«Al contemplarte todo se rinde»: reflexiones sobre la Eucaristía a la luz del «Adoro te devote»
Primera predicación de Adviento del padre Raniero Cantalamessa

CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 3 diciembre 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la primera predicación que, como preparación a la Navidad, pronunció en la mañana de este viernes de la I semana de Adviento, ante el Santo Padre y sus colaboradores de la Curia, el predicador de la Casa Pontificia, el padre Raniero Cantalamessa OFM Cap.

En la capilla «Redemptoris Mater» del Palacio Apostólico, el padre Cantalamessa ha iniciado con su predicación una serie de reflexiones Eucarísticas a la luz del «Adoro te devote» --«Al contemplarte todo se rinde» ha sido el tema de esta meditación--, en el contexto del Año de la Eucaristía convocado por Juan Pablo II.

 

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Primera predicación
ADORO TE DEVOTE



En respuesta al deseo y a las intenciones del Santo Padre de dedicar el año en curso a la Eucaristía, la predicación de este Adviento –y, si es voluntad de Dios, también la de la próxima Cuaresma— será un comentario, estrofa a estrofa, del «Adoro te devote».

Con su encíclica «Ecclesia de Eucharistia» el Santo Padre Juan Pablo II se ha propuesto, dice, renovar en la Iglesia «el estupor eucarístico» [1] y el «Adoro te devote» se presta maravillosamente para lograr este objetivo. Aquél puede servir para dar un soplo espiritual y un alma a todo lo que se hará, en este año, para honrar la Eucaristía.

Un cierto modo de hablar de la Eucaristía, lleno de cálida unción y devoción, y además de profunda doctrina, expulsado por la llegada de la teología llamada «científica», se refugió en los antiguos himnos eucarísticos y es ahí donde debemos ir a buscar si queremos superar un cierto conceptualismo árido que ha afligido al sacramento del altar después de tantas disputas a su alrededor.

La nuestra, sin embargo, no quiere ser una reflexión sobre el «Adoro te devote», ¡sino sobre la Eucaristía! El himno es sólo el mapa que nos sirve para explorar el territorio, la guía que nos introduce en la obra de arte.

1. Una presencia escondida

En esta meditación reflexionamos sobre la primera estrofa del himno. Dice así:

Adóro te devóte, latens Déitas,
quae sub his figúris vere látitas:
tibi se cor meum totum súbicit,
quia te contémplans totum déficit.


Te adoro con devoción, Divinidad oculta,
verdaderamente escondida bajo estas apariencias.
A ti se somete mi corazón por completo,
y se rinde totalmente al contemplarte.

Se hicieron intentos de establecer el texto crítico del himno en base a los pocos manuscritos existentes anteriores a la imprenta. Las variaciones respecto al texto que conocemos no son muchas. La principal se refiere precisamente a los dos primeros versos de esta estrofa que, según Wilmart, al principio resonaban así: Adoro devote latens veritas / Te qui sub his formis vere latitas, donde «veritas» estaría por la persona de Cristo y «formis» sería el equivalente a «figuris».

Pero aparte del hecho de que esta lectura es todo menos segura [2], hay otro motivo que empuja a atenerse al texto tradicional. Éste, como otros venerables himnos litúrgicos latinos del pasado, pertenecen a la colectividad de los fieles que lo han cantado durante siglos, lo han hecho propio y casi recreado, no menos que el autor que lo ha compuesto, frecuentemente, por lo demás, anónimo. El texto divulgado no tiene menos valor que el texto crítico y es con él de hecho que el himno sigue siendo conocido y cantado en toda la Iglesia.

En cada estrofa del «Adoro te devote» hay una afirmación teológica y una invocación que es la respuesta orante del alma al misterio. En la primera estrofa la verdad teológica evocada se refiere al modo de presencia de Cristo en las especies eucarísticas. La expresión latina «vere latitas» es densísima en significado; quiere decir: estás escondido, pero estás verdaderamente (en la parte en que el acento está en «vere»), y quiere decir también: estás verdaderamente, pero escondido (donde el acento se pone en «latitas», en el carácter sacramental de esta presencia).

Para comprender este modo de hablar de la Eucaristía hay que tener en cuenta el «gran cambio» que se verifica en torno a la Eucaristía en el paso de la teología simbólica de los Padres a la dialéctica de la Escolástica. Ella tiene sus remotos inicios en el siglo IX, con Pascasio Radberto y Ratramno de Corbie: el primero defensor de una presencia física y material de Cristo en el pan y en el vino, el segundo de una presencia verdadera y real, pero sacramental, no física; explota en cambio abiertamente sólo más tarde, con Berengario de Tours (H 1088), que acentúa hasta tal punto el carácter simbólico y sacramental de Cristo en la Eucaristía como para comprometer la fe en la realidad objetiva de tal presencia.

Mientras que antes se decía que Cristo en la Eucaristía está presente sacramentalmente, o, según los orientales, mistéricamente, ahora, con un lenguaje tomado prestado desde Aristóteles, se dice que está presente sustancialmente, o según la sustancia. Figura no indica ya, como sacramentum, el conjunto de los signos con que se realiza la presencia de Cristo, sino sencillamente las «especies o apariencias» del pan y del vino, en el lenguaje técnico los accidentes [3].

Nuestro himno se sitúa claramente en este lado del cambio, si bien evita el recurso a los nuevos términos filosóficos, poco apropiados en un texto poético. En el verso «quae sub his figuris vere latitas», el término figura indica las especies del pan y del vino en cuanto que ocultan lo que contienen y contienen lo que ocultan [4].

2. En devota adoración

Decía que en cada estrofa del himno hallamos una afirmación teológica seguida de una invocación con la que el orante responde a aquella y se apropia de la verdad evocada. A la afirmación de la presencia real, si bien escondida, de Cristo en el pan y en el vino el orante responde derritiéndose literalmente en devota adoración y arrastrando consigo, en el mismo movimiento, las innumerables formaciones de almas que durante más de medio milenio han orado con sus palabras.

Adoro: esta palabra con la que se abre el himno es por sí sola una profesión de fe en la identidad entre cuerpo eucarístico y el cuerpo histórico de Cristo, «nacido de María Virgen, que verdaderamente padeció y fue inmolado en la cruz por el hombre». Es sólo gracias a esta identidad de hecho y a la unión hipostática en Cristo entre humanidad y divinidad que podemos estar en adoración ante la hostia consagrada sin pecar de idolatría. Ya decía San Agustín: «En esta carne [el Señor] caminó aquí y esta misma carne nos ha dado para comer para la salvación; y ninguno come esa carne sin haberla adorado antes... Nosotros no pecamos adorándola, pero pecamos si no la adoramos» [5].

¿Pero en qué consiste exactamente y cómo se manifiesta la adoración? La adoración puede estar preparada por prolongada reflexión, pero termina con una intuición y, como toda intuición, no dura mucho. Es como un rayo de luz en la noche. Pero de una luz especial: no tanto la luz de la verdad, cuanto la luz de la realidad. Es la percepción de la grandeza, majestad, belleza, y a la vez de la bondad de Dios y de su presencia lo que quita la respiración. Es una especie de naufragio en el océano sin orillas y sin fondo de la majestad de Dios.

Una expresión de adoración, más eficaz que cualquier palabra, es el silencio. Adorar, según la estupenda expresión de San Gregorio Nacianceno, significa elevar a Dios un «himno de silencio». Hubo un tiempo en que, para entrar en un clima de adoración ante el Santísimo, me bastaba repetir las primeras palabras de un himno del místico alemán del siglo XVII Gerhard Tersteegen, que aún hoy se canta en las iglesias protestantes y católicas de Alemania:

«Dios está aquí presente; ¡venid, adoremos!
Con santa reverencia, entremos en su presencia.
Dios está aquí en medio: todo calla en nosotros
Y lo íntimo del pecho se postra en su presencia». [6]

Tal vez porque las palabras de una lengua extranjera están menos agotadas por el uso y la banalización, lo cierto es que aquellas palabras me producían cada vez un estremecimiento interior. «Gott ist gegenwärtig, Dios está presente, ¡Dios está aquí!: las palabras se desvanecían rápidamente, quedaba sólo la verdad que habían transmitido, el «sentimiento vivo de la presencia» de Dios.

