al infinito).

Estos tres aspectos están íntimamente unidos en el dogma de la resurrección de la carne, de forma que una felicidad plenamente humana, no puede realizarse más que en y por la resurrección de la carne. Si el hombre no resucitase completo, cuerpo y alma, nuestra felicidad eterna no sería una felicidad de hombre sino una recompensa exterior, algo así como la bicicleta que se ofrece al muchacho por aprobar sus exámenes. De este modo, no sería yo el hombre que soy por naturaleza, no sería mi felicidad. Tal modo de pensar es insoportable, es un asunto de dignidad elemental como nos recuerdan ciertos ateos: yo soy hombre, mi dignidad es la de ser hombre y por tanto serlo eternamente. Si bien es verdad que no puede haber resurrección de la carne sin el don de Dios que nos llama a compartir su vida, este don y esta llamada implican que nosotros nos hagamos a nosotros mismos por nuestra actividad en nuestra vida presente. La palabra recompensa, ciertamente, está en el Evangelio: «Vuestra recompensa será grande en los cielos» (Mt 5, 12) pero en el sentido en que la cosecha es la recompensa de las semillas, es una recompensa intrínseca.

Por ello según la doctrina de la Iglesia, la vida eterna es la permanencia divinizada de todo hombre, yo y todo mi yo. Soy todo yo y todo mi yo quien será eternamente dichoso. Cuando digo todo mi yo, lo entiendo con todas mis relaciones, si estoy casado con mi mujer, si soy padre o madre de familia con mis hijos, con mis hermanos y hermanas, con mis amigos, con mi comunidad religiosa, con mi medio social, con mi medio profesional, con mi trabajo, no solamente con la intención que pongo en mi trabajo sino con la obra misma. Voy a haceros una confidencia: cuando escribí mi libro «La humildad de Dios», ciertas personas me dijeron: «j0h! ¡hay citas de músicos y poetas! -Sí, porque no quiero licenciar a los que han contribuido a hacer de mí lo que soy y quiero encontrarles durante toda la eternidad, de otro modo no sería yo».

Observad que, cuando digo todo el hombre, incluyo también todo el cosmos porque estamos unidos a todo el cosmos, es decir al universo de la materia, de la vida vegetal y animal. Nos asimilamos al cosmos cuando comemos o cuando admiramos una obra de arte. Cuando, después de haber pasado varias horas contemplando el Partenón, vuelvo a bajar a la Acrópolis, el Partenón forma parte de mí puesto que soy diferente de lo que era antes de haberlo visto. El Partenón resucitará en mí y por mí.

El hombre no puede ser separado del cosmos, es solidario con él. Nuestro cuerpo está cortado de la misma tela que el universo: tenemos necesidad de calcio, de fosfatos, etc., ¡lo sabéis mejor que yo! El hombre no está con relación al mundo como una estatua con su pedestal, más bien como la flor con relación al tallo y formando cuerpo con todo él. Somos uno con el cosmos, de tal manera que lo que decimos del cuerpo vale para el universo. En un célebre sermón pronunciado con motivo de la fiesta de la Anunciación, Bossuet decía que «el hombre es un microcosmos, un pequeño mundo en el interior del mundo».

En consecuencia, la fe en la resurrección de la carne es, de hecho, la fe en la resurrección del mundo. Se vislumbra aquí la importancia de nuestras tareas terrestres, que sirven siempre directa o indirectamente para transformar, para humanizar el mundo. El mundo resucita. Estamos lejos de una filosofía que se contente con probar la inmortalidad del alma y en la que el universo tal y como es no tiene valor duradero. Así se llega a una felicidad de espíritu puro que se transforma fácilmente en una felicidad individualista. La verdad revelada es infinitamente más rica, es felicidad social o comunitaria, encarnada y divina o, en otros términos, permanencia espiritualizada y divinizada de todo el hombre y de todo el universo del que el hombre es solidario. Por ello, tratemos de comprender qué es el cuerpo, aunque las siguientes reflexiones sean un poco difíciles.

 

Valor del cuerpo. Ningún alma sin cuerpo, ningún cuerpo sin alma

¿Qué es el cuerpo? ¿Qué es nuestro cuerpo de hombre? No es un objeto entre los múltiples objetos del mundo físico, no es una cosa entre las cosas, aunque aparezca al principio como tal; no es una cosa pesada, opaca, que impone límites, que se presenta como un conglomerado de límites, una especie de prisión que hace que estando aquí, no esté en otra parte. Es cierto que el niño descubre su cuerpo al principio como si no fuese el suyo: la punta de su pequeño pie es una cosa como la sábana o la sobrecama sobre la que está puesto.

El cuerpo no es algo, el cuerpo es alguien, mi cuerpo soy yo. Cierta cosa pesada y opaca, sí; límite y limitativo, sí; agregado de materia, sí en cierto sentido; pero sobre todo mi cuerpo es un hogar de energías y de energías poderosas y flexibles, una masa de células vivientes, pero ved en qué se transforma esta masa en el deporte o en la danza.

Si sois deportistas, reflexionad en el delantero centro de un equipo de fútbol, está en el terreno de juego en todas partes a la vez. Si sois artista, reflexionad en un bailarín o una bailarina. Ved el pequeño diálogo a imitación de Platón que Paúl Valéry tituló «El alma y la danza», título muy sugestivo, pues es el alma, el espíritu, quien toma cuerpo para nuestro asombro en los saltos del bailarín y, también él está en todas partes sobre el escenario: «(La bailarina) nos enseña lo que hacemos, mostrando claramente a nuestras almas lo que nuestros cuerpos oscuramente cumplen. A la luz de sus piernas nuestros movimientos inmediatos nos parecen milagros, nos asombran tanto como es posible» . Valéry quiere decir, si le tradujera en prosa sencilla, que el arte del bailarín o de la bailarina ilumina lo que todos realizamos, sin apercibirnos, en la vida ordinaria, cuando caminamos por la calle o por nuestro jardín.

¡Qué despliegue de energías! Es también comunicación con el otro. Es en fin expresión radiante de la vida, de la fuerza, de la belleza y de la inteligencia. Me diréis: hacéis el elogio del cuerpo de los bailarines y nosotros no somos bailarines, hacéis el elogio de los cuerpos de los deportistas y nosotros no somos deportistas. Precisamente por eso hago el elogio del cuerpo de los bailarines y de los deportistas que tiene como meta el elogio del cuerpo de todos. El deportista y el bailarín manifiestan de modo espectacular este hogar de energías que es el cuerpo.

Mirad la mano (no sólo los pianistas tienen manos). Santo Tomás de Aquino decía que lo que constituye al hombre es el espíritu y la mano. La mano parece la extremidad banal de los miembros anteriores, de hecho, en el hombre, que es un animal de pie, la mano está liberada (el hombre no tiene necesidad de sus manos para caminar), ella puede cogerlo todo sin unirse a nada de lo que se apropia. Es decir que la mano es el signo más impresionante de la inteligencia, ella permanece idéntica adquiriendo relaciones universales. Como se ha dicho correctamente, el hombre ejerce una manumisión, pone la mano sobre todo, y todo cae en el reino del hombre. Por la mano el hombre es el artesano del mundo. La mano es el obrero del espíritu, la presencia práctica del espíritu en el mundo.

Paúl Valéry, después de haber hecho el elogio de la danza, inteligencia misma encarnada en los pies, las piernas y en todo el cuerpo, hace el elogio de la mano: habla de las «manos sabias, clarividentes e industriosas del cirujano». Del mismo modo que el danzante llena toda la escena y que el deportista ocupa todo el terreno, los hombres, por su trabajo, llenan el mundo con su cuerpo, con su actividad corporal. Hay que decir (por banal que sea, aunque capital para nuestro trabajo) que todos los productos del trabajo y del arte, desde la pluma que me ha servido para escribir las líneas que tengo bajo los ojos hasta los cohetes de los cosmonautas, son la prolongación del cuerpo de los hombres o, lo que viene a ser lo mismo, su presencia corporal activa extendida al universo entero. En definitiva, el universo entero se transforma en el cuerpo de los hombres.

En su poder de aprehensión universal la mano del hombre supone el cerebro y se une a él. Los sabios explican cómo la posición derecha (el hecho de que el hombre esté de pie) ha liberado el edificio craneano de una especie de yugo muscular que bloqueaba su despliegue; levantado este impedimento, la hornacina protectora del cerebro cortical ha podido desarrollarse. En esta hornacina se ha alojado ese fabuloso ordenador viviente que contiene en su interior una quincena de millares de células: el cerebro. Es él quien hace posible el juego indefinido de asociaciones y de relaciones del que se nutre y que produce el espíritu.

Luego está el rostro. Mejor que rostro, digamos cara. Es la mano la que permite la aparición de la cara humana. Sin la mano, la mandíbula o la quijada o la boca o la lengua o el colmillo, atacarían directamente los alimentos y esto implicaría violencia. Pero cuando la mano, liberada por la posición de pie, aprehende los alimentos, la cara, sustraída a la violencia, se reajusta y se humaniza para otras funciones que la alimentaria. Entonces la cara se convierte en rostro, es decir, sonrisa, mirada, y sobre todo palabra (por otra parte la sonrisa y la mirada son ya, en cierta manera, palabras).

Hay que insistir un poco sobre esta maravilla que es la palabra. ¿Qué es hablar? Es hacer brotar ideas en el seno de un conjunto sonoro, por sí mismo, un juego de vibraciones. Sólo "el hombre tiene el poder de hacerlo. Hablar es proferir un conjunto organizado de sonidos, vocales y consonantes formando sílabas y palabras, que se encuentra unido a un conjunto organizado de significaciones. Este sistema de sonidos, unido a un sistema de sentido (o de significados) que varía en cada país, se llama una lengua, el francés, el inglés o el chino. El hombre aprende una lengua, o mejor su lengua llamada «materna», y es desde entonces capaz de abrirse al universo del encuentro y del diálogo. Digo el universo, es decir que por la palabra el hombre se universaliza, se convierte en un sujeto entre otros sujetos. Como bellamente dice el Padre Martelet: «Cuando la palabra ha nacido, el hombre ha. franqueado verdaderamente el Rubicán inaugural de su humanidad».

El hombre no podría pensar si no pudiera hablar y no hay pensamiento reflexivo más que donde hay lenguaje. El lenguaje es corporal. Tal vez primitivamente era gestual, se hablaba haciendo gestos, pero poco a poco, se pasó a lo que se llama gesto laringo-bucal, es decir de la laringe, de la garganta y de la boca. Si no pudiésemos gesticular ni hablar no podríamos hacer razonamientos ni emitir juicios.

El hombre no es doble sustancia, cuerpo y alma, donde el cuerpo, encadena a la otra, el alma, y la sirve. El cuerpo no es un elemento exterior del que podría prescindir el alma, el cuerpo esencialmente forma parte de nuestro ser. El cuerpo y el alma están tan unidos el uno al otro en el acto mismo de existir como el sonido y el significado en el acto de hablar. Así como la palabra es indivisiblemente significado y sonido, del mismo modo, también indivisiblemente, la existencia humana es cuerpo y alma. El alma no existe sin el cuerpo, el cuerpo no existe sin el alma, y el cuerpo y el alma no existen sin el mundo.

El cuerpo no es otra cosa que el alma misma en el despliegue de su poder y de su energía. Esta masa de células vivientes a la que llamamos cuerpo, hogar de energías, sostiene y nutre las funciones que desarrollan una vida psíquica, que se expande en sentimientos superiores, en inteligencia, en voluntad y en amor. El cuerpo es la expresión misma del espíritu y el espíritu no es nada fuera de esta expresión o manifestación. En otros términos, el espíritu no es sino una energía hecha cuerpo, más aún, lo que llamamos alma es «el espíritu en la maestría del cuerpo».

Esto hoy está admitido, pero hay que decirlo si queremos expulsar la idea de una inmortalidad del alma sin el cuerpo. Es evidente que el alma no obra y no existe más que por el cuerpo. Para vivir hay que comer y beber. Para realizar una civilización no es suficiente pensarla, hay que construirla a golpe de esfuerzos corporales; hacen falta las manos del albañil, las del artista, las del cirujano, etc. Incluso para los actos más espirituales, el cuerpo es igualmente necesario. En un libro, ya antiguo, Jean Mouroux escribía: «No es la inteligencia quien piensa, sino el hombre» . Se puede incluso decir: no es el espíritu quien reza, es el hombre entero. Todos los autores espirituales han insistido sobre el papel del cuerpo en la oración: ¡preguntad a todos esos jóvenes que rezan hoy en los movimientos de Renovación carismática!

 

En la soledad de la muerte, reencuentro con Cristo resucitado

Puesto que el cuerpo no es un elemento secundario sino parte integrante de nuestra identidad de hombre, esencial al hombre para que sea hombre, se debe prohibir que se considere a la muerte como un acontecimiento que libera al alma de las ataduras del cuerpo. ¡Como si el cuerpo fuese para el alma una molestia, una atadura, por no decir un paquete o una prisión! No admito frases de este estilo: «En la muerte, el espíritu, al fin, empieza a existir», tal frase significa que el cuerpo es el mal del espíritu. Decir que llegará un día en que el espíritu sea liberado de este mal, significa una mala esperanza, un optimismo infantil.

¿Por qué la muerte?

Es preferible mirar las cosas cara a cara y decir que, en un primer momento la muerte es humanamente una miseria, un escándalo o, como pensaba Albert Camus, un absurdo. La muerte no es un drama entre otros dramas, es EL drama, el drama integral, el drama sin retorno, nos atreveríamos a decir, el drama absoluto. La muerte destruye la existencia del hombre en su misma raíz. No es bueno, no es sano, eliminar este primer momento pues no se puede hacer sino desvalorizando indebidamente al cuerpo, relegando al mito, o a una creencia secundaria, el dogma de la resurrección de la carne.

Si la muerte es una miseria, un escándalo, un absurdo, ¿cómo pensar que Dios, y sobre todo un Dios que no es más que Amor, consiente que la criatura (que Él crea por amor) experimente tal desastre? ¿El hombre debe morir por ser pecador? El hecho de morir, es decir el hecho de terminar, no procede del pecado. Lo que procede del pecado, lo que es «el salario del pecado» (Rom 6, 23), es la muerte como erradicación terrorífica. Pero la muerte como fin, es simplemente el hecho de nuestra finitud. Es una perogrullada: lo que es finito debe acabar. Entonces, ¿cómo declarar inocente a Dios?

Dios quiere que el hombre sea alguien, alguien para Él, alguien ante Él. Él me quiere sujeto o persona, lo que no es posible si yo soy diferente a Él, es decir si yo no soy Dios. Es elemental, pero se tiene tendencia a olvidarlo, vosotros no sois alguien para mí más que si vosotros sois otros que yo. Por consiguiente, puesto que Dios es infinito es necesario que la criatura sea finita, en otro caso, no sería alguien sino una emanación de la divinidad, como el río es una emanación de la fuente y no es verdaderamente otro. Puesto que no hay nada finito sin fin, el hecho de deber terminar -otra perogrullada- es el signo de nuestra finitud. Yo no soy Dios, infinito, pues soy finito, mortal.

Tal vez me digáis: Dios es Todopoderoso, ¿no podía hacer al hombre de otro modo que finito? Puesto que es perfecto, ¿no podía hacer al hombre tan perfecto como El? Comprendo que esta idea brote de vuestros espíritus, es normal, pues no se trata de un detalle en nuestra vida sino de esa cosa terrible y escandalosa que es la muerte. Entre muchas respuestas en un plano metafísico os recuerdo esta sencilla reflexión: el poder de Dios es el poder del amor. Por consiguiente el amor quiere que el otro sea verdaderamente otro y no un reflejo de sí. Un hombre nunca dirá a una mujer que ama, quiero que seas mi reflejo; le dirá, quiero que tú seas «tú», otra que yo, plenamente tú y plenamente otra que yo. El amor quiere que el otro no sea creado completamente acabado. Un ser creado perfecto no sería un ser que se crea a sí mismo, sería una criatura quizá maravillosa, pero no sería creadora de sí.

Es, pues, la seriedad del amor creador quien exige que Dios cree a ¡un ser totalmente otro que Él, una criatura creadora de sí y del mundo. Porque es amor Dios crea a un no-Dios, un ser finito, quien por naturaleza debe terminar. Diremos que, previendo los dolores que implica la finitud ¿habría debido Dios prohibirse crear? Es lo que piensan muchos que no perdonan a Dios haber creado un mundo donde la finitud engendra tantos desastres y sufrimientos.

Es verdad que la creación para Dios es una aventura. No temo la palabra. Creando, Dios se ha aventurado en el sentido de que no retrocede ante el drama resultante de la creación de seres libres y finitos. Aventura, drama, riesgo, estas palabras proclaman una verdad: es un drama para nosotros, pero también para Dios. Por eso pienso que, contrariamente a lo que más de uno piensa, existe un sufrimiento en Dios.

El sufrimiento de Dios

Dios es amor y el amor es necesariamente vulnerable. Lo que a nuestro mundo enrabieta (la expresión es de Jacques Maritain) es imaginar a un Dios que se incline sobre el sufrimiento humano con una especie de serenidad olímpica, algo así como la mujer que' dijera: sé que mis hijos sufren mucho más que yo, pero soy feliz de que el sufrimiento de mis hijos no me alcance. Si escucháramos a una mujer expresarse con este lenguaje, diríamos que su felicidad es monstruosa. Y, en cambio, lo aceptamos como bueno cuando se trata de un Dios que imaginamos como un Júpiter, detrás de las nubes, a quien el sufrimiento de los hombres no afecta en su serenidad indefectible. «Si las gentes supieran que Dios sufre con nosotros y mucho más que nosotros por todo el mal que asola la tierra, muchas cosas cambiarían sin duda y muchas almas se sentirían liberadas» . Dios no hubiera arriesgado el sufrimiento del hombre se habría ahorrado también el sufrimiento en Él mismo, .- pero nos hubiera creado hechos del todo.

Eternamente Dios prevé la angustia del hombre ante la muerte, pero, según la fe cristiana, al mismo tiempo abolió el escándalo de esta angustia. En el momento mismo en que Dios crea al hombre mortal, crea la trascendencia de la muerte en una resurrección, rompe el círculo de la mortalidad en el momento mismo en que la crea.

Me diréis: ¿no es esto un juego? ¿Por qué, al mismo tiempo, romper lo que se ha establecido? ¿No habría sido más divino no establecerla y crear al hombre inmortal? Henos aquí en el centro del misterio del amor: en lugar de evitarnos la muerte por un acto que hubiera sido un prodigio, yo diría una magia (en la que el hombre no hubiera sido respetado, donde Dios no habría arriesgado ni para El ni para nosotros) decide eternamente entrar Él mismo en nuestra finitud y participar de ella. Dicho de otro modo, decide morir Él mismo.

En un mismo acto. Dios crea y se encarna. Al mismo tiempo (la palabra «tiempo» es inadecuada, debería decir «en la misma eternidad») que el infinito crea al finito. Él se convierte en finito para introducir al finito en la vida misma del infinito, se hace hombre para que el hombre se haga Dios, según el adagio tradicional. Dios no quiere ni puede crear dioses, pero los crea capaces de crearse a ellos mismos, y se hace hombre para que su historia desemboque en su divinización. Es necesario, pues, abandonar la idea un poco infantil según la cual habría sido en primer lugar la creación (al principio) y a continuación la encarnación. La creación no está al principio, está ahora y, si bien es verdad que Cristo apareció en el centro de la historia (Navidad está fechada históricamente), preexiste eternamente en Dios. Releed los principios de la epístola a los Efesios y de la epístola a los Colosenses; san Pablo insiste: «Dios es indivisiblemente Creador y Encarnado». Dice explícitamente que Cristo es «el Primogénito de toda criatura». Yo creo firmemente que la creación no es pensable desde el punto de vista de Dios independientemente de la Encarnación. Dios, dice Teilhard de Chardin, se convierte en el hombre que Él crea. ¡Es una frase inolvidable!

En el jardín de Getsemaní Cristo tembló, se angustió, tuvo miedo; estas palabras están en el Evangelio. ¡Afortunadamente para nosotros! Pues si Dios se encarna, no es para asomarse a nuestra angustia, es para vivirla a fin de que convirtiéndose ella misma en acontecimiento de Dios (digo algo tremendo: que nuestra angustia de hombre ante la muerte se convierte en acontecimiento de Dios mismo), sea transformada. No suprimida (caeríamos en la magia) sino transformada; la muerte asumida con todo lo que comporta de fracaso, de angustia y de soledad, se transforma en el umbral de una resurrección.

 

La resurrección comienza en la muerte

pero no será total más que al fin de los tiempos

Aquel a quien san Pablo llama «el Primogénito de toda criatura», el Apocalipsis le llamará «-el Primogénito de entre los muertos» (1, 5), el Primer Viviente de todos los que han muerto y de los que morirán. La muerte permanece como un fin (imposible de otra manera) pero el fin sólo de una forma de vida y el paso a otra forma de vida, la de Dios mismo.

Cuando cruzamos el umbral de la muerte nos reencontramos con Cristo, resucitado. ¿Cómo lo podemos representar? No lo podemos representar. Nuestra certeza de fe no suprime la oscuridad profunda en que quedamos acerca de Cristo resucitado, porque vivimos en un mundo sometido a la muerte. La Vida más allá de la muerte, la Vida que no es más que Vida o, lo que es lo mismo, el Amor que no es más que Amor, no lo podemos imaginar.

Lo que resucita en mí, exactamente lo que empieza a resucitar desde la muerte misma, es mi relación con los otros y con el mundo (con los otros, con mis padres, mis próximos, mis amigos; con el mundo, es decir, todo lo que mi cuerpo conseguía con el trabajo, el arte, la cultura, las aficiones). Es la relación con los otros y con el mundo (es decir, mi vida) la que resucita con un poder y una intensidad divinas, que viene de otro -del Cristo vivo- pero experimentada como mía.

Mi alegría es entonces la alegría del amor; la felicidad me viene de otro -de Aquel a quien amo- y por eso es mi felicidad. Pues si te amo tú eres mi alegría, no quiero tener alegría más que de ti, de otro modo no te diría que te amo. Esto significa para el hombre, en su cuerpo y en su alma, un nuevo modo de existir. En su cuerpo, cierto, puesto que es por el cuerpo como el hombre se relaciona con los hombres y con el mundo. Y es esta una verdadera resurrección, puesto que ha necesitado pasar por la soledad absoluta de la muerte.

Esta resurrección comienza desde el momento de la muerte (no hay sala de espera donde el alma separada del cuerpo espera el fin del mundo para recuperar su cuerpo) pero no será total hasta el fin de los tiempos, pues no soy verdaderamente yo mas que en compañía de todos mis hermanos. Para decirlo como el catecismo elemental, será al fin del mundo cuando todos los hombres estarán en el cielo.

Para que la felicidad celestial sea la felicidad del amor que no es más que amor, es preciso que estemos absolutamente desprendidos de nosotros mismos (absolutamente en sentido estricto, soledad absoluta).

Cristo resucitado lo será todo para mí pero todos mis hermanos son miembros de Cristo. Cristo no es separable de los miembros de su Cuerpo, pues ¿cómo queréis que reencuentre a Cristo que es la Cabeza, sin encontrar a los miembros de su Cuerpo? Se oye a veces preguntar: «¿Encontraré en el cielo a mi hijo fallecido a los veinte años?» Por supuesto, señora, puesto que usted está hecha por la relación con sus hijos. Lo que he llamado cuerpo, es vuestra historia y ella resucita en Cristo, pues ¿qué somos nosotros sin los seres que amamos?

Nuestro cuerpo actual no es plenamente cuerpo

Si la vocación del hombre no fuera la de participar en la vida misma de Dios no habría resurrección de la carne. Es la divinización del hombre la que permite la subsistencia del cuerpo. Vengo a decir que, de los tres aspectos de la felicidad necesarios para que sea una felicidad humana, el aspecto divino es la raíz y el principio de los otros dos. Ahora no estamos divinizados más que en germen. ¿Qué sucederá cuando después de la muerte, seamos divinizados en plenitud y «semejantes a Dios» (1 Jn 3, 2)? Todo se fundamenta en esta frase: el espíritu, cuando está poseído por Dios, posee totalmente su cuerpo.

Sabemos que no poseemos totalmente nuestro cuerpo, en parte se nos escapa. Si tengo una fuerte migraña, no contéis conmigo para daros una conferencia. Si estoy en París, no estoy en Lyón. Basta que una mosca zumbe, escribe Pascal, para que ese gran filósofo sea incapaz de pensar. Por el cuerpo los esposos comulgan en el amor, pero es el cuerpo el que impide que su unión sea total (es por otra parte el sufrimiento del amor). Equivale a decir que el cuerpo no es perfectamente cuerpo, es parcialmente instrumento de acción y de comunicación, será verdaderamente cuerpo cuando no sea obstáculo de ninguna forma. Y cuando digo cuerpo, no olvidéis que el universo entero no es separable del cuerpo.

Sólo el cristianismo, sólo él, enseña la divinización. No sólo la enseña sino que se puede decir que es la misma enseñanza. ¡Todo el cristianismo está ahí! Como dice Guardini: «El cristianismo es el único en atreverse a situar un cuerpo de hombre en pleno corazón de Dios». Evidentemente, no se trata de un cuerpo como un conglomerado de células biológicas. Cuando comemos el Cuerpo de Cristo resucitado, no comemos células biológicas (lo cual no es evidente para todos, y sucede que se nos trata de antropófagos).

Por otra parte es en este sentido como nos dice el Evangelio que «los elegidos serán en el cielo como ángeles de Dios» (Mt 22, 30), es decir que su realidad corporal será completamente nueva. No decimos sin embargo que el cuerpo se transformará en espíritu, sería el sinsentido más radical, seguiremos siendo hombres. El cuerpo no se convierte en espíritu, es más cuerpo que nunca, permanece plenamente cuerpo.

San Pablo cuando dice que el cuerpo resucitado es un «cuerpo espiritual» (1 Cor 15, 42) no hace filosofía. Es inútil ilustrar cómo es tal cuerpo: no pensaréis en una especie de gas luminoso (Nietzsche hablaba del gran vertebrado gaseoso). Esto me recuerda una salida de tono de Claudel a quien se le pidió una conferencia sobre la Trinidad y, como aquel día estaba de muy mal humor, respondió: «¿La queréis con proyecciones?» Hay que renunciar a la imaginación, es indispensable. Las reflexiones que os propongo no tienen otra meta, no son más que opiniones teológicas; desde el punto de vista doctrinal, la Iglesia es extremadamente sobria, dice que «resucitaremos en cuerpo y alma», eso es todo.

 

El «cuerpo espiritual» es un cuerpo de libertad

El cuerpo espiritual es la expresión del hombre que llega a la libertad. Llegar a ser un hombre libre, es morir a todo lo que no es amor o caridad. El hombre es libre cuando es capaz de afrontar la muerte, la muerte del egoísmo bajo todas sus formas:

tranquilidad, confort, posesión de privilegios, consentimiento tranquilo a las desigualdades insolentes del mundo. El hombre es libre cuando muere activamente a todo esto, cuando trabaja por no ser esclavo de sí, activamente, es decir, poniendo actos libres, tomando decisiones, pequeñas o grandes, que permitan llegar, día a día, a una libertad mayor.

