Advertir una correspondencia es

algo que no puede imponerse


Ignace de la Potterie, S.J.

La fe en Jesucristo se comunica mediante la dinámica más conforme y respetuosa del conocimiento humano. La tentación de la intolerancia nace cada vez que se reduce el cristianismo a ética o cultura La intolerancia nace cuando se identifica la comunicación y la defensa de la fe con la realización y la defensa de un determinado orden cultural, social y jurídico. En cambio, como subraya el teólogo luterano convertido al catolicismo Erik Peterson, en su libro El monoteísmo como problema político, justamente el permanecer en el dato de la revelación, justamente la simple fidelidad al dogma ortodoxo de la Trinidad y la justa concepción de la escatología impiden «toda "teología política" que abusa del anuncio cristiano para justificar una cierta situación política».

 

Los artículos publicados recientemente por 30Días sobre la teología política de Eusebio de Cesarea y sus esfuerzos para cristianizar a las masas mediante los instrumentos del poder me han hecho recordar un libro publicado en 1990 por la Ediciones Dehoniane, titulado La intolerancia cristiana hacia los paganos. La edición de Franco Beatrice recoge estudios de varios especialistas que muestran que con el comienzo del periodo constantiniano, también por influjo de Eusebio, los cristianos que han llegado al poder se vuelven intolerantes con los paganos. El conflicto con el paganismo, al cambiar las relaciones de fuerza, asume la forma de una verdadera intolerancia por parte de los cristianos; antes perseguidos, ahora atacan toda expresión pública del paganismo, llegan a destruir los templos paganos y a cometer violencias que van más allá de los límites de la legítima defensa.

¿Es intolerante la fe cristiana? Hoy algunos, incluso dentro de la Iglesia, consideran como expresión de intolerancia toda forma de anuncio cristiano decidido y entusiasta. La simple propuesta de la verdad cristiana (cf. 30Días, n.106-107, julio-agosto 1996, pp.48-49), el «ven y ve» evangélico sería ya, para éstos, una forma de violencia y atropello.

Bastaría leer el Evangelio para darse cuenta de que el modo en que la fe se comunica es lo contrario de toda imposición forzada. Cuando Jesús encuentra a sus primeros discípulos no les fuerza a reconocer su divinidad con discursos y con presiones físicas o psicológicas.

Deja que, con el tiempo, el carácter excepcional que desde el primer impacto los discípulos perciben en él se revele no como una fulguración momentánea, sino como la manifestación progresiva de su descendencia divina. La convivencia, en el tiempo, mediante la repetición de hechos que sorprenden, hace que la primera impresión sea cada vez más grande y evidente y se transforme en certeza.

Como escribe monseñor Luigi Giussani en la introducción al libro En busca del rostro humano, Jesucristo se revela como Hijo de Dios y nuestro salvador «no porque se impone como tal (y hubiera podido - ¡era Dios!), sino porque se comunica a través de la dinámica más conforme y respetuosa del conocimiento humano: él, en efecto, se revela como una presencia que corresponde de modo excepcional a los deseos más naturales del corazón y de la razón humanos».

Una correspondencia semejante no se puede imponer. Sólo puede reconocerse cuando nace, cuando sucede en un encuentro.

Pero hay más. Es el mismo Jesús, en el Evangelio, el que indica que la fe no se impone desde fuera, con la fuerza, y que, por tanto, hay que ser tolerantes con todos los que no Le reconocen. Cuando narra la parábola de la cizaña (Mt 13), Jesús compara el reino de los cielos con un hombre que siembra semilla buena en su campo. Llega su enemigo y a escondidas siembra la cizaña entre el trigo. Cuando brotaron las espigas apareció también la cizaña. Los siervos se ofrecieron para arrancarla, pero el amo les dijo: «No, por si acaso al escardar la cizaña arrancáis con ella el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega. Al tiempo de la siega diré a los segadores: entresacad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla; el trigo, almacenadlo en mi granero».

Otro episodio, narrado por Lucas (Lc 9, 51-56), no es una parábola sino un contraste verdadero entre Jesús y sus discípulos. Sucede cuando, en el viaje hacia Jerusalén, Jesús y sus discípulos tienen problemas en una aldea de samaritanos que se niegan a recibirlos. Entonces Santiago y Juan tienen una reacción instintiva de intolerancia: «Señor, si quieres decimos que caiga un rayo y acabe con ellos». Jesús se volvió y les regañó por su impulso colérico. Jesús mismo tolera que haya otros que no Le reciben. Tolera la incredulidad.

El estupor de la gracia y, en este estupor, el reconocimiento de la verdad, suceden o no suceden. No pueden imponerse.

En una entrevista concedida a 30Días (n.102, marzo, 1996), el patrólogo Nello Cipriani mostró muy bien cómo la tolerancia hacia quienes no aceptan el Evangelio no es una actitud inaugurada en tiempos modernos, sino que san Agustín la practicaba como una regla de origen apostólico. Al principio, efectivamente, la apologética cristiana tendía a absorber y cristianizar las expresiones originales de la cultura pagana, sosteniendo que todo el aporte positivo de la filosofía y de la cultura antigua estaba ya presente en el Evangelio, era "nuestro".

