«Al contemplarte todo se rinde»:
reflexiones sobre la Eucaristía a la luz del «Adoro te devote»
Primera predicación de Adviento del
padre Raniero Cantalamessa
CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 3 diciembre 2004 (ZENIT.org).-
Publicamos la primera predicación que, como preparación a la Navidad,
pronunció en la mañana de este viernes de la I semana de Adviento, ante el
Santo Padre y sus colaboradores de la Curia, el predicador de la Casa
Pontificia, el padre Raniero Cantalamessa OFM Cap.
En la capilla «Redemptoris Mater» del Palacio Apostólico, el padre
Cantalamessa ha iniciado con su predicación una serie de reflexiones
Eucarísticas a la luz del «Adoro te devote» --«Al contemplarte todo se
rinde» ha sido el tema de esta meditación--, en el contexto del Año de la
Eucaristía convocado por Juan Pablo II.
* * *
Primera predicación
ADORO TE DEVOTE
En respuesta al deseo y a las intenciones del Santo Padre de dedicar el año
en curso a la Eucaristía, la predicación de este Adviento –y, si es voluntad
de Dios, también la de la próxima Cuaresma— será un comentario, estrofa a
estrofa, del «Adoro te devote».
Con su encíclica «Ecclesia de Eucharistia» el Santo Padre Juan Pablo II se
ha propuesto, dice, renovar en la Iglesia «el estupor eucarístico» [1] y el
«Adoro te devote» se presta maravillosamente para lograr este objetivo.
Aquél puede servir para dar un soplo espiritual y un alma a todo lo que se
hará, en este año, para honrar la Eucaristía.
Un cierto modo de hablar de la Eucaristía, lleno de cálida unción y
devoción, y además de profunda doctrina, expulsado por la llegada de la
teología llamada «científica», se refugió en los antiguos himnos
eucarísticos y es ahí donde debemos ir a buscar si queremos superar un
cierto conceptualismo árido que ha afligido al sacramento del altar después
de tantas disputas a su alrededor.
La nuestra, sin embargo, no quiere ser una reflexión sobre el «Adoro te
devote», ¡sino sobre la Eucaristía! El himno es sólo el mapa que nos sirve
para explorar el territorio, la guía que nos introduce en la obra de arte.
1. Una presencia escondida
En esta meditación reflexionamos sobre la primera estrofa del himno. Dice
así:
Adóro te devóte, latens Déitas,
quae sub his figúris vere látitas:
tibi se cor meum totum súbicit,
quia te contémplans totum déficit.
Te adoro con devoción, Divinidad oculta,
verdaderamente escondida bajo estas apariencias.
A ti se somete mi corazón por completo,
y se rinde totalmente al contemplarte.
Se hicieron intentos de establecer el texto crítico del himno en base a los
pocos manuscritos existentes anteriores a la imprenta. Las variaciones
respecto al texto que conocemos no son muchas. La principal se refiere
precisamente a los dos primeros versos de esta estrofa que, según Wilmart,
al principio resonaban así: Adoro devote latens veritas / Te qui sub his
formis vere latitas, donde «veritas» estaría por la persona de Cristo y
«formis» sería el equivalente a «figuris».
Pero aparte del hecho de que esta lectura es todo menos segura [2], hay otro
motivo que empuja a atenerse al texto tradicional. Éste, como otros
venerables himnos litúrgicos latinos del pasado, pertenecen a la
colectividad de los fieles que lo han cantado durante siglos, lo han hecho
propio y casi recreado, no menos que el autor que lo ha compuesto,
frecuentemente, por lo demás, anónimo. El texto divulgado no tiene menos
valor que el texto crítico y es con él de hecho que el himno sigue siendo
conocido y cantado en toda la Iglesia.
En cada estrofa del «Adoro te devote» hay una afirmación teológica y una
invocación que es la respuesta orante del alma al misterio. En la primera
estrofa la verdad teológica evocada se refiere al modo de presencia de
Cristo en las especies eucarísticas. La expresión latina «vere latitas» es
densísima en significado; quiere decir: estás escondido, pero estás
verdaderamente (en la parte en que el acento está en «vere»), y quiere decir
también: estás verdaderamente, pero escondido (donde el acento se pone en
«latitas», en el carácter sacramental de esta presencia).
Para comprender este modo de hablar de la Eucaristía hay que tener en cuenta
el «gran cambio» que se verifica en torno a la Eucaristía en el paso de la
teología simbólica de los Padres a la dialéctica de la Escolástica. Ella
tiene sus remotos inicios en el siglo IX, con Pascasio Radberto y Ratramno
de Corbie: el primero defensor de una presencia física y material de Cristo
en el pan y en el vino, el segundo de una presencia verdadera y real, pero
sacramental, no física; explota en cambio abiertamente sólo más tarde, con
Berengario de Tours (H 1088), que acentúa hasta tal punto el carácter
simbólico y sacramental de Cristo en la Eucaristía como para comprometer la
fe en la realidad objetiva de tal presencia.
Mientras que antes se decía que Cristo en la Eucaristía está presente
sacramentalmente, o, según los orientales, mistéricamente, ahora, con un
lenguaje tomado prestado desde Aristóteles, se dice que está presente
sustancialmente, o según la sustancia. Figura no indica ya, como
sacramentum, el conjunto de los signos con que se realiza la presencia
de Cristo, sino sencillamente las «especies o apariencias» del pan y del
vino, en el lenguaje técnico los accidentes [3].
Nuestro himno se sitúa claramente en este lado del cambio, si bien evita el
recurso a los nuevos términos filosóficos, poco apropiados en un texto
poético. En el verso «quae sub his figuris vere latitas», el término
figura indica las especies del pan y del vino en cuanto que ocultan lo
que contienen y contienen lo que ocultan [4].
2. En devota adoración
Decía que en cada estrofa del himno hallamos una afirmación teológica
seguida de una invocación con la que el orante responde a aquella y se
apropia de la verdad evocada. A la afirmación de la presencia real, si bien
escondida, de Cristo en el pan y en el vino el orante responde derritiéndose
literalmente en devota adoración y arrastrando consigo, en el mismo
movimiento, las innumerables formaciones de almas que durante más de medio
milenio han orado con sus palabras.
Adoro: esta palabra con la que se abre el himno es por sí sola una profesión
de fe en la identidad entre cuerpo eucarístico y el cuerpo histórico de
Cristo, «nacido de María Virgen, que verdaderamente padeció y fue inmolado
en la cruz por el hombre». Es sólo gracias a esta identidad de hecho y a la
unión hipostática en Cristo entre humanidad y divinidad que podemos estar en
adoración ante la hostia consagrada sin pecar de idolatría. Ya decía San
Agustín: «En esta carne [el Señor] caminó aquí y esta misma carne nos ha
dado para comer para la salvación; y ninguno come esa carne sin haberla
adorado antes... Nosotros no pecamos adorándola, pero pecamos si no la
adoramos» [5].
¿Pero en qué consiste exactamente y cómo se manifiesta la adoración? La
adoración puede estar preparada por prolongada reflexión, pero termina con
una intuición y, como toda intuición, no dura mucho. Es como un rayo de luz
en la noche. Pero de una luz especial: no tanto la luz de la verdad, cuanto
la luz de la realidad. Es la percepción de la grandeza, majestad, belleza, y
a la vez de la bondad de Dios y de su presencia lo que quita la respiración.
Es una especie de naufragio en el océano sin orillas y sin fondo de la
majestad de Dios.
Una expresión de adoración, más eficaz que cualquier palabra, es el
silencio. Adorar, según la estupenda expresión de San Gregorio Nacianceno,
significa elevar a Dios un «himno de silencio». Hubo un tiempo en que, para
entrar en un clima de adoración ante el Santísimo, me bastaba repetir las
primeras palabras de un himno del místico alemán del siglo XVII Gerhard
Tersteegen, que aún hoy se canta en las iglesias protestantes y católicas de
Alemania:
«Dios está aquí presente; ¡venid, adoremos!
Con santa reverencia, entremos en su presencia.