«Si la muerte es sólo sufrida, es pura destrucción. Un cuerpo maltratado no produce un bailarín, puesto que, para llegar a ser bailarín, hay que soportar una disciplina que nunca procurará la más severa corrección. Sólo consentir la muerte como sacrificio voluntario puede hacer acceder al universo de la resurrección, como el más riguroso entrenamiento hace acceder al universo de la danza. El único que ha muerto por puro sacrificio voluntario es Cristo».

Todos los actos de la vida de Cristo han sido actos de amor. No se ha dado en parte, en tales actos con exclusión de otros; hablando con rigor. El ha dado su vida a lo largo de toda su vida, . sin nunca retomarla para sí. Él ha muerto pues a todos los límites que constituyen el hombre y a todos los pecados que encierran al hombre en estos límites. Muerte cotidiana voluntaria, son verdaderamente el conjunto de actos realizados por Él. La muerte de Cristo, comprendámoslo bien, muerte constituida por cada uno de sus actos a lo largo de toda su vida y muerte final en la Cruz, es el acto perfecto de la libertad humana, por tanto expresión perfecta en un hombre de la libertad misma de Dios.

Este hombre de carne y de sangre al que llamamos Jesús supera íntegramente su libertad en el acto libre por el que se da. Podemos decir equivalentemente. Jesús o el Hombre íntegramente libre. Si tomamos al pie de la letra la palabra «íntegramente», es una perogrullada decir que es libre sin trabas. Y equivale a decir que es viviente sin trabas o que muriendo resucita. «Él no conoció la corrupción» (Hch 2, 31). Si la muerte de Jesús hubiera sido una muerte natural sólo sufrida, la tumba no estaría vacía, habría un residuo destinado a la destrucción pura y simple. Pero si la muerte de Jesús es su vida entregada, es la Vida simplemente, pues la vida no es verdaderamente la Vida más que cuando es entregada, ya que ser y amar son la misma cosa. Dios es Amor, la Vida es por consiguiente amor. En Jesús, la muerte es la expresión perfecta de la Vida. El cuerpo muerto de Jesús, es la Vida misma, el cumplimiento, y, al mismo tiempo, la revelación de la libertad. Él es el hombre libre y no hay libertad en las tumbas, allí no puede haber más que residuos. Nada de lo que ha sido Jesús se convierte en polvo, la tumba está vacía.

En nosotros, existe algo más que amor, algo más que libertad, ¡somos esclavos de tantas cosas! Lo expresamos reconociendo que somos pecadores. Existe en nosotros algo más que la Vida. Lo contrario de la vida, la muerte, la llevamos en nosotros a lo largo de nuestra existencia terrestre. La muerte está dentro de cada una de nuestras decisiones egoístas. Esta muerte es el rechazo de la muerte voluntaria, es la muerte sufrida. Es la parte de energía nacida en nuestros cuerpos que no se ha convertido en actos de verdadera libertad, que no ha sido transformada en energía de amor o de muerte voluntaria.

Es necesario pronunciar la palabra que expresa que muerte voluntaria y amor son lo mismo, la palabra «sacrificio». La energía que nace de mi ser de carne y sangre, si no se transforma a nivel da mi ser espiritual (de mi libertad), sacrificio, está destinada a la decrepitud, es un residuo que llegará a ser polvo. Por consiguiente no hay que pretender imaginarse la resurrección de un residuo de decrepitud, no la tiene.

En resumen, se puede morir de decrepitud o, como se dice, en el trabajo, morir de decrepitud es la fatalidad de la naturaleza; morir trabajando es un holocausto (sacrificio total de sí mismo) voluntario. En realidad todo hombre, a excepción de Cristo y de su madre, muere a la vez de decrepitud y de holocausto, de muerte sufrida y de muerte voluntaria. La tumba de Cristo está vacía, porque todo en Él fue holocausto, acto de amor, don voluntario de sí. Nuestras tumbas no están vacías porque todo en nosotros no es holocausto, acto de amor, don voluntario de nosotros mismos; nuestra tumba es la señal, para todos los que van allí a depositar flores, de que somos unos pobres pecadores.

Pero, gracias a Dios, existe en nosotros la verdadera vida. Ha habido amor verdadero en nuestra vida: hemos trabajado, no hemos visto en nuestro trabajo sólo provecho individual o familiar, nos hemos entregado, hemos cumplido una tarea, hemos muerto en cierto modo en la tarea. Hay, pues, una parte de nosotros mismos que resucita, no somos residuo. Si no fuésemos más que residuo, sería el infierno, una destrucción eternamente perseguida y jamás alcanzada.

Decía que no es posible representarse un cuerpo espiritual, un cuerpo de libertad. El Padre Pousset propone esta comparación: «hay bellotas y encinas. Aquel que no ha visto más que bellotas no puede representarse una encina. Así, nosotros no podemos representarnos nuestro cuerpo de resurrección. Pero quien ve una encina no debe preguntar cómo subsiste en ella la bellota; subsiste siendo encina.». Es poco más o menos lo que dice san Pablo: «Se siembra en corrupción, se resucita en la incorrupción; se siembra en ignominia, se resucita en gloria; se siembra en debilidad, se resucita en fuerza; se siembra un cuerpo animal, resucita un cuerpo espiritual» (1 Cor 15, 42).

Permanencia eterna y divinizada de todo el hombre y de todo el universo

En nuestra vida resucitada veremos a Dios en todo y todo en Dios. Yo veré a Dios en todo porque este mundo que amo tanto, por el que me apasiono (la inmensidad de las llanuras, de los mares, de las estrellas y de las montañas -¡lo pensaba viendo, el otro día, la soberbia cadena de los Pirineos!- y sobre todo la comunidad de los hombres que es aún más bella y más apasionante que toda la belleza de la naturaleza), pronto este mundo se me aparecerá tal como es, saliendo en cierta forma de las manos divinas, creado eternamente por Dios, en su ser tal como es, una participación en el Ser mismo de Dios. El mundo entero me será transparente; veré a Dios a través suyo. ¡Tratad de imaginar qué sería este mundo, si pudiésemos ver a Dios a través de un amor humano, de una amistad humana, incluso de una camaradería! Dios en todo.

Y entonces, en mi misma conciencia, en mi conciencia de hombre divinizado, veré todo en Dios y todo el universo estará en mí. El universo no es separable de Dios puesto que eternamente El lo crea, por consiguiente todo en Dios. Y los dos cuadros -Dios en todo y todo en Dios- coincidirán exactamente.

Podemos pensar que, en nuestra vida resucitada, todo lo que hay de bueno, de bello y de verdadero en la existencia terrestre, subsistirá. Todo esfuerzo realizado por la paz, la justicia, la belleza, la cultura, toda obra ejecutada en las canteras humanas, todo es inmortal. Mi cuerpo es en definitiva todo esto. Puedo decir que mi cuerpo es mi historia a partir de una naturaleza: mi naturaleza es masculina, no es femenina, soy francés, no esquimal, etc. Todo esto es el enraizamiento de mi ser y, a partir de ahí, tengo una historia, mi educación, mis estudios, mi entrada en el noviciado, mis relaciones de camaradería y de amistad, mi trabajo, los acontecimientos de la vida social o política, el momento que vivo con todos: todo esto constituye mi cuerpo, es lo que resucita.

Mi historia construye mi rostro eterno. ¡Cómo imaginar un inmenso rosetón donde haya millares y millares de colores diferentes! Hay millares y millares de rostros humanos pero no hay dos idénticos, desde el origen y probablemente hasta el fin de los tiempos. Esta-diversidad prodigiosa de rostros simboliza la diversidad aun más prodigiosa de las almas, de las profundidades. Eternamente soy diferente de todos vosotros y cada uno de vosotros es diferente de todos los demás. Vuestra diferencia, ese color azul, verde o rojo único, que seréis en el rosetón eterno, son las decisiones que tomáis día tras día, a condición de que sean decisiones de caridad, de justicia, de amor, y por supuesto de elemental honestidad. Incluso lo hecho por los impíos, con más razón por los no-creyentes que no son impíos, por ejemplo los novecientos millones de chinos que no han oído hablar nunca de Jesucristo, en la medida en que obran bien, los encontraré en el Reino de los cielos, en la Jerusalén celeste de la que habla el Apocalipsis.

Construimos a lo largo de los siglos, nuestra vida eterna a través de altibajos, progresos y decadencias. Lo que quiere decir que la felicidad de un francés no será la de un chino, la felicidad de un hombre casado no será la de un soltero, pero el francés tendrá parte en la felicidad del chino, el soltero en la del hombre casado, y recíprocamente, pues la historia de un francés casado del siglo XX no es la misma historia que la de un soltero chino del siglo XV. Por tanto es todo el hombre de todo hombre lo que resucita, en el sentido que la caridad o muerte voluntaria que la resurrección alcanza ha sido asumida en energía corporal que con particularidades, y según las relaciones de parentesco, de camaradería, de amor y de amistad, son propios de cada uno. Todo resucita, salvo lo que ha quedado fuera del amor, salvo el egoísmo y el pecado. Por eso puedo concluir con una fórmula que lo resume todo: la vida eterna es la permanencia eterna, espiritualizada, divinizada, de todo el hombre y de todo el universo.

 

 

 

NOTA 1

El reverso de la divinización: el infierno

(Págs. 223-233)

Es tan grande la incomodidad, por no decir la desazón, de los cristianos ante lo que el catecismo designa con el nombre de infierno que, prácticamente, se ha dejado de hablar de él salvo rarísimas excepciones. El silencio vale más que explicaciones que prolongarían viejos malentendidos persistentes. Se hace bien en callar si no se es capaz de hacer comprender que la negación pura y simple del infierno conduce en definitiva, si no a una negación de Dios y del hombre, sí al menos a una mutilación de Dios, del hombre, y del amor.

Anticipo algo que, a primera vista, es una paradoja, pero, precisamente, hay que afrontar la paradoja de la estrecha relación entre el amor y el infierno. Si se tuviera tiempo para desarrollarla minuciosamente, se podría mostrar que la eventualidad de la condenación -digo eventualidad y no realidad, porque nos es imposible afirmar que la condenación sea una realidad-, es necesaria para comprender :

-el misterio de nuestra vocación a ser eternamente los Vivientes con Vida divina (es evidente que fuera del misterio de nuestra divinización la eventualidad de una condenación es absurda)

-la seriedad o la gravedad del amor (ya se trate del amor de Dios por nosotros o del amor que El nos da por El);

- la dimensión absoluta de los actos de nuestra libertad en el tiempo, por consiguiente del tiempo mismo que nos es dado;

-la verdadera naturaleza de la esperanza y su fundamento, es distinta a las múltiples esperanzas humanas, de modo que una meditación sobre el infierno debe desembocar en un himno a la esperanza.

El infierno en la Biblia

En el vocabulario cristiano hablamos de infiernos y de infierno. Decimos: Cristo bajó a los infiernos, por una parte, y el condenado baja al infierno, por otra. Siendo la misma palabra, se trata de dos destinos diferentes, y si no existe más diferencia que entre singular y plural no es por azar, no es casual; hay una lógica profunda que expresa una verdad capital. Los infiernos como el infierno son el reino de la muerte. Sin Cristo no habría en el mundo más que un infierno y una muerte, la muerte eterna, la muerte con todo su poder, la muerte del ser finito encerrado en su finitud, en el círculo de la mortalidad.

Si existe una «segunda muerte», por hablar como el Apocalipsis (21, 8), separable de la primera y que llamamos infierno, es porque Cristo con su muerte ha destruido el reino de la muerte. Como Cristo bajó a los infiernos, los infiernos no son ya el infierno, porque hay dos muertes.

«Infiernos», en plural, es la traducción de la palabra hebrea sehol, equivalente de la palabra griega Hades (exactamente Aides, es decir, el lugar donde uno no ve nada). Para los judíos el sehol era el «lugar de cita de todos los vivientes» (Job 30, 23). Al igual que muchos otros pueblos, imaginaban la otra vida como una sombra de existencia, sin valor y sin alegría, algo más próximo a la nada que al ser. El sehol era «una tierra bajo la nuestra, un lugar de tinieblas, de polvo y cieno, donde los muertos bajan desnudos, de donde no se sube, donde se reúnen con sus padres (exactamente, donde se acuestan con sus padres) y donde se lleva la vida pálida y disminuida de las sombras, vida en nada envidiable, estando ausente Dios». Tal es el séhol, o el hades, o los infiernos.

Decir que Cristo bajó a los infiernos (un artículo de nuestro Credo), es decir en primer lugar que murió realmente. Y si Dios, resucitándole, le ha librado del séhol como dice san Pedro (Hch 2, 24), ha sido sumergiéndose en él. Él conoció la soledad de la muerte, la soledad radical, la soledad a cuyo lado cualquier soledad de este mundo no es más que una aproximación a la soledad; conoció el abandono total.

El infierno de la soledad absoluto

El drama de nuestra existencia es que en el fondo, en lo más íntimo de sí, el hombre está solo y no puede soportar la soledad, aunque la disimula, la enmascara. Estando solo, experimenta que no está hecho para estar solo. Como Dios mismo que es Trinidad, comunidad de tres Personas, el hombre es un ser-con; si tacháis «con», casi es necesario tachar «ser». Deber ser-con el otro o los otros y estar solo, es la contradicción. Y cuando esta contradicción se vive, viene la angustia, la angustia de la soledad, siempre relativa, de esta vida que sólo puede dar una vaga idea de la soledad de la muerte.

Un teólogo evoca «al hijo que debe estar solo de noche en un bosque oscuro. Tiene miedo, incluso si se le ha demostrado convincentemente que no tiene que temer absolutamente nada. En el momento en que está completamente solo en la noche y experimenta de modo radical la soledad, el miedo se manifiesta, el verdadero miedo, que no es miedo de algo, sino miedo en sí. El miedo ante un objeto determinado es en el fondo anodino, puede ser desterrado, basta hacer desaparecer el objeto que lo provoca. Si alguien tiene miedo de un perro fiero, todo se arregla atando al perro».

El miedo que engendra la soledad es otra cosa, es mucho más profundo. No se trata de una amenaza exterior susceptible de ser neutralizada, no hay nada que neutralizar, se trata de nuestra existencia misma, de la contradicción de nuestra existencia.

La angustia de la soledad no puede superarse más que por la presencia de un ser amante, la mano de alguien, la voz de alguien que dice «tú». Aquí abajo, cualquiera que sea nuestra situación y cualquiera que sea la edad, existe siempre la posibilidad de una mano, de una voz, de un tú. Pero si existe una soledad donde ninguna voz puede penetrar, una soledad en que ninguna mano se puede alcanzar, se trata de una soledad absoluta, la angustia absoluta de quien está hecho para no estar solo y que está definitivamente solo. A esta soledad y a esta angustia llamamos «infierno».

Muchos de nuestros contemporáneos en la literatura, el teatro y el cine, han puesto al día el tema de la soledad. Reflexionad en los films de Antonioni: todos los encuentros son superficiales, no se permite a nadie de aquí abajo tener acceso a la profundidad del otro, la comunicación verdadera en la camaradería, la amistad y el amor, es imposible. Todo reencuentro, bello en apariencia, no hace más que anestesiar la llaga incurable de la soledad. Hay allí un pesimismo negro, que viene a decir que el hombre lleva el infierno en él mismo y que es algo tan terrible que uno se aferra a lo que sea para escapar de él, que se tiene la ilusión de conseguirlo pero nunca se consigue.

Cualquiera que sea la soledad en el transcurso de la vida, hay una soledad ineludible, la de la muerte. Uno muere siempre solo. La muerte es una puerta que no puede ser franqueada más que en la soledad y todo el miedo del mundo es, en el fondo, miedo a esta soledad. He aquí por qué el Antiguo Testamento no tiene más que un solo nombre para el infierno y para la muerte, la palabra sehol. La muerte es soledad simplemente, por eso creemos que Jesucristo murió. El infierno es la soledad donde el amor no puede penetrar, por eso creemos que Jesucristo descendió a los infiernos. Si franqueó la puerta de nuestra última soledad, si entró en el abismo de nuestro absoluto abandono, hay que decir que allí donde ninguna mano, ninguna voz, ningún «tú» podía entrar, está ahora Jesucristo. El infierno, como idéntico a la muerte, ha sido superado.

En otros términos, la muerte, que antes era infierno, ya no será más el infierno. En el corazón de la muerte está la vida; Jesucristo es la vida. En el corazón de la muerte está el amor;

Jesucristo es el amor, el «Tú» absoluto que no puede convertirse en un «Él» (alguien de quien se habla) sino que es aquel que habla y a quien se habla.

El infierno, en adelante, es otra cosa. Es una «segunda muerte», no la muerte simplemente, sino la muerte eventual de los que están hasta tal punto encerrados en ellos mismos, en el egoísmo, que no pueden abrirse ya al amor. Si hay una mano tendida, no la ven; si hay una voz, no la escuchan; si hay un «tú» que se ofrece, le toman por un «él», por un ser extraño. Ellos siguen tal como suena -aquí hay que sopesar las palabras, son muy duras- extraños a todo; digámoslo en lenguaje moderno, alienados.

El Antiguo Testamento presintió que había una distinción entre la muerte y el infierno. Los judíos no tenían más que un nombre para los dos pero multiplicaban las imágenes y las comparaciones para expresar qué es la muerte del egoísta endurecido, imágenes de azufre y de fuego, de devastación en el valle de la Gehenna, muchos versículos que expresan ideas de infecundidad y de esterilidad, de rechazo y de no-valor, de corrupción , etc. Por esta multiplicidad de imágenes, pusieron las bases de lo que, más tarde, la Iglesia definirá dogmáticamente en el plano del pensamiento. En los pasajes de la Escritura, repleta de imágenes sobre el dogma formulado por la Iglesia, es donde tenemos que trabajar. No hay que lanzar por la ventana las imágenes diciendo que es infantilismo, hay que hundirse en ellas y, a partir de los enunciados dogmáticos que la Iglesia propone, tenemos que reflexionar lo mejor posible como hombres inteligentes.

Reflexión teológica

El cristiano debe trabajar para interpretar correctamente la Biblia (Antiguo y Nuevo Testamento); no debe ser fundamentalista, es decir, atenerse a una lectura literal del Evangelio; pero no se le permite componendas con trozos escogidos de la Biblia reteniendo los que le gustan y rechazando los que le molestan. La reflexión teológica debe hacerse con todos los textos bíblicos, incluso los más difíciles.

 

La eventualidad del infierno. condición de la grandeza de nuestra libertad

Digámoslo una vez más, que lo esencial de todo, en el cristianismo, es la revelación de un Dios que no es más que amor. Tero añadamos inmediatamente que no hay que lisonjearse demasiado aprisa de saber lo que no es más que el amor cuando es vivido por el Ser infinito. Pienso que hace falta toda una vida, y una vida rica de experiencias, para comprender un poco lo que es el amor y lo que implica. En todo caso, si hubiera algún punto de la doctrina cristiana que apareciese sin lazos con el amor, contradiciendo el amor o no siendo condición o consecuencia del amor, se tendría derecho a rechazarlo.

Pero esto es imposible, pues ser cristiano es creer que es imposible que un punto cualquiera de la doctrina cristiana no tenga nada que ver con el amor. Y toda reflexión teológica consiste en tomar conciencia de la unión lógica entre el amor y cada uno de los puntos de la doctrina.

A primera vista, si Dios es amor, el infierno debería ser imposible. Ser cristiano no es, desde luego, creer en el infierno, es creer en Cristo y esperar, cuando se plantea la cuestión, que sea imposible que el infierno exista para los hombres . Hago notar a continuación -es muy importante- que si alguien dice que existe el infierno, se jacta de un conocimiento que no tienen los cristianos.

El infierno no existe como existe en el centro de la isla de Guadalupe un volcán llamado Soufriére. La reflexión a partir de imágenes bíblicas conduce a concebir el infierno no como un lugar (que existe o no existe) sino como un estado, una situación. Si hay equívoco aquí, mejor que decir «infierno» digamos «condenación», «estado de condenación». Existe el infierno si hay condenados. No existe un infierno independientemente del estado de condenación.

No sabemos si hay o si habrá condenados. Esperamos, no podemos dejar de esperar, que no los habrá. Se tiene la impresión de que mucha gente se enoja por no poder afirmar que hay condenados, querrían que los hubiera. Se me han pasado comunicaciones, diciendo que san Agustín, san Juan Crisóstomo, san Ireneo, afirmaron con la tradición cristiana que el número de los elegidos es inferior al de los condenados. ¡Es inaudito! Os confieso que apenas he podido mantener la calma.

Si rezo por todos los hombres sin excepción, también por Judas, también por los que fueron unos monstruos a los ojos del universo, Hitler o Stalin (nadie me obligará a no rezar por ellos), es porque espero su salvación; si no la esperara, no rezaría. Esto es fundamental: la fe en Dios que no es más que amor y la esperanza de la salvación universal (la liturgia eucarística lo dice: «Ofrecer el sacrificio de toda la Iglesia por la salvación del mundo»).

Pero esta fe y esta esperanza implican que el amor con el que los hombres son amados sea un amor serio. ¿Qué es un amor serio? Un amor que no quita la libertad humana sino que la alienta. El amor no sería amor si manipulase la libertad para obtener cueste lo que cueste la reciprocidad. Con vuestros hijos, cuando son pequeños, llegáis a obtener reciprocidad; obtenéis una caricia, un beso, el final de una rabieta, pero son niños. Dios no nos trata como a niños. El amor no es ya amor si dice: te obligo a que me ames. No se puede obligar a nadie a amar; obligar a amar es no amar.

En un libro admirable Jean Lacroix escribió una frase que es tal vez una de las más profundas que hayan sido escritas en estos últimos años: «Amar es prometer y prometerse no emplear nunca con respecto al ser amado los medios del poder. Rechazar todo poder es exponerse al rechazo, a la incomprensión y a la infidelidad».5 Existen poderes que se utilizan más o menos en el amor humano, desde la seducción cuyo matiz es imperceptible hasta la violencia más abyecta. La coquetería, la jactancia, la mentira, son aspectos escondidos en los bellos frutos que ofrecen, y tienen todas el aspecto de una violación camuflada o no.

Nada de esto hay en Dios, en Él el amor no es más que amor, es un amor en el que se prohíbe absolutamente el uso del poder. Su amor es verdaderamente un don, lo cual implica que se transforme en un amor acogido. ¿Quién puede garantizar que el amor realmente dado u ofrecido, no será nunca un amor libremente rechazado? Si pretendéis que tal garantía exista, no hay ya amor, porque no podéis encontrar esta garantía más que con el uso del poder. La única garantía posible, sería que Dios nos obligase a amarle.

En realidad, el rechazo del amor es algo estremecedor, está en el límite de lo pensable o, si lo preferís, no es pensable más que como límite. Por contra, lo que está más allá de lo pensable es que Dios pueda dejar de amar. No hay mal-amados por Dios. Pero la libertad del hombre, que constituye su grandeza, permite que el amor incondicionalmente ofrecido pueda ser incondicionalmente rechazado.

Si creéis imposible que el hombre se hipoteque en un egoísmo consciente y terco en el fondo de sí, disminuís al hombre, lo reducís más o menos, como dice Sartre, a un títere en manos de los dioses y llegaréis a imaginar un dios que a la vez, fundamenta nuestra libertad y la congela, la petrifica y la manipula; esto no es preferible. Cuando se cree verdaderamente en la grandeza del hombre, se cree también que la eventualidad de la condenación está inscrita, como rechazo incondicional de amor, en la estructura misma de su libertad. La eventualidad del infierno es un elemento estructural "de nuestra libertad divinizable.

La fe de la Iglesia, es exactamente ésta: la grandeza de Dios, la santidad de Dios, la pureza del amor de Dios que se prohíbela sí mismo el uso de cualquier poder para obligarnos a amar; la grandeza del hombre, la grandeza de la libertad del hombre, implican que la condenación esté inscrita como una eventualidad real en lo más íntimo de sí mismo. Eso es todo, pero es ir muy lejos.

 

El infierno de Dios

Quiero citar aquí una frase de Kierkegaard y otra de Nietzsche . Son dos gigantes del pensamiento humano, uno cristiano, el otro no. Kierkegaard, el cristiano, dice que «el pecado contra el Espíritu Santo» del que habla el Evangelio es el pecado «llevado a su supremo poder». ¿Cómo es llevado el pecado a su supremo poder? Cuando el hombre decide aniquilar en él el amor mismo de Dios. El amor de Dios no puede ser aniquilado en sí mismo, pero yo tengo el poder de aniquilarlo para mí como aniquilo para mí el oxígeno, sin aniquilarlo en sí mismo si rechazo respirarlo. La condenación, o el pecado contra el Espíritu (es la misma cosa), consiste en la decisión de negar que hay amor en mi existencia; en el fondo, es rechazar ser amado.

Para que haya condenación hace falta, cierto, que esta decisión comprometa el fondo de sí. Es evidente que no se comete el pecado contra el Espíritu -le llamamos pecado mortal- como quien pisa un charco o como cuando se tropieza por la calle, se trata de una eventualidad apenas pensable, pero que me es imposible tachar sin disminuir al mismo tiempo a Dios, al hombre y al amor. Esto es lo que la Iglesia no quiere. El día en que los hombres comprendan qué idea tan espléndida tiene la Iglesia del hombre, que no pueden encontrar en ninguna parte, ese día serán menos severos con ella, a pesar de sus deficiencias, de sus defectos y de sus expresiones desafortunadas.

La otra frase es de Nietzsche: «Dios mismo tiene su infierno: es el amor que tiene por los hombres». Desgraciadamente disminuye la profundidad de esta frase añadiendo más adelante: «Pero ¿cómo encapricharse con los hombres?» Esta adición es lamentable pero esclarecedora, hace falta en efecto escoger o un Dios sin amor, que no puede ser más que un ídolo, o un Dios de amor que tiene, también Él, su infierno.

O bien Dios nos manipula, manipula nuestra libertad, utiliza poder para hacerse amar, y no hay ninguna eventualidad de infierno ni para Él ni para nosotros. O bien Él, la pureza absoluta del amor que respeta hasta el fondo nuestra libertad, se prohíbe obtener cueste lo que cueste la reciprocidad del amor, y entonces la eventualidad del infierno existe tanto para El como para nosotros. Escoged: si Dios es amor el infierno es una eventualidad real, y si negáis el infierno tened el coraje de decir que Dios no es amor. Reconozco que la paradoja es muy fuerte pero verdadera.

Llegados a este punto, la inteligencia vacila sobrecogida y desarmada. ¿Pero por qué, cuando evocamos esta terrible eventualidad, no pensamos más que en nosotros mismos y tan poco en Él? No hay que tener sólo confianza en los hombres, sino antes tenerla en El.

Los textos del Evangelio hay que leerlos bajo esa luz. Cuando el Evangelio parece decir que Dios toma a su cargo la condenación de los hombres, que es Él quien pronuncia la sentencia condenatoria (Mt 13, 41; 25, 41), significa que Dios mismo, no puede nada más que sufrir ante una libertad que se cierra al amor. El castigo no viene de Dios, viene del interior del hombre, algo así como quien cierra sus ventanas y al mismo tiempo, se priva de la luz del sol. También significa que el acto creador, que es eterno, no puede dejar de incluir esta eventualidad; es el gran riesgo del acto creador.