El sentido de la adoración está reforzado, en nuestro himno, por el de la devoción: «adoro te devote». La Edad Media dio a este término un significado nuevo respecto a la antigüedad pagana y cristiana. Con él se indicaba al principio la adhesión a una persona, expresada en un fiel servicio y, en la costumbre cristiana, toda forma de servicio divino, sobre todo el litúrgico de la recitación de los salmos y de las oraciones.

En los grandes autores espirituales de la Edad media la palabra se interioriza; pasa a significar no las prácticas exteriores, sino las disposiciones profundas de corazón. Para San Bernardo indica «el fervor interior del alma encendida por el fuego de la caridad» [7]. Con San Buenaventura y su escuela la persona de Cristo se convierte en el objeto central de la devoción, entendida como el sentimiento de conmovida gratitud y amor suscitado por el recuerdo de sus beneficios. El Doctor angélico dedica dos artículos enteros de la Suma a la devoción, que considera el primero y más importante acto de la virtud de la religión [8]. Para él consiste en la prontitud y disponibilidad de la voluntad para ofrecerse a sí misma a Dios que se expresa en un servicio sin reservas y pleno de fervor.

Este rico y profundo contenido lamentablemente se perdió en gran parte después, cuando al concepto de «devoción» se arrimó el de «devociones», esto es, de prácticas exteriores y particulares, dirigidas no sólo a Dios, sino más a menudo a santos o a lugares determinados, advocaciones e imágenes. Se volvió en la práctica al viejo significado del término.

En nuestro himno el adverbio devote conserva intacta toda la fuerza teológica y espiritual que el propio autor (si él es Tomás de Aquino) había contribuido a dar al término. La mejor explicación de qué se entiende aquí por devotio está en las palabras que siguen en la segunda parte de la estrofa: Tibi se cor meum totum subiicit; «a ti se somete mi corazón por completo». Disponibilidad total y amorosa a hacer la voluntad de Dios.

3. La contemplación eucarística

Queda por tomar la llamarada más alta que es la que se eleva de los dos últimos versos de la estrofa: Quia te contemplans totum deficit: Al contemplarte todo se rinde. La característica de ciertos venerables himnos litúrgicos latinos, como el «Adoro te devote», el «Veni creator» y otros, es la extraordinaria concentración de significado que se realiza en cada palabra. En ellos cada palabra está llena de contenido.

Para comprender plenamente el sentido de esta frase, como de todo el himno, es necesario tener en cuenta el ambiente y el contexto en que nace. Estamos, decía, en este lado del gran cambio de la teología eucarística ocasionado por la reacción a las teorías de Berengario de Tours. El problema sobre el que se concentra casi exclusivamente la reflexión cristiana es el de la presencia real de Cristo en la Eucaristía, que a veces excede en la afirmación de una presencia física y casi material [9]. De Bélgica partió la gran oleada de fervor eucarístico que contagiará en poco tiempo toda la cristiandad y, en 1264, llevará a la institución de la fiesta del Corpus Domini por parte del Papa Urbano IV.

Se acrecienta el sentido de respeto de la Eucaristía y, paralelamente, aumenta el sentido de indignidad de los fieles de acercarse a ella, a causa de las condiciones casi impracticables establecidas para recibir la comunión (ayuno, penitencias, confesión, abstinencia de las relaciones conyugales). La comunión por parte del pueblo pasó a ser un hecho tan raro que el Concilio Lateranense IV en 1215 tuvo que establecer la obligación de comulgar al menos en Pascua. Pero la Eucaristía sigue atrayendo irresistiblemente a las almas y así, poco a poco, la falta del contacto comestible de la comunión se remedia desarrollando el contacto visual de la contemplación. (Observamos que en Oriente, por las mismas razones, a los laicos se les sustrae también el contacto visual porque el rito central de la Misa se desarrolla tras una cortina que después de convertirá en el muro del iconostasio).

La elevación de la hostia y del cáliz en el momento de la consagración, antes desconocido (el primer testimonio escrito de su institución es de 1196), se transforma para los laicos en el momento más importante de la Misa, en el que desahogan sus sentimientos de devoción y esperan recibir gracias. Se tocan en ese momento las campanas para advertir a los ausentes y algunos corren de una Misa a otra para asistir a varias elevaciones. Muchos himnos eucarísticos, entre ellos el «Ave verum», nacen para acompañar este momento; son himnos para la elevación. A ellos pertenece también nuestro «Adoro te devote». Desde el principio hasta el final su lenguaje es el de ver, contemplar: te contemplans, non intueor, nunc aspicio, visu sim beatus.

Nosotros ya no tenemos la misma concepción de la Eucaristía; hace tiempo que la comunión se convirtió en parte integrante de la participación en la Misa; las conquistas de la teología (movimiento bíblico, litúrgico, ecuménico) que confluyeron en el Concilio Vaticano II y en la reforma litúrgica han restablecido en valor, junto a la fe en la presencia real, otros aspectos de la Eucaristía, el banquete, el sacrificio, el memorial, la dimensión comunitaria y eclesial...

Se podría pensar que en este nuevo clima ya no hay lugar para el «Adoro te devote» y las prácticas eucarísticas nacidas en aquel período. En cambio es precisamente ahora cuando esos nos resultan más útiles y necesarios para no perder, a causa de las conquistas de hoy, las de ayer. No podemos reducir la Eucaristía a la sola contemplación de la presencia real de la Hostia consagrada, pero sería también una gran pérdida renunciar a ella. El Papa no hace sino recomendarla desde su primera carta «El misterio y el culto de la Santísima Eucaristía», del Jueves Santo de 1980: «La adoración a Cristo en este sacramento de amor debe encontrar su expresión en diversas formas de devoción eucarística: oración personal ante el Santísimo, horas de adoración, exposiciones breves, prolongadas, anuales... Jesús nos espera en este Sacramento del Amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración y en la contemplación llena de fe».

Nuestros hermanos ortodoxos no comparten este aspecto de la piedad católica; alguno de ellos señala amablemente que el pan está hecho para ser comido, no para ser mirado. Otros, también entre los católicos, observan que la práctica se desarrolló en un tiempo de grave ofuscamiento de la vida litúrgica y sacramental.

Pero a favor de la bondad de la contemplación eucarística no hay especiales explicaciones teológicas y teóricas, sino el imponente testimonio de los hechos, literalmente «una nube de testimonios». Uno bastante reciente es el de Charles de Foucauld, quien hizo de la adoración de la Eucaristía uno de los puntos fuertes de su espiritualidad y de la de sus seguidores. Innumerables almas han alcanzado la santidad practicándola y está demostrada la contribución decisiva que ésta ha dado a la experiencia mística [10]. La Eucaristía, dentro y fuera de la Misa, ha sido para la Iglesia católica lo que en la familia era hasta hace poco el fuego doméstico durante el invierno: el lugar en torno al cual la familia reencontraba su propia unidad e intimidad, el centro ideal de todo.

Esto no quiere decir que no existan también razones teológicas en la base de la contemplación eucarística. La primera es la que brota de la palabra de Cristo: «Haced esto en memoria mía». En la idea de memorial hay un aspecto objetivo y sacramental que consiste en repetir el rito realizado por Cristo que recuerda y hace presente su sacrificio. Pero existe también un aspecto subjetivo y existencial que consiste en cultivar el recuerdo de Cristo, «en tener constantemente en la memoria pensamientos que se refieren a Cristo y a su amor» [11]. Esta «dulce memoria de Jesús» (Jesu dulcis memoria) no está limitada al tiempo que uno pasa ante el tabernáculo; se la puede cultivar con otros medios, como la contemplación de los iconos; pero es cierto que la adoración ante el Santísimo es un medio privilegiado para hacerlo.

Los dos aspectos del memorial –celebración y contemplación de la Eucaristía--, no se excluyen recíprocamente, sino que se integran. La contemplación de hecho es el medio con el que nosotros «recibimos», en sentido fuerte, los misterios, con el cual los interiorizamos y nos abrimos a su acción; es el equivalente de los misterios en el plano existencial y subjetivo; es un modo para permitir a la gracia, recibida en los sacramentos, plasmar nuestro universo interior, esto es, los pensamientos, los afectos, la voluntad, la memoria.