Un sello de propiedad que se aplicaba a todos, comenzando por Platón. Contradiciendo esta praxis, según Cipriani, «Agustín comprendió que los cristianos no necesitaban semejantes invenciones para justificar su utilización de la cultura clásica. […] No hacía falta reivindicar ningún primado o exclusiva. El pensador cristiano debe dialogar con los filósofos y con los mismos herejes para conocer la verdad que ellos tienen en común con los cristianos y de aquí partir para demostrar otras verdades cristianas que ellos niegan o para demostrar la falsedad de tantas otras afirmaciones». Y esto no por una abstracta idea de diálogo o de buena educación: Agustín presenta esta tolerancia como una regla tradicional de la Iglesia, que se remonta a los mismos apóstoles: «Nosotros», escribe Agustín, «seguimos esta regla apostólica recibida de los Padres: si hallamos algo verdadero, también en los hombres malos, corregimos la maldad sin violar lo que en ellos hay de justo. Así, en la misma persona, enmendamos los errores a partir de las verdades que él mismo admite, evitando destruir las cosas verdaderas con la crítica de las falsas» (De unico baptismo 5, 7). Y luego proponemos nuestra verdad cristiana según el mandamiento de Jesús (Mc 16, 15).

Esta regla apostólica fue aplicada históricamente en la tradicional práctica de la Iglesia de distinguir el error del que yerra («No juzguéis y no seréis juzgados»). Pío XII, por ejemplo, precisamente en el momento en que reafirmaban la condena del socialismo marxista, reafirmaba en la encíclica Evangelii praecones (1942), la fidelidad a la enseñanza de san Pablo, «quien, si inculca la necesidad de refutar los errores, enseña también que es necesario salir al encuentro de los descarriados con suma benignidad, y ponderar sus razones, fomentar su confianza y llenar sus anhelos». También respecto a la moral, el reconocimiento de la común fragilidad humana ha sido expresado tradicionalmente como compasión hacia el pecador y ha llevado incluso a la tolerancia de conductas difundidas o leyes contrarias a la moral cristiana (piénsese en la prostitución o en las leyes imperfectas elaboradas por los primeros legisladores cristianos que toleraban el concubinato).

Y, sin embargo, es innegable que a lo largo de la historia la intolerancia fue a menudo el signo distintivo de hombres, poderes e instituciones que se justificaban con la fe cristiana. ¿Por qué que se vuelve uno intolerante en nombre de esa fe cuya comunicación y difusión por naturaleza no pueden más que ser libres? Para comprenderlo, puede servir de ayuda el caso citado al principio: la intolerancia antipagana del periodo constantiniano, favorecida por la identificación, realizada por Eusebio, entre Imperio y Reino de Cristo. La tentación de la intolerancia, no tanto como expresión de un límite (somos todos pecadores, y como hemos, visto también los apóstoles tuvieron arrebatos de humanísima ira), cuanto como expresión teorizada y programáticamente realizada, nace cada vez que se reduce el cristianismo a ética o cultura.

La intolerancia está al acecho cuando se olvida que la vida cristiana se comunica sólo en la fe y en virtud de un encuentro sacramental, que corresponde de manera excepcional a las exigencias originarias del corazón; cuando se olvida que la fe es un don gratuito, que recibimos sin mérito nuestro. Cuando esto se pone entre paréntesis, se buscan atajos y se pretende "cristianizar" a las personas y las masas por medio de proyectos culturales que hegemonicen la mentalidad social, o fuertes instrumentos legislativos y de poder que impongan un estatuto cristiano a la convivencia civil. Es obvio que, hoy como entonces, estas tentativas provocan un rechazo natural.

La intolerancia nace cuando se identifica la comunicación y la defensa de la fe con la realización y la defensa de un determinado orden cultural, social y jurídico. En cambio, como subraya el teólogo luterano convertido al catolicismo Erik Peterson, en su libro El monoteísmo como problema político, justamente el permanecer en el dato de la revelación, justamente la simple fidelidad al dogma ortodoxo de la Trinidad y la justa concepción de la escatología impiden «toda "teología política" que abusa del anuncio cristiano para justificar una cierta situación política».

Es una paradoja, pero también hoy, en una situación aparentemente tan dispuesta al diálogo, las tentaciones de intolerancia son evidentes. Y es evidente cuando, quizás con pretextos pseudoecuménicos, se reduce el cristianismo a una cultura religiosa, a una marca religiosa que al parecer todos han registrado ya en el fondo de sus conciencias y que se trata sólo de hacerla emerger. Sólo si el cristianismo se reduce a una especie de huella cultural, se llega inevitablemente a pensar que una hegemonía cultural -por su naturaleza fácilmente intolerante- es el instrumento adecuado para "imponer" esta huella al mundo. Así se olvida que la fe es una gracia.

 

 

 

Fuente: Revista Internacional 30Días en la Iglesia y el mundo, Marzo 1999