Dios está aquí en medio: todo calla en nosotros
Y lo íntimo del pecho se postra en su presencia». [6]
Tal vez porque las palabras de una lengua extranjera están menos agotadas
por el uso y la banalización, lo cierto es que aquellas palabras me
producían cada vez un estremecimiento interior. «Gott ist gegenwärtig, Dios
está presente, ¡Dios está aquí!: las palabras se desvanecían rápidamente,
quedaba sólo la verdad que habían transmitido, el «sentimiento vivo de la
presencia» de Dios.
El sentido de la adoración está reforzado, en nuestro himno, por el de la
devoción: «adoro te devote». La Edad Media dio a este término un
significado nuevo respecto a la antigüedad pagana y cristiana. Con él se
indicaba al principio la adhesión a una persona, expresada en un fiel
servicio y, en la costumbre cristiana, toda forma de servicio divino, sobre
todo el litúrgico de la recitación de los salmos y de las oraciones.
En los grandes autores espirituales de la Edad media la palabra se
interioriza; pasa a significar no las prácticas exteriores, sino las
disposiciones profundas de corazón. Para San Bernardo indica «el fervor
interior del alma encendida por el fuego de la caridad» [7]. Con San
Buenaventura y su escuela la persona de Cristo se convierte en el objeto
central de la devoción, entendida como el sentimiento de conmovida gratitud
y amor suscitado por el recuerdo de sus beneficios. El Doctor angélico
dedica dos artículos enteros de la Suma a la devoción, que considera el
primero y más importante acto de la virtud de la religión [8]. Para él
consiste en la prontitud y disponibilidad de la voluntad para ofrecerse a sí
misma a Dios que se expresa en un servicio sin reservas y pleno de fervor.
Este rico y profundo contenido lamentablemente se perdió en gran parte
después, cuando al concepto de «devoción» se arrimó el de «devociones», esto
es, de prácticas exteriores y particulares, dirigidas no sólo a Dios, sino
más a menudo a santos o a lugares determinados, advocaciones e imágenes. Se
volvió en la práctica al viejo significado del término.
En nuestro himno el adverbio devote conserva intacta toda la fuerza
teológica y espiritual que el propio autor (si él es Tomás de Aquino) había
contribuido a dar al término. La mejor explicación de qué se entiende aquí
por devotio está en las palabras que siguen en la segunda parte de la
estrofa: Tibi se cor meum totum subiicit; «a ti se somete mi corazón
por completo». Disponibilidad total y amorosa a hacer la voluntad de Dios.
3. La contemplación eucarística
Queda por tomar la llamarada más alta que es la que se eleva de los dos
últimos versos de la estrofa: Quia te contemplans totum deficit: Al
contemplarte todo se rinde. La característica de ciertos venerables himnos
litúrgicos latinos, como el «Adoro te devote», el «Veni creator» y otros, es
la extraordinaria concentración de significado que se realiza en cada
palabra. En ellos cada palabra está llena de contenido.
Para comprender plenamente el sentido de esta frase, como de todo el himno,
es necesario tener en cuenta el ambiente y el contexto en que nace. Estamos,
decía, en este lado del gran cambio de la teología eucarística ocasionado
por la reacción a las teorías de Berengario de Tours. El problema sobre el
que se concentra casi exclusivamente la reflexión cristiana es el de la
presencia real de Cristo en la Eucaristía, que a veces excede en la
afirmación de una presencia física y casi material [9]. De Bélgica partió la
gran oleada de fervor eucarístico que contagiará en poco tiempo toda la
cristiandad y, en 1264, llevará a la institución de la fiesta del Corpus
Domini por parte del Papa Urbano IV.
Se acrecienta el sentido de respeto de la Eucaristía y, paralelamente,
aumenta el sentido de indignidad de los fieles de acercarse a ella, a causa
de las condiciones casi impracticables establecidas para recibir la comunión
(ayuno, penitencias, confesión, abstinencia de las relaciones conyugales).
La comunión por parte del pueblo pasó a ser un hecho tan raro que el
Concilio Lateranense IV en 1215 tuvo que establecer la obligación de
comulgar al menos en Pascua. Pero la Eucaristía sigue atrayendo
irresistiblemente a las almas y así, poco a poco, la falta del contacto
comestible de la comunión se remedia desarrollando el contacto visual de la
contemplación. (Observamos que en Oriente, por las mismas razones, a los
laicos se les sustrae también el contacto visual porque el rito central de
la Misa se desarrolla tras una cortina que después de convertirá en el muro
del iconostasio).
La elevación de la hostia y del cáliz en el momento de la consagración,
antes desconocido (el primer testimonio escrito de su institución es de
1196), se transforma para los laicos en el momento más importante de la
Misa, en el que desahogan sus sentimientos de devoción y esperan recibir
gracias. Se tocan en ese momento las campanas para advertir a los ausentes y
algunos corren de una Misa a otra para asistir a varias elevaciones. Muchos
himnos eucarísticos, entre ellos el «Ave verum», nacen para acompañar este
momento; son himnos para la elevación. A ellos pertenece también nuestro
«Adoro te devote». Desde el principio hasta el final su lenguaje es el de
ver, contemplar: te contemplans, non intueor, nunc aspicio, visu sim
beatus.
Nosotros ya no tenemos la misma concepción de la Eucaristía; hace tiempo que
la comunión se convirtió en parte integrante de la participación en la Misa;
las conquistas de la teología (movimiento bíblico, litúrgico, ecuménico) que
confluyeron en el Concilio Vaticano II y en la reforma litúrgica han
restablecido en valor, junto a la fe en la presencia real, otros aspectos de
la Eucaristía, el banquete, el sacrificio, el memorial, la dimensión
comunitaria y eclesial...
Se podría pensar que en este nuevo clima ya no hay lugar para el «Adoro te
devote» y las prácticas eucarísticas nacidas en aquel período. En cambio es
precisamente ahora cuando esos nos resultan más útiles y necesarios para no
perder, a causa de las conquistas de hoy, las de ayer. No podemos reducir la
Eucaristía a la sola contemplación de la presencia real de la Hostia
consagrada, pero sería también una gran pérdida renunciar a ella. El Papa no
hace sino recomendarla desde su primera carta «El misterio y el culto de
la Santísima Eucaristía», del Jueves Santo de 1980: «La adoración a
Cristo en este sacramento de amor debe encontrar su expresión en diversas
formas de devoción eucarística: oración personal ante el Santísimo, horas de
adoración, exposiciones breves, prolongadas, anuales... Jesús nos espera en
este Sacramento del Amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la
adoración y en la contemplación llena de fe».
Nuestros hermanos ortodoxos no comparten este aspecto de la piedad católica;
alguno de ellos señala amablemente que el pan está hecho para ser comido, no
para ser mirado. Otros, también entre los católicos, observan que la
práctica se desarrolló en un tiempo de grave ofuscamiento de la vida
litúrgica y sacramental.
Pero a favor de la bondad de la contemplación eucarística no hay especiales
explicaciones teológicas y teóricas, sino el imponente testimonio de los
hechos, literalmente «una nube de testimonios». Uno bastante reciente es el
de Charles de Foucauld, quien hizo de la adoración de la Eucaristía uno de
los puntos fuertes de su espiritualidad y de la de sus seguidores.
Innumerables almas han alcanzado la santidad practicándola y está demostrada
la contribución decisiva que ésta ha dado a la experiencia mística [10]. La
Eucaristía, dentro y fuera de la Misa, ha sido para la Iglesia católica lo
que en la familia era hasta hace poco el fuego doméstico durante el
invierno: el lugar en torno al cual la familia reencontraba su propia unidad
e intimidad, el centro ideal de todo.