Hay una gran afinidad entre Eucaristía y Encarnación. En la Encarnación –dice San Agustín-- «María concibió al Verbo antes con la mente que con el cuerpo» (Prius concepit mente quam corpore). Es más, añade, de nada le habría valido llevar a Cristo en su vientre si no lo hubiera llevado con amor también en su corazón [12]. También el cristiano debe acoger a Cristo en su mente antes de acogerlo y después tenerlo en su cuerpo. Y acoger a Cristo en la mente significa, concretamente, pensar en él, tener la mirada puesta en él, hacer memoria de él, contemplando el signo que él mismo eligió para permanecer entre nosotros.

4. Olvido de todo

Te contemplans, «al contemplarte», dice nuestro himno. ¿Qué encierra el pronombre «te»? Ciertamente a Cristo realmente presente en la hostia, pero no una presencia estática e inerte; indica todo el misterio de Cristo, la persona y la obra; es volver a escuchar silenciosamente el Evangelio o una frase suya en presencia del autor mismo del Evangelio que da a la palabra una fuerza e inmediatez particular.

Pero esto no es aún la cumbre de la contemplación. Los grandes maestros del espíritu han definido la contemplación: «Una mirada libre, penetrante e inmóvil» (Hugo de San Víctor), o bien: «Una mirada afectiva en Dios» (San Buenaventura). Estar en contemplación eucarística significa, por lo tanto, concretamente, establecer un contacto de corazón a corazón con Jesús presente realmente en la Hostia y, a través de él, elevarse al Padre en el Espíritu Santo. En la meditación prevalece la búsqueda de la verdad, en la contemplación, en cambio, el gozo de la Verdad encontrada. La contemplación tiende siempre a la persona, al todo y no a las partes. Contemplación eucarística es mirar a quien me mira.

Esta fase de contemplación es la descrita por el autor del «Adoro te devote» cuando afirma: te contemplans totum deficit, al contemplarte todo se rinde. Estas son palabras nacidas ciertamente de la experiencia. «Todo se rinde», ¿el qué? No sólo el mundo exterior, las personas, las cosas, sino también el mundo interior de los pensamientos, de las imágenes, de las preocupaciones. «Olvido de todo excepto de Dios», escribía Pascal describiendo una experiencia similar a ésta. Y Francisco de Asís amonestaba a sus hermanos: «¡Gran miseria sería, y miserable mal si, teniéndole a Él así presente, os ocuparais de cualquier otra cosa que hubiera en todo el universo!» [13].

Por la misma época en que se componía nuestro himno, o sea a finales del siglo XIII, Roger Bacon, un gran enamorado de la Eucaristía, escribía estas palabras que parecen un comentario a la primera estrofa del «Adoro te devote» y una confirmación de la experiencia que de ella se trasluce: «Si la majestad divina se hubiera manifestado sensiblemente, no habríamos podido sostenerla y nos habríamos rendido (deficeremus!) del todo por la reverencia, la devoción y el estupor... La experiencia lo demuestra. Los que se ejercitan en la fe y en el amor de este sacramento no consiguen soportar la devoción que nace de una pura fe sin deshacerse en lágrimas y sin que su alma, saliendo de sí misma, se licue por la dulzura de la devoción, hasta el punto de no saber ya dónde se encuentra ni por qué» [14]

La contemplación eucarística es todo menos indulgencia al quietismo. Se ha observado cómo el hombre refleja en sí, a veces también físicamente, lo que contempla. No se está por mucho tiempo expuesto al sol sin que se note en la cara. Permaneciendo prolongadamente y con fe, no necesariamente con fervor sensible, ante el Santísimo asimilamos los pensamientos y los sentimientos de Cristo, por vía no discursiva, sino intuitiva; casi «ex opere operato».

Sucede como en el proceso de fotosíntesis de las plantas. En primavera brotan de las ramas las hojas verdes; éstas absorben de la atmósfera ciertos elementos que, bajo la acción de la luz solar, se «fijan» y transforman en alimento de la planta. ¡Tenemos que ser como esas hojas verdes! Son un símbolo de las almas eucarísticas que, contemplando el «sol de justicia» que es Cristo, «fijan» el alimento que es el Espíritu Santo mismo, en beneficio de todo el gran árbol que es la Iglesia. En otras palabras, es lo que dice el apóstol Pablo: «Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu» (2Co 3,18).

Si ahora, sin embargo, de estos fragmentos de luz que el autor del himno nos ha hecho entrever volvemos con el pensamiento a nuestra realidad y a nuestro pobre modo de estar ante la Eucaristía, nos arriesgamos a sentirnos acobardados y desanimados. Sería del todo erróneo. Es ya un aliento y un consuelo saber que estas experiencias son posibles; que lo que nosotros mismos hemos tal vez experimentado en los momentos de mayor fervor de nuestra vida y después perdido puede volver a encenderse, gracias también al año eucarístico que se nos ha dado a vivir.

Lo único que el Espíritu Santo requiere de nosotros es sólo que le demos nuestro tiempo, aunque al principio pudiera parecer tiempo perdido. Nunca olvidaré la lección que un día se me dio al respecto. Decía a Dios: «Señor, dame el fervor y yo te daré todo el tiempo que quieras para la oración». En mi corazón hallé la respuesta: «Raniero, dame tu tiempo y yo te daré todo el fervor que quieras en la oración». Lo recuerdo por si puede servirle a alguien como a mí.


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[1] Enc. Ecclesia de Eucharistia, 6.

[2] La expresión “latens veritas” recurre en Isidoro de Sevilla, Sent. III, col. 688, l. 22, pero no está referida a Cristo. A favor de «latens Deitas» está el paralelismo con «latens humanitas» de la tercera estrofa y también la posible alusión a Is 45,15: “vere tu es Deus absconditus”.

[3] Cfr. de Lubac, op. cit., p. 287.

[4] Cfr. Sto. Tomás de Aquino, Comentario al Evangelio de Juan, VI, lez. 6, n. 954: «El maná sólo prefiguraba, mientras que este pan contiene aquello que representa» (continet quod figurat).

[5] S. Agustín, In Ps. 98,9 (PL 37, 1264).

[6] G. Tersteegen, Geistliches Blumengärtlein 11, Stuttgart 1969, p.340 s.:
«Gott ist gegenwärtig; laßet uns anbeten,
Und in Ehrfurcht vor ihn treten!
Gott ist in der Mitte; alles in uns schweige
Und sich innigst vor ihm beuge!
»

[7] Cfr. J. Charillon, art. Devotio, in Dict. Spir. 3, col. 715.

[8] Sto. Tomás, S. Th. II, IIae, q.82 a.1-2, cf. J.W. Curran, art. Dévotion, Fondement théologique, in Dict. Spir. III, coll. 716 ss.

[9] La primera fórmula de fe que se hizo suscribir a Berengario sostenía que, en la comunión, el cuerpo y la sangre de Cristo estaban presentes en el altar «sensiblemente y eran en verdad tocados, y partidos por las manos del sacerdote y masticados por los dientes de los fieles» : Denzinger - Sch`nmetzer, Enchiridion symbolorum, 690. Sto. Tomás de Aquino corrige esta afirmación, diciendo que el cuerpo de Cristo «no es partido, ni quebrado, ni dividido por quien lo recibe»: cfr. S. Th. III, q. LXXVII, a.7.

[10] Cfr. E. Longpré, Eucharistie et expérience mystique, in Dict. Spir. IV, coll.1586-1621.

[11] N. Cabasilas, Vita in Cristo, VI,4 (PG 150,653).

[12] Cf Agustín, Sulla santa verginità, 3 (PL 40, 398).

[13] S. Francisco, Lettera a tutti I frati, 2 (FF 220).

[14] Roger Bacon, De sacramento altaris, in Moralis philosophia, ed. E. Massa, Zurigo 1953, pp. 231 s.
 



 

CREO TODO LO QUE HA DICHO EL HIJO DE DIOS
Segunda predicación de Adviento a la Casa Pontificia



La historia del «Adoto te devote» es bastante singular. Es atribuido frecuentemente a Santo Tomás de Aquino, pero los primeros testimonios de tal atribución se remontan a no menos de cincuenta años desde la muerte del Doctor Angélico, ocurrida en 1274. Aunque la paternidad literaria está destinada a permanecer hipotética (como por lo demás, para los otros himnos eucarísticos que se atribuyen a su nombre) es cierto que el himno se sitúa en el surco de su pensamiento y de su espiritualidad.