El dogma del infierno muestra una actitud del alma, pues ningún dogma existe para satisfacer nuestra curiosidad intelectual. Ni Dios revela ni la Iglesia enseña más que lo que nos es necesario para que nuestra actitud interior sea una actitud de verdad y para que nuestra acción sea una acción verdadera. La actitud interior, el valor espiritual, que implica el dogma del infierno, es la esperanza en forma de oración. No podemos superar la tensión entre una fe en la eventualidad de la condenación y la esperanza de salvación de todos los hombres. No es posible que nuestra salvación eterna, nuestra divinización, sea una certeza de tipo matemático como 2 y 2 son 4; eso nos haría salir de repente del Reino del amor. Mi certeza, si se trata de amor (pensad en la experiencia que podéis tener del amor), no puede ser más que una esperanza. Es una certeza en forma de esperanza y la esperanza está en forma de oración.

El descenso de Cristo a los infiernos es un artículo del Credo, pero la eventualidad del infierno no lo es. ¿Por qué? Porque todos los artículos del Credo están capitaneados por dos palabras: Credo in, creo en... y no creo que. «Creer en» no puede estar seguido más que por un nombre de persona, se cree en alguien. Esta es la misma palabra del amor: creo en ti, te doy mi confianza, te amo, me fío de ti, me abandono en ti. El Credo es la fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, la estructura del Credo es trinitaria. Creer en el infierno no tendría absolutamente ningún sentido; se cree que el infierno es una eventualidad, exactamente se cree en Dios, cuyo amor no puede nada en contra de la eventualidad del infierno.

 

 

 

NOTA 2 El purgatorio

(Págs. 235-240)

La teología le da un matiz de certeza más débil que la de la eventualidad del infierno, pero confieso que pienso que si no existiera el purgatorio habría que inventarlo.

El purgatorio es necesario para participar en la vida de Dios

La profundidad de un abismo es proporcional a la altura de la montaña. Si la montaña tiene trescientos metros el abismo correspondiente tiene trescientos metros, si la montaña es el Himalaya, el abismo correspondiente hasta el nivel del mar es de ocho mil ochocientos ochenta y dos metros. ¿Cuál es la altura de la montaña cristiana? Es infinita, inconmensurable. El abismo correspondiente, el revés de este lugar, no tiene fondo. Si nuestra vocación no fuera la de participar en la vida de Dios, de transformarnos nosotros mismos en dioses (como no temen decir los místicos), no habría infierno. Hay que decir igualmente que, en esa hipótesis, no habría tampoco purgatorio.

Os ruego a los que seáis educadores que no habléis a los niños de infierno o de purgatorio antes de haberos asegurado de que creen que lo esencial es nuestra vocación, nuestro destino a compartir la vida misma de Dios; de otra forma, todo viene a ser absurdo, no significa absolutamente nada, incluso el pecado original.

La doctrina del purgatorio está fundada en que, para estar unidos a Dios en una comunidad de vida, hace falta que seamos todo amor como Él mismo es todo amor. Ni un átomo, ni un grano de egoísmo puede entrar en Dios, pues el egoísmo es lo contrario de Dios, por consiguiente la oposición a Dios. Sólo el amor es asimilable al amor. ¿Quién se atrevería a pensar que, en la hora de su muerte, uno está en estado de amor perfecto y no hay en él el menor átomo de egoísmo? Exceptuando sólo a la Virgen María, es imposible.

Es probable que ninguna criatura pueda producir aquí abajo un solo acto despojado de todo retorno egoísta sobre sí. Es necesario -puesto que no se trata de disfrutar de una felicidad natural sino de la participación en Dios tal como es en sí mismo- que este residuo de egoísmo sea enteramente consumido: tal es el sentido del purgatorio. Decimos: para que el amor sea consumado hace falta que el egoísmo sea consumido. Para que el amor sea consumado en felicidad es preciso que el egoísmo sea consumido en arrepentimiento purificante.

Si tenéis una auténtica vida espiritual, si vivís verdaderamente en el interior de vosotros mismos con Dios, sabréis muy bien que egoísmo, no son solamente nuestros actos explícitos contra el amor, es también, como dice Claudel, esa «temperatura continua» de repliegue sobre sí, inmanente a nuestros actos incluso los más generosos; nuestros actos pecaminosos no son más que señales de peligro.

Una purificación que alcance al fondo del ser, no puede dejar de ser dolorosa. Se trata de estar enteramente desprendido de sí para ser capaz de estar totalmente entregado a Dios. Como el desasimiento de sí es el sufrimiento mismo, en el sufrimiento del tiempo presente comienza ya esta purificación, y si el sufrimiento no tuviera este valor de purificación sería pura y simplemente un sinsentido, un escándalo. Hay pues un purgatorio aquí abajo, pero el sufrimiento del tiempo presente tiene que acabar más allá de la muerte de un modo misterioso (sobre el que la Iglesia es de una prudencia notable) pero cierto.

No hay nada de sorprendente que la Tradición compare con un fuego a esta purificación. Purgatorio significa purificatorio. En el fondo es el mismo fuego que daña en el infierno el que purifica en el purgatorio, el que santifica en el cielo. Dios no cambia, el fuego del amor es siempre el mismo. Somos nosotros los diferentes ante el amor inmutable e infinito: si somos contrarios al amor, el fuego de Dios nos tortura, si somos capaces de purificación ese fuego nos purifica, y si estamos unidos a Dios ese fuego nos santifica.

Purgatorio = amor purificador

El purgatorio no es pues un sufrimiento impuesto y contra el que uno lucharía en vano; hay que comprenderlo como un sufrimiento voluntariamente asumido cuando, en presencia de la fulgurante santidad de Dios, uno se horroriza por lo que es. Este horror de sí ante el amor, es el arrepentimiento. El arrepentimiento es una intensidad de amor que querría compensar la mediocridad del pasado. Se comprende que nazca espontáneamente en el hombre a medida que la luz divina le invade, le pone frente a lo que él es. Es en cierta forma el balance viviente de toda su existencia, de toda su historia.

El purgatorio es un sufrimiento voluntario del que no se querría escapar por nada del mundo y es al mismo tiempo una alegría. ¡Hay que hablar de la alegría del purgatorio! En un admirable Tratado sobre el purgatorio, santa Catalina de Génova escribe que nada, si no la alegría del cielo, es comparable a la alegría del purgatorio, pues cuando más se arde en el fuego de amor purificador, más se siente, más se ve uno puro y capaz de entrar en Dios. Algo así como una barra de hierro, cubierta de óxido y purificada con papel de lija, experimentaría, si fuera consciente, el dolor del frotamiento, pero se alegraría de verse limpia de su propio óxido raspado y disuelto.

Cuando uno es puesto en presencia del amor, no se puede desear otra cosa que amar. El sufrimiento es constatar que uno no es capaz. Hay aquí abajo un comienzo de purgatorio, cuando experimentamos el más noble de los sufrimientos que es constatar que en el momento mismo en que decimos al ser querido que le amamos no es verdad, no nos amamos más que a nosotros mismos, nos preferimos a él. Es hermoso llorar cuando se experimenta que al decir «te amo» uno no es nunca absolutamente sincero. Se es sincero sólo hasta cierto punto y, muy a menudo, el otro es un medio privilegiado para el amor que me tengo a mí mismo. Mi sufrimiento es que me siento obligado a decir, con toda lucidez, que soy incapaz de amar verdaderamente.

El purgatorio es este sufrimiento pero intensificado, llevado a un grado gigantesco de intensidad por la luz divina qué descubre a la vez el infinito de Dios, la pureza de su amor que no es más que amor, y la parte enorme de egoísmo en el balance de nuestra vida.

El purgatorio es, tal como suena, la hora de la verdad, el ins-tante de la verdad. Hay una frase de Fénelon terrible: «Todo lo que aún está en sí es del dominio del purgatorio». En el momento de morir, lo más mío soy yo; más que mi tener es mi ser mismo, y es preciso que sea «despegado» de mí mismo para reunirme con Dios y entrar en una comunidad de vida con Él.

Cuando me encuentro a la cabecera de la cama de un hombre que acaba de dar el último suspiro, cuando su rostro se vuelve apacible después de todas las contracciones de la agonía, oigo alrededor de mí a los cristianos que dicen con fe, ¡al fin, es dichoso! Preferiría que dijesen, ¡al fin es capaz de amar! pues la dicha del cielo no es cualquier dicha, es la felicidad de amar como Dios ama, sin la sombra de un retorno sobre sí, de un repliegue sobre sí, de una atención a sí mismo. El purgatorio nos hace por fin capaces de ser como Dios, pura relación con el Otro y con los otros.

Este balance de nuestra vida que se nos descubre, que en cierta manera nos coloca desnudos sin posibilidad de máscara, es lo que también se llama en lenguaje tradicional el juicio particular (¡no hay una alfombra verde con sillones, un juez y asesores!). Es en efecto una misma cosa la de ver claro en sí, sufrir esta claridad, y disfrutar inmensamente la disminución progresiva del obstáculo que impide entrar plenamente en Dios.

Por eso, en la quinta Gran Oda titulada La casa cerrada, Claudel hace decir a las «almas del purgatorio»:

«Rezad por nosotros, no para que nuestro sufrimiento disminuya sino para que aumente, y así termine por fin el mal en nosotros y la abominación de esta resistencia detestada » .

Estos versos son teológicamente perfectos. El purgatorio (o juicio particular) es una total presencia de sí ante sí, un perfecto conocimiento de sí por sí, una perfecta visión de sí por sí que es, al mismo tiempo una crucifixión de sí por sí. Mi Cruz es conocerme tal y como soy, lo que no es posible más que si estoy iluminado por la luz divina. Todo esto nos aloja en Dios eternamente.

Dada la imperfección de nuestra inteligencia y de nuestro lenguaje, es inevitable que traduzcamos cuantitativamente lo que pertenece al orden de la cualidad. Haría falta expresarse únicamente en términos de intensidad, intensidad del amor que disuelve el residuo del pecado. Lo expresamos desgraciadamente en términos de duración y hablamos de un «tiempo» más o menos largo que se pasa en el purgatorio. ¿Por qué esta inexactitud de lenguaje? Muy sencillo, pienso que en épocas menos críticas que la nuestra era el único medio de ser comprendido.

Hay que criticar esta representación temporal recordando que no es más que un símbolo. La transposición en términos de duración o de tiempo somos incapaces de expresarla en términos adecuados. Si entramos en el camino de la crítica (nuestros contemporáneos son muy exigentes, si la Iglesia tiene un lenguaje inexacto lo sabe muy bien : ¡habla un lenguaje muy sencillo pues es para todo el mundo!), hay que ir hasta el fin de la crítica filosófica.

No se dice que el purgatorio está después de la muerte y la felicidad está después del purgatorio, ya que, hablando con rigor, no hay después. El antes y el después están en relación con el tiempo, por consiguiente en esta vida. Si uno se precia de saber filosofía tendrá que decir: la muerte es la condición del purgatorio y el purgatorio es la condición de la felicidad. La palabra condición es correcta, no hay nada de temporal, no implica un antes ni un después.

Yo añado, concluyendo, que el uso inmemorial de rezar por los difuntos ha engendrado la doctrina del purgatorio y no a la inversa. La Iglesia declara que existe un purgatorio, porque siempre ha existido la costumbre de rezar por los difuntos. En la Iglesia, siempre la vida es lo primero, la vida precede a la doctrina y no a la inversa. Seamos prudentes y rigurosos en nuestro modo de hablar de estos misterios. No hay que acumular obstáculos sobre el camino de la fe que como sabéis es tan difícil para nuestros contemporáneos.

 

 

 

Cuarta parte

ALGUNOS CRITERIOS DE DISCERNIMIENTO PARA LLEVAR A CABO LA TAREA HUMANA

 

Vivir es esperar

(Págs. 243-260)

Voy a seguir, a veces citándole literalmente, el cuaderno «Culturas y fe» redactado por el Padre Ganne. Tiene por título: La esperanza que existe en nosotros. Es una obra maestra de lógica concreta o de crítica severa de esa forma peligrosamente abstracta y demasiado corriente de entender la Biblia. El espíritu que anima este trabajo es eminentemente bíblico, las referencias explícitas a la Biblia son constantes pero supeditadas a una reflexión sencilla sobre la vida de los hombres, la nuestra y la de nuestros hermanos. «Estar en la vida», «partir de la vida», debe ser distinto a un eslogan. Se trata a la vez del Evangelio eterno y de la más candente actualidad.

Partimos, pues, de la vida. Planteémonos la cuestión: ¿cuál es la esperanza de los hombres de hoy? ¿esperanza de qué? ¿esperanza que se apoya sobre qué? ¿qué es lo que permite a los hombres de hoy esperar lo que esperan? ¿qué relación vamos a descubrir entre la esperanza de los hombres de hoy y la esperanza cristiana? Estas dos esperanzas se oponen de hecho en el sentido de que, para la mayoría de nuestros contemporáneos, la esperanza que viven, que es su vida misma (pues vivir es esperar), no tiene nada que ver con lo que llamamos «virtud teologal» de la esperanza. ¿Pero, quién tiene razón? Dicho de otra forma, ¿es fatal que la esperanza de los hombres de hoy conduzca al ateísmo? Si la respuesta es sí, hay que concluir que la fe no tiene que estar situada más que fuera de la vida, y es lo que el marxismo llama alienación. Si no, si la fe no es auténtica más que unida a la vida, ¿dónde están los malentendidos y qué hacer para evitarlos?

Cuando hay que escoger entre lo humano y lo divino, entre las esperanzas humanas y la esperanza cristiana, algo no funciona, hay una puerta falsa, hay algo falso. Escoger entre lo humano y lo divino es desconocer la Encarnación, pues la Encarnación es precisamente la unión indisoluble de Dios y del hombre en Cristo. No hay que escoger entre el hombre y Dios, es lo mismo, Cristo es hombre y es Dios. Hay que borrar ese falso problema que nos hemos fabricado que tiene consecuencias extremadamente graves.

 

Las esperanzas humanas

La esperanza está unida al poder

El Padre Ganne traza un camino de claridad diciendo, como lo había hecho en otro tiempo Gabriel Marcel, qué es esperar. Se espera cuando se cree poder llegar a lo que se busca. Se desespera cuando se piensa que no se puede, que no se puede hacer nada. Yo espero, mi querido amigo, poder obtener esto o aquello, pero me doy cuenta de que no hay nada que hacer, francamente no puedo hacer nada. He aquí la llave que nos va a abrir muchas puertas, incluso las de la Biblia.

El hombre espera porque cree que puede hacer algo. En este «poder» hay un «poder». La esperanza reposa siempre en un poder que hace posible una transformación de la existencia. Si yo espero poder comprar una segunda residencia es normal que espere que mi existencia se transforme; mañana, con una casa de campo, no será lo mismo que hoy sin casa. Pero podría comprar una casa si tuviera dinero.

Aquí el poder sobre el que me apoyo es el dinero, es el dinero quien garantiza mi esperanza, quien hace que mi esperanza no sea un sueño, un castillo en el aire. En otros casos el poder será el triunfo social, el progreso científico, la toma de poder político o la revolución; si no hay poder, no hay esperanza.

En consecuencia ¿cuál es el contenido de toda esperanza? La esperanza siempre significa la búsqueda de una liberación. No se quiere cambiar por cambiar, a menos que el gusto de cambiar por cambiar aparezca como liberación de una rutina que engendra hastío, hastío de estar siempre en el mismo sitio y hacer siempre lo mismo desde la mañana a la noche. Pero no busquemos tres pies al gato, lo que el hombre espera es, como decía Rimbaud, citado mil veces desde Mayo del 68, «cambiar la vida», es decir transformar las condiciones de existencia que sojuzgan inhumanas. No se puede decir que se espera si uno no aspira a transformar una situación de servidumbre más o menos intolerable.

Ser liberado, ¿para qué? Para vivir una vida que sea verdaderamente humana, para ser mas hombre en una sociedad más humana. La cuestión estará en saber qué es ser más hombre, qué es una sociedad más humana. Todas las tentativas de liberación en la historia suponen una concepción del hombre. El freudismo, por ejemplo, es una concepción del hombre, una antropología; el psicoanálisis siempre ha tenido como fin, ¡Dios quiera que lo consiga como efecto!, que el hombre sea más hombre.

Aquí podríamos hablar ya de la Biblia, que es la larga historia de una liberación, el descubrimiento de un Poder eficaz para la liberación de la humanidad. La Biblia dice cómo los hombres, empujados por su historia a buscar una liberación, descubrieron y acogieron, en su experiencia humana, el Poder liberador de Cristo resucitado.

Esperar es estar mirando hacia el futuro, es rechazar estar bloqueado en lo inmediato resignándose al presente, a las insuficiencias del presente. De hecho, la conciencia de servidumbre es la que hace surgir la decisión de salir de ella. Se puede decir que la esperanza es una desesperación superada, y yo añado que la esperanza es siempre colectiva, pues nunca se espera solo. Se puede imaginar que se espera solo o para sí solo, pero es una ilusión; el aislamiento es por el contrario desesperante. Una esperanza que no es vivida colectivamente se degrada o se atrofia. La esperanza se parece a la alegría, necesita ser compartida, no existe alegría estrictamente individual. La esperanza está, pues, unida a la solidaridad.

Los poderes humanos modernos

¿Sobre qué poderes de esperanza colectiva del mundo nos apoyamos para transformar las condiciones de existencia, para «cambiar la vida»? Jean Lacroix, en un precioso librito [2], las resume en tres :

1) el poder técnico: la técnica es hija de la ciencia. En otros tiempos la ciencia conducía a Dios. Se decía a menudo: un poco de ciencia aleja de Dios, mucha aproxima. En efecto, cuanto más se conocen las maravillas del mundo más se admira al Creador de este mundo. Se parafraseaba el salmo: los cielos cantan la gloria de Dios. Se admitía que la ciencia era autónoma en sus dominios, pero sólo en sus dominios.

El dominio de la ciencia es la naturaleza, lo que los filósofos llaman el mundo de los fenómenos, es decir lo que aparece, lo que no es dado por la reflexión sino por observación. Lo real en profundidad, es decir, lo que está más allá de lo que aparece (como el alma espiritual o Dios) era del dominio de la filosofía y de la religión. Pero poco a poco, la ciencia pretendió que le pertenecía lo real, todo lo real, pues lo real está aquí abajo; el único universo real es el universo de aquí abajo; y en este universo la ciencia quiere asegurar el destino de los hombres, realizar su esperanza.

El sabio dice que Dios no explica nada; más exactamente, que hacer intervenir a Dios para explicar el mundo es una solución fácil que la honestidad científica debe prohibirse. Es lo que quería decir el filósofo Renouvier con su célebre frase, a menudo mal comprendida: «El ateísmo es el verdadero método científico». Es cuestión de método: una afirmación es científicamente verdadera si el sabio la establece con métodos propios. La ciencia no permite tratar al mundo como un reloj cuyo relojero haya que buscar fuera del mundo.

Por otra parte, si probáis a Dios científicamente, ese Dios que probáis es el primer eslabón de una cadena de explicaciones. Veréis que no es Dios sino el primer eslabón de una cadena formando parte de ella. Por eso Jean Lacroix tiene razón al afirmar: «Lo que la ciencia encuentra, rechazamos llamarle Dios»

La ciencia moderna desarrolla tanto más una mentalidad atea cuanto más se ve operativa, quiero decir que ha hecho una alianza con la técnica. No se trata de conocer por conocer, se trata de conocer para hacer (hacer puentes, viaductos, cohetes, etc.). Uniendo ciencia y técnica se construye la humanidad, se asume la responsabilidad de la historia. Tres revoluciones sucesivas han transformado la civilización. La primera fue la de la máquina de vapor, la segunda la de la electricidad, la tercera la de la energía atómica.

Desde hace un siglo la técnica ha desarrollado de modo prodigioso las condiciones de vida, ya se trate del habitat, de los transportes, de lo que nos rodea etc, etc. Incluso si se puede hacer un uso inhumano (se puede emplear la energía nuclear para hacer saltar en pedazos el planeta), incluso si los accidentes se multiplican (accidentes de carretera, accidentes de trenes, catástrofes aéreas...), incluso si el progreso industrial plantea problemas de polución, es cierto que el poder técnico da al hombre una confianza en sus propios poderes, engendra la esperanza de estar liberado de las servidumbres de la naturaleza. Nada impide esperar que el poder técnico libere a los hombres del poder de los ciclones, de los terremotos y de las erupciones volcánicas; la técnica destruye la idea de fatalidad contraria a la esperanza que nos hace decir: ¡la suerte está echada, es inútil actuar, está escrito y ha de ser así!

En resumen, la naturaleza ya no es sagrada o sacra. Los paganos hablaban del Destino; los espíritus religiosos prefieren hablar de Providencia, ¡qué más da!, se quería decir que las fuerzas naturales aparecían como sagradas. Cuando las fuerzas (o poderes) de la técnica son más fuertes que las fuerzas de la naturaleza, la naturaleza deja de ser sagrada. El tiempo ha cambiado mucho desde que el hombre religioso consideraba a Dios como el tapa-agujeros que iba a llenar las lagunas de la ciencia. En otros tiempos se rezaba a Dios para que hiciese llover o brillase el sol, hoy se le reza cada vez menos porque se tiene la esperanza de que el hombre se las arreglará por sí mismo. La técnica es un poder que permite esperar, mientras que la resignación, que estaba unida a la religión, no lo permitía.

2) la política es el segundo poder en el que arraiga la esperanza del mundo moderno. Es evidente que no se puede escapar de la política, que la dimensión política es una dimensión esencial del hombre, pero durante milenios, la política fue únicamente labor de algunos individuos, de algunas familias, o de una sola clase social. Hoy, es la masa humana la que toma conciencia de su existencia política, el hombre se siente capaz no sólo de dominar las fuerzas de la naturaleza sino de orientar las energías de las masas.

Dios aparece a los hombres de nuestro tiempo como la autoridad suprema que sirve para mantenerlos en una especie de minoría de edad e impedirles acceder a su mayoría política. Se podrá decir que Dios nos ama, pero eso no arregla nada, al contrario, pues el Dios paternalista es más temible que el Dios dictador. Con el dictador uno sabe a qué atenerse; con el paternalista, hay una pantalla de caridad que sirve de fachada a un desorden profundo en el que la injusticia se mantiene. Aquí palpamos lo que J. Lacroix llama «el peor de los dramas», a saber, que «la misma exigencia de justicia conduce a los hombres al ateísmo». La fe en Dios aparece a muchos como un obstáculo a la esperanza y la religión consuela a los hombres decepcionados en sus esperanzas aportando el consuelo del más allá.

3) Está por fin la energía moral, le llamamos la conciencia que quiere ser responsable. Para los ateos, la negación de Dios es condición de una moral auténticamente humana, es decir, digna del hombre. Hay que comprender qué quieren decir con ello antes de poner el grito en el cielo.

El hombre moderno piensa que es moral cuando asume la responsabilidad integral de la transformación de la vida social para la liberación del hombre. El ateo precisa que no puede hacerlo más que si niega la situación de culpabilidad que los cristianos llaman pecado original. Hay que reconocer que, muy a menudo (no digo siempre), los cristianos han utilizado el dogma del pecado original para ser inmovilistas. ¡Cuántas veces he escuchado despropósitos como éste: ¿por qué tomarse la molestia de querer transformar al mundo?, al fin y al cabo el hombre es pecador desde el principio y lo seguirá siendo siempre!

El filósofo Merleau-Ponty (que en su juventud fue católico militante) escribe que es necesario, a cualquier precio, descartar la hipótesis de la existencia de Dios pues, si Dios existe, lo sabe todo, lo conoce todo, para El todos los problemas están resueltos y todos los dramas solucionados; es Él quien maneja los hilos de la comedia en la que los hombres funcionan como verdaderos títeres o marionetas. Para que el hombre sea verdaderamente hombre, moralmente hombre, es necesario que no haya en alguna parte una verdad hecha del todo sino que es preciso que, día tras día, el hombre invente la verdad trabajando sin ninguna garantía, que sería siempre exterior a él, para transformar las relaciones humanas con la esperanza de alcanzar un mundo más justo y más fraternal.

En otros términos, durante mucho tiempo lo esencial de la moral consistía en someterse a la autoridad legítima, ya se trate de la autoridad en la familia, de la autoridad en el Estado o de la autoridad en la Iglesia. Para el hombre moderno estas morales de autoridad han prescrito, incluso la autoridad de Dios; lo que cuenta es la primacía de la responsabilidad con respecto a la sumisión a la autoridad.

De este modo la esperanza del mundo moderno que reposa sobre una fe en el hombre y en sus poderes o energías, técnica, política, moral, desemboca de hecho en el ateísmo. Hay una «desacralización» en toda regla de la naturaleza, de las estructuras sociales y políticas, de las autoridades morales. Ni la naturaleza, ni el Estado, ni la conciencia moral, son ámbitos de la presencia de Dios, sino del poder creador del hombre. Desacralización, secularización.

Cazad lo sagrado, retorna al galope

No hace falta una atenta observación de nuestro mundo, tal como va, para constatar que ese movimiento casi universal de desacralización está acompañado de un movimiento, no menos universal, de resacralización. ¡Que no se sacralice todo; la Ciencia, el Progreso, el Partido político, muchas otras cosas o personas! Incluso en un régimen, político ateo lo sagrado funciona muy bien: muchos llegan en peregrinación al mausoleo de Lenin.

He aquí lo que se encontró en Francia, en el año 72, en una carpeta de disco. Es una oración a Johnny Halliday:

¡Johnny! Nuevo ídolo de la juventud (la palabra es: ídolo)

Día tras día tú ganas fervientes fieles,

Pues eres un dios y un demonio a la vez (es interesante para ayudar a comprender lo que vamos a llamar ambigüedad sacra; dios y demonio)

Eres un dios pues creemos en ti

Como la felicidad suprema.

Y nosotros te adoramos en todos tus hechos y hazañas.

Pero eres un demonio,

Pues cuando se te escucha

Todo es posible,

Todo trabajo se vuelve tedioso.

Sólo tu voz que destila como la miel

Fija nuestro espíritu,

¡Tú eres el que esperábamos!

Un estudio más profundo de nuestro universo desacralizado muestra que el hombre tiene siempre necesidad de mitos y de ritos. Lo «sagrado» lo encontramos por todas partes, desde el lenguaje deportivo hasta en horóscopos y videntes, pasando por carnavales y cenas de medianoche, porque la tendencia a «sacralizar» es una constante de la humanidad. Necesitamos analizar con cuidado qué quiere decir esto, si queremos comprender la auténtica relación entre cristianismo y esperanza.

Desde que hay hombres existe religión, una «abundancia de religiones» como dice Pascal de la religión o de lo sagrado. Intuitivamente el hombre busca un «poder» capaz de realizar su esperanza. Más allá de sus necesidades vitales elementales, experimenta la necesidad de vivir más intensamente, más libremente, más totalmente, quiere escapar a la precariedad, a la fragilidad de su existencia, y al mismo tiempo a la angustia (la precariedad engendra angustia y la angustia engendra desesperación). Lo que el hombre desea, conscientemente o no, es una intensidad de vida sin límites, una plenitud de existencia sin fisuras, lo que Nietzsche y Rimbaud llamarán «eternidad», es decir Felicidad.