Esto no quiere decir que no existan también razones teológicas en la base de
la contemplación eucarística. La primera es la que brota de la palabra de
Cristo: «Haced esto en memoria mía». En la idea de memorial hay un aspecto
objetivo y sacramental que consiste en repetir el rito realizado por Cristo
que recuerda y hace presente su sacrificio. Pero existe también un aspecto
subjetivo y existencial que consiste en cultivar el recuerdo de Cristo, «en
tener constantemente en la memoria pensamientos que se refieren a Cristo y a
su amor» [11]. Esta «dulce memoria de Jesús» (Jesu dulcis memoria) no
está limitada al tiempo que uno pasa ante el tabernáculo; se la puede
cultivar con otros medios, como la contemplación de los iconos; pero es
cierto que la adoración ante el Santísimo es un medio privilegiado para
hacerlo.
Los dos aspectos del memorial –celebración y contemplación de la
Eucaristía--, no se excluyen recíprocamente, sino que se integran. La
contemplación de hecho es el medio con el que nosotros «recibimos», en
sentido fuerte, los misterios, con el cual los interiorizamos y nos abrimos
a su acción; es el equivalente de los misterios en el plano existencial y
subjetivo; es un modo para permitir a la gracia, recibida en los
sacramentos, plasmar nuestro universo interior, esto es, los pensamientos,
los afectos, la voluntad, la memoria.
Hay una gran afinidad entre Eucaristía y Encarnación. En la Encarnación
–dice San Agustín-- «María concibió al Verbo antes con la mente que con el
cuerpo» (Prius concepit mente quam corpore). Es más, añade, de nada
le habría valido llevar a Cristo en su vientre si no lo hubiera llevado con
amor también en su corazón [12]. También el cristiano debe acoger a Cristo
en su mente antes de acogerlo y después tenerlo en su cuerpo. Y acoger a
Cristo en la mente significa, concretamente, pensar en él, tener la mirada
puesta en él, hacer memoria de él, contemplando el signo que él mismo eligió
para permanecer entre nosotros.
4. Olvido de todo
Te contemplans, «al contemplarte», dice nuestro himno. ¿Qué encierra
el pronombre «te»? Ciertamente a Cristo realmente presente en la hostia,
pero no una presencia estática e inerte; indica todo el misterio de Cristo,
la persona y la obra; es volver a escuchar silenciosamente el Evangelio o
una frase suya en presencia del autor mismo del Evangelio que da a la
palabra una fuerza e inmediatez particular.
Pero esto no es aún la cumbre de la contemplación. Los grandes maestros del
espíritu han definido la contemplación: «Una mirada libre, penetrante e
inmóvil» (Hugo de San Víctor), o bien: «Una mirada afectiva en Dios» (San
Buenaventura). Estar en contemplación eucarística significa, por lo tanto,
concretamente, establecer un contacto de corazón a corazón con Jesús
presente realmente en la Hostia y, a través de él, elevarse al Padre en el
Espíritu Santo. En la meditación prevalece la búsqueda de la verdad,
en la contemplación, en cambio, el gozo de la Verdad encontrada. La
contemplación tiende siempre a la persona, al todo y no a las partes.
Contemplación eucarística es mirar a quien me mira.
Esta fase de contemplación es la descrita por el autor del «Adoro te devote»
cuando afirma: te contemplans totum deficit, al contemplarte todo se
rinde. Estas son palabras nacidas ciertamente de la experiencia. «Todo se
rinde», ¿el qué? No sólo el mundo exterior, las personas, las cosas, sino
también el mundo interior de los pensamientos, de las imágenes, de las
preocupaciones. «Olvido de todo excepto de Dios», escribía Pascal
describiendo una experiencia similar a ésta. Y Francisco de Asís amonestaba
a sus hermanos: «¡Gran miseria sería, y miserable mal si, teniéndole a Él
así presente, os ocuparais de cualquier otra cosa que hubiera en todo el
universo!» [13].
Por la misma época en que se componía nuestro himno, o sea a finales del
siglo XIII, Roger Bacon, un gran enamorado de la Eucaristía, escribía estas
palabras que parecen un comentario a la primera estrofa del «Adoro te devote»
y una confirmación de la experiencia que de ella se trasluce: «Si la
majestad divina se hubiera manifestado sensiblemente, no habríamos podido
sostenerla y nos habríamos rendido (deficeremus!) del todo por la
reverencia, la devoción y el estupor... La experiencia lo demuestra. Los que
se ejercitan en la fe y en el amor de este sacramento no consiguen soportar
la devoción que nace de una pura fe sin deshacerse en lágrimas y sin que su
alma, saliendo de sí misma, se licue por la dulzura de la devoción, hasta el
punto de no saber ya dónde se encuentra ni por qué» [14]
La contemplación eucarística es todo menos indulgencia al quietismo. Se ha
observado cómo el hombre refleja en sí, a veces también físicamente, lo que
contempla. No se está por mucho tiempo expuesto al sol sin que se note en la
cara. Permaneciendo prolongadamente y con fe, no necesariamente con fervor
sensible, ante el Santísimo asimilamos los pensamientos y los sentimientos
de Cristo, por vía no discursiva, sino intuitiva; casi «ex opere operato».
Sucede como en el proceso de fotosíntesis de las plantas. En primavera
brotan de las ramas las hojas verdes; éstas absorben de la atmósfera ciertos
elementos que, bajo la acción de la luz solar, se «fijan» y transforman en
alimento de la planta. ¡Tenemos que ser como esas hojas verdes! Son un
símbolo de las almas eucarísticas que, contemplando el «sol de justicia» que
es Cristo, «fijan» el alimento que es el Espíritu Santo mismo, en beneficio
de todo el gran árbol que es la Iglesia. En otras palabras, es lo que dice
el apóstol Pablo: «Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto
reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en
esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es
Espíritu» (2Co 3,18).
Si ahora, sin embargo, de estos fragmentos de luz que el autor del himno nos
ha hecho entrever volvemos con el pensamiento a nuestra realidad y a nuestro
pobre modo de estar ante la Eucaristía, nos arriesgamos a sentirnos
acobardados y desanimados. Sería del todo erróneo. Es ya un aliento y un
consuelo saber que estas experiencias son posibles; que lo que nosotros
mismos hemos tal vez experimentado en los momentos de mayor fervor de
nuestra vida y después perdido puede volver a encenderse, gracias también al
año eucarístico que se nos ha dado a vivir.
Lo único que el Espíritu Santo requiere de nosotros es sólo que le demos
nuestro tiempo, aunque al principio pudiera parecer tiempo perdido. Nunca
olvidaré la lección que un día se me dio al respecto. Decía a Dios: «Señor,
dame el fervor y yo te daré todo el tiempo que quieras para la oración». En
mi corazón hallé la respuesta: «Raniero, dame tu tiempo y yo te daré todo el
fervor que quieras en la oración». Lo recuerdo por si puede servirle a
alguien como a mí.
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[1] Enc. Ecclesia de Eucharistia, 6.
[2] La expresión “latens veritas” recurre en Isidoro de Sevilla, Sent. III,
col. 688, l. 22, pero no está referida a Cristo. A favor de «latens Deitas»
está el paralelismo con «latens humanitas» de la tercera estrofa y también
la posible alusión a Is 45,15: “vere tu es Deus absconditus”.
[3] Cfr. de Lubac, op. cit., p. 287.
[4] Cfr. Sto. Tomás de Aquino, Comentario al Evangelio de Juan, VI,
lez. 6, n. 954: «El maná sólo prefiguraba, mientras que este pan contiene
aquello que representa» (continet quod figurat).
[5] S. Agustín, In Ps. 98,9 (PL 37, 1264).
[6] G. Tersteegen, Geistliches Blumengärtlein 11, Stuttgart 1969,
p.340 s.:
«Gott ist gegenwärtig; laßet uns anbeten,
Und in Ehrfurcht vor ihn treten!
Gott ist in der Mitte; alles in uns schweige
Und sich innigst vor ihm beuge! »
[7] Cfr. J. Charillon, art. Devotio, in Dict. Spir. 3, col. 715.
[8] Sto. Tomás, S. Th. II, IIae, q.82 a.1-2, cf. J.W. Curran, art.
Dévotion, Fondement théologique, in Dict. Spir. III, coll. 716 ss.