El texto permaneció casi desconocido durante más de dos siglos y tal vez así habría seguido si San Pío V no lo hubiera introducido entre las oraciones de preparación y de acción de gracias de la Misa impresas en el Misal por él reformado de 1570. Desde aquella fecha el himno se ha impuesto en la Iglesia universal como una de las oraciones eucarísticas más amadas por el clero y por el pueblo cristiano. El nuevo Ritual Romano editado por orden de Pablo VI, lo acogió según el texto crítico establecido por Wilmart entre los textos para el culto eucarístico fuera de la Misa [1].

El abandono del latín corre el riesgo de volver a echarlo en el olvido del que lo rescató San Pío V; por esto es deseable que el año de la Eucaristía contribuya a volver a resaltarlo. Existen de él versiones métricas en los principales idiomas; una, en inglés, por obra del gran poeta jesuita Gerard Manley Hopkins.

Orar con las palabras del «Adoro te devote» significa hoy para nosotros introducirnos en la cálida ola de la piedad eucarística de las generaciones que nos han precedido, de los muchos santos que lo han cantado. Significa tal vez revivir emociones y recuerdos que nosotros mismos hemos experimentado al cantarlo en ciertos momentos de gracia de nuestra vida.

1. Palabra y Espíritu en la consagración

Visus, tactus, gustus in te fállitur,
sed audítu solo tuto créditur.
Credo quidquid dixit Dei Fílius;
nil hoc verbo veritátis vérius


Traducida la segunda estrofa del «Adoto te devote» dice:

La vista, el tacto, el gusto, se equivocan sobre ti,
pero basta con el oído para creer con firmeza.
Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios:
nada es más cierto que esta palabra de Verdad.

La única observación acerca del texto crítico de esta estrofa se refiere al último verso. Así como está, tanto en el canto como en la recitación, se está obligado por la métrica a partir en dos la palabra veritatis (veri – tatis), por lo que parece preferible la variante que cambia el orden de las palabras y lee Nil hoc veritatis verbo verius [2].

No es que los sentidos de la vista, del tacto y del gusto, por sí mismos, se engañen acerca de las especies eucarísticas, sino que somos nosotros los que podemos engañarnos al interpretar aquello que ellos nos dicen. No se engañan, porque el objeto propio de los sentidos son las apariencias –lo que se ve, se toca y se gusta-- y las apariencias son realmente las del pan y del vino. «En este sacramento, escribe Santo Tomás, no hay ningún engaño. Los accidentes de hecho que se perciben por los sentidos están verdaderamente, mientras el intelecto que tiene por objeto la sustancia de las cosas es preservado de caer en engaño por la fe» [3].

La frase «basta con el oído para creer con firmeza, auditu solo tuto créditur», se refiere a la afirmación de Romanos 10,17, que en la Vulgata sonaba: «Fides ex auditu, la fe viene de la escucha». Aquí, sin embargo, no se trata de la escucha de la palabra de Dios en general, sino de la escucha de una palabra precisa pronunciada por aquél que es la verdad misma. Por esto me parece importante mantener, en el último verso, el adjetivo demostrativo «esta palabra» (hoc verbo).

Está claro de qué palabra se trata: de la palabra de la institución que el sacerdote repite en la Misa: «Esto es mi cuerpo» (Hoc est corpus meum); «Éste es el cáliz de mi sangre» (Hic est calix sanguinis mei). La misma palabra con la que, según el autor del Pange lingua, «el Verbo hecho carne transforma el pan en su carne» (verbo carnem éfficit).

Un pasaje de la Suma de Santo Tomás, que nuestro himno parece haber puesto simplemente en poesía, dice: «Que el verdadero cuerpo y sangre de Cristo está presente en este sacramento, es algo que no se puede percibir ni con los sentidos ni con el intelecto, sino con la sola fe, la cual se apoya en autoridad de Dios. Por esto, comentando el pasaje de San Lucas 22,19: Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros, Cirilo dice: No pongas en duda si esto es verdad, sino más bien acepta con fe las palabras del Salvador: porque siendo él la verdad no miente» [4].

Sobre esta palabra de Cristo se ha basado la Iglesia al explicar la Eucaristía; ella es la roca de nuestra fe en la presencia real. «Aunque los sentidos te sugieren lo contrario, decía el mismo San Cirilo de Jerusalén, la fe debe hacerte seguro. No debes, en este caso, juzgar según el gusto, sino dejarte guiar únicamente por la fe» [5].

San Ambrosio es, entre los Padres latinos, quien escribió las cosas más penetrantes sobre la naturaleza de esta palabra de Cristo: «Cuando se llega al momento de realizar el venerable sacramento, el sacerdote no usa ya palabras suyas, sino de Cristo. Es por lo tanto la palabra la que obra (conficit) el sacramento... El Señor dio una orden y fueron hechos los cielos..., dio un mandato y todo empezó a existir. ¿Ves qué eficaz (operatorius) el hablar de Cristo? Antes de la consagración no estaba el cuerpo de Cristo, pero después de la consagración yo te digo que ya está el cuerpo de Cristo. Él ha hablado y se ha hecho, ha dado un mandato y ha sido creado (Cf. Sal 33,9)» [6].

El santo doctor dice que la palabra «Esto es mi cuerpo» es una palabra «operativa», eficaz. La diferencia entre una proposición especulativa o teórica (por ejemplo, «el hombre es un animal racional») y una proposición operativa y práctica (por ejemplo: fiat lux, hágase la luz) es que la primera contempla la cosa como ya existente, mientras la segunda la hace existir, la llama al ser.

Si hay algo que añadir a la explicación de San Ambrosio y a las palabras de nuestro himno es que esa «fuerza operativa» ejercitada por la palabra de Cristo es debida al Espíritu Santo. Era el Espíritu Santo el que daba fuerza a las palabras pronunciadas en vida por Cristo, como declara en un caso él mismo a sus enemigos (Cf. Mt. 12,28). Fue en el Espíritu Santo, dice la carta a los Hebreos, que Jesús «se ofreció a sí mismo a Dios» en su pasión (Cf. Hb 9,14) y es en el mismo Espíritu Santo por lo mismo que él renueva sacramentalmente este ofrecimiento en la Misa.

En toda la Biblia se observa una maravillosa sinergia entre la palabra de Dios, la dabar, y el aliento, la ruach, que la vivifica y la conduce: «Por la palabra del Señor fueron hechos los cielos, por el soplo de su boca toda su mesnada» (Sal 33,6); «Su palabra será una vara que herirá al violento, con el soplo de sus labios matará al malvado» (Is 11,4). ¿Cómo se puede pensar que esta mutua compenetración se haya interrumpido precisamente en el momento culminante de la historia de la salvación?

Ésta fue, al principio, una convicción común tanto a los Padres latinos como a los Padres griegos. A la afirmación de San Gregorio Nacianceno: «Es la santificación del Espíritu Santo lo que confiere al pan y al cáliz la energía que los hace cuerpo y sangre de Cristo» [7], le hace eco, en occidente, la de San Agustín: «El don no es santificado de forma que se convierta en este gran sacramento más que por obra del Espíritu de Dios» [8].

Fue el deterioro de las relaciones entre las dos Iglesias lo que llevó a endurecer cada uno su propia postura y a hacer, también de esto, un punto de disputa. Para oponerse a quien sostenía que «sólo por la virtud del Espíritu Santo el pan se convierte en el cuerpo de Cristo», los latinos, basándose en la autoridad de San Ambrosio, acabaron por insistir exclusivamente sobre las palabras de la consagración [9].

Desde que se renunció al intento indebido de determinar «el instante preciso» en que acontece la conversión de las especies y se considera más justamente el conjunto del rito y la intención de la Iglesia en realizarlo ha habido un reacercamiento entre Ortodoxia e Iglesia Católica también en este punto y cada una reconoce la validez de la Eucaristía de la otra. Palabras de la institución e invocación del Espíritu, juntas, obran el prodigio.

2. Transustanciación y transignificación

Sin usar el término, en esta estrofa del himno está contenida la doctrina de la transustanciación, esto es, como la define el concilio de Trento, de la «admirable y singular conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo y de toda la sustancia del vino en la sangre de nuestro Señor Jesucristo» [10].

¿Es posible hacer comprensible hoy este término filosófico, fuera del exiguo círculo de los especialistas? Yo una vez lo intenté en una transmisión televisiva sobre el Evangelio, poniendo un ejemplo que espero que no parezca irreverente. Al ver a una señora salir de la peluquería con un peinado completamente nuevo, es espontáneo exclamar: «¡Qué transformación!». Ninguno sueña con decir: «¡Qué transustanciación!». Exactamente; han cambiado de hecho la forma y el aspecto externo, pero no el ser profundo y la personalidad. Si antes era inteligente, lo es ahora; si no lo era, tampoco ahora lo es. Han cambiado las apariencias, no la sustancia.