¿Cuál es el poder capaz de franquear nuestros límites y hacernos «vivir» en el sentido profundo de la palabra? Hay que encontrar este poder. Decíamos: el hombre espera porque cree que puede. ¿Qué o quién, le dará poder? No tiene más que tomarse la molestia de escoger, por eso tiende a sacralizar todo poder que le supera y parece poder realizar su esperanza. El hombre ha sacralizado los poderes naturales cósmicos (sol, luna, astros, tierra, fuentes, ríos), los poderes o energías biopsíquicas (árboles, animales, sexo, los poderes de fecundidad), los poderes sociales (raza, patria, clase, partido, jefe, guerra, oro, plata), sin olvidar la proliferación indefinida deformas inferiores de superstición. En resumen, todo lo que parece detentar un poder, una energía excepcionalmente prometedora, atrae al hombre y fija en este poder el misterio de su esperanza; es la idolatría. Decía Bossuet: «Todo es Dios menos Dios mismo.»

He aquí no sólo un fenómeno del pasado que surge de una mentalidad primitiva sino una constante de la condición humana. Sacralizar la luna, el automóvil o la vedette, es exactamente el mismo fenómeno. Se oye decir a veces 'que el hombre moderno no tiene ya sentido de lo sagrado. Nada más falso: ¡lo tiene más que nunca! Se escucha también decir que el cristiano tiene sentido de lo sagrado, y el pagano no lo tiene. Precisamente es en el paganismo donde todo es sagrado o puede llegar a serlo.

El cristiano que, a menudo, no es más que un pagano que no lo sabe (entendedme, el cristiano que no está seriamente convertido), no se priva de sacralizar toda clase de poderes. Evidentemente no sacralizará el sol o la luna, no dirá que el sol y la luna son dioses, pero sacralizará como bello y bueno al Jefe o a la Propiedad, sacralizará la Naturaleza, diciendo que es conforme a sus leyes que haya desigualdad entre los hombres (es decir algunos ricos y muchos pobres), sacralizará las estructuras sociales, políticas o eclesiales. La idolatría es una constante de la condición humana. Para que no hubiera idolatría, sería necesario que en el corazón de los hombres hubiera esperanza, o que la humanidad estuviese convertida a la fe pues, sólo ella desacraliza verdaderamente. Para salvar la esperanza del hombre, se alzan los profetas.

Las esperanzas humanas pueden transformarse en cristianas

Los profetas purifican lo sagrado

Los profetas de Israel fueron, antes de Jesucristo, los grandes educadores de la conciencia humana. En esta constante de desacralización y de resacralización en que los antiguos judíos no cesaban de oscilar, los profetas introducen la fe como principio de discernimiento. En la fusión de lo sagrado aprenden a discernir cuál es el Poder que no confunde la esperanza; por eso, critican los poderes de los que los hombres se fían peligrosamente.

En primer lugar los poderes religiosos: «¿Qué me importa el número de vuestros sacrificios?, dice el Señor, Estoy harto de holocaustos de carneros y de grasa de cebones...» (Is 1,11). Esto quiere decir: tenéis religión pero no tenéis fe, y religión sin fe es magia, buscáis reconciliaros con oraciones y sacrificios para que os sea propicio mi poder y perdéis el tiempo, os equivocáis sobre mi identidad. Yo no soy Aquel que creéis...

En el capítulo 58 (por tanto trescientos años más tarde; hay que sospechar que las prácticas religiosas sin fe real eran persistentes en Israel). Dios dice: «¿No sabéis cuál es el ayuno que me gusta? Romper las cadenas injustas, liberar a los oprimidos, romper todos los yugos, compartir el pan con el que tiene hambre, albergar a los pobres que no tienen abrigo...»

En Jeremías (7, 5-11) es también Dios quien habla y dice que el Templo no protege a aquél que vive en la injusticia, es un falso sagrado, un falso poder, un poder no apto para realizar la esperanza: «Mejorad vuestra conducta y vuestras obras y yo permaneceré con vosotros en el Templo... Si tenéis una verdadera preocupación por el derecho entre vosotros, si no oprimís al extranjero, al huérfano y a la viuda, me quedaré con vosotros». Son textos que deberíamos saber de memoria o, al menos, leer todas las mañanas.

He aquí denunciada con vigor la religión que no significa una conversión de corazón, es decir, de la conciencia. La verdad sagrada está en el nivel de la conciencia y de la libertad. El único poder que garantiza la esperanza del hombre es, en sí, voluntad de justicia; Dios no puede escuchar la oración del hombre más que si practica la justicia.

Los profetas denuncian también vigorosamente los ídolos políticos. Los poderes políticos, a los que se llama Príncipe, Poder establecido, Jefe o Partido, tienen siempre tendencia a hacerse pasar por Dios, exigen obediencia incondicional a los individuos o partidarios. Contra estos poderes sacralizados que esclavizan a los hombres en vez de liberarlos, los profetas «rugen»; a Amos, pequeño pastor que vive en las colmas de Palestina, Dios le encarga transmitir a los hijos de Israel su rugido (1,2).

He aquí la frase que resume el propósito de los profetas: a causa de que la fe desvela (o revela) la verdadera naturaleza del Poder absoluto, salva la verdad de la esperanza. Los profetas purifican lo sagrado sin destruirlo, reconcilian lo sagrado con la razón y con la conciencia, con lo mejor del hombre. Si la fe en un poder absoluto se afirma por una conciencia preocupada por la justicia y la libertad, lo sagrado no es ya alienante. Por el contrario, sólo cierta fe -la fe en este Poder absoluto al que llamamos Dios- impedirá al hombre tomar otros poderes como absolutos. Nada es absoluto fuera de Dios, pero no hay que equivocarse acerca de la naturaleza de este absoluto, es preciso que sea verdaderamente el garante de la esperanza humana, lo que no es posible más que si es voluntad de justicia. ¿Qué valdría en efecto una esperanza humana que no fuera una esperanza de justicia? No sería una esperanza auténticamente humana.

¿Qué significa la moderna resacralización, si no que el hombre sin fe es incapaz de ir hasta el fin en su crítica de lo sagrado? Los hombres persisten en poner su esperanza en poderes incapaces de liberarles totalmente.

Para acoger el Poder verdadero al que llamamos Dios, es necesaria una triple conversión :

- De la conciencia : hay que pasar (paso que es una pascua, es decir, una muerte y un renacimiento) de la actitud mágica, conservadora y esclavizante de lo sagrado, a la actitud espiritual, opilativa y desinteresada del amor. Dicho de otra forma, para escapar de las confusiones, lo sagrado debe asumir todas las exigencias de una moral auténtica. Cristo, en un compendio sobrecogedor de la doctrina de los profetas, dijo cuáles son estas exigencias: «la justicia, la misericordia y el derecho» (texto para saber de memoria en Mt 23, 23).

- De la idea que uno se hace del poder: los cristianos que dicen creer en un Dios todopoderoso deben saber que Dios no es poderoso más que en amar, no es un Poder de destrucción o de dominación, es el amor, el Don completamente puro, sin el menor signo de repliegue o de retorno o, como dice san Bernardo, de doblez sobre sí. Dios no lo puede todo, no puede más que lo que puede el amor, pero puede todo lo que puede el amor.

- De nuestros poderes humanos: la técnica, la política, la energía moral. No es cuestión de despreciarlos pero hay que ponerlos al servicio de la justicia y de la fraternidad. Puesto que el verdadero poder es Voluntad de justicia, practicando la justicia se estará en verdadera relación con Él. No importa conocer a Dios si uno no se convierte; convertirse es dejar de explotar al hombre, es participar eficazmente en su esperanza de liberación. El conocimiento de Dios está unido a la acción liberadora, a la dignidad del hombre.

Jesús revela que el Poder no es más que Amor

Los Profetas anunciaban a Cristo. Cristo prolonga la crítica empezada por los profetas y la concluye. Cristo revela que el verdadero Poder es una Presencia, la Presencia de un Amor cuya Energía, llamada Espíritu Santo, es capaz de oír los ruegos de la esperanza transformando a la humanidad entera, liberándola plenamente.

Igual que los Profetas, Cristo desacraliza. Los fariseos habían sacralizado la Ley de Moisés. Dios mismo, decían, está sometido a la Ley. Jesús dice: Dios es más grande que la Ley, la Ley no es Dios. Los fariseos habían, entre otras cosas, sacralizado el sábado. Jesús dice y repite: «El sábado se hizo para el hombre, no el hombre para el sábado» (Me 2, 27).

Cristo desacralizó la autoridad. Nada más pagano que la idea de que la autoridad es superior a la libertad. No, dice Jesús, la autoridad es servicio: «Quien quiera ser el más grande que se haga el más pequeño, y quien gobierne sea como el que sirve» (Mt 20, 25-28).

Cristo desacralizó la riqueza. La denunció como un poder de desgracia: «¡Desgraciados vosotros los ricos!, pues ya tenéis vuestro consuelo» (Le 6, 24), es decir no esperéis nada, no sois vivientes.

Cristo desacraliza los poderes para liberar la fuerza de la esperanza. Es necesario hacer un poco de historia para comprender cómo vivió Jesús la esperanza de su pueblo.

Jesús es un hombre. Salió del pueblo judío. Conoce la historia de su pueblo que, como toda historia, es la de una esperanza. No vayamos a creer que se desolidariza, reconozcamos que los cristianos tenemos tendencia a desdoblar al hombre: por una parte sus esperanzas temporales, por otra un Dios que les vigila, un Dios del más allá, un Dios que vive detrás del mundo. Jesús es lo contrario de un Dios que vigila. Un Dios que, encarnándose en el mundo, «sobrevolase» el mundo, sería el colmo de la marrullería. Jesús no hace trampas. Miradle vivir entre sus hermanos. Él sabe que, desde la guerra de los Macabeos, la esperanza de restaurar el reino de Israel permanece viva. En lo que se refiere a la liberación, ve que Palestina está ocupada por los romanos. No se asombra de escuchar a su alrededor que se espera un día liberarse de la ocupación extranjera.

Pero también ve, al vivir con sus compatriotas, que su preocupación es totalmente política. Constata que la esperanza judía de liberación se apoya en diversas teorías: la de ¿os Zelotes (que esperan expulsar a los ocupantes romanos por medio de la guerrilla); la de los Esenios (que constituyen alrededor del monasterio de Qumrám una comunidad de puros); la de los Saduceos (que son los colaboracionistas).

Jesús determina entonces educar la conciencia de sus contemporáneos. Poco a poco, les lleva a superar sus ideologías y a descubrir el contenido verdadero de su esperanza de liberación. Él no dirá a los apóstoles, ¿qué buscáis? Bien sabe Él lo que buscan en su conciencia clara, no analizada por la fe. Él les dice: «¿A quién buscáis?» para conducirles a descubrir que, en el fondo de ellos, buscan a Alguien y no cualquier cosa. El verdadero Poder de liberación del hombre es Dios y no una ideología cualquiera, pero, para encontrar al Dios que libera, hay que salir de la actitud mágica y entrar en la gratuidad del amor.

Es difícil educar a los hombres. Educar a los hombres es conducirles a ese punto de profundidad donde reconocen el verdadero contenido de su esperanza de liberación. Después de la multiplicación de los panes. Jesús aparece como un excelente ministro de Avituallamiento. Hay que coronarle, darle el poder político. La masa le propone ser el representante de la ideología política; así, piensa ella, su esperanza será escuchada favorablemente. Jesús dice no, rechaza ser el Poder sacralizado que dispense de la conversión profunda de conciencia. Los apóstoles, tan aturdidos como los otros, aceptarán dejarse criticar por Cristo, salvo Judas que se enfada, pues él ha dicho no a la exigencia de transformación de sí mismo, permanece fijado en el poder del dinero, en la ideología del provecho. Jesús le había dicho sin embargo que, de todas las ideologías, esa es la que se revuelve más fácilmente contra el hombre, pues no se puede servir a la vez a Dios y a Mammón.

Dios es Amor, Presencia y Libertad. Estas tres palabras deben estar unidas, presencia del amor que vuelve libre, que suscita o crea la verdadera libertad. El hombre no despierta como libertad más que si se sabe reconocido, amado. Si el amor no vuelve libre no es amor, si el amor no es una presencia no es amor. Presencia total de un Amor infinito (es decir sin límite) que vuelve libre absolutamente. Dios no es el todopoderoso, es la omnipotencia del amor. El amor no es poderoso más que en hacer libre. Así es el Evangelio.

Dios es el poder de nuestros poderes, la iniciativa de nuestras iniciativas.

¿Podemos comprender ahora mejor el drama espiritual de nuestro tiempo, la crisis del mundo y de la Iglesia? El Padre Ganne formula este drama de la siguiente manera: «El formidable progreso de los poderes humanos que, para muchos de nuestros contemporáneos, permite toda clase de esperanzas, ¿está en oposición al poder que procede de Dios y que san Pablo llama «la energía (o dinamismo) de Cristo resucitado» (FU 3, 10)? ¿El poder del hombre se opone al poder de Dios? ¿El poder que procede de Dios destruye las energías que proceden del hombre?»

¿Cómo Dios podría pedirnos que renunciásemos a nuestros poderes? El nos crea creadores, nos confía la tarea de crear un mundo verdaderamente humano. Que este mundo verdaderamente humano no existe, salta a la vista. El hombre no está hecho del todo, está por hacer. Dios no quiere hacerle, quiere que nosotros nos hagamos, nos da el poder de hacerlo, pues es evidente que el hombre no va a construir el mundo con otros poderes o energías que las suyas. Un mundo humano se construye con medios humanos técnicos, políticos, morales.

Pero estos medios humanos deben ser criticados. Criticar quiere decir discernir. Hay todo un trabajo de discernimiento que se impone, porque automáticamente los poderes del hombre no se ponen al servicio de la justicia y de la libertad. Cuando nuestros poderes no se critican ni se convierten, se ponen sin más al servicio de la injusticia y de la esclavitud. No hay más que mirar lo que sucede, carrera de armamentos, millones de hombres mueren de hambre, embrutecimiento del hombre por las condiciones inhumanas del trabajo... Somos prisioneros de un mundo absurdo a pesar del despliegue de inmensos recursos. Los recursos son considerables y el absurdo es flagrante. Los poderes humanos son, de hecho, inhumanos. La esperanza está frustrada.

Cuando digo que soy cristiano digo exactamente esto: el Evangelio me da criterios de discernimiento para juzgar si el uso que se hace de los poderes del hombre va, o no, en el sentido de un mundo más humano, el Evangelio me dice quién es el hombre, qué debe ser un mundo humano, en qué sentido la técnica, la política, el ejercicio de las responsabilidades, deben orientarse para estar verdaderamente al servicio de la liberación y no de la esclavitud.

Si me decís: ¿vuestra conciencia no os basta?, me guardaré de contradeciros, me abstendré sobre todo de deciros que sois un cristiano que se ignora, pues sé que os ofendería y con razón, me abstendré también de deciros que el cristiano incorpora a Dios a su esperanza de hombre. No hay que dar la impresión de que Dios es una cantidad que se añade a otra cantidad, esto convertiría a Dios en una especie de «decorador». ¡Se puede prescindir del decorador!

Yo os diría más bien, sí, la conciencia es suficiente, la esperanza humana es suficiente por sí misma, el don de sí a los otros es un absoluto, el amor de los otros es una razón suficiente para vivir y morir. Estoy de acuerdo. Y al decirlo soy fiel al Evangelio, puesto que es el Evangelio quien me dice: «Lo que hayáis hecho a estos mis hermanos menores, me lo hicisteis a mí» (Mt 25, 40).

Pero creo que la exigencia de mi conciencia es un don de Dios. Lo que Dios da son tareas a realizar, de modo que la obediencia a la conciencia es el amor de Alguien que me ama. Dios no está en la luna. Dios no está detrás de las estrellas. Dios no está más que en mi conciencia de hombre. Esta conciencia está habitada por alguien que me ama y porque este Alguien me ama me quiere creador, creador de un mundo más humano. Es lo que constituye el corazón de toda esperanza: amar y ser amado. Esta es la profundidad del hombre. Cristo nos revela la profundidad de nuestra esperanza.

La cuestión se reduce en definitiva a ¿cuál es la fuente de la esperanza humana? Creemos que es Dios creador. Creándonos, Dios crea nuestra esperanza, pone en nosotros un apetito de libertad total. Por consiguiente la libertad total es una participación en la libertad misma de Dios, ya que sólo Dios es absolutamente libre. Él es absolutamente libre porque es Amor. Nuestra esperanza es pues la del amor. Vivir y amar, si Dios es Amor, es exactamente una misma cosa.

Creándonos, Dios nos da poder amar como Él ama. Vivir la vida de Dios o amar como Él ama, es exactamente lo mismo. Es lo que llamamos Vida eterna, pero la vida eterna no es la vida futura, es la Vida presente: «Desde ahora, dice san Juan, somos hijos de Dios» (1 Jn 3, 2).

No es cualquier clase de vida, no es una vida que se soporta, ni en la que uno se abandona, es una vida en la que, como dice san Juan, uno «obra la verdad» (3, 21). La verdad, en el sentido bíblico de la palabra, no está del todo hecha, la verdad es lo real que está en génesis; Dios no la creó (en pasado), la crea y no sin nosotros, si no es así, no es amor en plenitud. El nos da el poder de crearla.

Esto viene a decir que en el corazón de los poderes técnicos, políticos y de las responsabilidades, está el Poder del Espíritu Santo. En el corazón, no al lado, no en lugar del hombre. Dios está en el corazón de nuestra actividad que utiliza los poderes que tenemos para esperar de manera eficaz. Dios no es una energía al lado o por debajo de nuestras energías. Él es el Poder de nuestros poderes, la Energía de nuestras energías, la Iniciativa de nuestras iniciativas.

Nuestra tarea es un don de Él. «Obrar la verdad» es, pues, cumplir nuestra tarea. Nuestra tarea es siempre, de un modo u otro, hacer al hombre, trabajar en que el hombre sea más hombre, en que el mundo sea más humano, en que las relaciones de los hombres entre sí sean más humanas, es decir, más justas y más fraternales. «Obrar la verdad» es transformar el mundo. «El que obra la verdad se acerca a la luz» significa que el conocimiento de Dios (la luz) está unido a la génesis del hombre.

Ya seáis padre o madre de familia, militante sindicalista o político, patrono o ingeniero, obrero o campesino, educador o psicólogo, construid al hombre y conoceréis a Dios. Recuerdo que en sentido bíblico «conocer» es «vivir-con». Vivir-con Aquél que nos ama y a quien uno ama, es la Vida, la verdadera Vida, la Vida eterna. En presente. Un día, esta Vida-con Dios, esta intimidad con Él, nos será manifestada en plenitud y eso será la Felicidad a plena luz.

Last but non least, la última cosa pero no la menor: el conocimiento de Dios y la transformación del mundo (inseparables ambos) pasan por la Cruz. La palabra «transformación» es suficiente para decirnos por qué: el crecimiento no es un agrandamiento sino una transformación, el hombre no es un bebé grande, la mujer no es una gran jovencita, la mariposa no es una gran oruga, la espiga de trigo no es un grano grande. Dios no es un hombre grande. Ser transformado es morir y renacer.

La muerte no es, pues, una fatalidad, es un momento necesario de todo crecimiento. No hay cosecha sin que muera el grano, no hay conversión sin opción. La opción es una muerte. Poner lo poderes terrestres al servicio de la justicia es renunciar a ponerlos al servicio del aprovechamiento. Educar a un hijo es querer para él, y por tanto renunciar a quererlo para sí. Vivir una esperanza es morir a un cierto número de costumbres, consentir en el advenimiento de otras estructuras políticas y sociales. No hay vida real sin sacrificio.

La muerte de Cristo es la entrada de la humanidad en una vida transformada. La Cruz opera la verdadera desacralización de los poderes, pues viendo a Jesús clavado en la Cruz sabemos, sin equívoco posible, cuál es la naturaleza del verdadero Poder. Ante la impotencia de Cristo clavado, uno no se arriesga ya a creer que Dios es un Poder de dominación y que se le volverá favorable con prácticas religiosas sin conversión de conciencia. Es preciso leer los tres primeros capítulos de la primera carta de Pablo a los Corintios, de los que el Padre Ganne dice que constituyen «una teología del verdadero poder de Dios». Jesús crucificado es la omnipotencia del amor y del perdón. La liturgia sabe lo que dice cuando nos hace cantar: ¡Salve, Cruz, nuestra única esperanza!

 

 

 

El Evangelio, una llamada a la Fe y a la Libertad

(Págs. 261-282)

Vivir el Evangelio en toda su integridad

El Evangelio no es sólo un mensaje. Ciertamente hay un mensaje cristiano, pero el Evangelio antes que ser un mensaje es una persona, la misma persona de Jesucristo. Sabéis que la palabra «evangelio» significa «Buena Noticia». Esta Buena Noticia no es principalmente lo que Cristo nos dice sino El mismo, es la Buena Noticia de la Encarnación : Dios ama al hombre de tal modo que se convierte en hombre. Amar es querer convertirse en el que se ama, formar uno con él. La motivación más profunda de mi fe es que no se puede ir más allá en la Encarnación, no le es posible a Dios amar todavía más al hombre que transformándose Él mismo en hombre.

Actualmente muchos aceptan el mensaje pero rechazan o emiten objeciones en lo tocante a lo esencial de la Divinidad misma de Jesucristo en sentido estricto. El mensaje está falseado y, a partir de ahí, se llega fácilmente a componer fragmentos escogidos o antologías del Evangelio, a tomar unos textos olvidando otros. El Evangelio no es el Evangelio más que si se le toma completo. La frase de Pascal, «La Escritura es de un sólo poseedor» es muy profunda.

Cristo revela quién es Dios

La Buena Noticia es fundamentalmente la revelación del Padre que se nos da en Jesucristo. El Evangelio es sobre todo respuesta a la pregunta que en todo tiempo se han planteado los hombres: ¿quién es Dios? Jesucristo nos dice quién es Dios. Y en función de esta revelación de la identidad de Dios dirige un mensaje a los hombres para decirles: escuchad la voluntad de Dios, vivid en conformidad con lo que ahora sabéis de Dios.

En el capítulo 16 de san Mateo, existe una escena de la mayor importancia, la confesión de Pedro en Cesárea de Filipo. Jesús pregunta: «¿Quién decís vosotros que soy yo?». Pedro (es decir los Doce, ya la Iglesia) responde: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Evidentemente, esto no es una afirmación dogmática de la Divinidad de Cristo, porque Pedro no podía saber aún que Jesús era verdaderamente Dios encarnado. A excepción de la Virgen María, sobre la que no tenemos revelaciones particulares, nadie, antes de Pentecostés, pudo afirmar la Divinidad de Jesucristo. Lo que Pedro afirma es que Jesús es quien dice quién es Dios, aquél en quien se puede poner plenamente la confianza. «Tú vienes de parte de Dios y no nos engañas sobre la verdadera identidad de Dios».

Por consiguiente el Espíritu del Hijo se nos ha dado. Los apóstoles tomarán conciencia de ello en Pentecostés y dirán: no sólo nos adherimos a tu Palabra sino que tenemos en nosotros tu Filiación misma, pues el Espíritu que se dio a los hombres en Pentecostés es tu Espíritu de Filiación. Tenemos «capacidad de ser hijos de Dios» (Jn. 1,12).

Cada uno de nosotros es interpelado como los apóstoles lo fueron. La respuesta ha de ser absolutamente personal. No puede ser nuestra respuesta eco de otra palabra, estar influenciada por presiones sociales, o ser sumisión a una presión sociológica o autoritaria; es necesario que sea verdaderamente mi palabra expresando la raíz de mi ser. Para emplear un término de la filosofía contemporánea es necesario que mi respuesta a la cuestión, «¿Quién dices que soy yo?» sea una victoria sobre el «se». El filósofo alemán Heidegger y, siguiéndole, Gabriel Marcel han hablado mucho de lo que llaman el «se». «Se» dice que... El periódico expresa la opinión del «se» dice que... Es preciso que mi respuesta, si quiero vivir de verdad el Evangelio, sea una victoria sobre el anonimato del «se».

Otra frase clave del Evangelio es la siguiente: «Quien me ve a mí ve al Padre» (Jn 14, 9). No hay que perderla nunca de vista cuando se lee el Evangelio. Cristo es, sobre todo, la imagen del Padre, es el prisma de Dios. Del mismo modo que el prisma descompone en un cierto número de colores la luz blanca del sol, Cristo traduce a Dios, expresa a Dios en gestos humanos, en palabras humanas, en actitudes humanas. Para saber quién es Dios debo mirar los gestos de Cristo, meditar sus actitudes profundas, y escuchar sus palabras. La vida misma de Cristo revela que el poder de Dios es el rechazo al poder que domina.

Podemos leer el Evangelio de principio a fin y constatamos que Jesús nunca utilizó su poder. Sé de sobra que está la cuestión de los milagros y el milagro es extremadamente antipático para nuestros contemporáneos. Los cristianos «evolucionados» e inteligentes, creen no «a causa» de los milagros sino «a pesar de» los milagros del Evangelio (Malebranche ya lo decía en el siglo XVIII). Es un hecho sin embargo que hay milagros en el Evangelio aunque es muy difícil determinar históricamente qué pasó en tal o cual caso, pero hay que comprender que el milagro está junto al no-milagro.

Lo más importante en el Evangelio es la ausencia de milagro: la vida pública de Jesús empieza con la ausencia de milagro en el desierto (rechaza convertir las piedras en panes) y su vida termina en el Calvario donde el silencio del Padre es absoluto, tan total como en una ausencia. Los milagros del Evangelio tienen como función conducirnos al no-milagro, un cierto poder conduce a la ausencia total de poder .

Con humildad. Dios nos ruega eternamente que acojamos el Don que nos hace de Él mismo. Cuando hablamos del Don de Dios, queremos decir que Dios no puede dar otra cosa que a sí mismo. ¿Qué queréis que dé? El lo es todo; aquél que es todo no tiene nada, esto es evidente. Y el ser de Dios no es más que Amor. Nosotros hacemos regalos con los que expresamos más o menos el don de nosotros mismos, pero no llegamos nunca a darnos verdaderamente a nosotros mismos. Dios se da El mismo y nos ruega que acojamos este don para que podamos realizar en plenitud nuestra humanidad que es capacidad de divina-humanidad. No se es hombre más que siendo más que hombre.

Amar a los hombres con el amor mismo de Dios

El Evangelio no es otra cosa que el enunciado de las condiciones de la acogida del don de Dios. El Evangelio nos dice lo que debemos ser para acoger a un Dios que se da a sí mismo, es decir, que nos transfigura en El. Se trata de parecérsele. Dios no quiere otra cosa. Se trata, como dice san Pablo, de imitarle: «Sed imitadores de Dios.»

Se trata de convertirnos en seres libres para amar como Dios ama, de ser divinos como Dios es Dios, de llegar a ser lo que El es. Es la frase principal del discurso que Jesús pronuncia después de la Cena: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 13, 34).