[9] La primera fórmula de fe que se hizo suscribir a Berengario sostenía
que, en la comunión, el cuerpo y la sangre de Cristo estaban presentes en el
altar «sensiblemente y eran en verdad tocados, y partidos por las manos del
sacerdote y masticados por los dientes de los fieles» : Denzinger -
Sch`nmetzer, Enchiridion symbolorum, 690. Sto. Tomás de Aquino
corrige esta afirmación, diciendo que el cuerpo de Cristo «no es partido, ni
quebrado, ni dividido por quien lo recibe»: cfr. S. Th. III, q. LXXVII, a.7.
[10] Cfr. E. Longpré, Eucharistie et expérience mystique, in Dict.
Spir. IV, coll.1586-1621.
[11] N. Cabasilas, Vita in Cristo, VI,4 (PG 150,653).
[12] Cf Agustín, Sulla santa verginità, 3 (PL 40, 398).
[13] S. Francisco, Lettera a tutti I frati, 2 (FF 220).
[14] Roger Bacon, De sacramento altaris, in Moralis philosophia,
ed. E. Massa, Zurigo 1953, pp. 231 s.
CREO TODO LO QUE HA DICHO EL HIJO DE DIOS
Segunda predicación de Adviento a la Casa Pontificia
La historia del «Adoto te devote» es bastante singular. Es atribuido
frecuentemente a Santo Tomás de Aquino, pero los primeros testimonios de tal
atribución se remontan a no menos de cincuenta años desde la muerte del Doctor
Angélico, ocurrida en 1274. Aunque la paternidad literaria está destinada a
permanecer hipotética (como por lo demás, para los otros himnos eucarísticos que
se atribuyen a su nombre) es cierto que el himno se sitúa en el surco de su
pensamiento y de su espiritualidad.
El texto permaneció casi desconocido durante más de dos siglos y tal vez así
habría seguido si San Pío V no lo hubiera introducido entre las oraciones de
preparación y de acción de gracias de la Misa impresas en el Misal por él
reformado de 1570. Desde aquella fecha el himno se ha impuesto en la Iglesia
universal como una de las oraciones eucarísticas más amadas por el clero y por
el pueblo cristiano. El nuevo Ritual Romano editado por orden de Pablo VI, lo
acogió según el texto crítico establecido por Wilmart entre los textos para el
culto eucarístico fuera de la Misa [1].
El abandono del latín corre el riesgo de volver a echarlo en el olvido del que
lo rescató San Pío V; por esto es deseable que el año de la Eucaristía
contribuya a volver a resaltarlo. Existen de él versiones métricas en los
principales idiomas; una, en inglés, por obra del gran poeta jesuita Gerard
Manley Hopkins.
Orar con las palabras del «Adoro te devote» significa hoy para nosotros
introducirnos en la cálida ola de la piedad eucarística de las generaciones que
nos han precedido, de los muchos santos que lo han cantado. Significa tal vez
revivir emociones y recuerdos que nosotros mismos hemos experimentado al
cantarlo en ciertos momentos de gracia de nuestra vida.
1. Palabra y Espíritu en la consagración
Visus, tactus, gustus in te fállitur,
sed audítu solo tuto créditur.
Credo quidquid dixit Dei Fílius;
nil hoc verbo veritátis vérius
Traducida la segunda estrofa del «Adoto te devote» dice:
La vista, el tacto, el gusto, se equivocan sobre ti,
pero basta con el oído para creer con firmeza.
Creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios:
nada es más cierto que esta palabra de Verdad.
La única observación acerca del texto crítico de esta estrofa se refiere al
último verso. Así como está, tanto en el canto como en la recitación, se está
obligado por la métrica a partir en dos la palabra veritatis (veri –
tatis), por lo que parece preferible la variante que cambia el orden de las
palabras y lee Nil hoc veritatis verbo verius [2].
No es que los sentidos de la vista, del tacto y del gusto, por sí mismos, se
engañen acerca de las especies eucarísticas, sino que somos nosotros los que
podemos engañarnos al interpretar aquello que ellos nos dicen. No se engañan,
porque el objeto propio de los sentidos son las apariencias –lo que se ve, se
toca y se gusta-- y las apariencias son realmente las del pan y del vino. «En
este sacramento, escribe Santo Tomás, no hay ningún engaño. Los accidentes de
hecho que se perciben por los sentidos están verdaderamente, mientras el
intelecto que tiene por objeto la sustancia de las cosas es preservado de caer
en engaño por la fe» [3].
La frase «basta con el oído para creer con firmeza, auditu solo tuto créditur»,
se refiere a la afirmación de Romanos 10,17, que en la Vulgata sonaba: «Fides
ex auditu, la fe viene de la escucha». Aquí, sin embargo, no se trata de la
escucha de la palabra de Dios en general, sino de la escucha de una palabra
precisa pronunciada por aquél que es la verdad misma. Por esto me parece
importante mantener, en el último verso, el adjetivo demostrativo «esta
palabra» (hoc verbo).
Está claro de qué palabra se trata: de la palabra de la institución que el
sacerdote repite en la Misa: «Esto es mi cuerpo» (Hoc est corpus meum);
«Éste es el cáliz de mi sangre» (Hic est calix sanguinis mei). La misma
palabra con la que, según el autor del Pange lingua, «el Verbo hecho
carne transforma el pan en su carne» (verbo carnem éfficit).
Un pasaje de la Suma de Santo Tomás, que nuestro himno parece haber
puesto simplemente en poesía, dice: «Que el verdadero cuerpo y sangre de Cristo
está presente en este sacramento, es algo que no se puede percibir ni con los
sentidos ni con el intelecto, sino con la sola fe, la cual se apoya en autoridad
de Dios. Por esto, comentando el pasaje de San Lucas 22,19: Este es mi cuerpo
que es entregado por vosotros, Cirilo dice: No pongas en duda si esto es
verdad, sino más bien acepta con fe las palabras del Salvador: porque siendo él
la verdad no miente» [4].
Sobre esta palabra de Cristo se ha basado la Iglesia al explicar la Eucaristía;
ella es la roca de nuestra fe en la presencia real. «Aunque los sentidos te
sugieren lo contrario, decía el mismo San Cirilo de Jerusalén, la fe debe
hacerte seguro. No debes, en este caso, juzgar según el gusto, sino dejarte
guiar únicamente por la fe» [5].
San Ambrosio es, entre los Padres latinos, quien escribió las cosas más
penetrantes sobre la naturaleza de esta palabra de Cristo: «Cuando se llega al
momento de realizar el venerable sacramento, el sacerdote no usa ya palabras
suyas, sino de Cristo. Es por lo tanto la palabra la que obra (conficit)
el sacramento... El Señor dio una orden y fueron hechos los cielos..., dio un
mandato y todo empezó a existir. ¿Ves qué eficaz (operatorius) el hablar
de Cristo? Antes de la consagración no estaba el cuerpo de Cristo, pero después
de la consagración yo te digo que ya está el cuerpo de Cristo. Él ha hablado y
se ha hecho, ha dado un mandato y ha sido creado (Cf. Sal 33,9)» [6].
El santo doctor dice que la palabra «Esto es mi cuerpo» es una palabra
«operativa», eficaz. La diferencia entre una proposición especulativa o
teórica (por ejemplo, «el hombre es un animal racional») y una proposición
operativa y práctica (por ejemplo: fiat lux, hágase la luz) es que la
primera contempla la cosa como ya existente, mientras la segunda la hace
existir, la llama al ser.
Si hay algo que añadir a la explicación de San Ambrosio y a las palabras de
nuestro himno es que esa «fuerza operativa» ejercitada por la palabra de Cristo
es debida al Espíritu Santo. Era el Espíritu Santo el que daba fuerza a las
palabras pronunciadas en vida por Cristo, como declara en un caso él mismo a sus
enemigos (Cf. Mt. 12,28). Fue en el Espíritu Santo, dice la carta a los Hebreos,
que Jesús «se ofreció a sí mismo a Dios» en su pasión (Cf. Hb 9,14) y es en el
mismo Espíritu Santo por lo mismo que él renueva sacramentalmente este
ofrecimiento en la Misa.