En la Eucaristía sucede exactamente lo contrario: cambia la sustancia, pero no las apariencias. El pan es transustanciado, pero no (al menos en este sentido) transformado; las apariencias de hecho (forma, sabor, color, peso) siguen siendo las de antes, mientras que ha cambiado la realidad profunda, se ha convertido en el cuerpo de Cristo. Se ha realizado la promesa de Jesús escuchada al comienzo: «El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo».

En tiempos recientes la teología ha perseguido este mismo intento de traducir a un lenguaje moderno el concepto de transustanciación con una instrumentación y seriedad muy distinta, recurriendo a las categorías existenciales de transignificación y transfinalización. Con estas palabras es designado «el acto divino (no humano) en el que la sustancia (o sea, el significado y el poder) de un signo religioso es transformado con la revelación personal de Dios» [11].

Como siempre, el intento no salió a la primera. En algunos autores (no en todos) estas nuevas perspectivas, más que explicar la transustanciación, acababan por reemplazarla. En este sentido, en la encíclica Mysterium fidei Pablo VI desaprueba los términos transignificación y transfinalización; más exactamente, desaprueba, escribe, «a quienes se limitan a usar sólo estos términos, sin hacer mención también de la transustanciación».

En realidad, el Papa mismo hace ver, en la citada encíclica, cómo estos nuevos conceptos pueden ser útiles si buscan sacar a la luz nuevos aspectos e implicaciones del concepto de transustanciación sin pretender sustituirlo. «Acontecida la transustanciación, escribe, las especies del pan y del vino sin duda adquieren un nuevo fin, no siendo ya el habitual pan y la habitual bebida, sino el signo de una cosa sagrada y el signo de un alimento espiritual; pero adquieren nuevo significado y nuevo fin en cuanto contienen una nueva “realidad”, que justamente denominamos ontológica» [12].

Aún más claramente se expresó en una homilía por la solemnidad del Corpus Domini pronunciada cuando era arzobispo de Milán: «Este símbolo sagrado de la vida humana que es el pan quiso elegir Cristo para hacer de él símbolo, aún más sagrado, de sí. Lo ha transustanciado, pero no le ha quitado su poder expresivo; es más, ha elevado este poder expresivo a un significado nuevo, a un significado superior, a un significado místico, religioso, divino. Hizo de él una escalera para una ascensión que trasciende el nivel natural. Como un sonido se hace voz, y como la voz se hace palabra, se hace pensamiento, se hace verdad; así el signo del pan ha pasado, del humilde y piadoso ser suyo, a significar un misterio; se ha hecho sacramento, ha adquirido el poder de demostrar presente el cuerpo de Cristo» [13].

La teología católica ha procurado revisar y profundizar en el concepto de transignificación y transfinalización a la luz de las reservas de Pablo VI [14]. Tal vez, a pesar de estos esfuerzos, no se ha llegado aún a una solución ideal que responda a todas las exigencias, pero no se puede renunciar a proseguir en el esfuerzo de «inculturar» en el mundo de hoy la fe en la Eucaristía, como los Padres de la Iglesia y Santo Tomás de Aquino hicieron, cada uno en su tiempo y en su cultura.

El próximo sínodo de los obispos sobre «La Eucaristía fuente y culmen de la vida y de la misión de la Iglesia» podrá dar una preciosa contribución en esta dirección. No es posible de hecho mantener viva y nueva la compresión de la Eucaristía en la Iglesia de hoy si nos detenemos en la fase de la reflexión teológica alcanzada hace muchos siglos, como si la exégesis, la teología bíblica, el movimiento ecuménico y la propia teología dogmática no hubieran aportado mientras tanto nada nuevo en este campo. También frente a los nuevos intentos de explicación del misterio eucarístico debemos aplicar el principio de discernimiento indicado por el Apóstol: «Examinadlo todo y quedaos con lo bueno» (1 Ts 5,21).

3. Misterio de la fe

Pasemos ahora a la respuesta que el autor del himno nos invita a gritar con él a la verdad enunciada. Está condensada en una palabra: ¡Creo! Credo quidquid dixit Dei Filius. Al término de la consagración del cáliz (en el antiguo Canon romano, directamente en medio de ella) resuena la exclamación: Mysterium fidei! ¡Misterio de la fe!

La fe es necesaria para que la presencia de Jesús en la Eucaristía sea no sólo «real», sino también «personal», esto es, de persona a persona. Una cosa es «estar ahí» y otra «estar presente». Sin la fe Cristo está en la Eucaristía, pero no está para mí. La presencia supone uno que está presente y uno para quien está presente; supone comunicación recíproca, el intercambio entre dos sujetos libres, que se percatan el uno del otro. Es mucho más, por lo tanto, que el simple estar en un determinado lugar. Ya en el tiempo en que Jesús estaba presente físicamente en la tierra, se necesitaba la fe; si no –como repite muchas veces él mismo en el Evangelio— su presencia no servía de nada, más que de condena: «¡Ay de ti Corazín, ay de ti Cafarnaúm!».

«Todos aquellos que vieron al Señor Jesucristo según la humanidad, amonestaba Francisco de Asís, y no vieron ni creyeron, según el Espíritu y la divinidad, que Él es el verdadero Hijo de Dios, están condenados; y así ahora todos los que ven el sacramento del cuerpo de Cristo, que es consagrado por medio de las palabras del Señor sobre el altar por las manos del sacerdote bajo las especies del pan y del vino, y no ven y no creen según el espíritu y la divinidad, que sea verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre del Señor nuestro Jesucristo, están condenados» [15]. «No abráis de par en par la boca, sino el corazón, decía San Agustín. No nos alimenta lo que vemos, sino lo que creemos» [16].

¿Pero qué significa exactamente la exclamación Mysterium fidei en la Misa? No sólo aquello que como misterio indica el lenguaje corriente, esto es, una verdad inaccesible para la razón humana y cognoscible sólo por revelación (misterio de la Trinidad, misterio de la encarnación); no indica sólo algo que no se puede comprender, sino también «lo que no se acaba nunca de comprender».

Con la expresión «Misterio de la fe», al principio se quiso probablemente afirmar que «la Eucaristía contiene y desvela toda la economía de la redención» [17]. Actualiza todo el misterio cristiano. «Cada vez que se celebra el memorial de este sacrificio –dice una oración del Sacramentario gelasiano aún hoy en uso— se realiza la obra de nuestra redención» [18]. «Cuando el sacerdote proclama “¡Misterio de la fe!”, los presentes, observa Juan Pablo II en su encíclica, responden evocando lo esencial de toda la historia de la salvación: “Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!”» [19].

No sólo toda la historia de la salvación está presente en la Eucaristía, sino también toda la Trinidad que es su artífice; no sólo lo que los Padres llamaban la oikonomia, sino también lo que llamaban la theologia. El Padre tanto amó al mundo que le dio su Unigénito para salvarlo; el Hijo tanto amó a los hombres que dio por ellos su vida; Padre e Hijo han querido unir tan íntimamente consigo a los hombres que infunden en ellos el Espíritu Santo, para que su misma vida more en sus corazones. ¡Y la Misa es todo esto!

Un fruto del año eucarístico esperado por el Papa, se decía la vez pasada, es renovar el estupor ante el misterio eucarístico. «Oh, Dios mío, esto es demasiado mayor que nosotros: sé tu sólo, por favor, responsable de esta enormidad». Así Paul Claudel expresa, como poeta, su estupor frente a la Eucaristía [20].

El peligro más grave que corre la Eucaristía es el acostumbramiento, darla por descontado y por lo tanto banalizarla. Sucede que cada tanto se vuelve a oír entre nosotros el grito de Juan Bautista: «En medio de vosotros está uno a quien no conocéis» (Jn 1,26). Nos horrorizamos justamente de las noticias de tabernáculos violados, copones robados para fines execrables. Tal vez de ellos Jesús repite lo que dijo de los que le crucificaban: «No saben lo que hacen», pero lo que más le entristece es quizá la frialdad de los suyos. A ellos –o sea, a nosotros-- les repite las palabras del salmo: «Si todavía un enemigo me ultrajara, podría soportarlo...; pero tú, mi compañero, mi amigo y confidente» (Sal 54,13-14). En las revelaciones a Santa Margarita María de Alacoque, Jesús no se lamentaba tanto de los pecados de los ateos del tiempo como de la indiferencia y frialdad de las almas a él consagradas.