Si reflexionamos un poco nos apercibimos de que, en definitiva, cuando rebasamos las capas superficiales de nuestra actividad o de nuestro espíritu, tenemos que elegir entre tres opciones: creer que el ser es materia, que el ser es espíritu, o bien que el ser es Amor o Comunión (cf. Roger Garaudy). Si creemos que el ser es materia seamos materialistas y si creemos que el ser es espíritu seamos racionalistas, pero si creemos que el fondo del ser es Amor o Comunión seamos cristianos pues Jesucristo sólo nos dice que Dios es Amor o Comunión.

El amor no es el sentimiento. Yo no hablo mal del sentimiento, los grandes hombres son frecuentemente seres sensibles; la cuestión no está ahí. El amor en el fondo no es sentimiento, vibración de la epidermis, el amor, san Juan lo dice, es voluntad y acto, voluntad de darse y acto de darse a sí mismo. La precisión es importante porque nuestros contemporáneos temen los «Bla, bla, bla» sobre el amor, tienen miedo, no lo quieren y creo que les sobra razón.

Una de las tentaciones de nuestro tiempo es pretender amar a los hombres sin amar a Dios, reacción normal contra una época en que se pretendía amar a Dios sin amar a los hombres, época no muy lejana. Esto ha engendrado toda la logomaquia de lo vertical y de lo horizontal, lo vertical que es el amor a Dios y lo horizontal que es el amor a los hombres. Es muy cierto que uno no ama a Dios si no ama de verdad a los hombres, en voluntad y en acto. La prueba del amor de Dios es el amor real y no verbal o sentimental que tenemos por nuestros hermanos los hombres. Todo el mundo conoce la frase de san Juan en su primera epístola: «Si uno dice que ama a Dios mientras odia a su hermano, miente» (4, 20). Nada más verdadero.

Nos arriesgamos a olvidar que si uno no ama a Dios, el amor a los hombres no puede ser puro. El Padre Lubac pronunció un día una frase terrible: «Fuera del amor de Dios, el amor de los hombres corre el peligro de no ser más que una extensión del amor de sí». Hay que ser un poco psicólogo y apercibirse de que es casi imposible, por nosotros mismos, amar puramente al otro. Sólo Dios ama absolutamente y nos da amar como Él ama. La muerte de nuestro egoísmo no es total más que con el purgatorio, él es por consiguiente una esperanza.

Vivir el Evangelio es vivir de fe. Los cinco pasos de la fe

Yo os haría una pregunta: ¿cuál es vuestra esperanza? ¿qué esperáis en definitiva? ¿esperáis ser dichosos? ¿esperáis amar como Dios ama durante la eternidad? La felicidad de Dios, por tanto nuestra felicidad eterna, el objeto de nuestra esperanza no es pura y simplemente ser dichosos. Dichosos ¿con qué felicidad? Hay niveles de felicidad.

La felicidad de la hermanita de los pobres que pasa toda su vida cuidando enfermos no es la felicidad de Onassis. He leído la vida de este último; es asombrosa. ¿De qué felicidad habláis? El cristianismo responde: dichosos los que tienen la felicidad misma de Dios que consiste en amar y no en estar satisfecho. La cuestión que constantemente debemos plantearnos si queremos vivir el Evangelio es la de la felicidad. Todo el Evangelio está dominado por la palabra de Jesús, por las Bienaventuranzas. Vivir el Evangelio es vivir de fe.

Os ruego que observéis que, en el Evangelio, Jesús pide siempre fe a los hombres y mujeres que encuentra. No dice nunca: «Yo te he salvado», dice siempre: «Tu fe te ha salvado»; se trata a menudo de hombres y mujeres sin religión o de religión pagana. El centurión es un romano que no sabe una palabra de catecismo, la cananea que procede de sirofenicia lo mismo. No se es salvado más que por otro y este otro es Dios. El hombre es alguien. Es el hombre quien se salva él mismo en la fe y por la fe. No podemos imaginar hasta qué extremo respeta Dios al hombre. Aquí es preciso que seamos extremadamente rigurosos o, de otro modo, nuestro Dios será un ídolo y Dios no quiere ser un ídolo para nosotros.

Primer paso: todo hombre está en situación de fe

El simple hecho de vivir, digo bien de vivir, pone a todo hombre en situación de fe. No digo fe religiosa, sino fe en el sentido más profano de la palabra. El sembrador, creyente o no-creyente, está en situación de fe, «trabaja para lo invisible» (según Hch 11, 27), porque hace un acto de fe, no es evidente que cosechará, habrá tal vez sequía, inundaciones, guerra, ¿quién sabe? Cuando siembra, no hay evidencia de recolección comparable a dos y dos son cuatro, ciertamente no. Hay una fe.

El educador está, más aún, en situación de fe, se trate de un papá, una mamá, de un preceptor o de una institutriz. Para emprender la educación de un hijo es preciso «creer en él», la expresión es elocuente. ¡Cuántas dificultades! No hay resultado inmediato. ¿Qué será este muchacho o esta muchacha en diez o veinte años? No lo sabemos en absoluto. Acto de fe.

El «creer» está pues enraizado en el «vivir». Vivir es creer. Es preciso tenerlo en cuenta si se quiere comprender que la fe religiosa no es de «paracaidista», algo que nos cae del cielo, hay ya fe en el obrar humano más elemental. Sólo en los ensueños no hay fe, situación de fe. Precisamente la fe cristiana será lo contrario de un ensueño, a pesar de cierto número de personas que se llaman cristianos e imaginan otro mundo en el que Dios nos espera,, Al ensueño puro y simple me permito llamarle patología de la fe. Si pudiésemos ver cómo funciona ella en nosotros, os garantizo que nos sorprendería.

Segundo paso: en toda acción, grande o pequeña, el hombre busca la felicidad

Un paso más: cualquier cosa que haga el hombre, directa o indirectamente, es siempre en vistas de la felicidad que se produce. Pequeña felicidad en el detalle de la vida concreta o felicidad profunda en el amor, la amistad o la cultura, poco importa. Incluso los que se suicidan buscan la felicidad (felicidad negativa, supresión del sufrimiento). Sería muy interesante estudiar la canción de nuestros días, que es un verdadero género literario, y ver cómo una Édith Piaf, un Brassens, un Julien Clerc, un Leo Ferré y otros muestran que el hombre busca siempre, y en la más pequeña de sus acciones, la felicidad.

Tercer paso: la búsqueda de la felicidad está sometida a los valores

Me doy cuenta enseguida que la situación natural de fe y la búsqueda de la felicidad deben ser necesariamente superados. ¿Por qué? Porque el ganster y el explotador están también en situación de fe y en búsqueda de la felicidad. El que planea un atraco está en situación de fe, no sabe si su operación triunfará, está a la búsqueda de la felicidad que procura el dinero.

Buscando la felicidad puedo tender a saciar un egoísmo tenaz, puedo querer hacer mi felicidad en detrimento de la felicidad de otros, puedo explotarles, robarles, asesinarles. Sin llegar a esto, es cierto que hay mucha búsqueda de sí y comportamientos egoístas en la búsqueda de la felicidad. Hay una frase genial en la canción de Édith Piaf «La fiesta continúa». Ella baila en brazos de su amante mientras que, en la casa de al lado, un muchacho está a punto de morir, un viejo no auxiliado muere de hambre, y canta: «Somos demasiado dichosos para tener corazón». Es necesario que mi deseo de felicidad sea criticado y transformado. Como dice Bernanos: «Dime qué idea te haces de la felicidad y te diré quién eres.»

Aquí intervienen los valores. Llamo «valor» a lo que «vale» más que nosotros o aquello sin lo que no «valemos», por lo que merece sacrificar la vida y que constituye una razón de vivir superior a la vida. ¡Mejor morir que cometer una injusticia grave! La justicia es un «valor». ¡Mejor sufrir que mentir! La verdad es un «valor». Llamo «valor» lo que la conciencia manda, lo que hace que el hombre sea hombre. Tener sentido de los valores y tener conciencia es exactamente lo mismo. Lo que define al hombre es ser capaz de escoger y vivir los valores. El animal no escucha en su fondo una voz de conciencia que le diga: tal situación es injusta, debes trabajar para transformarla para que reine la justicia. El animal es lo que es, eso es todo. El hombre escucha la voz de la conciencia que le recuerda continuamente la primacía de los valores. Si me decís que alguien no la oye, entonces está deshumanizado.

Cuando uno hace depender su vida de los valores que son imperativos de la conciencia, es decir, cuando se rechaza una felicidad puramente egoísta, se conoce ya a Dios en cierto modo. Uno no le «reconoce» pero le conoce. Millares de no-creyentes que no reconocen al Dios de Jesucristo, del Evangelio y de la Iglesia, le conocen ya en la medida en que someten su búsqueda de la felicidad al criterio de los valores, en la medida en que dicen : la felicidad ¡sí!, pero no a costa de lo que sea, no a una felicidad obtenida contra los otros y en su detrimento. Es posible, sin creer en Dios, sin creer que Jesucristo es Dios, leer el Evangelio bajo el ángulo de los valores; no es cuestión más que de verdad, de libertad, de justicia y de amor fraternal. En este sentido el Evangelio es para todo hombre.

En la educación cristiana de los niños es esencial empezar por ahí; si no, nos arriesgamos a hablar de un Dios que no tendría nada que ver con los valores de justicia, de libertad y de fraternidad, un Dios que sería Todopoderoso, es decir, el más fuerte y a quien es prudente obedecer. Ved las consecuencias: separarse de la fe y caer de cabeza en la religión

El niño dirá un día: creo lo que se me ha enseñado, que Dios existe, creo también que Jesucristo es Dios, creo incluso en la autoridad de la Iglesia, pero dejadme tranquilo con la justicia, la fraternidad y la verdad, hay que mentir y dar codazos para triunfar en la vida.

Muchos os dirían que la justicia social, la verdadera fraternidad humana, nada tiene que ver con Dios. ¡Sois sacerdotes, habladnos de Dios pero no nos habléis de nuestro deber profesional! Mientras que los que tienen el corazón en su sitio preferirán decir que creen en la justicia y en la fraternidad, pero que no creen en Dios ni en Jesucristo. Recuerdo haber escrito algunos meses después de la liberación de Lyón, en la II Guerra Mundial:

«Es preferible negar a Dios y ser capaz de sufrir y morir por la Justicia que creer en un Dios que no mandara que se sufra y que se muera por la Justicia.»

Cuarto paso: paso de los valores impersonales a Alguien

Para saber qué es la fe cristiana hay que dar dos pasos, primero el paso de los valores impersonales a Alguien, a una Persona viva que fundamente los valores, que los viva ella misma. Aquí abajo nadie puede decir, yo soy la Verdad, yo soy la Justicia, yo soy la Libertad. Solo aquél a quien llamamos Dios es quien puede decir la Verdad soy yo; la Justicia soy yo; la Libertad soy yo.

Me diréis, ¿es necesario ese paso? Respondo que no. Ese paso no es necesario, es libre, pero razonable (la Iglesia en el primer Concilio Vaticano dice que la fe es libre y razonable). Tengo razones para creer. ¿Cuáles son las vuestras? Mi razón más profunda para creer que no hay valores impersonales imperativos de la conciencia humana sino alguien que vive estos valores y que al mismo tiempo los fundamenta, es que, entre los valores, hay uno que supera a todos los demás y que se llama amor. El amor no puede ser impersonal, el amor es necesariamente una relación de persona a persona.

Se concibe que el sabio busque la verdad sin buscar a una persona. El sabio no dirá «la verdad es alguien». Se concibe también que uno no haga de la justicia una persona. Mas el amor, no puedo sin contradicción concebir que pueda ser impersonal. Si hablo de amor debo decir que amo y soy amado, soy amado por alguien. Amar es darse a alguien, no a cierta cosa. Kari Marx decía, hablando de la sociedad futura: «Será suficiente ser un ser amante para convertirse en un ser amado». La frase es admirable, pero no puedo ni podré nunca, en cualquier sociedad, decir de un ser humano que me ama y me amará siempre con el don de sí hasta la muerte que implica el verdadero amor. Sin embargo lo digo de Dios. Esta es mi fe, el núcleo del Credo cristiano, todo el Evangelio.

Quinto paso: este Alguien no es más que Amor

Queda un último paso, ¿quién me dice que Dios es Amor? Jesucristo y sólo Jesucristo. Él me lo dice no sólo con palabras, sino por medio de su vida y de su muerte. De aquí el tercer carácter de la fe según el Vaticano I: es sobrenatural, es un don de Dios. Dándose al hombre en Jesucristo, Dios da al hombre el poder acoger el don que hace y adherirse a él.

¿Y los dogmas? ¿los sacramentos? ¿la moral? ¿la institución eclesial? Es todo lo necesario para que no nos equivoquemos sobre qué es el amor. Directa o indirectamente, mediata o inmediatamente. No se trata, no se puede tratar, más que de condiciones del amor y consecuencias del amor.

La gran diferencia entre el creyente y el no-creyente, según todo el mundo, es que el no-creyente obedece a su conciencia y el creyente, obedeciendo a su conciencia, ama a alguien. ¿Por qué soy cristiano? Porque, obedeciendo a mi conciencia que me manda respetar y promover los valores de Verdad, Belleza, Justicia y Libertad, amo a Alguien que me ama.

En esto, pongámonos en guardia ante la tentación de inmediatez, una de las tentaciones del mundo moderno: todo o nada, y todo enseguida. Vivir el Evangelio es entrar en la lógica del amor a lo largo de un devenir. Hay que subrayar aquí la importancia del tiempo. Sin tiempo, el tiempo de vivir, nuestra felicidad eterna no sería obra nuestra. Si Dios no es más que Amor, no puede no querer que nuestra felicidad eterna sea completamente una construcción de nosotros mismos por nosotros mismos a lo largo de un devenir.

Vivir el Evangelio es elegir a Cristo como educador de la libertad

El Evangelio es normativo, palabra esencial que hay que comprender. Una norma no es una consigna, una regla rígida, un mandamiento que entra en el detalle de las cosas. Hay, por ejemplo, una moda femenina en nuestra época que es normativa, no impone para todas las mujeres la misma ropa, cada mujer puede crear su ropa siendo fiel a la norma de la moda. Un ejemplo más noble, Bach, de principio a fin de su obra, fue fiel a las normas musicales de su tiempo siendo un magnífico creador. La norma es creadora. El Evangelio no nos impide ser creadores, creadores de nuestra vida sexual, de nuestra vida sentimental, de nuestra oración, de nuestra vida económica, social y política. Dios no crea más que creadores. El Evangelio es pues una luz en nuestra vida, necesaria pero insuficiente.

La decisión libre está en la confluencia del Evangelio y un análisis

Antes de obrar, antes de tomar las decisiones que construyen nuestro ser, hay que interrogar al Evangelio pero también hay que analizar la situación en la que uno se encuentra. Si se trata de una situación conyugal o familiar será tal vez más difícil, si se trata de una situación profesional será más difícil, y si se trata de una situación social, nacional o internacional, será aún más complejo. No pienso, por ejemplo, que se pueda juzgar la política francesa sin ocuparse de los países subdesarrollados, a los que púdicamente se llama en vías de desarrollo.

Una decisión creadora la toma siempre un cristiano en la confluencia de dos luces, una luz que baja desde el Evangelio y habla de justicia y amor, y otra que sube de la situación correctamente analizada. Si me contento con el Evangelio sin adquirir competencia en el análisis de las situaciones, mi moral será infantil. Imaginad lo que podría pasarle a quien quisiera ser fiel únicamente a la frase «Si alguien te golpea en la mejilla derecha, ponte la izquierda» (Mt 4, 39), o más aún «Da a quien te pide» (Mt 5, 42). No se puede fundamentar una sociedad sobre tales frases. El Evangelio no da soluciones hechas, no dicta nunca la conducta a seguir en la práctica, no es un programa. Si me contento con analizar la situación sin referirme al Evangelio, mi moral es pagana, lo que se llama en lenguaje técnico una moral de situación. Hay que combinar estas dos luces y, en su confluencia, tomar la decisión con todos los riesgos que implique. Esto quiere decir que en la práctica el amor o la caridad que pide el Evangelio ha de ser eficaz. Precisamos esto en la línea de la «Carta de Pablo VI al cardenal Roy» aparecida en 1971:

1) La vida cristiana es esencialmente una vida consagrada a la justicia y al amor. Esto puede sorprender pues se podría decir que es una vida consagrada a Dios. Las dos proposiciones no se oponen, es Cristo mismo quien da la fórmula del mandamiento nuevo que contiene a los demás: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado», es decir con el mismo amor de Dios. Dios no está excluido, pero Cristo, que da el mandamiento de la caridad, nos deja el cuidado de ejercer nuestra inteligencia para saber en qué condiciones será auténtica. Tal es el punto de partida.

2) La justicia y el amor se dirigen evidentemente a personas. No se puede ser justo con cosas o amar cosas; es a hombres a quien se dirige. Pero los hombres están siempre comprometidos en situaciones e influidos por acontecimientos. Por consiguiente, para vivir de justicia y de amor, ser fiel al precepto del Señor, no hay que olvidar que las personas no están en las nubes. El hombre abstracto no existe, es joven o viejo, hombre o mujer, casado o célibe, ciudadano o habitante de campo, obrero o abogado, etc. No conozco a nadie que no esté comprometido en una situación real y concreta ni que sea indiferente a los influjos de los acontecimientos (que modifican más o menos las situaciones, nacimiento, quiebra, enfermedad, revolución, huelga, etc.). Si nuestra justicia y nuestra caridad quieren ser reales y no abstractas, es preciso que las personas se vean en su contexto real, en su contexto de vida.

3) Estas situaciones y estos acontecimientos ponen en duda ordinariamente los valores. No hay hechos puros, implican siempre más o menos los valores, justicia o injusticia, verdad o mentira, libertad o esclavitud, odio o amor, etc. Cuando en Inglaterra, hace algunos años, sucedió un accidente provocado por el desplome de un vertedero industrial, los sindicatos buscaron responsabilidades y se preguntaron si se tenía derecho a edificar una escuela a algunos cientos de metros de un vertedero sobre un suelo que se sabía movedizo.

Recordemos que Dios está en nuestras decisiones y no en Saturno o en las estrellas. Dios no es un Júpiter que domine desde las nubes, es interior a nuestra libertad pues la libertad es el fondo de nuestra humanidad. Vivir el Evangelio es encontrarle allí donde está, en la libertad creadora y transformante de los hombres, en las decisiones que tomamos pequeñas o grandes. Por consiguiente nuestras decisiones deben hacer triunfar los valores implicados en las situaciones y en los acontecimientos.

4) En el complejo mundo en que vivimos donde hay de todo, las verdaderas soluciones que harán triunfar la justicia y la fraternidad son en definitiva decisiones políticas (en sentido amplio, es decir en todo lo que concierne a la vida de los hombres en sociedad). ¿Cómo queréis que sea de otro modo? Si nosotros no nos metemos en política, no habrá eficacia, pues no bastará nuestra buena voluntad. ¿Vamos a resignarnos a una generosidad tal vez muy enternecedora, que conduzca a actos individuales de auténtica entrega pero donde no se dan las verdaderas soluciones? Este es el nudo de la cuestión. Es imposible para los cristianos desinteresarse de la vida pública, colectiva, comunitaria, si hacen profesión de interesarse por la suerte de sus hermanos, comprometidos en situaciones de justicia o injusticia y relacionados con los acontecimientos.

Cristo contó la parábola del Buen samaritano (Lc 10). En aquellos tiempos, las cosas eran relativamente fáciles, hubo un pobre judío atacado por salteadores y herido en el camino. El samaritano supo inmediatamente lo que tenía que hacer: proporcionar a este hombre los cuidados más urgentes, verter aceite y vino sobre sus heridas, aceite para suavizar y vino para desinfectar, después conducirle a la hospedería más próxima, pedir al hospedero que cuidase de este pobre hombre, proveerle en fin de dinero, y prometer que, al día siguiente, aportaría dinero suplementario si no era suficiente.

Si Cristo contase hoy esta parábola, no nos trasladaría con la imaginación a un desierto con bandidos que frecuentan lugares solitarios como en las películas de gansters. Hablaría el lenguaje actual: si queréis ser mis discípulos, no podéis dejar sobre el pavimento personas que sufren, tienen hambre, son torturados o masacrados, debéis ir hasta el final, debéis encontrar las verdaderas causas de la miseria humana y de la injusticia. ¿Quién es hoy el judío herido en el camino? ¿dónde está? ¿dónde están los bandidos? ¿qué hay que hacer ahora para impedir que los bandidos asalten? Tales son las verdaderas cuestiones, es de un realismo aplastante. Un cristiano no puede contentarse con apiadarse de las desgracias de un pobre hombre herido o enfermo, debe trabajar directa o indirectamente para encontrar soluciones para que haya menos bandidos, no en los desiertos sino en las multinacionales, bancos, cancillerías, en los grandes intereses financieros, etc.: debe también ponerse a sí mismo profundamente en cuestión, debe preguntarse por sus prejuicios y preocuparse por sus privilegios.

Cristo añadiría sin duda: no podéis hacer en solitario tal trabajo, porque no se puede hacer fácilmente. Yo me declaro radicalmente incapaz de llegar solo a un discernimiento. Cuando tomo en serio mi deber de poner las cosas en su sitio, para buscar una solución eficaz a los problemas que sufren mis hermanos, confieso que me alegro de trabajar en grupo y saludo con reconocimiento a los que pueden ayudarme a reflexionar. ¡No me impondrán nada, estoy seguro! No corresponde a los sacerdotes ni a los movimientos de la Iglesia imponerme una opción temporal. Su papel es ayudarme a caminar a través de lo temporal en los dominios familiares, económicos y políticos, para que mi vida no esté en contradicción con las exigencias fundamentales del Evangelio sino para trabajar realizando la reconciliación de los hombres significada en la eucaristía en la que participo en tanto se trate de una reconciliación no sólo individual sino también universal; ¿cómo queréis que no intervengan lo económico y lo político?

5) Pienso que hay pecado al rechazar sistemáticamente buscar la eficacia en materia temporal. Tengo el deber, no de encontrarla sino de buscar; y no buscar cada uno por su cuenta y según sus medios, pues eso sería escabullirse. Qué pensaríais del Evangelio si el samaritano se hubiera inclinado desde su caballo sobre el herido, diciéndole: ¡mi pobre viejo, cómo te compadezco, verdaderamente estoy conmovido de verte así de modo que adiós, amigo mío y buena suerte! Qué pensaríais de los cristianos que fuesen a visitar a un pobre hombre en un cuchitril y le dijeran: es triste que existan aún alojamientos tan miserables, pero la Iglesia te ama; ¡si supieras cuánto te ama la Iglesia! ¡Así que adiós! Espero que tales actitudes no existan, ¡sería demasiado escandaloso!

Lo que evoco son mentalidades que se esconden detrás de una falsa preocupación de pureza evangélica y de rechazo al compromiso temporal. Una observación logra inquietarme profundamente: «¡Usted, al menos, nos habla de Dios y no de política!» No estoy aquí para aseguraros, para hablaros de Dios y daros buena conciencia, proponer un Dios que fuera una coartada. Como dice Jean Guéhenno: «El mundo revienta de hambre y las almas bellas van al cielo». Os digo simplemente que ése no es el verdadero Dios.

Todo el mundo, sabiéndolo o no, hace política. La cuestión no es hacerla o no hacerla, es hacerla conscientemente. El silencio o la abstención en materia política (entiendo esta palabra siempre en su sentido más general y no en un sentido estricto de compromiso en un partido político) es también hacer política. Muchos piensan no hacer política, sin embargo no haciéndola la hacen porque su silencio, su abstención, forman parte de una relación de fuerzas. Todo es relación de fuerzas en un país y en el mundo; hay fuerzas morales, militares, económicas, etc. No hay que hablar del mal de la fuerza; la salud, por ejemplo, es una fuerza. Hay que hablar del mal de la violencia, ése es otro asunto, pues la violencia es una fuerza desvinculada de la razón y en consecuencia se transforma en animal. Las soluciones violentas, salvo excepciones previstas por otra parte por Pablo VI en la Populorum Progressio, no son buenas soluciones, lo que no quiere decir que porque una sociedad tenga un orden jurídico las relaciones de fuerzas estén suprimidas, están en todas partes.

En particular hay una fuerza que se llama la fuerza de la inercia. Se sabe muy bien en sitios importantes, se trate de cuestiones económicas o internacionales, dónde están las fuerzas de la inercia. No querría herir a nadie evocando ciertas profesiones que todo el mundo sabe que han sido manipuladas porque representan fuerzas de inercia, es decir que, cualesquiera que sean las decisiones tomadas en un lugar elevado, no moverán o moverán tan poco que se pueden despreciar las reacciones previsibles de tal medio profesional o social.

Los cristianos tenían tendencia en otro tiempo a decir que no había que mezclarse en política porque se ensucian las manos siempre. Un eslogan de medios católicos era: ante todo, conservad puras las manos. Aunque fuera así, sería la Iglesia la que aparecería en el país como una fuerza de inercia real y todo el mundo lo sabría. Es lo que Mounier llamaba «el falso apoliticismo de las manos puras»; eso no es un apoliticismo, una ausencia de política, es una pesada política real. La peor de las impurezas consiste en no querer ensuciarse las manos, pues según una famosa frase: quien no hace nada no comete errores nunca pero toda su vida es un error. Lo peor será hacer una torpe política pretendiendo que no se hace política.

Frecuentemente, se es víctima de la herencia; porque mi padre que... mi abuelo que... en tal medio... en tal circunstancia..., etc. La educación recibida pesa también sobre cada persona. Creéis que sois libres pero no lo sois del todo, la presión de vuestro medio obra a través vuestro. Vuestra herencia, vuestra educación, vuestro egoísmo, vuestros prejuicios, vuestras preferencias sentimentales o pasionales que no habéis puesto nunca en cuestión, todo eso es en definitiva lo que depositará la papeleta en la urna electoral. No sois libres puesto que no habéis trabajado para liberaros. Yo no diré nunca que el cristiano es libre en sus opciones políticas o económicas sin precisar antes que debe trabajar por liberarse, de suerte que sea un hombre libre quien se entregue para ejercer una acción auténtica en el plano temporal.

Uno no se transforma a sí mismo en hombre libre más que trabajando por liberar a los otros. La conquista de nuestra libertad personal pasa por la acción, el trabajo, el cumplimiento de la tarea humana por la libertad de todos;, si no, desconfiemos, no haremos nada en verdadera libertad.

Jesús es hombre libre con la libertad eterna de Dios

Si me preguntáis por qué soy cristiano, os responderé que he escogido el Evangelio como educador de mi libertad. Si el budismo o el Islam educasen mejor mi libertad, yo tendría el deber de hacerme budista o musulmán. Todos conocemos el adagio: amo a Platón pero amo aún más a la verdad. Yo lo transpondría de buena gana: amo a Jesucristo pero prefiero aún el más alto nivel de existencia y, si no es Jesucristo quien educa mi libertad para alcanzar el más alto nivel de existencia, voy a buscarlo en otra parte. Si quien os habla es cristiano, es porque tiene la certeza de que es imposible que el Corán, los Upanishad u otros libros sagrados, puedan conducir al hombre a un nivel tan alto como el "Evangelio. Tal es mi certeza, tal es mi fe.