En toda la Biblia se observa una maravillosa sinergia entre la palabra de Dios,
la dabar, y el aliento, la ruach, que la vivifica y la conduce:
«Por la palabra del Señor fueron hechos los cielos, por el soplo de su
boca toda su mesnada» (Sal 33,6); «Su palabra será una vara que herirá al
violento, con el soplo de sus labios matará al malvado» (Is 11,4). ¿Cómo
se puede pensar que esta mutua compenetración se haya interrumpido precisamente
en el momento culminante de la historia de la salvación?
Ésta fue, al principio, una convicción común tanto a los Padres latinos como a
los Padres griegos. A la afirmación de San Gregorio Nacianceno: «Es la
santificación del Espíritu Santo lo que confiere al pan y al cáliz la energía
que los hace cuerpo y sangre de Cristo» [7], le hace eco, en occidente, la de
San Agustín: «El don no es santificado de forma que se convierta en este gran
sacramento más que por obra del Espíritu de Dios» [8].
Fue el deterioro de las relaciones entre las dos Iglesias lo que llevó a
endurecer cada uno su propia postura y a hacer, también de esto, un punto de
disputa. Para oponerse a quien sostenía que «sólo por la virtud del Espíritu
Santo el pan se convierte en el cuerpo de Cristo», los latinos, basándose en la
autoridad de San Ambrosio, acabaron por insistir exclusivamente sobre las
palabras de la consagración [9].
Desde que se renunció al intento indebido de determinar «el instante preciso» en
que acontece la conversión de las especies y se considera más justamente el
conjunto del rito y la intención de la Iglesia en realizarlo ha habido un
reacercamiento entre Ortodoxia e Iglesia Católica también en este punto y cada
una reconoce la validez de la Eucaristía de la otra. Palabras de la institución
e invocación del Espíritu, juntas, obran el prodigio.
2. Transustanciación y transignificación
Sin usar el término, en esta estrofa del himno está contenida la doctrina de la
transustanciación, esto es, como la define el concilio de Trento, de la
«admirable y singular conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo y de
toda la sustancia del vino en la sangre de nuestro Señor Jesucristo» [10].
¿Es posible hacer comprensible hoy este término filosófico, fuera del exiguo
círculo de los especialistas? Yo una vez lo intenté en una transmisión
televisiva sobre el Evangelio, poniendo un ejemplo que espero que no parezca
irreverente. Al ver a una señora salir de la peluquería con un peinado
completamente nuevo, es espontáneo exclamar: «¡Qué transformación!». Ninguno
sueña con decir: «¡Qué transustanciación!». Exactamente; han cambiado de hecho
la forma y el aspecto externo, pero no el ser profundo y la personalidad. Si
antes era inteligente, lo es ahora; si no lo era, tampoco ahora lo es. Han
cambiado las apariencias, no la sustancia.
En la Eucaristía sucede exactamente lo contrario: cambia la sustancia, pero no
las apariencias. El pan es transustanciado, pero no (al menos en este sentido)
transformado; las apariencias de hecho (forma, sabor, color, peso) siguen siendo
las de antes, mientras que ha cambiado la realidad profunda, se ha convertido en
el cuerpo de Cristo. Se ha realizado la promesa de Jesús escuchada al comienzo:
«El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo».
En tiempos recientes la teología ha perseguido este mismo intento de traducir a
un lenguaje moderno el concepto de transustanciación con una instrumentación y
seriedad muy distinta, recurriendo a las categorías existenciales de
transignificación y transfinalización. Con estas palabras es designado «el acto
divino (no humano) en el que la sustancia (o sea, el significado y el poder) de
un signo religioso es transformado con la revelación personal de Dios» [11].
Como siempre, el intento no salió a la primera. En algunos autores (no en todos)
estas nuevas perspectivas, más que explicar la transustanciación, acababan por
reemplazarla. En este sentido, en la encíclica Mysterium fidei Pablo VI
desaprueba los términos transignificación y transfinalización; más exactamente,
desaprueba, escribe, «a quienes se limitan a usar sólo estos términos, sin hacer
mención también de la transustanciación».
En realidad, el Papa mismo hace ver, en la citada encíclica, cómo estos nuevos
conceptos pueden ser útiles si buscan sacar a la luz nuevos aspectos e
implicaciones del concepto de transustanciación sin pretender sustituirlo.
«Acontecida la transustanciación, escribe, las especies del pan y del vino sin
duda adquieren un nuevo fin, no siendo ya el habitual pan y la habitual bebida,
sino el signo de una cosa sagrada y el signo de un alimento espiritual; pero
adquieren nuevo significado y nuevo fin en cuanto contienen una nueva
“realidad”, que justamente denominamos ontológica» [12].
Aún más claramente se expresó en una homilía por la solemnidad del Corpus Domini
pronunciada cuando era arzobispo de Milán: «Este símbolo sagrado de la vida
humana que es el pan quiso elegir Cristo para hacer de él símbolo, aún más
sagrado, de sí. Lo ha transustanciado, pero no le ha quitado su poder expresivo;
es más, ha elevado este poder expresivo a un significado nuevo, a un significado
superior, a un significado místico, religioso, divino. Hizo de él una escalera
para una ascensión que trasciende el nivel natural. Como un sonido se hace voz,
y como la voz se hace palabra, se hace pensamiento, se hace verdad; así el signo
del pan ha pasado, del humilde y piadoso ser suyo, a significar un misterio; se
ha hecho sacramento, ha adquirido el poder de demostrar presente el cuerpo de
Cristo» [13].
La teología católica ha procurado revisar y profundizar en el concepto de
transignificación y transfinalización a la luz de las reservas de Pablo VI [14].
Tal vez, a pesar de estos esfuerzos, no se ha llegado aún a una solución ideal
que responda a todas las exigencias, pero no se puede renunciar a proseguir en
el esfuerzo de «inculturar» en el mundo de hoy la fe en la Eucaristía, como los
Padres de la Iglesia y Santo Tomás de Aquino hicieron, cada uno en su tiempo y
en su cultura.
El próximo sínodo de los obispos sobre «La Eucaristía fuente y culmen de la vida
y de la misión de la Iglesia» podrá dar una preciosa contribución en esta
dirección. No es posible de hecho mantener viva y nueva la compresión de la
Eucaristía en la Iglesia de hoy si nos detenemos en la fase de la reflexión
teológica alcanzada hace muchos siglos, como si la exégesis, la teología
bíblica, el movimiento ecuménico y la propia teología dogmática no hubieran
aportado mientras tanto nada nuevo en este campo. También frente a los nuevos
intentos de explicación del misterio eucarístico debemos aplicar el principio de
discernimiento indicado por el Apóstol: «Examinadlo todo y quedaos con lo bueno»
(1 Ts 5,21).
3. Misterio de la fe
Pasemos ahora a la respuesta que el autor del himno nos invita a gritar con él a
la verdad enunciada. Está condensada en una palabra: ¡Creo! Credo quidquid
dixit Dei Filius. Al término de la consagración del cáliz (en el antiguo
Canon romano, directamente en medio de ella) resuena la exclamación:
Mysterium fidei! ¡Misterio de la fe!
La fe es necesaria para que la presencia de Jesús en la Eucaristía sea no sólo
«real», sino también «personal», esto es, de persona a persona. Una cosa es
«estar ahí» y otra «estar presente». Sin la fe Cristo está en la Eucaristía,
pero no está para mí. La presencia supone uno que está presente y uno para quien
está presente; supone comunicación recíproca, el intercambio entre dos sujetos
libres, que se percatan el uno del otro. Es mucho más, por lo tanto, que el
simple estar en un determinado lugar. Ya en el tiempo en que Jesús estaba
presente físicamente en la tierra, se necesitaba la fe; si no –como repite
muchas veces él mismo en el Evangelio— su presencia no servía de nada, más que
de condena: «¡Ay de ti Corazín, ay de ti Cafarnaúm!».