El Señor se sirvió de una mujer no creyente para hacerme entender qué debería experimentar uno que se tomara la Eucaristía en serio. Le había dado a leer un libro sobre este tema, al verla interesada sobre el problema religioso, aunque era atea. Tras una semana, me lo devolvió diciéndome: «Usted no me puso entre las manos un libro, sino una bomba... ¿Pero se da cuenta de la enormidad del tema? Según lo que está aquí escrito, bastaría abrir los ojos para descubrir que existe todo un mundo diferente en torno a nosotros; que la sangre de un hombre muerto hace dos mil años nos salva a todos. ¿Sabe que al leerlo me temblaban las piernas y a cada rato debía dejar de leerlo y levantarme? Si esto es cierto, cambia todo».

Junto al gozo de ver que la semilla no había sido echada en vano, al oírla experimentaba una gran sensación de humillación y vergüenza. Yo había recibido la comunión pocos minutos antes, pero no me temblaban las piernas. No estaba del todo equivocado aquel ateo que dijo un día a un amigo creyente: «Si yo pudiera creer que en aquella hostia está verdaderamente el Hijo de Dios, como decís vosotros, creo que caería de rodillas y no me levantaría nunca más».

La estrofa del «Adoro te devote» que hemos comentado en esta meditación llama de cerca la del Pange lingua que dice:

La palabra es carne
y hace carne y cuerpo
con palabra suya
lo que fue pan nuestro.
Hace sangre el vino,
y, aunque no entendemos,
basta fe, si existe
corazón sincero.

Cantémosla juntos en latín, intentado expresar con ella nuestra fe y nuestro estupor eucarístico:

Verbum caro panem verum
verbo carnem éfficit:
fitque sanguis Christi merum.
Et si sensus déficit,
ad firmándum cor sincérum
sola fides súfficit.


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[1] Rituale Romanum. «De sacra communione et de cultu Mysterii Eucharistici extra Missam», Typis Polyglottis Vaticanis 1973, pp. 61.s.

[2] Wilmart, La tradition littéraire et textuelle de “l’Adoro te devote” , en Recherches de Théologie ancienne et médiévale, 1, 1929, p. 159, se lee “nichil veritatis verbo verius” ; yo creo que, con la mayoría de los manuscritos, hay que mantener el adjetivo «esta» (hoc verbo) por el motivo que explicaré más adelante.

[3] S. Th. III, q. 75, a. 5, ad 2.

[4] S. Th. , IIIª, q. 75, a. 1.

[5] S. Cirilo de Jerusalén, Catechesi mistagogiche, IV, 2.6.

[6] S. Ambrosio, De sacramentis, IV, 14-15.

[7] S. Gregorio Nacianceno, PG 33, 1113. 1124.

[8] S. Agustín, De Trinitate, III, 4,10 (PL, 42, 874).

[9] Cf. S. Tomás de Aquino, S.Th, III, q. LXXVIII, a.4: la frase citada se atribuye al Damasceno.

[10] Denzinger - Schönmetzer, n. 1652.

[11] J.M. Powers, Teologia eucaristica, Brescia 1969, p.220.

[12] Mysterium fidei, 47.

[13] G.B. Card. Montini, Pane celeste e vita sociale, en “Rivista diocesana milanese”, 1959, pp. 428 ss, reproducido en Il Gesú di Paolo VI, a cargo de v. Levi, Milán, Mondadori 1985, p.189.

[14] Cfr., por ejemplo, J.-M. R. Tillard, en Eucharistia. Encyclopédie de l’Eucharistie, a cargo de M. Brouard, du Cerf, París 2002, pp. 407

[15] S. Francisco, Ammonizioni, I (FF, 142).

[16] S. Agustín, Sermo 112, 5 (PL 38, 645)

[17] Cfr. M. Righetti, Storia liturgica, III, Milán 1966, p. 396 (la explicación es de B. Botte).

[18] Véase la oración del II domingo del tiempo ordinario.

[19] Enc. Ecclesia de Eucaristia, 5.

[20] P. Claudel, Hymne du Saint Sacrement, en Oeuvre poétique complète, París 1967, p. 402: «Soyez tout seul, mon Dieu, car pour moi ce n’est pas mon affaire, responsable de cette énormité» .


[Traducción del original italiano realizada por Zenit]


PIDO LO QUE PIDIÓ EL LADRÓN ARREPENTIDO
Tercera predicación de Adviento a la Casa Pontificia



Una laude de Jacopone de Todi, compuesta en torno al año 1300, contiene una clara alusión a la segunda estrofa del «Adoro te devote» que hemos comentado la vez pasada: «Visus, tactus, gustus...» . En ella Jacopone imagina una especie de contienda entre los distintos sentidos humanos a propósito de la Eucaristía: tres de ellos (la vista, el tacto y el gusto) dicen que es sólo pan, «sólo el oído» se resiste, asegurando que «bajo estas formas visibles está escondido Cristo» [1]. Si ello no basta para afirmar que el himno es de Santo Tomás de Aquino, muestra sin embargo que es más antiguo de cuanto se pensaba hasta ahora y, al menos por la fecha, no es incompatible con una atribución al Doctor Angélico. Si Jacopone puede aludir a él como a texto conocido debía haber sido compuesto al menos una veintena de años antes y gozar ya de cierta popularidad.

1. Contemporáneos del buen ladrón

Vayamos ahora a la tercera estrofa del himno que nos acompañará en esta meditación:

In cruce latébat sola déitas;
at hic latet simul et humánitas.
Ambo tamen credens atque cónfitens
peto quod petívit latro poénitens.


En la Cruz se escondía sólo la divinidad,
pero aquí también se esconde la humanidad.
Creo y confieso ambas cosas,
pido lo que pidió el ladrón arrepentido.

Se acerca ya la Navidad. Cierta tendencia romántica ha acabado por hacer de la Navidad una fiesta toda humana de la maternidad y de la infancia, de los regalos y de los buenos sentimientos. En la galería Tetriakov de Moscú el cuadro de la Virgen de la Ternura de Vladimir que estrecha hacia sí a Jesús Niño, durante el régimen comunista llevaba la leyenda: «Maternidad». Pero los expertos saben qué significa en esa imagen la mirada preocupada y dibujada de tristeza de la Madre que parece casi querer proteger al niño de un peligro amenazador: anuncia la pasión del Hijo que Simeón le ha hecho entrever en la presentación en el templo.

El arte cristiano ha expresado en mil modos este vínculo entre el nacimiento y la muerte de Cristo. En algunos cuadros de pintores célebres Jesús Niño duerme en las rodillas de la Madre o tendido sobre un paño, en la postura exacta en la que se le representa habitualmente en el descendimiento de la cruz; el cordero atado que a menudo se ve en las representaciones de la Natividad alude al cordero inmolado. En una pintura del siglo XV, uno de los Magos ofrece en regalo al Niño un cáliz con monedas dentro, signo del precio del rescate que él ha venido a pagar por los pecados. (¡El Niño está en actitud de tomar una de las monedas y ofrecerla a quien se la da, signo de que morirá también por él!) [2].

Los artistas han expresado en tal modo una profunda verdad teológica. «El Verbo se hizo carne, escribe San Agustín, para poder morir por nosotros» [3]. Nace para poder morir. En los Evangelios mismos los relatos de la infancia nacieron en un segundo tiempo, como premisa de los relatos de la pasión.

No nos apartamos por lo tanto del significado de la Navidad si, tras los pasos de esta estrofa del himno, meditamos sobre la relación entre la Eucaristía y la cruz. El año de la Eucaristía nos ayuda a comprender el aspecto más profundo de la Navidad. La verdadera y viviente memoria de la Navidad no es el pesebre sino precisamente la Eucaristía. «La Eucaristía, escribe el Papa, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor» [4].

En la tercera estrofa del «Adoro te devote» el autor se traslada espiritualmente al Calvario. En una estrofa sucesiva, la que comienza con las palabras «O memoriale mortis Domini», él contemplará la relación intrínseca y objetiva entre la Eucaristía y la cruz, la relación, esto es, que existe entre acontecimiento y sacramento. Aquí está expresada más bien la relación subjetiva entre lo que sucede en quienes asistieron a la muerte del Señor y lo que debe ocurrir en quien asiste a la Eucaristía; la relación entre quien vivió el acontecimiento y quien celebra el sacramento.