La libertad no consiste en hacer lo que se quiere sino en querer lo que se hace, en asumir la responsabilidad de los actos. Un hombre no es auténticamente hombre más que cuando asume la responsabilidad de su vida. La verdadera libertad consiste en ser capaz de afrontar la muerte, no necesariamente la muerte final, definitiva, sino esa muerte cotidiana que entraña la justicia, la verdad, la libertad. Uno no puede a la vez darse y guardarse para sí. Cuando uno se da de verdad, cuando uno se compromete a fondo por los otros, es evidente que eso duele, y exige verdaderos sacrificios. Hay que saber morir a sí mismo, pues se es esclavo sobre todo de sí mismo, del «querer-vivir» que surge desde las entrañas. El tipo de hombre libre es Cristo que prefirió morir antes que negarse a sí mismo. Él es testigo de la libertad eterna de Dios.

La libertad no es el poder de escoger o de optar entre el bien y el mal. Esto es el libre arbitrio, y no existe en Dios, que no puede optar por la injusticia o el odio. Pero nosotros, criaturas, construimos nuestra libertad por medio de elecciones; Jesús también tuvo que escoger, fue tentado.

La escena de la tentación en el desierto es absolutamente capital, es un montaje literario de lo que fue sin duda permanente en la vida de Jesús, la tentación constante de utilizar el poder de Dios para dominar. Si Jesús hubiera escuchado a Satán habría tenido una existencia honorable, gloriosa. Satán es por otra parte portavoz de Israel y nuestro portavoz, en la medida en que quisiéramos que Dios fuera un Dios que nos domine y mande, tanto miedo tenemos en el fondo de ser hombres libres.

No es poca cosa ser hombre libre y mujer libre. También decimos nosotros a Cristo: ¡cambia las piedras en pan! ¡nuestra fe no será ya libre, estaremos obligados a creer! ¿Cómo no creer en alguien que transforma piedras en pan? Precisemos, Jesús dice no: no quiero revelar un falso dios, un ídolo. Estemos persuadidos de que Dios no es glorificado si dimitimos de nuestro oficio de hombre que es un oficio difícil. ¡Qué falso Dios sería! ¡Un Dios dichoso de que nos abandonásemos en sus manos!

Péguy le hace decir: los prosternamientos de esclavos no me dicen nada.

Algunos puntos de meditación sobre la libertad de Cristo

1) Jesús en el Templo, a los doce años, deja a sus padres buscarle durante tres días (Le 2). Cuando sus padres le encuentran, les dice con calma: «¿No sabíais que debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?» Libertad con relación a la familia, lo familiar como signo de lo íntimo. Es necesario ser libre con relación a lo que nos es familiar, horizontes familiares, opiniones familiares, costumbre religiosa familiar, lengua litúrgica familiar, política familiar (en mi familia, decimos, siempre se ha leído tal o cual periódico; normal). El Evangelio en estado puro no existe aún, hay que tender a ello. Uno de mis hermanos en religión a quien no le falta humor dice que, en la Compañía de Jesús, hay un 80% de virtudes «burguesas» y un 20% de virtudes evangélicas...

La libertad consiste en consentir el destierro, lo cual es muy duro pues significa la verdadera pobreza, lugar en que libertad y pobreza significan exactamente lo mismo. Se trata de una actitud fundamental que no se confunde con el desarraigo. Tener raíces en algún sitio forma parte de la vida, del gusto de vivir. El ideal es a la vez el arraigo (social, incluso geográfico) y el destierro.

Si uno está desterrado es espantoso. Millares de personas están desterradas por la Iglesia de hoy y no consienten en el destierro pues ellos también son propietarios. Si una religiosa es dueña de su vestido, otros son propietarios del latín litúrgico, otros de cierta manera de formular los dogmas, se es propietario y se permanece allí. Se pretende poseer la verdad y se olvida que es la verdad quien nos posee, se rechaza entonces el destierro y se está, sin apercibirse, en el extremo opuesto del Evangelio.

2) Antes de la salida del sol Jesús se escapa de la casa donde había pasado la noche (Me 1, 35-39). Los apóstoles, cuando despiertan, se ponen a buscarle. Le encuentran y le dicen: ¡vuelve a Cafarnaum; allí estás bien, todo el mundo te conoce, se te escucha, tienes auditorios hechos! Hay que mirar el rostro de Jesús, el rostro de un hombre libre, ¿no existe más que Cafarnaum en el mundo?; es necesario que yo vaya a toda Galilea, no me debo dejar acaparar por una clase social, una raza, un clan, un campanario, una nación, soy libre, disponible para hacer la voluntad de mi Padre. ¡Esto es la libertad!

3) Un día de sábado los apóstoles tienen hambre (Mc 2, 23-28). Cogen algunas espigas de trigo, frotan los granos y los comen. Pero los fariseos que les espían se aproximan y dicen a Jesús: Mira lo que hacen en sábado: algo prohibido. Jesús les mira «profundamente» y les dice: tienen hambre y ¿querríais que yo les impidiese comer? Existe, es verdad, una ley positiva, pero la caridad pasa delante. Libertad de Cristo con relación al «¿qué dirán?».

4) Poco después un hombre cuya mano está seca desde hace mucho tiempo, pide a Jesús que le cure (Me 3, 1-6). Los fariseos vigilan, ¡a ver qué pasa! ¿Va a tener la audacia de curar a este hombre un día de sábado? El Evangelio hace notar que Jesús les mira con cólera, después dice al hombre: «Extiende la mano» y le cura. Inmediatamente los fariseos salen y deliberan sobre el mejor medio de matar a Jesús. Libertad de Jesús con relación al «¿qué se me hará?» Que me hagan lo que quieran, soy un hombre libre.

5) Habría que evocar la escena de la multiplicación de los panes, en la que Jesús es libre con respecto a la gloria humana (Me 6, 30-46). Podría dejarse coronar rey, le sería muy fácil. En lugar de aceptarlo, manda a los apóstoles tomar la barca y pasar al otro lado del lago, después desaparece y va a orar al monte. Libertad con respecto a la gloria humana, con relación a presiones que le harían desviarse de su misión.

6) Volvemos a ver a Jesús durante su proceso en el que calla. Hay una frase varias veces repetida. Jesús callaba (Me 14, 61; 15, 5). Suprema dignidad de este silencio. Libertad de Jesús con relación a la gente de categoría, a los notables, a los poderosos. Él es libre. ¿La Iglesia ha sido siempre libre? Haría falta que hiciese su examen de conciencia. Sería necesario releer la epístola de Santiago, encontraríamos cosas terribles sobre cuál debe ser la verdadera libertad cristiana.

7) En fin, la imagen de Cristo en la Cruz, el rostro cubierto de escupitajos, de sudor y sangre, el rostro de un hombre libre que prefirió morir antes que renegar de su razón de vivir. Su razón de vivir era revelar al verdadero Dios. Si hubiese revelado una omnipotencia de dominación nadie le hubiera conducido al calvario, su vida hubiera sido poderosa y alabada, habría podido vivir tranquilamente largos años y las masas no habrían cesado de aplaudirle, pero reveló al Dios que no es más que Amor y tiene que denunciar las falsas felicidades que busca el hombre.

No hay que hacerse ilusiones, el cristianismo contradice al hombre, lo termina y le ensancha el ánimo pero contradiciéndole. Si en Cana el agua se cambió en vino (símbolo de fiesta), en la Cena el vino se convertirá en sangre. Existen siempre dos polos: el polo del humanismo y del amor a la vida, y el polo de la necesidad de morir para reencontrar a Dios. El Evangelio es la transformación del apetito de felicidad. Si vuestro cristianismo no choca con los que os rodean, hay fuertes razones para creer que no es auténtico y profundo; como dice P. H. Simón está «desca-feinado». No impedimos que los hombres hagan trampas en sus actividades económicas, sociales y políticas y nos quejamos diciendo que el mundo va mal y que no sabemos dónde vamos a parar. ¿De quién es la culpa? ¡Si al menos los cristianos fuesen cristianos! La única opción es la Cruz. Cuando el cristiano hace lo que tiene que hacer, cuando es libre con la libertad de Cristo, no evita la Cruz.

En resumen, el Evangelio es la revelación de la «libertad liberadora» de Dios, es la misma definición del amor. Amar a los hombres es querer que sean (en el sentido profundo). Querer que el otro sea es justicia, por consiguiente el respeto está en el corazón de la justicia. Pero el otro no existe más que si es libre, pues sólo por la libertad el hombre es hombre, fuera de la libertad no hay verdadera humanidad. En definitiva uno no es libre más que de amar, pues, fuera del amor hay poder de dominación que oprime e impide al hombre ser plenamente hombre. «Dios es Amor» (1 Jn 4, 8) y «nosotros hemos sido llamados a la libertad» (Gal 5,13), cuando se ha comprendido la identidad o el lazo íntimo, estrecho, entre amor y libertad, se ha comprendido verdaderamente lo esencial de la fe.

 

 

 

Orar…

(Págs. 283-316)

Abordar este tema hoy puede parecer una concesión a la moda, pero no hace falta que la oración esté de moda. Conocéis la ley del péndulo de la historia que Bergson llamó ley del doble frenesí: cuando se ha ido frenéticamente en una dirección, se va a continuación frenéticamente hacia la dirección opuesta.

Hemos conocido la generación del compromiso, palabra que Enmanuel Mounier puso de moda después de la generación que se podría llamar generación del diletantismo. El compromiso o, si lo preferís, la dedicación al servicio de la sociedad, es poco eficaz aparentemente; exige análisis difíciles en el plano social y político, las actuaciones necesarias para que un compromiso al servicio del mundo sea eficaz exigen mucho esfuerzo.

Parece ser que la exigencia del compromiso está actualmente devaluada y hay un retorno a la oración. Para emplear cierto lenguaje, se oscila entre lo horizontal y lo vertical; después de una generación que olvidó lo vertical, la relación con Dios, se vuelve sobre ello. No hay que quejarse, pero es lamentable que todo esto suceda bajo el signo de la oscilación, sería deseable que se asumiese a la vez lo horizontal y lo vertical, sería necesario que «la extensión en lo temporal estuviera acompañada por una concentración en lo espiritual».

La oración sin compromiso no es mejor que el compromiso sin oración. No es deseable que esta generación, que reencuentra la importancia de la oración, olvide el compromiso, la acción, la tarea humana.

¿Cómo orar?

¿La crisis presente de la Iglesia conocerá una renovación mística? Es de desear, tanto más cuanto que todas las crisis que se han dado en la historia de la Iglesia han conocido una renovación mística. Fue éste el caso del Renacimiento, en el que se dio la admirable floración mística del siglo XVII. Tal vez estemos en vísperas de una renovación similar. Todo el problema reside en que sea auténtica.

La oración es un elemento esencial de la vida espiritual. Espiritual significa, con el Espíritu Santo. La vida espiritual es la vida normal pero vivida con el Espíritu Santo. Ciertas personas dicen: ¡tengo tantas preocupaciones y tanto trabajo que no tengo tiempo de tener vida espiritual! Decid más bien que tenéis tanto que hacer que no encontráis tiempo para la oración, pero no digáis que vuestra actividad humana es ajena a vuestra vida espiritual.

San Juan de la Cruz dice que seremos juzgados al atardecer de la vida sobre el amor. Y el amor lo vivimos en el cumplimiento de nuestro trabajo, familiar, educativo, o en los múltiples compromisos de orden sindical, social, económico o político; en resumen, en toda la vida.

Las tres formas de oración

El Evangelio es muy claro en lo que concierne a la oración. Escogeré dos frases solamente entre las múltiples de Cristo concernientes a la oración: «Es preciso orar siempre y no dejar nunca de orar» (Le 18,1). «Cuando recéis, cerrad la puerta de vuestra habitación y retiraos en lo secreto» (Mt 6, 6).

El mismo Espíritu Santo que conduce al desierto es quien reúne a los hombres en comunidad fraternal. De un extremo al otro de la Biblia escuchamos resonar, me atrevo a decir (como se escucha sonar un tema musical en la orquesta), el tema del desierto. El desierto significa soledad, silencio, concentración, recogimiento, y también desnudez interior, sequedad, calcinación, hambre y sed de Dios. Y por lo que concierne a la comunidad fraternal, basta Pentecostés para decirnos que el Espíritu Santo reúne a los hombres, a la inversa que Babel. La torre de Babel significa dispersión de los pueblos en la confusión de lenguas; Pentecostés es la reunión de los pueblos en la inteligencia de las lenguas.

Las grandes Reglas religiosas (san Agustín y san Benito, por ejemplo) han distinguido tradicionalmente tres formas de oración.

- Ante todo, la eucaristía que es la oración total, la oración perfecta, puesto que es la prolongación hasta nosotros de la oración misma de Cristo.

- La oración privada o secreta, lo que se llama oración, el cara a cara o el corazón a corazón con Dios. Es la oración en la que obedecemos la palabra del Evangelio que recomienda «cerrar la puerta de nuestra habitación y retirarnos en secreto». La habitación es un símbolo. La verdadera habitación es la habitación interior (como dice Claudel en La cantata a tres voces), se trata de la oración a conciencia en el secreto del «corazón» (esta palabra tan frecuente en la Biblia no significa el sentimiento sino la conciencia).

- La oración habitual, es la oración de todo momento, oración en el trabajo, en la acción y la que se hace incluso sin saber que se ora. Esta forma de oración hace honor a las palabras de Jesús: «Es preciso orar siempre sin interrupción». Se entiende que, si se tratase de oración en sentido estricto en la que se interrumpe el trabajo para ponerse de rodillas, no podría tomarse en serio la instrucción del Evangelio; el Señor quiere decirnos que Dios no debe estar ausente nunca del horizonte de nuestra vida, aunque yo no sea consciente de ello. Esta oración se podría comparar al niño que juega y sabe que su madre está cerca y sin embargo no la mira, sabe que está allí, y si se aleja, el niño se apercibirá inmediatamente.

Dificultades de la oración en secreto

Cierta comodidad nos hace a menudo ignorar la segunda forma, la oración por la que se interrumpe el trabajo, la actividad habitual, la oración secreta un poco larga. Digo un poco larga porque me dirijo a una mayoría de laicos y no es cuestión de promover para los laicos la amplitud de oración en el tiempo propia de los religiosos.

Siendo fiel a la eucaristía uno puede creer ser fiel a la «oración continua» pues se piensa entonces poder prescindir de otro tiempo de oración. El peligro estará en que la eucaristía no se interiorice, que la liturgia que se celebra ante nosotros no se transforme en liturgia en nosotros; la comunidad orante correrá el riesgo de ser una comunidad de superficie y en consecuencia una comunidad precaria. Es el riesgo que corren actualmente muchas pequeñas comunidades de religiosos o de laicos sin oración en profundidad.

La oración habitual, si no existen lo que comúnmente se llama tiempos fuertes de oración, corre el riesgo de degradarse sin que uno se aperciba. Mirar hacia Dios en la vida normal es cada vez menos frecuente y las decisiones que tenemos que tomar (lo esencial de nuestra vida, puesto que en el ejercicio de nuestra libertad construimos nuestro ser eterno por decisiones pequeñas o grandes) no están tomadas con Dios y mirando a Dios sino para uno mismo y en provecho de uno mismo.

Sabemos por experiencia hasta qué punto es difícil decir, de verdad que venga tu reino. Incluso en actividades generosas y apostólicas, cuando decimos de boca que venga tu reino pensamos por lo bajo, que yo haga llegar tu reino, que mi congregación haga llegar tu reino, que el movimiento de Acción católica o de espiritualidad al que pertenezco haga llegar tu reino. Lo que está muy cerca de decir ¡que venga mi reino! Y dicho más crudamente habría que decir que, en el fondo de nosotros mismos, decimos a Dios sin saberlo, que venga mi reino por medio del tuyo. ¡La degradación suprema, la mentira y la hipocresía en persona!

¿Por qué se abandona tan a menudo el cara a cara prolongado, el corazón a corazón con Dios? Simplemente porque nos cansa, nos «aburre», pero a uno le gusta dedicarse al servicio de los otros y experimentar la alegría de entregarse. Sobre todo cuando se es joven se ama la vida acelerada y detenerse aunque sea por poco tiempo para recogerse sin prisas, viene a ser una especie de imposibilidad psicológica. La vida es movimiento, iniciativa, toma de responsabilidades; la oración es reposo, inmovilidad, espera, sumisión. Para quien ame la vida y viva intensamente, la oración es una especie de muerte y siempre repugna morir.

Entre las razones que retienen a más de uno a dedicar algunos minutos al día a la oración, está la desconfianza con respecto a la imaginación y la sensibilidad, a la devoción y al fervor. ¿Qué quiere decir esto? ¿Es posible que un hombre pueda amar a Dios como se ama a una mujer?; ¿no se trata de otro orden? ¿La vibración sensible que se experimenta en un amor humano es válida cuando se trata de Dios? ¿Y si esta vibración epidérmica falta, se trata aún de oración?

Desconfianza igualmente con respecto a la introspección. En la época del psicoanálisis nos ponemos en guardia contra las formas parasitarias de la meditación interior. Hombres y mujeres, hombres jóvenes y mujeres jóvenes, imbuidos por la sicología profunda, tienen objeciones de principio, temen el narcisismo. Uno se arriesga siempre a proyectar ante sí un doble de uno mismo al que llama Dios, se cree estar delante de Dios y en realidad se está ante uno mismo; entonces es fácil hacer a la vez las preguntas y las respuestas y llamar voluntad de Dios lo que en el fondo es voluntad propia.

Como decía Bonhoeffer, el gran teólogo protestante que ahorcaron los nazis en 1945, cuya influencia fue considerable: «Uno se entrega a una conversación íntima consigo mismo.»

La oración de petición plantea problemas al hombre moderno. ¿La llamada de la criatura a Dios no es en fin de cuentas una piadosa estratagema para reconfortar psicológicamente al hombre? Haría falta abordar aquí, pero sería demasiado largo, el riesgo de confundir lo psicológico con lo espiritual, entre la vida interior que es la vida consigo mismo (un enamorado tiene una vida interior, un filósofo tiene una vida interior) y la vida espiritual que es la vida según el Espíritu Santo. El Padre de Mont-cheuil escribía: «¿Acaso el hombre no es escuchado simplemente por elevarse?» ¿La elevación del hombre que ora no es acaso la verdadera escucha de su oración?

El riesgo de una oración pagana

La oración no es un fenómeno, una actitud específicamente cristiana. Los «paganos», los no-cristianos, siempre han orado. Y así como habría que evangelizar el compromiso, hay que evangelizar la oración, ya que la oración no es sólo evangélica.

Se puede distinguir entre fe y religión. Sin duda se ha abusado de esta distinción de origen protestante, pero no es razón para decir que sea falsa. Religión y fe están unidas pero son al mismo tiempo distintas. La religión es una andadura de origen humano, la fe es la adhesión a una iniciativa de Dios. La religión es un hecho cultural, se puede pensar que ha existido siempre, hace millones de años que apareció la especie humana sobre la tierra, mientras que de Abraham nos separan menos de cuatro mil años.

La cuestión es saber si, durante estos miles y miles de años, el hombre era ya un animal religioso según la expresión de Aristóteles. Marx lo negó pensando que la religión no apareció sobre la tierra más que con la explotación del hombre por el hombre, y deducía de esta conclusión que, cuando la explotación del hombre por el hombre desapareciese en la sociedad sin clases, con el advenimiento de los gozosos días siguientes, la religión ya no tendría ninguna razón de ser. La mayor parte de los marxistas no están de acuerdo en este punto con Karl Marx y los intelectuales marxistas de hoy han abandonado esta tesis pensando, como nosotros, que la religión existió siempre entre los hombres.

La religión es un hecho cultural, un hecho humano. Digo bien: la religión, el sentimiento religioso, en tanto que distinto a la fe y en tanto que se puede contemplar independientemente de la fe, es un hecho que responde a ciertas necesidades del hombre, esencialmente a dos tipos de necesidades .

La necesidad de seguridad y estabilidad

El hombre arrojado en el mundo se apercibe muy pronto de que su existencia es precaria, frágil, amenazada. ¿Qué le amenaza? Evidentemente el porvenir. No sabe qué le puede suceder, hambre, la venganza de los dioses, la enfermedad, los accidentes, la muerte. Aún hoy, nosotros que pretendemos ser cultos y evolucionados, conservamos secuelas de esa mentalidad primitiva y hablamos de «los buenos viejos tiempos» o decimos que no se sabe qué nos reserva el porvenir. El porvenir es amenazador, el pasado es asegurador. El hombre primitivo imagina entonces que en el principio hubo una edad de oro. El mito de la edad de oro es absolutamente universal. El ideal está detrás de nosotros, el mal está en el cambio, todo habría debido quedar inmutable. La religión es lo que une a lo inmutable, es decir, a este pasado en los orígenes en el que todo era puro.

Tocamos aquí un punto extremadamente importante, la interferencia inevitable de lo político con lo religioso. En efecto, el poder establecido cualquiera que sea (monárquico, democrático, dictatorial, poco importa), que quiere evidentemente mantenerse y rechaza el cambio, no tiene competencias sobre las conciencias, promulga una ley pero no es el poder político quien puede imponer a los hombres una obligación en conciencia de respetar la ley, no tiene potestad sobre lo que se llama el fuero interno. Se tiende a llamar a los sacerdotes, para que sean sus ayudantes en defensa de la estabilidad y hagan un deber de conciencia obedecer las leyes dictadas por el Estado, de manera que los sacerdotes son los aliados naturales de una política conservadora (cf. El Egipto de los faraones, las civilizaciones de Grecia y de Roma, etc.).

De ahí la tentación permanente de todos los clérigos del mundo a regresar a un sacerdocio pagano. La religión exige por medio del sacerdote, en nombre de Dios lo que el poder establecido no puede exigir más que en nombre de la ley. El sacerdote enarbolará la amenaza de sanciones eternas donde el poder establecido sólo puede obligar con la amenaza de prisión o del proceso verbal. Gracias a Dios, el clero sabe que debe resistir a esta tentación y si no lo sabe, está mal educado, lo cual es infantil, pero esto, desgraciadamente, sucede.

Tal actitud desemboca en la imaginación engañosa, tan peligrosa de un dios que está en el pasado, un dios que es, en cierto modo, contemporáneo de la edad de oro. Se le invoca para que el status quo se mantenga y el porvenir no sea amenazador, porvenir unido a los cambios que tanto se teme.

La necesidad de expulsar de nosotros el miedo a lo divino

Para evitar malentendidos, preciso de nuevo que no hablo aquí de fe cristiana sino de religión como fenómeno universal. La segunda necesidad humana que da origen a la religión es la necesidad de exorcizar el miedo que se experimenta espontáneamente ante lo divino que no se sabe bien qué es. ¿El sol es Dios?, ¿el rayo? ¿o está Dios detrás del sol o los rayos? No se sabe muy bien. Lo que sí es seguro es que el paganismo lo adoró todo, sacralizó todos los elementos de la naturaleza, vacas sagradas, serpientes sagradas, árboles sagrados, piedras sagradas. El hombre pagano imagina espontáneamente un poder soberano situado más o menos tras los fenómenos naturales en una especie de más allá del mundo. Lo que Nietzsche llamaba en su crítica de la religión: un «detrás-del-mundo».

Por una parte, el sentimiento religioso da origen a un dios del pasado y, por otra, a un dios que se le va a situar en un detrás-del-mundo, un poder del que dependemos, a quien se puede agradar pero a quien también se le puede irritar. Este poder hace lucir el sol y caer la lluvia bienhechora pero es el mismo que desencadena los ciclones y el rayo; hay, pues, que volverle favorable, hay que aplacarle.

Tal puede ser la caricatura de la oración, una oración pagana aunque uno se crea cristiano. Para volver favorable y reconciliarse con dios, se usan oraciones (que gusten al dios) y sacrificios (que tendrán como fin aplacar a la divinidad todopoderosa). La religión se presenta así como un sistema de ritos y observancias para hacer favorable a la divinidad, ritos y observancias que pasan al estado de hábito y se les considera sagrados. ¡Se sacra-liza el hábito! Tal sería la religión en estado puro sin la fe.

La utilización de Dios

Una abundante literatura originada por Marx, Nietzsche y Freud ha explotado la religión que desemboca en un dios del pasado y del más allá o de detrás-del-mundo que tiene observancias y ritos, caricaturas de oración evidentemente, y no desaparecerán más que si somos capaces de hacer caer las caricaturas de Dios y las de la oración. Es evidente que, en grupos cristianos modernos, aún hay mucho de paganismo.

Una de las caricaturas más burdas pero más sutiles de Dios es la del mago supremo. Dios considerado como útil para satisfacer nuestras necesidades, el todopoderoso a quien llamamos cuando nos reconocemos impotentes. La oración es entonces una oración útil dirigida a un dios considerado como un objeto de consumo espiritual, como proveedor de nuestras necesidades.

Si queremos ser auténticamente cristianos hay que llegar a creer que Dios es perfectamente inútil, pues sólo partiendo de un Dios del que no se tiene necesidad se podrá llegar a una adoración auténticamente gratuita. El amor o es gratuito o no es nada. Todo lo que introducimos de utilidad en el amor conduce a su muerte y por consiguiente a la muerte del cristianismo.

No puedo más que esbozar aquí una distinción esencial entre la necesidad y el deseo. ¿Tenéis necesidad de Dios o deseáis a Dios? Todo consiste en eso. Se tiene necesidad si algo es para uno; el deseo consiste en querer al otro por él mismo y no para uno. El Padre Denis Vasse escribe en su libro: «El tiempo del deseo»: «La oración que no lleva a la experiencia de la no-necesidad de Dios es como un sueño... Orar no es «tener necesidad» o «no tener necesidad», sino llegar a una conciencia cada vez más viva de que nos es posible desear a alguien por él mismo, amarle, en la medida en que no le necesitamos porque nos es imposible consumirle o conocerle. Orar es revelar que es posible al hombre desear lo imposible» .2 La necesidad puede ser satisfecha, el deseo nunca. Desear al otro por él mismo (tal es la definición del amor), es emprender un proceso que no puede más que ahondar el deseo.

Los cristianos tenemos que dialogar con el mundo ateo que nos rodea; estas cuestiones son cruciales en el diálogo contemporáneo del que no debemos ser la «hermandad de ausentes» de la que hablaba a menudo Jean Guéhenno. Es preciso que terminemos con un dios de caricatura que vendría a ser como el fontanero universal, el dios de las suplencias, que tomaría el relevo cuando llegáramos a nuestros límites; daos cuenta de que este dios tiende a cero. Cuando la medicina era muy rudimentaria como en tiempos de Moliere, enseguida se rezaba a Dios; con el progreso de la ciencia, hace falta estar muy mal para pedirle a Dios que tome el relevo. El Dios contemplado como reparador universal, ése falso Dios, tiende a cero. No digo que alcance el límite cero, digo que tiende en el sentido de que es en cierto modo inversamente proporcional al progreso de la ciencia.