«Todos aquellos que vieron al Señor Jesucristo según la humanidad, amonestaba
Francisco de Asís, y no vieron ni creyeron, según el Espíritu y la divinidad,
que Él es el verdadero Hijo de Dios, están condenados; y así ahora todos los que
ven el sacramento del cuerpo de Cristo, que es consagrado por medio de las
palabras del Señor sobre el altar por las manos del sacerdote bajo las especies
del pan y del vino, y no ven y no creen según el espíritu y la divinidad, que
sea verdaderamente el santísimo cuerpo y sangre del Señor nuestro Jesucristo,
están condenados» [15]. «No abráis de par en par la boca, sino el corazón, decía
San Agustín. No nos alimenta lo que vemos, sino lo que creemos» [16].
¿Pero qué significa exactamente la exclamación Mysterium fidei en la
Misa? No sólo aquello que como misterio indica el lenguaje corriente, esto es,
una verdad inaccesible para la razón humana y cognoscible sólo por revelación
(misterio de la Trinidad, misterio de la encarnación); no indica sólo algo que
no se puede comprender, sino también «lo que no se acaba nunca de comprender».
Con la expresión «Misterio de la fe», al principio se quiso probablemente
afirmar que «la Eucaristía contiene y desvela toda la economía de la redención»
[17]. Actualiza todo el misterio cristiano. «Cada vez que se celebra el memorial
de este sacrificio –dice una oración del Sacramentario gelasiano aún hoy en uso—
se realiza la obra de nuestra redención» [18]. «Cuando el sacerdote proclama
“¡Misterio de la fe!”, los presentes, observa Juan Pablo II en su encíclica,
responden evocando lo esencial de toda la historia de la salvación: “Anunciamos
tu muerte, proclamamos tu resurrección, ¡ven Señor Jesús!”» [19].
No sólo toda la historia de la salvación está presente en la Eucaristía, sino
también toda la Trinidad que es su artífice; no sólo lo que los Padres llamaban
la oikonomia, sino también lo que llamaban la theologia. El Padre
tanto amó al mundo que le dio su Unigénito para salvarlo; el Hijo tanto amó a
los hombres que dio por ellos su vida; Padre e Hijo han querido unir tan
íntimamente consigo a los hombres que infunden en ellos el Espíritu Santo, para
que su misma vida more en sus corazones. ¡Y la Misa es todo esto!
Un fruto del año eucarístico esperado por el Papa, se decía la vez pasada, es
renovar el estupor ante el misterio eucarístico. «Oh, Dios mío, esto es
demasiado mayor que nosotros: sé tu sólo, por favor, responsable de esta
enormidad». Así Paul Claudel expresa, como poeta, su estupor frente a la
Eucaristía [20].
El peligro más grave que corre la Eucaristía es el acostumbramiento, darla por
descontado y por lo tanto banalizarla. Sucede que cada tanto se vuelve a oír
entre nosotros el grito de Juan Bautista: «En medio de vosotros está uno a quien
no conocéis» (Jn 1,26). Nos horrorizamos justamente de las noticias de
tabernáculos violados, copones robados para fines execrables. Tal vez de ellos
Jesús repite lo que dijo de los que le crucificaban: «No saben lo que hacen»,
pero lo que más le entristece es quizá la frialdad de los suyos. A ellos –o sea,
a nosotros-- les repite las palabras del salmo: «Si todavía un enemigo me
ultrajara, podría soportarlo...; pero tú, mi compañero, mi amigo y confidente»
(Sal 54,13-14). En las revelaciones a Santa Margarita María de Alacoque, Jesús
no se lamentaba tanto de los pecados de los ateos del tiempo como de la
indiferencia y frialdad de las almas a él consagradas.
El Señor se sirvió de una mujer no creyente para hacerme entender qué debería
experimentar uno que se tomara la Eucaristía en serio. Le había dado a leer un
libro sobre este tema, al verla interesada sobre el problema religioso, aunque
era atea. Tras una semana, me lo devolvió diciéndome: «Usted no me puso entre
las manos un libro, sino una bomba... ¿Pero se da cuenta de la enormidad del
tema? Según lo que está aquí escrito, bastaría abrir los ojos para descubrir que
existe todo un mundo diferente en torno a nosotros; que la sangre de un hombre
muerto hace dos mil años nos salva a todos. ¿Sabe que al leerlo me temblaban las
piernas y a cada rato debía dejar de leerlo y levantarme? Si esto es cierto,
cambia todo».
Junto al gozo de ver que la semilla no había sido echada en vano, al oírla
experimentaba una gran sensación de humillación y vergüenza. Yo había recibido
la comunión pocos minutos antes, pero no me temblaban las piernas. No estaba del
todo equivocado aquel ateo que dijo un día a un amigo creyente: «Si yo pudiera
creer que en aquella hostia está verdaderamente el Hijo de Dios, como decís
vosotros, creo que caería de rodillas y no me levantaría nunca más».
La estrofa del «Adoro te devote» que hemos comentado en esta meditación llama de
cerca la del Pange lingua que dice:
La palabra es carne
y hace carne y cuerpo
con palabra suya
lo que fue pan nuestro.
Hace sangre el vino,
y, aunque no entendemos,
basta fe, si existe
corazón sincero.
Cantémosla juntos en latín, intentado expresar con ella nuestra fe y nuestro
estupor eucarístico:
Verbum caro panem verum
verbo carnem éfficit:
fitque sanguis Christi merum.
Et si sensus déficit,
ad firmándum cor sincérum
sola fides súfficit.
-----------------------------------------------------------
[1] Rituale Romanum. «De sacra communione et de cultu Mysterii
Eucharistici extra Missam», Typis Polyglottis Vaticanis 1973, pp. 61.s.
[2] Wilmart, La tradition littéraire et textuelle de “l’Adoro te devote”
, en Recherches de Théologie ancienne et médiévale, 1, 1929, p. 159, se lee
“nichil veritatis verbo verius” ; yo creo que, con la mayoría de los
manuscritos, hay que mantener el adjetivo «esta» (hoc verbo) por el motivo que
explicaré más adelante.
[3] S. Th. III, q. 75, a. 5, ad 2.
[4] S. Th. , IIIª, q. 75, a. 1.
[5] S. Cirilo de Jerusalén, Catechesi mistagogiche, IV, 2.6.
[6] S. Ambrosio, De sacramentis, IV, 14-15.
[7] S. Gregorio Nacianceno, PG 33, 1113. 1124.
[8] S. Agustín, De Trinitate, III, 4,10 (PL, 42, 874).
[9] Cf. S. Tomás de Aquino, S.Th, III, q. LXXVIII, a.4: la frase citada
se atribuye al Damasceno.
[10] Denzinger - Schönmetzer, n. 1652.
[11] J.M. Powers, Teologia eucaristica, Brescia 1969, p.220.
[12] Mysterium fidei, 47.
[13] G.B. Card. Montini, Pane celeste e vita sociale, en “Rivista
diocesana milanese”, 1959, pp. 428 ss, reproducido en Il Gesú di Paolo VI, a
cargo de v. Levi, Milán, Mondadori 1985, p.189.
[14] Cfr., por ejemplo, J.-M. R. Tillard, en Eucharistia. Encyclopédie de
l’Eucharistie, a cargo de M. Brouard, du Cerf, París 2002, pp. 407
[15] S. Francisco, Ammonizioni, I (FF, 142).
[16] S. Agustín, Sermo 112, 5 (PL 38, 645)
[17] Cfr. M. Righetti, Storia liturgica, III, Milán 1966, p. 396 (la
explicación es de B. Botte).
[18] Véase la oración del II domingo del tiempo ordinario.
[19] Enc. Ecclesia de Eucaristia, 5.
[20] P. Claudel, Hymne du Saint Sacrement, en Oeuvre poétique complète,
París 1967, p. 402: «Soyez tout seul, mon Dieu, car pour moi ce n’est pas mon
affaire, responsable de cette énormité» .