Es una invitación a hacerse «contemporáneos» del acontecimiento conmemorado. Hacerse contemporáneos, en el sentido fuerte y existencial del término, significa no considerar la muerte de Cristo a la luz del después, quiere decir prescindir, al menos por un momento, del halo de gloria que la resurrección le ha conferido e identificarse con aquellos que vivieron en toda su crudeza el «escándalo» de la cruz.

Entre todos los personajes presentes en el Calvario el autor escoge a uno en particular con quien identificarse, el buen ladrón. Un profundo y franco sentimiento de humildad y contrición invade toda la estrofa que quien canta es invitado a hacer suyo. En el estilo alusivo del himno el episodio entero del buen ladrón y todas las palabras por él pronunciadas en la cruz son evocadas por el autor, no sólo la oración final: «Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino».

Él ante todo reprocha al compañero que insulta a Jesús: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho» (Lc 23,40ss). El buen ladrón hace una confesión completa de pecado. Su arrepentimiento es de la más pura calidad bíblica. El verdadero arrepentimiento consiste en acusarse uno mismo y excusar a Dios, atribuirse a sí la responsabilidad del mal y proclamar «Dios es inocente». La fórmula constante del arrepentimiento en la Biblia es: «Tú eres justo en todo lo que has hecho, rectos tus caminos y justos tus juicios, nosotros hemos pecado» (Cf. Dn 3, 28 ss; cf Dt 32, 4 ss).

«Él nada malo ha hecho»: el buen ladrón (o, en todo caso, el Espíritu Santo que ha inspirado estas palabras) se muestra aquí un excelente teólogo. Sólo Dios en efecto sufre como inocente; cualquier otro ser que sufre debe decir: «yo sufro justamente», porque aunque no se sea responsable de la acción que le es imputada, no está nunca del todo sin culpa. Sólo el dolor de los niños inocentes se parece al de Dios y por esto es tan misterioso y tan precioso.

Existe una profunda analogía entre el buen ladrón y quien se acerca con fe a la Eucaristía. El buen ladrón en la cruz vio a un hombre, además condenado a muerte, y creyó que era Dios, reconociéndole el poder de acordarse de él en su Reino. El cristiano está llamado a hacer una acto de fe, desde cierto punto de vista, aún más difícil: «In cruce latébat sola déitas; at hic latet simul et humánitas»: En la Cruz se escondía sólo la divinidad,
pero aquí también se esconde la humanidad.


Pero el orante no duda un instante; se eleva a la altura de la fe del buen ladrón y proclama que cree tanto en la divinidad como en la humanidad de Cristo: «Ambo tamen credens atque cónfitens»: Creo y confieso ambas cosas. Dos verbos; credo, confiteor, creo y confieso. No se trata de una repetición. San Pablo ha ilustrado la diferencia entre creer y confesar: «Con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para conseguir la salvación» (Rm 10,10).


No basta creer en lo secreto del corazón, también hay que confesar públicamente la propia fe. En el tiempo en que fue escrito nuestro himno, la Iglesia había instituido hacía poco tiempo la fiesta del Corpus Domini justamente con este objetivo. En el fondo existía ya el recuerdo de la institución de la Eucaristía el Jueves Santo; si se instituyó esta nueva fiesta no es tanto para conmemorar el acontecimiento como para proclamar públicamente la propia fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Y de hecho, con la solemnidad extraordinaria que ha asumido y las manifestaciones que la han caracterizado en la piedad cristiana (procesiones, adornos de flores...), la fiesta ha llevado a cabo justamente esta tarea [5].

2. Cuerpo, sangre, alma y divinidad

La verdad teológica central en esta estrofa (cada estrofa, hemos observado, tiene una) es que en la Eucaristía está realmente presente Cristo con su divinidad y humanidad, «en cuerpo, sangre, alma y divinidad», según la fórmula tradicional. Vale la pena detenerse un poco en esta fórmula y sus presupuestos, porque al respecto la teología bíblica moderna ha traído alguna novedad de la que no se puede prescindir.

La teología escolástica afirmaba que por las palabras «Esto es mi cuerpo» sobre el altar se hace presente por fuerza del sacramento (vi sacramenti) sólo el cuerpo –esto es, su carne, formada por huesos, nervios, etcétera--, mientras que su sangre y su alma se hacen presentes sólo por fuerza del principio de la «natural concomitancia», por el cual donde existe un cuerpo vivo allí también está necesariamente su sangre y su alma. Paralelamente, con las palabras: «Esta es mi sangre», por fuerza del sacramento se hace presente sólo la sangre, mientras el cuerpo y el alma están sólo por natural concomitancia [6].

Toda esta problemática se debe al hecho de que se toma «cuerpo» en el significado que tiene en la antropología griega, esto es, como aquella parte del hombre que, unida al alma y a la inteligencia, forma el hombre completo. El progreso de las ciencias bíblicas en cambio nos ha hecho advertir que en el lenguaje bíblico, que es el de Jesús y de Pablo, «cuerpo» no indica, como para nosotros hoy, una tercera parte del hombre, sino el hombre entero en cuanto que vive en una dimensión corpórea.

En los contextos eucarísticos cuerpo tiene el mismo significado que tiene en Juan la palabra carne. Sabemos qué significa para Juan decir que el Verbo se hizo «carne»: no que se hizo «carne, huesos, nervios», sino que se hizo hombre. La conclusión liberadora es que el alma de Cristo no está presente en la Eucaristía sólo por la natural concomitancia con el cuerpo, casi indirectamente, sino también por fuerza del sacramento, directamente, estando incluida en lo que Jesús entendía hablando de su cuerpo.

Si se entiende «cuerpo» a la manera filosófica griega, se hace difícil refutar la objeción: ¿qué necesidad había de consagrar aparte la sangre, desde el momento en que aquella no es sino una parte del cuerpo, al nivel de los huesos, de los nervios y de los demás órganos? La respuesta que se daba en un tiempo a esta objeción era la siguiente: «Porque en la pasión de Cristo, de la que el sacramento es memorial, ningún otro componente fue separado de su cuerpo más que la sangre» [7]. ¿Pero puede aún satisfacer una explicación tal?

La explicación, bastante más sencilla, es que la sangre, en la Biblia, es la sede de la vida y el derramamiento de la sangre es por ello el signo elocuente de la muerte. La consagración de la sangre se explica teniendo en cuenta que los sacramentos son signos sagrados y Jesús ha elegido tal signo para dejarnos un vivo «memorial de su pasión». Decir que la Eucaristía es el sacramento del cuerpo y de la sangre de Cristo significa decir que es el sacramento de la vida y de la muerte de Cristo, en su realidad ontológica y en su desenvolvimiento histórico. Cuerpo, sangre y alma, todo por lo tanto, para nuestro consuelo, está presente en la Eucaristía por fuerza de las mismas palabras de Cristo, no por algún efecto colateral.

En nuestro himno toda esta problemática se mantiene afortunadamente fuera y todo se reduce sobriamente a la presencia de humanidad y divinidad de Cristo en la Eucaristía. La presencia de la divinidad, tanto en el cuerpo como en la sangre de Cristo, está asegurada por la unión indisoluble (hipostática, en lenguaje teológico) realizada entre el Verbo y la humanidad en la encarnación. De ello resulta que la Eucaristía no se explica sino a la luz de la encarnación; es, por así decir, la prolongación en clave sacramental [8].

3. Con el corazón se cree

Esto nos impulsa a pasar de la afirmación teológica a la aplicación orante, un movimiento presente en cada estrofa del «Adoro te devote». El aspecto existencial en este caso es la invitación a un renovado acto de fe en la plena humanidad y divinidad de Cristo: Ambo tamen credens atque confitens: Creo y confieso ambas cosas. También la primera estrofa contenía una profesión de fe: Credo quidquid dixit Dei Filius, creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios. Pero allí se trataba sólo de fe en la presencia real de Cristo en el sacramento; aquí el problema es otro; se trata de saber quién es el que se hace presente en el altar; el objeto de la fe es la persona de Cristo, no la acción sacramental.