¿Por qué orar? Los fundamentos de la necesidad de orar

A partir de aquí uno ya no puede desconfiar de la oración evangélica, es absolutamente necesaria. Es la oración que nos hace llegar al nivel de gratuidad más alto y nuestra vida vale lo que vale su gratuidad, la gratuidad del amor. Decir que es necesario orar, es decir que la palabra sobre Dios, el discurso teológico, debe terminar en una palabra a Dios. Ciertamente que no hay palabra a Dios si no se sabe de qué Dios se trata, toda palabra a Dios implica una palabra sobre Dios, es decir, una catcquesis y el conocimiento de una doctrina, pero lo esencial de todo es la palabra a Dios. Voy a exponeros cierto número de fundamentos profundos de la necesidad de orar y cada uno es válido por sí mismo.

Dios mismo nos ora

La oración del hombre es una respuesta a la oración de Dios. Hay que hablar con mucha circunspección de los mandamientos e incluso de la voluntad de Dios. Lejos de mí querer tachar las palabras tradicionales que el mismo Jesús empleó, pero hay que entenderlas correctamente. No se trata de voluntad imperativa. En un medio en que se ama, en una familia por ejemplo, no se manda, no se dan órdenes, se ruega mutuamente, se manifiesta un deseo y se dice, «¿quieres?» o «te lo ruego» o «me alegraré que acojas mi deseo». Personalmente prefiero hablar de acoger el deseo de Dios; tiemblo cuando se le atribuye a Dios una autoridad y un espíritu dictatorial que pueden dar a entender las palabras voluntad o mandamientos de Dios. Advertid que «mandamiento» viene del latín mandatum que está en el origen de la palabra «recomendación». Los mandamientos de Dios indican el umbral más allá del cual no hay amor.

Como dice Jean Lacroix, en una frase que tanto me gusta citar: «Amar es prometer y prometerse a sí mismo, no emplear nunca con relación al ser amado los medios del poder». Los medios del poder son múltiples en el amor humano, desde la com-pleta-mente-inocente seducción hasta la más abyecta violación y entre las dos, toda la gama de utilización de medios de poder.

Dios es el Todopoderoso, pero su poder está constituido por el rechazo a utilizar el poder, tal es la gran revelación de Jesucristo. Es el amor quien es poderoso; pero el poder del amor es una renuncia al poder. Quien renuncia al poder no manda, sino ruega. Dios nos ruega.

La vida con Dios es un intercambio de oraciones, es, por parte de Dios y por la nuestra, expresión de un deseo. Dios nos comunica su deseo de vernos plenamente hombres, de vernos acceder al más alto nivel posible de existencia, a la más pura calidad de ser. Lo más terrible en una vida humana es ser mediocre sin apercibirse. Dios no nos dice más que una cosa: sal de tu mediocridad, no te degrades, accede al más alto nivel humano. Tal es su deseo y es todo el Evangelio. En correspondencia, nosotros expresamos nuestro deseo de que El sea glorificado y que nuestra propia santificación sea su gloria y su alegría. San Pablo dice que debemos imitar a Dios; he aquí un punto en el que no podemos dispensarnos de imitar al Dios que eternamente está en oración ante el hombre.

Dios es un tú que no puede nunca transformarse en un él

Gabriel Marcel ha escrito: «Dios es un Tú que no puede nunca transformarse en un El». Cuando hablamos de Dios, llamándole Él, no es ya de Dios de quien hablo, se trata de un objeto. Se habla de un objeto pero Dios no es en manera alguna un objeto, es un sujeto. Dios no puede ser el complemento de objeto de un verbo o será una caricatura de Dios. Por otra parte Dios nunca está ausente, se dice «él» cuando se habla de un ausente, cuando alguien está presente se le dice «tú».

El Tú de Dios (o el Vos, poco importa, lo que cuenta es que sea una segunda persona) es lo que llamamos la raíz de la oración. Aquí abajo todo es diálogo. Existe diálogo con nosotros mismos que llamamos pensamiento; existe diálogo con las cosas o con los acontecimientos que llamamos acción; existe diálogo con los otros que llamamos camaradería, amistad o amor, y existe el diálogo con Dios que llamamos oración. ,

Pero el diálogo con Dios no se añade a los otros diálogos, no es exterior a ellos porque Dios no es un ser que se añade á los otros seres. Como dicen los filósofos. Dios no forma número con las criaturas, no estamos todos y Dios está por encima. Este es su misterio: Él es otro y no un otro. Él es más yo que yo mismo, está en el interior de todos los diálogos que sostengo conmigo mismo, con las cosas, o con los otros. Como dice Claudel traduciendo a san Agustín (intimior intimo meó), Dios es un yo más yo-mismo que yo.

Dios no es un tercero, casi me atrevería a decir un tercero concurrencial, como le consideran por otra parte cierto número de ateos que rechazan a Dios como un tercero. Un personaje de Dostoievsky, en su gran novela titulada Los demonios, se suicidó porque no pudo soportar la mirada de Dios que le violaba. Por eso resulta peligroso hablar de la mirada de Dios pues no es una mirada que mire y menos aún que vigile («el ojo estaba en la tumba y miraba a Caín»).

Atención a ciertas expresiones utilizadas con los niños: tus padres no te ven pero hay alguien que te ve siempre, ése es Dios. ¡Horror! ¡hay motivos para suicidarse! Jean-Paul Sartre en un pequeño libro autobiográfico, «Las palabras», nos confía que también él estuvo tentado de suicidarse porque, en su infancia muy puritana, en el ambiente de los Schweitzer, en Aisacia, jugó con cerillas y quemó una alfombra; trató de esconder el estropicio diciéndose : mamá no me verá pero existe un Dios que me ve. Se salvó, se encerró en el cuarto de baño y creyó volverse loco pensando: mi conciencia ha sido violada, perpetuamente violada por la mirada de Dios. Fue entonces cuando empezó a perder la fe.

Dios no nos mira, ¡no querríais ser un espectáculo para Dios! Es preciso destruir esas imaginaciones de consecuencias terribles. ¿El hombre un espectáculo para Dios? ¡Vamos! No tengo ningún interés de ser un espectáculo para vosotros y no quiero ser un espectáculo para nadie y si ese otro se llama Dios, lo rechazaré en nombre de mi dignidad. Gracias a Dios, el Dios que nos ha revelado Jesucristo no es un Dios que nos mira sino un Dios que nos abraza, lo cual es muy distinto.

La oración es un intercambio de confidencias entre Dios y el hombre

La Revelación es la confidencia de Dios hecha al hombre (así se puede definir la Biblia); la oración, como respuesta, es la confidencia que el hombre hace a Dios. La Revelación lleva consigo los latidos del corazón de Dios. ¿Cómo late el corazón de Dios? ¿Quién es Dios? ¿Cuál es su vida? ¿Cuál su secreto? Es un misterio, igual que en cierto sentido yo soy un misterio para vosotros.

Si os amo os haré la confidencia de mi ser profundo, pero no os haré esta confidencia más que si os amo, no hay confidencia sin amor (no iré a decirle a un desconocido, en la calle, que le voy a contar toda mi vida) y recíprocamente no existe amor sin confidencia (no me imagino a la novia diciendo al novio: te amo pero no sabrás nada de mí). Nada más conmovedor, por otra parte, que el paso de la camaradería a la amistad por el intercambio de confidencias, y, más allá de la amistad, en el amor, la confidencia se profundiza hasta la transparencia.

A la confidencia de Dios el hombre responde haciéndole a Dios confidencia de su ser profundo, confidencia por confidencia, intercambio de confidencias. La oración no es únicamente repetición de fórmulas sino un corazón-a-corazón con Dios, le expresamos lo que constituye nuestra vida con sus deseos, sus dificultades, sus angustias, sus alegrías. La verdadera actitud de un hijo de Dios es estar en actitud de confidencia. Ciertamente que no enseñamos nada a Dios, lo que somos lo sabe. No se trata de enseñarle algo sino de estar en una actitud de verdad en profundidad; es esta la actitud de hijos e hijas de Dios en camino de divinización, pues es normal que nuestra actitud sea filial, es decir, confidencial.

No hay amor mudo. La oración es la expresión del amor, como aquí abajo la confidencia es expresión del amor. Y si me decís que dos enamorados pueden quedar mudos uno con otro durante mucho tiempo, os diría que en este caso el silencio sería la cualidad suprema de la palabra. Nada sin expresión, lo que no se expresa se degrada y acaba por no ser. La oración es la expresión de la fe.

La oración es la acogida del don de Dios

Si el amor es a la vez acogida y don, no debemos ser sólo «donantes» sino también y sobre todo acogedores. Tocamos aquí, probablemente, lo específico cristiano. Muchos no-cristianos dan mucho, no hay que poner en duda la generosidad de gran número de ellos. No hay estadísticas y más vale no establecerlas, pero no estoy seguro de que los cristianos se revelasen como los más generosos de los hombres. Sólo el cristiano acoge de Dios lo que dará a continuación a los hombres. Lo que distingue al cristiano es su poder de acogida. Acogemos el don de Dios de poder dar y damos a nuestros hermanos el amor que Dios nos da.

El Padre H. De Lubac escribía un día: «Toda actividad que merezca ser llamada cristiana se despliega necesariamente sobre un fondo de pasividad». No tenía miedo de la palabra pasividad pero podría reemplazarla mejor por la palabra acogida, pues no creo que nadie desconfíe de la palabra acogida.

Amar no es sólo dar sino también acoger. La oración es la acogida del beso divino. El beso es un símbolo magnífico, es en el beso donde se ve la reciprocidad, en el amor humano, de la acogida y del don. Un salmo dice: ensancha tu boca y yo la llenaré, yo acojo tu aliento en mí y vierto mi aliento en ti. El intercambio de alientos con la reciprocidad de la acogida y del don significan el intercambio profundo de las almas. Esto es tanto más verdadero cuanto que la misma palabra latina (anima) significa aliento y alma. Por eso no hay que prostituir el beso, es algo magnífico.

La oración es contemporánea a la toma de conciencia

de lo que Dios significa y hace en nuestras vidas

En nuestra vida vamos tomando poco a poco conciencia de ciertas cosas. Cuando se es joven, por ejemplo, se tiene una conciencia extremadamente débil del amor hacia los padres y, de pronto, a causa de una palabra o una circunstancia, se toma conciencia de una manera más viva y más intensa.

Cuando se trata de Dios, tenemos la mayor parte del tiempo una conciencia muy débil y es porque oramos poco y mal. La oración debería brotar espontáneamente cuando tomásemos conciencia de lo que Dios significa y hace en nuestras vidas.

Toma de conciencia de que Dios, en el interior de cada uno de nuestros actos libres, da una dimensión divina a nuestra actividad humana humanizante. Una actividad sólo es verdaderamente humana si es humanizante. Nuestra tarea, cualquiera que sea la forma que revista, consiste en construir un mundo humano. El hombre no es más que un esbozo de hombre, a nosotros corresponde hacer que el hombre lo sea. No hay más que un Hombre, Jesucristo. Nosotros estamos en camino de humanización y llegamos a ser cada vez más hombres en la medida que hacemos actos libres, en que tomamos decisiones humanizantes, que son las que se dirigen hacia la justicia, el amor, la fraternidad y la libertad. En este punto todos estamos de acuerdo.

Pero lo que nosotros, cristianos, creemos, es que Dios está en el interior de esas decisiones y las toma en cuenta para darles una dimensión divina, para que nuestra actividad humanizante no sea simplemente humana sino humano-divina. Si un hombre casado toma la decisión de engañar a su mujer. Cristo no puede ser parte activa en esta decisión; si por el contrario, toma la decisión de favorecer con coraje la justicia en su empresa. Cristo es parte activa en esta decisión, que no es una decisión humana, es una decisión humano-divina.

Cada una de nuestras decisiones, minuto a minuto, día a día, porque Dios está dentro, construyen lo que llamamos la vida eterna. He aquí lo que yo llamaría la condición cristiana pensando en el libro de André Mairaux, «La condición humana». ¿Tenéis conciencia de vuestra condición cristiana? Si la respuesta es afirmativa, ¿cómo queréis que la oración humana no brote espontáneamente?: ¡Señor sí. Señor gracias! La oración es, en su misma raíz, simultánea a una toma de conciencia seria de la presencia activa y divinizante del Padre, de Cristo resucitado y del Espíritu, en mi libertad.

Se pueden distinguir cuatro formas de oración (se hablaba en otro tiempo de adoración, eucaristía, propiciación e impetración) que se expresan en cuatro palabras:

- Sí: el sí a Dios es la adoración. El musulmán adora inclinando la frente ante la trascendencia de Dios. Nosotros podemos hacerlo, (¿por qué no?) pero, para nosotros, la adoración es ante todo la acogida del beso divino, el sí al beso de Dios, el beso divinizante. Es posible que la palabra adoración venga de la palabra latina os, oris que significa boca. La adoración es el boca a boca, el sí a Dios.

- Gracias: eucaristía o acción de gracias. ¿Cómo no dar gracias a Dios cuando se toma conciencia de cómo transfigura nuestra vida, cuando se toma conciencia de cómo da a nuestra vida una dimensión mayor que todo lo que podemos imaginar y concebir? Uno no imagina que siendo beneficiario de un bien inmenso, por ejemplo, de una suma importante, una fianza para que uno pueda salir de prisión, alguien no dé las gracias a aquél que le ha dado todo para que sea hombre libre. Es ésta una imagen imperfecta de lo que Dios es y hace por nosotros.

- Perdón: cuando tomo decisiones deshumanizantes, puesto que soy pecador, ¿qué queréis que haga Cristo que no puede divinizarlas y cómo queréis, cuando tomo conciencia de ello, que no pida perdón a Dios? Es lo que llamamos penitencia.

- Don: es la oración de petición en la que, según el Evangelio, debemos pedir a Dios que nos dé el Espíritu Santo, es decir, un aumento de caridad, una presencia más intensa en nosotros de Aquél que, en la Trinidad es, como dicen los teólogos, el amor sustancial.

¿Podemos pedir a Dios bienes materiales? Sí, ciertamente, la Iglesia nos anima a ello, porque si me abstengo de expresar a Dios lo que deseo humanamente (salud, triunfo, no ser traicionado en un amor en el que me apoyo, etc.), no le considero como Padre. Las peticiones materiales significan que nos ponemos en actitud filial de acogida con relación a Dios.

Pero estas peticiones no son más que signo de una petición mucho más profunda, la de ser invadido por Dios, transformado por Él. Sólo esta petición es escuchada siempre, como los pulmones se llenan siempre que respiramos. Cuanto más progresamos en la vida espiritual, más se reduce nuestra oración a pedir a Dios lo que quiere darnos, un aumento de amor. El Evangelio es claro: «El Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan» (Le 11, 13). Nuestro Padre da el Espíritu Santo, en el supuesto de que nos pongamos en actitud de acogerle.

La oración es el ejercicio de la gratuidad

Nunca pondremos bastante el acento sobre la importancia de la gratuidad; es otro nombre del amor, y vivimos en un siglo en que no hay casi nada gratuito. Está el arte, es verdad, pero el arte mismo se comercializa. Estamos verdaderamente esclavizados a lo útil. Los cristianos deberían tomar como tarea la de abrir en la sociedad un espacio de gratuidad.

¿Para qué orar? Para nada, sencillamente porque Dios es Dios, y si el deseo de Dios es que yo acceda a la gratuidad más pura, ejerzo esta gratuidad cortando la corriente de actividad humana y ofreciendo a Dios tiempo, un tiempo que es la trama misma sobre la que se insertan mis actividades (el tiempo es lo más fundamental en la existencia humana).

Corto la corriente, apago la luz, y le digo a Dios: te doy mi tiempo pues no puedo darte nada más, y te doy un poco de tiempo como la pecadora del Evangelio que habría podido verter sólo algunas gotas de perfume sobre los pies de Jesús pero rompió el frasco; yo rompo también el frasco, gratuitamente, por nada. Aquí no hay ya objeción contra la oración: ¿no os dice nada? Dad tiempo. ¡Pero yo no tengo nada que decirle a Dios! No le digáis nada, dadle el tiempo; es una verdadera muerte, muerte de poca duración, y la experiencia muestra que nos repugna morir, pero no sucedería más que algunos minutos al día.

Emmanuel Mounier (fue un hombre activo, murió a los cincuenta años por exceso de actividad) escribía: «Retirarse de la agitación no es del todo reposo. Aquél que, bajando en sí mismo, no se detiene en la tranquilidad de los primeros refugios sino que resuelve llevar adelante hasta el fin la aventura, es rápidamente precipitado lejos de todo refugio. Artistas, místicos, filósofos, han vivido a veces hasta el aplastamiento, la experiencia integral que uno llama curiosamente «interior», pues son lanzados a los cuatro vientos del universo». La oración nos lanza a un compromiso al servicio de nuestros hermanos, pero para llegar ¿a qué? Para que sean devueltos a la verdadera interioridad. ¿Por qué es preciso que todos coman para saciar su hambre, tengan un alojamiento decente, y no tengan fines de mes angustiosos? Para que puedan ser auténticamente hombres, es decir, entrar hasta el fondo de sí mismos, habitar su propia profundidad, y ser capaces, a su alrededor, de dar auténticamente, de ser ellos mismos «donantes».

Un esfuerzo de purificación intelectual se impone en nuestros días en el plano de la fe (no es posible que los cristianos sean tan infantiles), pero este esfuerzo debe ser acompañado de una profundización vivida en la oración, si no la fe estará en peligro. «La fe de un individuo puede ser, o creerse, clara y pura, pero al mismo tiempo es débil, abstracta por así decirlo, evanescente, desvirtuada, incapaz de levantar la menor polvareda, porque la fe no es un asentimiento cualquiera dado a los valores o a verdades sino adhesión personal al Dios vivo» (H. De Lubac).

Es normal que se purifique lo sentimental de la oración, pues en el sentimiento hay siempre algo gratificante para uno mismo. Si verdaderamente se quiere que la oración sea a Otro querido por él mismo, hay que aceptar privarse de todo sentimiento. Esto es extremadamente doloroso, los místicos lo saben, todos han experimentado a Dios como un desierto y la oración como una estación silenciosa en el desierto. Al principio Dios no es verdaderamente Dios para nosotros más que cuando no es sentido, puesto que siempre que Dios es percibido, lo que tomamos por Dios es un sentimiento sobre Dios. ¡La fe es diferente al sentimiento religioso! Santa Teresa de Ávila decía: que las joven-citas como yo necesiten del sentimiento para orar se comprende, pero cuando veo a hombres adultos que no oran más que cuando tienen ganas de orar, en verdad, me enojo. He aquí la autenticidad en la oración.

Concluyo con la admirable oración que Soljenitsyne compuso el día que recibió el premio Nobel:

«¡Que me sea fácil vivir contigo, Señor,

Que me sea fácil creer en Ti

Cuando, desde la perplejidad, mi espíritu se aparte o se humille,

Cuando los más inteligentes no vean más lejos que esta noche

Y no sepan lo que hará falta mañana,

Tú, tú me infundirás la serena certidumbre de que Tú existes

Y que Tú cuidas para que todos los caminos del bien

No estén cerrados.

Sobre la cima de la gloria terrestre,

Veo con asombro el camino a través dela desesperanza,

A la humanidad un reflejo de tus rayos.

Todo lo que haga falta que yo reflejo todavía,

Tú me lo otorgarás.

Y todo lo que no logre reflejar,

Querrá decir que Tú lo has asignado a otros.

(ICI, 15 de diciembre de 1970).

 

 

 

Conclusión

La Eucaristía recapitula todo

(Págs. 319-336)

El misterio de la Eucaristía es de tal profundidad, sus aspectos son tan diversos y complejos, que no se puede esperar en una conferencia exponer todo su contenido. La Eucaristía es la recapitulación de todo, el punto de partida del que divergen todas las líneas y hacia el que convergen. Significa la unidad de Dios y el hombre en Cristo; del pasado, del presente y del porvenir; de la naturaleza y de la historia; de la acogida y del don; de la muerte y de la vida, etc. No puedo más que limitarme a algunos aspectos, los que me son más queridos.

Unión a Cristo que se da como alimento

La Eucaristía es el sacramento de Cristo que se da como alimento a los hombres para transformarles en Él mismo y así construir su Cuerpo místico que es la Iglesia («místico» no se opone a «real»). Para comprender esto, hay que volver a lo que se ha dicho en la primera conferencia: el designio fundamental de Dios es unirse a todos los hombres en el amor y hacerles compartir su Vida propia .1 Como no dejo de repetiros. Dios compartió nuestra humanidad para que nosotros compartiéramos su divinidad. En otros términos, si nuestra humanidad existe es para nuestra divinización, la creación sólo tiene sentido para realizar la Alianza.

La Alianza es, en efecto, la realidad mayor de la Biblia, con diferentes etapas desde Noé hasta Jesucristo, que consagra «el cáliz de la Nueva y Eterna Alianza». La Alianza no es una unión jurídica sino una unión de amor. He aquí por qué, de un extremo a otro de la Biblia, está presente el simbolismo del matrimonio; la Tradición ha unido siempre el sacramento del matrimonio al sacramento de la Eucaristía.

Dios crea la humanidad para desposarla y la desposa encarnándose, desposar en el sentido más fuerte, es decir, no formar más que una sola carne con ella. Dios quiere ser con la humanidad una sola carne, este es el fondo de la cuestión. Sabemos que el deseo profundo del amor conyugal no se detiene en el abrazo de dos cuerpos que permanecen exteriores el uno al otro, el deseo del amor es la fusión, sin confusión, en la que cada uno no quiere subsistir más que para dejarse consumar por el otro, transformándose en cierto modo en su alimento, carne de su carne.

El simbolismo del beso es elocuente, es el comienzo del gesto de comer. Las mamas dicen que sus hijos «están para comérselos». Se querría comer al otro y dejarse comer por él para ser carne de su carne. Te amo, quiere decir: quiero dejarme consumar y consumir por ti, tú eres mi razón de vivir. El hombre y la mujer no llegan a realizar el deseo de su amor porque sus cuerpos, instrumentos de su unión, son al mismo tiempo obstáculos para la unión total. Su deseo no se realiza, pues implica una muerte en la. naturaleza y en la historia. Hay que morir a la naturaleza que hace que permanezcamos exteriores unos a otros y que incluso en los momentos de unión íntima no son fusión total y no duran más que un instante. Transformarse verdaderamente en carne de la carne del otro, de aquél que amo, implica la muerte.

Es éste el gran sueño del romanticismo alemán. En la ópera de Wagner, Tristán e Isolda cantan que no podrán conocer la plenitud del amor más que por la muerte. En el segundo acto, el amor y la muerte se -entrelazan en unos temas musicales admirables, inseparables el uno del otro. Esto es muy bello pero absurdo porque la muerte no realiza el amor, pone más bien un obstáculo brutal. Por eso, aquí abajo, el deseo profundo del amor no se realiza jamás en plenitud. Entrar en el amor es entrar en la alegría pero es también entrar en el sufrimiento, es el inevitable sufrimiento del no-acabamiento del amor. El deseo supremo del amor no puede agotarse en el plano de la existencia natural, a ello se opone la naturaleza del hombre.

Cristo por ser Dios y sin pecado, puede renunciar a su ser natural e histórico inmediato, puede morir al mundo de las limitaciones corporales, sin dejar de ser para la humanidad el Esposo que se da. Por eso, más allá de la muerte, pero solamente más allá de la muerte. Cristo realiza el deseo supremo del amor. Cristo que muere y resucita se hace Él mismo alimento a fin de transformarse verdaderamente en carne de la carne de la humanidad mucho más radicalmente que un abrazo, que no une dos cuerpos más que un solo instante. Dios, en la Eucaristía, desposa verdaderamente al hombre. En la base del misterio eucarísti-co está la idea de alimento, es esencial.

La Eucaristía no es solamente una comida que se toma juntos y en la que se unen unos con otros; éste aspecto es importante pero insuficiente. La unión, antes de ser la de hombres entre sí por la comida que han compartido, es unión de cada uno con Cristo que se da como alimento, es Cristo quien une entre sí a quienes comulgan. El simbolismo tomado al nivel de comida, como estar juntos, no expresa la realidad fundamental que es la fusión final del amor entre los esposos.

Para comprender esto, hay que estar persuadido de que la Encarnación de Dios no se termina en Cristo sino en toda la humanidad. Mientras que imaginemos que la Encarnación es Dios que se une a un hombre llamado Jesús, no comprenderemos nada. El fondo, es que Dios se une o desposa con toda la humanidad en Cristo, Dios se hizo hombre para que todos los hombres fuesen divinizados. La Eucaristía es la universalización de la obra de Cristo.

Lo primordial de la Eucaristía no es la presencia de Cristo; Cristo no está allí para estar allí, está para darse a nosotros como alimento a fin de que la unión entre Él y nosotros sea la mayor posible. La Eucaristía no es principalmente una presencia, es una unión, y la unión implica presencia.

Presencia real

La presencia de Cristo en la Eucaristía es real, es incluso la más real de las presencias pues es una presencia realizante. La Eucaristía realiza la presencia de Cristo en nuestros actos libres: «Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene la Vida en él» (Jn 6, 54), ¡nada más real! Os recuerdo la distinción entre el plano de la significación y el de la explicación. La fe se sitúa siempre en el nivel de la significación. El misterio eucarístico significa que Cristo se da en alimento para unirnos a El, uniéndonos los unos a los otros de manera tal que nosotros mismos no sabríamos cómo llegar hasta allí. Esta energía unificadora implica su presencia real, pero esta significación no se fundamenta en el absurdo. La significación o el «cómo» de la presencia real depende de la filosofía; para abordarla es necesario recurrir a conceptos filosóficos.

Me contento con recordar que no hay oposición entre signo o símbolo y realidad. Haced la experiencia haciendo dos preguntas a un niño:

- ¿Qué es un apretón de manos? No os responderá que es un intercambio de energía muscular provocado por la presión de dos palmas, os responderá que es el signo de un buen entendimiento, de camaradería, de amistad. La realidad de un apretón de manos es ser un signo.

- ¿Qué es un semáforo en rojo? El niño empezará por reírse de la pregunta que le hacéis y después no os dirá que es una bombilla encendida detrás de un cristal colorado sino una prohibición de pasar; el signo es la realidad del semáforo rojo.

Con estos ejemplos elementales, comprendemos que el signo no es algo exterior a la realidad sino la realidad misma en toda su profundidad. Decir que los sacramentos, empezando por la Eucaristía, que es el Sacramento por excelencia, son signos y «signos eficaces», no quiere decir que estén fuera de la realidad sino que son la realidad más profunda.

Signo eficaz de la tarea humana realizada

Se dice a veces que, en la hostia consagrada, el Cuerpo de Cristo reemplaza el pan. Es una herejía y hay que saberlo. Si se procediese en un laboratorio al análisis químico de una hostia consagrada, no se encontraría otra cosa que los elementos que componen el pan. Esta puntualización elemental no es una evidencia para todos. Nunca ha sido problema en la Iglesia creer que las palabras de la Consagración cambiaban la estructura físico-química del pan. Por eso la expresión clásica procedente del Concilio de Trento, «transustanciación», es decir, cambio de sustancia del pan en sustancia del Cuerpo de Cristo, no puede ser empleada sin ser explicada extensamente, porque la palabra sustancia no tiene en nuestros días el sentido que tenía en el siglo XVI.