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]
PIDO LO QUE
PIDIÓ EL LADRÓN ARREPENTIDO
Tercera predicación de Adviento a la Casa Pontificia
Una laude de Jacopone de Todi, compuesta en torno al año 1300, contiene una
clara alusión a la segunda estrofa del «Adoro te devote» que hemos comentado
la vez pasada: «Visus, tactus, gustus...» . En ella Jacopone imagina una
especie de contienda entre los distintos sentidos humanos a propósito de la
Eucaristía: tres de ellos (la vista, el tacto y el gusto) dicen que es sólo
pan, «sólo el oído» se resiste, asegurando que «bajo estas formas visibles
está escondido Cristo» [1]. Si ello no basta para afirmar que el himno es de
Santo Tomás de Aquino, muestra sin embargo que es más antiguo de cuanto se
pensaba hasta ahora y, al menos por la fecha, no es incompatible con una
atribución al Doctor Angélico. Si Jacopone puede aludir a él como a texto
conocido debía haber sido compuesto al menos una veintena de años antes y
gozar ya de cierta popularidad.
1. Contemporáneos del buen ladrón
Vayamos ahora a la tercera estrofa del himno que nos acompañará en esta
meditación:
In cruce latébat sola déitas;
at hic latet simul et humánitas.
Ambo tamen credens atque cónfitens
peto quod petívit latro poénitens.
En la Cruz se escondía sólo la divinidad,
pero aquí también se esconde la humanidad.
Creo y confieso ambas cosas,
pido lo que pidió el ladrón arrepentido.
Se acerca ya la Navidad. Cierta tendencia romántica ha acabado por hacer de la
Navidad una fiesta toda humana de la maternidad y de la infancia, de los
regalos y de los buenos sentimientos. En la galería Tetriakov de Moscú el
cuadro de la Virgen de la Ternura de Vladimir que estrecha hacia sí a Jesús
Niño, durante el régimen comunista llevaba la leyenda: «Maternidad». Pero los
expertos saben qué significa en esa imagen la mirada preocupada y dibujada de
tristeza de la Madre que parece casi querer proteger al niño de un peligro
amenazador: anuncia la pasión del Hijo que Simeón le ha hecho entrever en la
presentación en el templo.
El arte cristiano ha expresado en mil modos este vínculo entre el nacimiento y
la muerte de Cristo. En algunos cuadros de pintores célebres Jesús Niño duerme
en las rodillas de la Madre o tendido sobre un paño, en la postura exacta en
la que se le representa habitualmente en el descendimiento de la cruz; el
cordero atado que a menudo se ve en las representaciones de la Natividad alude
al cordero inmolado. En una pintura del siglo XV, uno de los Magos ofrece en
regalo al Niño un cáliz con monedas dentro, signo del precio del rescate que
él ha venido a pagar por los pecados. (¡El Niño está en actitud de tomar una
de las monedas y ofrecerla a quien se la da, signo de que morirá también por
él!) [2].
Los artistas han expresado en tal modo una profunda verdad teológica. «El
Verbo se hizo carne, escribe San Agustín, para poder morir por nosotros» [3].
Nace para poder morir. En los Evangelios mismos los relatos de la infancia
nacieron en un segundo tiempo, como premisa de los relatos de la pasión.
No nos apartamos por lo tanto del significado de la Navidad si, tras los pasos
de esta estrofa del himno, meditamos sobre la relación entre la Eucaristía y
la cruz. El año de la Eucaristía nos ayuda a comprender el aspecto más
profundo de la Navidad. La verdadera y viviente memoria de la Navidad no es el
pesebre sino precisamente la Eucaristía. «La Eucaristía, escribe el Papa,
mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en
continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo
divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en
sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que
recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor»
[4].
En la tercera estrofa del «Adoro te devote» el autor se traslada
espiritualmente al Calvario. En una estrofa sucesiva, la que comienza con las
palabras «O memoriale mortis Domini», él contemplará la relación intrínseca y
objetiva entre la Eucaristía y la cruz, la relación, esto es, que existe entre
acontecimiento y sacramento. Aquí está expresada más bien la relación
subjetiva entre lo que sucede en quienes asistieron a la muerte del Señor y lo
que debe ocurrir en quien asiste a la Eucaristía; la relación entre quien
vivió el acontecimiento y quien celebra el sacramento.
Es una invitación a hacerse «contemporáneos» del acontecimiento conmemorado.
Hacerse contemporáneos, en el sentido fuerte y existencial del término,
significa no considerar la muerte de Cristo a la luz del después, quiere decir
prescindir, al menos por un momento, del halo de gloria que la resurrección le
ha conferido e identificarse con aquellos que vivieron en toda su crudeza el
«escándalo» de la cruz.
Entre todos los personajes presentes en el Calvario el autor escoge a uno en
particular con quien identificarse, el buen ladrón. Un profundo y franco
sentimiento de humildad y contrición invade toda la estrofa que quien canta es
invitado a hacer suyo. En el estilo alusivo del himno el episodio entero del
buen ladrón y todas las palabras por él pronunciadas en la cruz son evocadas
por el autor, no sólo la oración final: «Jesús, acuérdate de mí cuando estés
en tu reino».
Él ante todo reprocha al compañero que insulta a Jesús: «¿Es que no temes a
Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo
hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, éste nada malo ha hecho» (Lc
23,40ss). El buen ladrón hace una confesión completa de pecado. Su
arrepentimiento es de la más pura calidad bíblica. El verdadero
arrepentimiento consiste en acusarse uno mismo y excusar a Dios, atribuirse a
sí la responsabilidad del mal y proclamar «Dios es inocente». La fórmula
constante del arrepentimiento en la Biblia es: «Tú eres justo en todo lo que
has hecho, rectos tus caminos y justos tus juicios, nosotros hemos pecado»
(Cf. Dn 3, 28 ss; cf Dt 32, 4 ss).
«Él nada malo ha hecho»: el buen ladrón (o, en todo caso, el Espíritu Santo
que ha inspirado estas palabras) se muestra aquí un excelente teólogo. Sólo
Dios en efecto sufre como inocente; cualquier otro ser que sufre debe decir:
«yo sufro justamente», porque aunque no se sea responsable de la acción que le
es imputada, no está nunca del todo sin culpa. Sólo el dolor de los niños
inocentes se parece al de Dios y por esto es tan misterioso y tan precioso.
Existe una profunda analogía entre el buen ladrón y quien se acerca con fe a
la Eucaristía. El buen ladrón en la cruz vio a un hombre, además condenado a
muerte, y creyó que era Dios, reconociéndole el poder de acordarse de él en su
Reino. El cristiano está llamado a hacer una acto de fe, desde cierto punto de
vista, aún más difícil: «In cruce latébat sola déitas; at hic latet simul
et humánitas»: En la Cruz se escondía sólo la divinidad,
pero aquí también se esconde la humanidad.
Pero el orante no duda un instante; se eleva a la altura de la fe del buen
ladrón y proclama que cree tanto en la divinidad como en la humanidad de
Cristo: «Ambo tamen credens atque cónfitens»: Creo y confieso ambas
cosas. Dos verbos; credo, confiteor, creo y confieso. No se
trata de una repetición. San Pablo ha ilustrado la diferencia entre creer y
confesar: «Con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se
confiesa para conseguir la salvación» (Rm 10,10).
No basta creer en lo secreto del corazón, también hay que confesar
públicamente la propia fe. En el tiempo en que fue escrito nuestro himno, la
Iglesia había instituido hacía poco tiempo la fiesta del Corpus Domini
justamente con este objetivo. En el fondo existía ya el recuerdo de la
institución de la Eucaristía el Jueves Santo; si se instituyó esta nueva
fiesta no es tanto para conmemorar el acontecimiento como para proclamar
públicamente la propia fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Y
de hecho, con la solemnidad extraordinaria que ha asumido y las
manifestaciones que la han caracterizado en la piedad cristiana (procesiones,
adornos de flores...), la fiesta ha llevado a cabo justamente esta tarea [5].