Credens atque confitens: creo y confieso. Hemos dicho que no basta creer, también hay que confesar. Debemos añadir inmediatamente: ¡no basta confesar, también hay que creer! El pecado más frecuente en los laicos es creer sin confesar, ocultando la propia fe por respetos humanos; el pecado más frecuente en nosotros, hombre de Iglesia, puede ser el de confesar sin creer. Es posible de hecho que la fe se convierta poco a poco en un «credo» que se repite con los labios, como una declaración de pertenencia, una bandera, sin nunca preguntarse si se cree verdaderamente en lo que se dice, se escribe o se predica. Corde creditur, nos ha recordado Pablo, una frase que San Agustín traduce: «De las raíces del corazón sale la fe» [9].

Es necesario sin embargo distinguir la falta de fe de la oscuridad de la fe y de las tentaciones contra ella. En esta tercera semana de Adviento nos acompaña aún la figura de Juan Bautista, pero de una forma nueva e inédita. Es el Bautista que en el Evangelio del domingo pasado envía discípulos a preguntar a Jesús: «¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?» (Mt 11,3).

No se nos debe escapar el drama que se esconde tras este episodio de la vida del Precursor. Está en la cárcel, excluido de todo; sabe que su vida pende de un hilo; pero la oscuridad exterior es nada en comparación con la oscuridad que se ha hecho en su corazón. Ya no sabe si todo aquello por lo que ha vivido es verdadero o falso. Ha señalado al Rabí de Nazaret como el Mesías, como el Cordero de Dios, ha empujado al pueblo e incluso a sus discípulos a unirse a él y ahora la duda punzante de que todo esto pueda haber sido un error suyo, que no sea él el esperado. Qué distinto es este Juan Bautista de aquél de los domingos anteriores en los que tronaba a orillas del Jordán.

¿Pero cómo es que Jesús, que se muestra tan severo frente a la falta de fe de la gente y reprocha a sus discípulos ser «hombres de poca fe», se muestra en esta circunstancia tan comprensivo ante su Precursor? No rechaza dar los «signos» requeridos, como hace en otros casos: «Id y contad a Juan lo que oís y veis...»; habiéndose marchado los enviados, hace del Bautista el mayor elogio jamás salido de su boca: «No ha surgido entre los nacidos de mujer uno mayor que Juan el Bautista». Añade sólo: «Dichoso, dijo Jesús en esa circunstancia, aquél que no halle escándalo en mí» (Mt 11,6). Sabía lo fácil que era «escandalizarse» de él, de su aparente impotencia, del aparente desmentido de los hechos.

La del Bautista es una prueba que se renueva en cada época. Ha habido almas grandes que han vivido sólo de fe y que, en una fase de la vida, con frecuencia justo en la final, han caído en la oscuridad más densa, atormentadas por la duda de haber errado en todo y vivido de engaño. De un obispo amigo suyo supe que un momento de este tipo atravesó antes de morir también Don Tonino Bello, el inolvidable obispo de Molfetta. En estos casos la fe está, y más robusta que nunca, pero escondida en un rincón remoto del alma, donde sólo Dios puede leer.

Si Dios glorificó tanto a Juan Bautista quiere decir que en la oscuridad él nunca dejó de creer en el Cordero de Dios que un día había indicado al mundo. El testamento del apóstol Pablo es también el suyo: «He llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe» (2 Tm 4,7).

La fe es el anillo nupcial que une en alianza a Dios y al hombre (no por nada el anillo nupcial, al menos en italiano, se llama precisamente así, la «fede») [término que designa «fe» y «alianza». Ndt.]. Aquella, dice la Primera Carta de Pedro, al igual que el oro, debe purificarse en el crisol (Cf. 1 P 1,7) y el crisol de la fe es el sufrimiento, sobre todo el sufrimiento causado por la duda y por la que San Juan de la Cruz llama la noche oscura del espíritu. Según la doctrina católica del Purgatorio, todo se puede seguir purificando tras la muerte –la esperanza, la caridad, la humildad...--, excepto la fe. Esta puede purificarse sólo en esta vida, antes que de la fe se pase a la visión, por esto la prueba tan frecuentemente se concentra sobre ella en esta tierra.

No se trata sólo de algunas almas excepcionales. La misma dificultad que empujó al Bautista a enviar mensajeros a Jesús es la que impide aún al pueblo judío reconocer en Jesús de Nazaret al Mesías esperado. Y no sólo ellos. La Segunda Carta de Pedro nos refiere la pregunta que serpenteaba en su tiempo entre los cristianos: «¿Dónde queda la promesa de su venida? Pues desde que murieron los Padres, todo sigue como al principio de la creación» (2 P 3,4). También hoy es ésta la razón que tiene más gente lejos de creer en la redención acontecida: «¡Todo sigue como antes!».

Pedro sugiere una explicación: Dios «usa de paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión» (2 P 3,9). Pero más que razones especulativas hay que sacar del propio corazón la fuerza que hace triunfar la fe sobre la duda y el escepticismo. Es en el corazón donde el Espíritu Santo hace oír al creyente que Jesús está vivo y real, en un modo que no se puede traducir en razonamientos, pero que ningún razonamiento es capaz de vencer.

Basta con una palabra de la Escritura a veces para hacer inflamar esta fe y renovar la certeza. Para mí esta semana ha realizado esta tarea el oráculo de Balaam proclamado en la primera lectura del lunes pasado: «Lo veo, aunque no para ahora; lo diviso, pero no de cerca: de Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel» (Nm 24,17). Nosotros conocemos esta estrella, sabemos a quién pertenece este cetro. No por abstracta deducción, sino porque desde hace dos mil años la realización de la profecía está bajo nuestros ojos.

Nos preparamos para celebrar, como cada año, la aparición de la estrella. Hemos recordado al principio que la Eucaristía es el verdadero pesebre en el que es posible adorar al Verbo de Dios no en imagen, sino en realidad. El signo más claro de la continuidad entre el misterio de la encarnación y el misterio eucarístico es que con las mismas palabras con las que, en el «Adoro te devote», saludamos al Dios escondido bajo las apariencias del pan y del vino, podemos, en Navidad, saludar al Dios escondido bajo las apariencias de un niño. Pongámonos por lo tanto en espíritu ante Jesús Niño en el pesebre y cantemos juntos la primera estrofa de nuestro himno, como si hubiera sido escrita para él:

Adóro te devóte, latens Déitas,
quae sub his figuris vere látitas:
tibi se cor meum totum súbicit,
quia te contémplans totum déficit.

CONTINÚA

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[1] Jacopone de Todi, Laude XLVI: “Li quattro sensi dicono: / Questo si è vero pane. /Solo audito resistelo, / Ciascun de lor fuor remane. / So’ queste visibil forme / Cristo occultato ce stane” [«Los cuatro sentidos dicen: Esto no es sino pan. Sólo el oído se opone y les obliga a la retirada. Bajo estas formas visibles está escondido Cristo»]. Cf. F.J.E. Raby, The Date and Authorship of the Poem Adoro te devote, en “Speculum”, 20, 1945, pp. 236-238. El texto confirmaría la lección «quae sub his formis», en lugar de «quae sub his figuris», en la primera estrofa.

[2] Las pinturas con este tema han constituido una sección de la exposición titulada «La salvación en imágenes» (“Seeing Salvation”) celebrada en Londres en el año 2000 y reproducida en parte en el catálogo de la exposición: cfr. The Images of Christ, Londres 2000, pp. 62-73.

[3] San Agustín, Sermo 23°, 3 (CCL 41, 322); lo mismo afirma Gregorio de Nissa, Or. cat., 32 (PG 45, 80).

[4] Ecclesia de Eucharistia, 55

[5] Cfr. M. Righetti, Storia liturgica, II, Milán 1969, pp.329-339

[6] Cfr. S.Th. III, q. 76, a. 1. El principio de la natural concomitancia es retomado por el concilio de Trento (Denzinger - Sch`nmetzer, 1640) que en cambio en este punto no hace sino citar a Santo Tomás, sin dar a esta explicación valor dogmático.

[7] S. Th. III, q.76. a.2,ad 2.

[8] Es el punto en que basa toda su exposición de la Eucaristía M.J. Scheeben, I misteri del cristianesimo, cap. 6, Morcelliana, Brescia 1960, pp. 458- 526.

[9] San Agustín, In Ioh., 26, 2 (PL 35, 1077).


[Traducción del original italiano realizada por Zenit]