Decir que Cristo viene a sustituir el pan equivaldría a decir que Dios se encarna para sustituir al hombre, como si nos dijera: «¡apártate de ahí que yo me pongo en tu lugar pues no sirves para nada! tu vida, tus sudores, tu angustia, la educación de tus hijos, todo eso no significa nada: ¡yo vengo y ocupo tu lugar!» Si Cristo ocupase el lugar del pan sería abominable. Un Dios que se hiciera hombre para sustituir al hombre no existe y, si fuera preciso creer en este Dios, estad seguros de que yo sería ateo. Los «maestros de la sospecha» como Marx, Nietzsche, Freud, para hablar como Ricoeur, tendrían razón al sospechar que la fe es una vasta mistificación o alienación. Mi dignidad de hombre me prohíbe creer que Cristo viene a sustituirme.

Cristo no sustituye el pan como tampoco la mujer sustituye a la jovencita, es la jovencita quien se transforma en mujer. No es la mariposa quien sustituye a la oruga, es la oruga quien se convierte en mariposa. No es otro quien viene a ocupar mi lugar, soy yo quien me transformo en otro. No me gusta que se hable del otro mundo pues, en rigor, no existe otro mundo. El mundo de nuestra vida eterna es sencillamente el mundo que se transforma en otro. Ser sustituido por otro o transformarse uno mismo en algo distinto, no es lo mismo. Cuando san Pablo dice que somos «miembros de Cristo» (1 Cor 12, 27), no suprime nuestra cualidad de hombre, nuestra personalidad humana; no es el miembro de Cristo el que viene a sustituir al hombre, es el hombre quien se transforma en miembro de Cristo. Lo expresamos así: precisamente cuando el hombre es divinizado es cuando es plenamente humanizado por ser el mismo Cristo, plenamente hombre y plenamente Dios; El no puede transformarnos en lo que es sin humanizarnos y divinizarnos a la vez.

Unas buenas religiosas creían hacerlo bien presentándome con satisfacción un librito destinado a hacer comprender a los niños la presencia real. En la primera página de este librito había dibujada una hostia, entre la primera y la segunda página había un cordoncillo; bastaba decir al niño, ¡tira y verás! El niño tiraba, desaparecía la hostia y en su lugar, se veía aparecer a Cristo sonriente. Miré a estas religiosas con cierta ironía y con afecto les dije: «Hermanas mías, sois herejes». Estaban desoladas: «Padre, ¿exageráis?» -¡En absoluto! el Concilio de Trento rechazó la palabra sustitución. Cristo no viene a sustituir el pan. La frase del Concilio de Trento es «conversión eucarística». Esta frase es difícil de comprender actualmente en auditorios poco cultivados, pero es el pan el que se transforma en Cristo y no Cristo quien viene a sustituir el pan».

Las religiosas lo comprendieron enseguida; si Dios se ha hecho hombre no es para suprimir al hombre. Muchos se imaginan que Jesús resucitado cae del cielo sobre un pedazo de pan, sin eso no sabría dónde meterse, para estar lo más cerca posible.

Se lleva al altar un soporte que tiene la gran ventaja de ser comestible, uno lo come porque es así como Cristo estará más íntimamente presente... Hablar así es espantoso y, sin darse cuenta, se fabrican varas para hacerse azotar. No confundamos proximidad y presencia transfigurante.

En la Exposición universal de París, cuando se inauguró la torre Eiffel, mi padre estuvo muy interesado por la galería de máquinas en Champ-de-Mars. Era prodigioso, se asistía al proceso de transformación de la madera en papel. En un extremo de la galería, se veían troncos de árboles llegando del bosque y al otro extremo, después de una serie de transformaciones (sierra de los troncos, fabricación de la pasta de papel, etc.), se veía el papel; era la historia del papel.

Imaginad que en lugar de hacer asistir al espectador a la historia del papel, se hubiera decidido hacerle asistir a las etapas de la historia del pan. Hubiera sido exactamente lo mismo, con un matiz importante: se puede pasar sin papel, pero no se puede pasar sin pan, al que se relaciona con la vida más directamente. En un extremo de la galería los sacos de trigo fruto del trabajo de la agricultura llegan del campo, después se desarrollan toda una serie de transformaciones y, al otro extremo de la galería, el pan sale del horno del panadero. Esta es la historia del pan, es decir, la historia del trabajo bajo las especies de pan, y en definitiva la historia del hombre. Pues en la historia de un hombre, el trabajo tiene un lugar importante, puesto que la vida privada, el amor, y las diversiones están condicionados por el trabajo.

Si se quiere escapar de la abstracción y al mismo tiempo, de la mitología, hay que tomar al hombre en su realidad. El hombre no se toma en su realidad más que cuando se le considera en su historia; el hombre abstracto no existe. El hombre real, el hombre que toma Jesucristo para transformarlo, es el que vive una historia; hombre o mujer, célibe o casado, con o sin niños, desocupado o en el trabajo, etc.

Cuando tengo un poco de tiempo, me gusta, antes de celebrar la misa, tomar en mi mano una hostia que no está consagrada y meditar ante ese trozo de pan. Hay por otra parte dos expresiones sinónimas, ganarse la vida y ganarse el pan; el pan es la vida. Y yo me digo: ¿cómo mira Dios este trozo de pan? No lo ve como vería un guijarro, pues este pan es resultado de toda una historia. Para que yo pueda tenerlo en mis manos ha hecho falta el trabajo del labrador, del sembrador, sin hablar de los que han fabricado el arado; ha hecho falta luego el trabajo de los segadores y de los que han fabricado la máquina segadora, después el trabajo del molinero, del panadero, todos los oficios que han fabricado la amasadera del panadero, etc.; este pan es fruto de la transformación de la naturaleza. Nuestra obra, nuestra tarea humana, es la humanización de la naturaleza, la transformación del mundo para que se transforme en humano; por eso hay que ser tan severo con un trabajo que no humanice verdaderamente. Si la materia sale ennoblecida del taller y el hombre sale envilecido, es un escándalo. Existe un atractivo diálogo con los marxistas sobre ello, puesto que la idea de que el hombre se hace hombre en y por el trabajo está en la base del marxismo.

Si uno se detiene ahí, todo ha terminado. La historia del hombre permanece puramente humana, da vueltas sobre sí misma; uno comerá este pan y después continuará trabajando para transformar la naturaleza y producir pan, no hay salida más allá de la historia. Pero si traigo éste pan al altar. Cristo hace de él su propio Cuerpo, diviniza o cristifica lo que yo he humanizado. La oración de la preparación del pan y del vino es excelente: «Te presentamos este pan, fruto de la tierra y del trabajo de los hombres, que será para nosotros pan de vida. Te presentamos este vino, fruto de la vid y del trabajo de los hombres, que será para nosotros el vino del Reino eterno».

Si el trozo de pan que llevo al altar no es el hombre, no hay nada que comprender de la Eucaristía sino un Cristo que cae del cielo sobre un trozo de pan para llegar a ser nuestro alimento en el sentido de que nos consuele, nos fortifique, nos permita luchar contra las tentaciones; recaemos en un moralismo infantil, en el que es imposible que puedan entrar nuestros contemporáneos. Lo verdadero es que toda la historia del hombre se transforma en el cuerpo de Cristo; no deja de ser una historia humana, pero desemboca sobre un más allá del hombre que es su verdadera vocación. Cuando el hombre llega a ser verdaderamente Cuerpo de Cristo es cuando llega a ser verdaderamente hombre.

¿No podríamos, para educar a los niños, hacer films cortos donde se viera toda la historia de la hostia, desde la elaboración hasta el altar? La hostia no existe más que al término de toda una transformación de la naturaleza por el hombre y Cristo diviniza, cristifica, lo que el hombre ha transformado cumpliendo su tarea humana. La Eucaristía es el signo eficaz de la tarea humana realizada.

Parece que, en una sacristía a la que cambiaron su destino en Leningrado, cuando la revolución de 1917, los comunistas tiraron los vasos sagrados y pusieron simbólicamente en su lugar sus instrumentos de trabajo. Hicieron bien al llevar sus instrumentos de trabajo pero habría sido mejor ponerlos en los vasos sagrados en vez de tirarlos. Tal historia, si es verdadera, es típica de un malentendido existente en el que nosotros, los cristianos, somos en parte responsables pues hemos olvidado que Jesucristo es hombre. Si Dios se ha hecho hombre, ¡no hay que suprimir al hombre!

La observación de una jovencita comprometida con la guerra de Vietnam, muy inteligente, me viene a la memoria: «La misa, ¡ya tengo bastantes! ¡Mis padres quieren obligarme a que vaya!»

- «Veamos, le digo, pienso que entenderás la relación entre la Eucaristía y tu compromiso político».

Ella me mira creyendo que me he vuelto loco: «¡En absoluto!»

«¡Oh! entonces, si no captas esa relación, comprendo muy bien que no vayas a misa, porque Cristo diviniza toda vuestra actividad comprometida, por eso Cristo da una dimensión de Reino eterno a toda vuestra tarea humana. Vuestro trabajo para vosotros no consiste en hacer pan, sino en establecer la paz entre los hombres, es una actividad transformante. Toda actividad humana humanizante es transformante, ya se trate de las relaciones entre esposos, entre padres e hijos, entre profesores y alumnos, etc., o se trate de instituciones. En la comunión. Cristo se nos da como alimento para que tengamos no sólo una energía humana, sino también una energía divina para trabajar construyendo la comunidad humana fraternal. Sin Cristo, no podemos hacer nada» (Jn 15, 5).

Cristo está presente no como quien cae del cielo sino como el fruto de la transformación divinizante que opera en el misterio central de nuestra fe que es la Eucaristía. La hostia consagrada no es sólo Cristo, también es el hombre cristificado.

Sacrificio

Esto debe permitirnos comprender cómo la Eucaristía es el sacramento de un Sacrificio. Esta palabra está devaluada, desviada de su sentido original en el lenguaje corriente, pues hemos tomado la costumbre de identificar sacrificio y privación y así no vamos a la raíz de las cosas.

Resulta muy difícil comprender que acto sacrificial es el acto por el que uno se relaciona con Dios (etimológicamente sacrificio significa: hacer algo sagrado, divino). En la cumbre de la existencia humana ratificamos nuestra vocación profunda de abrirnos a Dios, al Absoluto. El sacrificio no es una privación sino la orientación positiva de todo nuestro ser, de toda nuestra vida hacia Dios. Darse a Dios es la única manera de ser uno mismo, pues Dios es Amor. El hombre no es plenamente hombre más que si es para Dios.

Esto implica una privación porque, en un mundo de pecado, no se puede a la vez vivir para Dios y vivir para sí, estar referido al Otro al mismo tiempo que uno se refiere a sí. Ser pura referencia a Dios, es renunciar a ser uno mismo su propio centro. Conocemos nuestro egoísmo, sabemos que en nuestros actos más generosos nos replegamos sobre nosotros mismos. ¿Quién de nosotros se atrevería a afirmar: yo no existo más que por Dios y mis hermanos los hombres? En el vocabulario de la Iglesia (desconfiemos siempre de las palabras que no comprendamos), equivaldría a decir: yo soy capaz de ofrecer un sacrificio perfecto.

En la historia del mundo, si dejamos aparte el caso particular de la Virgen María, no existe más que un solo hombre de quien podamos decir que toda su actividad, toda su vida, ha sido un sacrificio. La vida de Jesucristo es una referencia continua a Dios. En su ser profundo -por eso creemos en Él y por eso sabemos que Él es el Centro de todo-. Él es el único que no ha puesto nunca un acto libre para El mismo sino que todo acto libre ha sido Amor. Toda su vida no ha sido más que caridad, ni el menor rastro de repliegue sobre sí, de voluntad de sí, de mirada sobre sí, de movimiento de egoísmo. Todo el ser de Jesucristo efe ser sacrificial. Cristo es el hombre perfecto, puro, absoluta referencia a Dios y a los otros. Y digo a los otros pues, lo repito, no hay oposición entre el hombre y Dios. Dios no nos pide otra cosa que trabajar por la verdadera felicidad de nuestros hermanos humanos; si lo que hacemos por el hombre es por su bien profundo, al mismo tiempo es para Dios.

En su muerte en la Cruz culmina el Sacrificio de Cristo, pues sólo la muerte puede aportar la prueba de que no se vive para sí. Sabemos que tratamos de huir de la muerte, casi siempre por cobardía. Si no de la muerte definitiva, total, sí de esa muerte parcial que significa disminución del confort, renuncia a ciertos privilegios, en resumen aquello que nos arranca de nuestro egoísmo y de nuestra pereza. De ahí la admirable frase de Péguy: «La vida no existe más que para darla».

La Eucaristía es el Sacrificio de Cristo, es el Amor que no es más que Amor, quien por consiguiente llega hasta la muerte y de donde surge el nuevo nacimiento, la Resurrección. Hay que escoger entre dos afirmaciones: o bien decir que el amor es más fuerte que la muerte, o que la muerte es más fuerte que el amor. El misterio pascual significa que el amor es más fuerte que la muerte. Es verdad para Cristo y también para nosotros si Cristo no nos es un extraño, si estamos en Él como miembros en el cuerpo. Bastaría tener el corazón en su sitio para comprender que una vida no es auténtica si no es una vida sacrificada, es decir, un pasar (pascua) hacia Dios. La Eucaristía es signo de ello.

Acción de gracias

Etimológicamente, Eucaristía significa acción de gracias. No es por azar. El primer sentido de gracia es el de belleza, de ahí se pasa a la idea de gratuidad, por consiguiente a la idea de don. El verdadero don es gratuito. El don supremo es el perdón, es decir, el don perfecto, de ahí la expresión «hacer gracia» (el derecho de gracia pertenece al jefe del Estado). Dar gracias es reconocer que todo es gracia, de ahí el reconocimiento en el sentido de gratitud. Si todo es gracia, todo debe ser acción de gracias. Es una lástima que no exista el sustantivo «rendición» de gracias.

En el Evangelio, Cristo nos muestra la naturaleza toda como recibida de la mano del Padre, como don del Padre. El Evangelio muestra que debemos en primer lugar vivir el amor bajo la forma de acogida. Acoger. Todo es dado, el mundo nos es dado, es puesto en nuestras manos. «No os preocupéis diciendo: ¿qué comeremos?, ¿qué beberemos?, ¿con qué nos vestiremos? Son los paganos quienes buscan estas cosas, pero vuestro Padre celestial sabe lo que necesitáis» (Mt 7,31-32). Los paganos son propietarios de cosas, las adquieren y poseen. Los cristianos son administradores de las cosas, las reciben y las acogen. Por eso los paganos son inquietos, los cristianos son o deberían ser sosegados. El mundo moderno está enervado en la medida en que su fe no es viva, cuando olvida que todo procede de Dios; y si Dios es nuestro Padre, debemos estar sosegados como están los que tienen confianza.

Jesús proyecta sobre la naturaleza una mirada limpia, sosegada, incluso ante el hambre y la muerte como situaciones límites. Para Él pedir y dar gracias se confunden, pide en forma de acción de gracias, tan seguro está de que el Padre se ocupa de sus hijos. Suponiendo que tengan la preocupación por el Reino de Dios: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, lo demás se os dará por añadidura» (Mt 7, 33), lo demás, el pan cotidiano: «Padre, que venga tu Reino, danos nuestro pan», es decir, lo que necesitamos para vivir, el condicionamiento de nuestra vida.

Mirad qué dice Jesús ante la situación límite del hambre, no dice «Padre, te pido que multipliques los panes en mis manos» sino «Padre, te doy gracias» (Jn 16, 11). Antes de que los panes sean multiplicados Jesús agradece, tan seguro está de que será escuchado. Y ante otra situación límite, estando presente la muerte en la tumba de Lázaro, Jesús dice: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado»; aún no ha sucedido. Lázaro todavía es cadáver, no ha vuelto a la vida, pero Jesús dice: «Padre te doy gracias» (Jn 11, 41).

Si en el desierto. Jesús rechaza el alimento, es porque no le es dado por el Padre; éste es el sentido profundo del rechazo a convertir las piedras en panes. Él no quiere comer si no le es posible dar gracias, no se reconoce con derecho a usar cualquier cosa de la naturaleza sin que el Padre se la dé. Por consiguiente, si transformase las piedras en pan por magia, sería un alimento que no habría recibido del Padre. Bastaría que, en el Evangelio, Jesús hubiera hecho este prodigio para tener derecho a sospechar de todo el Evangelio.

San Pablo da gracias como quien respira. Se puede decir que la respiración de Pablo es una respiración de reconocimiento: «Damos continuas acciones de gracias, no cesamos de... sin cesar damos gracias...» (1 Tim 1, 2; Fil 1, 3; 1 Cor 1, 4; Ef 1,15-16, etc.). Corazón dilatado el de Pablo. Para él, por otra parte, la acción de gracias está siempre unida a la gracia o a la fe. La gracia es lo que Dios da al hombre, la fe es la acogida del don de Dios. Así: «Doy gracias por vuestra causa, por la gracia que os ha sido dada» (1 Cor 14) o «No cesamos de dar gracias (Timoteo y yo), habiendo sido informados de vuestra fe» (Col 13).

Es preciso entender el vínculo entre Eucaristía-acción de gracias y Eucaristía-alimento. El alimento es nuestra relación esencial con la naturaleza. Tenemos necesidad de comer para vivir y ¿qué comemos? Carne, frutos, legumbres, todo procede de la naturaleza de la que no estamos desligados. Claudel dice que «la menor lombriz necesita para vivir del conjunto de los planetas» y que «para el vuelo de una mariposa es necesario el universo entero». Yo también necesito para vivir al universo entero, comprendidos el sol y el mar.

El pan es el símbolo de todo lo que Dios nos da para vivir. El pan y el vino son el alimento elemental de los países mediterráneos, del mismo país de Jesús. Apartando de mi alimentación un poco de pan y algunas gotas de vino, significo que toda la naturaleza debe volver al Padre. La Eucaristía es por consiguiente la acción de gracias bajo las especies del alimento. Si todo es gracia todo debe ser acción de gracias y para significar este todo nada mejor que el pan y el vino sin los que nada es posible. Son los elementos de la vida misma. Dios da para que volvamos a dar lo que nos ha dado. «Bendito seas. Señor, Dios del universo, por este pan que Tú nos has dado...»

Advertid que no tenemos que dar sino volver a dar, pues lo que tenemos es ya don. Dar es hacer una acción de propietario, se da lo que se posee y por eso la frase de Pascal «Dios mío, os lo entrego todo» no es cristiana. La frase cristiana es la de san Ignacio de Loyola al final de sus Ejercicios espirituales «Dios mío, os lo devuelvo todo». No somos propietarios de nada, somos administradores. La caridad sin acción de gracias no sería caridad cristiana, sería generosidad de propietario.

El pan y el vino eucaristizados son el retorno a Dios de toda la naturaleza que Dios da al hombre para que viva. Para el marxista, la relación del hombre con la naturaleza es el trabajo; para el cristiano también, bien entendido, pero con una disposición contraria a la mentalidad de propietario como exige la base de la acción de gracias. Sin la Eucaristía nuestra vida es falseada, es una vida de propietario. La Vida eterna es la ausencia total de propiedad; Dios de ningún modo es propietario. Con la Eucaristía nuestra vida es verdadera, es una vida de reconocimiento, es decir, de conocimiento reflexivo de la verdad.

Sacramento de la comunidad humana por construir

Subrayemos en fin que si Cristo se nos da como alimento, es para reunimos en comunidad fraternal. No porque yo haya insistido mucho sobre Cristo haciéndose alimento de cada uno vamos a descuidar el simbolismo de la comida, es decir, alimento que tomamos juntos y no cada uno separadamente. El aspecto personal y el comunitario son ambos esenciales. Cristo instituyó la Eucaristía, signo de la Nueva Alianza, en el momento en que promulga la cláusula única de esta Nueva Alianza: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado». La cláusula de la unión con Dios es la unión fraternal de los hombres entre sí, es decir, la construcción de la comunidad humana. No hay alianza con Dios si no hay alianza entre los hombres.

El simbolismo del pan y del vino ha sido explicitado desde los primeros siglos, quedan huellas en ciertas oraciones eucarísticas: «Del mismo modo, o Dios nuestro, que los granos de trigo estaban dispersos en las llanuras y han sido molidos en una sola harina, del mismo modo que los granos del racimo estaban dispersos por los montes y han sido reunidos en un solo vino, que nosotros seamos reunidos todos en una misma comunidad fraterna». San Agustín decía: «Cuando comemos el Cuerpo de Cristo, nos incorporamos a la humanidad entera».

Cuando se ha comprendido que el trozo de pan consagrado que recibimos es una parcela de ese pan inmenso que es toda la humanidad divinizada por Cristo, no se tiene ya motivo para aburrirse. Se puede revestir la celebración eucarística con elementos culturales, la eucaristía debe ser una fiesta pero nunca un music-hall; la eucaristía es más bien la condición de toda fiesta pues, si no hubiese eucaristía no habría esperanza de resurrección y la fiesta humana estaría encerrada en el círculo de la muerte.

Una comunidad no es sólo una colectividad, no existe si no existen lazos recíprocos de amor o de amistad, si cada uno es para los otros más que para sí. Aquel que nos hace «uno» es Cristo, y nos da su Cuerpo más que cuando es compartido. El pan eucarístico es un pan partido, la misa es la "fracción del pan", es decir, la construccción de la comunidad. Cuando digo una oración antes de la comida, me guardo de decir "Señor, bendice este alimento que vamos a tomar y da pan a los que no lo tienen", tendría miedo de que Dios me respondiese "Eres tú quien se lo ha de dar". Digo Siempre: "Enséñanos a compartir".

Compartir el mismo Pan significa que debemos compartir con los otros todo lo que es posible compartir: nuestro dinero, nuestro tiempo, nuestra cultura, etc. sucede, estoy seguro, que habiendo compartido el mismo pan, uno habla mal de su vecino, se rechaza un servicio, etc., esto es el pecado. "Aquel, escribe Bossuet, que reciba la Eucaristía teniendo odio en el corazón contra su hermano, hace violencia al Cuerpo del Salvador.» «Cuando presentes tu ofrenda en el altar, si tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda, ve a reconciliarte con él, y vuelve entonces a presentar tu ofrenda» (Mt 5, 23). Si no es así, la Eucaristía no significa absolutamente nada. Siempre he soñado que, al llegar a misa de once, me empujase alguien saliendo con prisas de la iglesia diciendo: «Me acuerdo de que estoy reñido confín miembro de mi familia, voy a reconciliarme, espero que tendré tiempo de volver a la misa». Si tomásemos conciencia de que este compartir el pan es signo de que debemos compartirlo todo, nuestra civilización tendría una base sólida. La Eucaristía es el sacramento de la unidad humana.

Hay que comprender que nuestras comidas son impotentes para expresar una humanidad totalmente reconciliada en el amor. Las comidas que tomamos en casa con nuestras familias y amigos, no pueden significar más que una fraternidad parcial; somos ocho o doce a compartir el mismo alimento, eso es todo. Por otra parte, uno no invita a los enemigos a su mesa, no hay reunión humana sin exclusión. Se puede ir más lejos y decir que, en la comida humana, el trozo que yo como vosotros no lo coméis. Esta puntualización puede parecer infantil pero no lo es, pues, mientras estamos en una economía de abundancia, hay en otros continentes pueblos enteros que no tienen qué comer para saciar su hambre. Estos problemas son múltiples y complejos, se trata de economía de mercado, de egoísmo de las naciones prósperas, pero hay que reflexionar para comprender que la humanidad no es aún fraternal.

Celebro a veces eucaristías «domésticas» en el comedor de una familia: se empieza con la comida de amigos, se prosigue con una reflexión sobre el Evangelio, y se termina con la celebración. Hay algo conmovedor, verdaderamente se palpa una relación real entre el signo eucarístico y la vivencia de la fraternidad humana. Pero hay un inconveniente: los que están reunidos son ya fraternales, son grupos de amigos, hombres y mujeres, que se conocen, que participan de la misma cultura, que tienen entre ellos muchas afinidades. El peligro es que la Eucaristía sea la consagración de una fraternidad ya realizada.

Uno de los más bellos recuerdos de mi vida es un encuentro con un grupo de patronos, ingenieros, empleados y obreros de la misma empresa, cristianos todos. Durante dos horas la reunión fue muy dura, los puntos de vista de los patronos, ingenieros y obreros eran opuestos. Al final, cuando íbamos a separarnos, un obrero se levanta y dice: «Somos cristianos, no vamos a separarnos sin decir el Padre Nuestro». Esos hombres que, durante dos horas, se habían enfrentado duramente, dijeron juntos el Padre Nuestro. Habríamos podido celebrar la Eucaristía, hubiera adquirido todo su sentido, pues no es la coronación de una fraternidad ya realizada sino la exigencia de una fraternidad para la que uno trata de trabajar reconociendo sus carencias, cada uno según su vocación y sus capacidades. Es la dialéctica del «ya si» pero «todavía no».

La Eucaristía es la crítica de nuestras comidas legítimas que excluyen mucho más que reúnen. En ellas, uno se apropia el alimento. Sólo el Cuerpo de Cristo resucitado no puede ser apropiado, pues está más allá de los límites de la naturaleza y de la historia. El es. Él mismo, la Desapropiación absoluta, la Caridad, Aquél que es sin ninguna clase de propiedad. Uno no puede apropiarse una desapropiación. Toda comida humana no es si no una victoria provisional sobre la agresividad, el odio, el egoísmo; nadie puede presumir de que es una victoria definitiva. La única comida que significa la reconciliación universal es compartir el Cuerpo de Cristo. La Eucaristía nos recuerda, día tras día, que fuera de la muerte y resurrección de Cristo no hay fraternidad universal posible.

No sin razón, durante siglos, la Iglesia ha hecho un deber para los cristianos participar en la asamblea eucarística, al menos una vez por semana. Hoy insiste mucho menos, pues le repugnan los actos de autoridad demasiado explícitos. Lo que espera la Iglesia es que el progreso de los años venideros será tal que los cristianos no tengan necesidad de un mandamiento concreto para participar en la misa.

Así pues, la Eucaristía es el Sacramento por excelencia, es Cristo sacrificado que, como hombre, está completamente vuelto hacia Dios y, como Dios, está completamente vuelto hacia el hombre. Cristo es el abrazo, me atrevo a decir, la cristalización de estos dos impulsos. El Beso de Rodin es un solo bloque de mármol, la mujer no es más que movimiento hacia el hombre, el hombre no es más que movimiento hacia la mujer. Es una imagen, pero puede ayudarnos a comprender la realidad del amor entre Dios y el hombre. La hostia consagrada es a la vez el don del hombre a Dios (es decir el Sacrificio) y el don de Dios al hombre (es decir el Sacramento). Al final se logra lo que yo me obstino en llamar nuestra definitiva divinización, el objeto de nuestra esperanza, nuestra plena y total libertad en la alegría. «Quiero que allí donde yo estoy estéis vosotros conmigo» (Jn 17, 24). «Nosotros le veremos como Él es» (1 Jn 3,2). Esto es lo que aporta Jesucristo de irremplazable.