2. Cuerpo, sangre, alma y divinidad
La verdad teológica central en esta estrofa (cada estrofa, hemos observado,
tiene una) es que en la Eucaristía está realmente presente Cristo con su
divinidad y humanidad, «en cuerpo, sangre, alma y divinidad», según la fórmula
tradicional. Vale la pena detenerse un poco en esta fórmula y sus
presupuestos, porque al respecto la teología bíblica moderna ha traído alguna
novedad de la que no se puede prescindir.
La teología escolástica afirmaba que por las palabras «Esto es mi cuerpo»
sobre el altar se hace presente por fuerza del sacramento (vi sacramenti)
sólo el cuerpo –esto es, su carne, formada por huesos, nervios, etcétera--,
mientras que su sangre y su alma se hacen presentes sólo por fuerza del
principio de la «natural concomitancia», por el cual donde existe un cuerpo
vivo allí también está necesariamente su sangre y su alma. Paralelamente, con
las palabras: «Esta es mi sangre», por fuerza del sacramento se hace presente
sólo la sangre, mientras el cuerpo y el alma están sólo por natural
concomitancia [6].
Toda esta problemática se debe al hecho de que se toma «cuerpo» en el
significado que tiene en la antropología griega, esto es, como aquella parte
del hombre que, unida al alma y a la inteligencia, forma el hombre completo.
El progreso de las ciencias bíblicas en cambio nos ha hecho advertir que en el
lenguaje bíblico, que es el de Jesús y de Pablo, «cuerpo» no indica, como para
nosotros hoy, una tercera parte del hombre, sino el hombre entero en cuanto
que vive en una dimensión corpórea.
En los contextos eucarísticos cuerpo tiene el mismo significado que tiene en
Juan la palabra carne. Sabemos qué significa para Juan decir que el Verbo se
hizo «carne»: no que se hizo «carne, huesos, nervios», sino que se hizo
hombre. La conclusión liberadora es que el alma de Cristo no está presente en
la Eucaristía sólo por la natural concomitancia con el cuerpo, casi
indirectamente, sino también por fuerza del sacramento, directamente, estando
incluida en lo que Jesús entendía hablando de su cuerpo.
Si se entiende «cuerpo» a la manera filosófica griega, se hace difícil refutar
la objeción: ¿qué necesidad había de consagrar aparte la sangre, desde el
momento en que aquella no es sino una parte del cuerpo, al nivel de los
huesos, de los nervios y de los demás órganos? La respuesta que se daba en un
tiempo a esta objeción era la siguiente: «Porque en la pasión de Cristo, de la
que el sacramento es memorial, ningún otro componente fue separado de su
cuerpo más que la sangre» [7]. ¿Pero puede aún satisfacer una explicación tal?
La explicación, bastante más sencilla, es que la sangre, en la Biblia, es la
sede de la vida y el derramamiento de la sangre es por ello el signo elocuente
de la muerte. La consagración de la sangre se explica teniendo en cuenta que
los sacramentos son signos sagrados y Jesús ha elegido tal signo para dejarnos
un vivo «memorial de su pasión». Decir que la Eucaristía es el sacramento del
cuerpo y de la sangre de Cristo significa decir que es el sacramento de la
vida y de la muerte de Cristo, en su realidad ontológica y en su
desenvolvimiento histórico. Cuerpo, sangre y alma, todo por lo tanto, para
nuestro consuelo, está presente en la Eucaristía por fuerza de las mismas
palabras de Cristo, no por algún efecto colateral.
En nuestro himno toda esta problemática se mantiene afortunadamente fuera y
todo se reduce sobriamente a la presencia de humanidad y divinidad de Cristo
en la Eucaristía. La presencia de la divinidad, tanto en el cuerpo como en la
sangre de Cristo, está asegurada por la unión indisoluble (hipostática, en
lenguaje teológico) realizada entre el Verbo y la humanidad en la encarnación.
De ello resulta que la Eucaristía no se explica sino a la luz de la
encarnación; es, por así decir, la prolongación en clave sacramental [8].
3. Con el corazón se cree
Esto nos impulsa a pasar de la afirmación teológica a la aplicación orante, un
movimiento presente en cada estrofa del «Adoro te devote». El aspecto
existencial en este caso es la invitación a un renovado acto de fe en la plena
humanidad y divinidad de Cristo: Ambo tamen credens atque confitens:
Creo y confieso ambas cosas. También la primera estrofa contenía una profesión
de fe: Credo quidquid dixit Dei Filius, creo todo lo que ha dicho el
Hijo de Dios. Pero allí se trataba sólo de fe en la presencia real de Cristo
en el sacramento; aquí el problema es otro; se trata de saber quién es el que
se hace presente en el altar; el objeto de la fe es la persona de Cristo, no
la acción sacramental.
Credens atque confitens: creo y confieso. Hemos dicho que no basta
creer, también hay que confesar. Debemos añadir inmediatamente: ¡no basta
confesar, también hay que creer! El pecado más frecuente en los laicos es
creer sin confesar, ocultando la propia fe por respetos humanos; el pecado más
frecuente en nosotros, hombre de Iglesia, puede ser el de confesar sin creer.
Es posible de hecho que la fe se convierta poco a poco en un «credo» que se
repite con los labios, como una declaración de pertenencia, una bandera, sin
nunca preguntarse si se cree verdaderamente en lo que se dice, se escribe o se
predica. Corde creditur, nos ha recordado Pablo, una frase que San
Agustín traduce: «De las raíces del corazón sale la fe» [9].
Es necesario sin embargo distinguir la falta de fe de la oscuridad de la fe y
de las tentaciones contra ella. En esta tercera semana de Adviento nos
acompaña aún la figura de Juan Bautista, pero de una forma nueva e inédita. Es
el Bautista que en el Evangelio del domingo pasado envía discípulos a
preguntar a Jesús: «¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?» (Mt
11,3).
No se nos debe escapar el drama que se esconde tras este episodio de la vida
del Precursor. Está en la cárcel, excluido de todo; sabe que su vida pende de
un hilo; pero la oscuridad exterior es nada en comparación con la oscuridad
que se ha hecho en su corazón. Ya no sabe si todo aquello por lo que ha vivido
es verdadero o falso. Ha señalado al Rabí de Nazaret como el Mesías, como el
Cordero de Dios, ha empujado al pueblo e incluso a sus discípulos a unirse a
él y ahora la duda punzante de que todo esto pueda haber sido un error suyo,
que no sea él el esperado. Qué distinto es este Juan Bautista de aquél de los
domingos anteriores en los que tronaba a orillas del Jordán.
¿Pero cómo es que Jesús, que se muestra tan severo frente a la falta de fe de
la gente y reprocha a sus discípulos ser «hombres de poca fe», se muestra en
esta circunstancia tan comprensivo ante su Precursor? No rechaza dar los
«signos» requeridos, como hace en otros casos: «Id y contad a Juan lo que oís
y veis...»; habiéndose marchado los enviados, hace del Bautista el mayor
elogio jamás salido de su boca: «No ha surgido entre los nacidos de mujer uno
mayor que Juan el Bautista». Añade sólo: «Dichoso, dijo Jesús en esa
circunstancia, aquél que no halle escándalo en mí» (Mt 11,6). Sabía lo fácil
que era «escandalizarse» de él, de su aparente impotencia, del aparente
desmentido de los hechos.
La del Bautista es una prueba que se renueva en cada época. Ha habido almas
grandes que han vivido sólo de fe y que, en una fase de la vida, con
frecuencia justo en la final, han caído en la oscuridad más densa,
atormentadas por la duda de haber errado en todo y vivido de engaño. De un
obispo amigo suyo supe que un momento de este tipo atravesó antes de morir
también Don Tonino Bello, el inolvidable obispo de Molfetta. En estos casos la
fe está, y más robusta que nunca, pero escondida en un rincón remoto del alma,
donde sólo Dios puede leer.
Si Dios glorificó tanto a Juan Bautista quiere decir que en la oscuridad él
nunca dejó de creer en el Cordero de Dios que un día había indicado al mundo.
El testamento del apóstol Pablo es también el suyo: «He llegado a la meta en
la carrera, he conservado la fe» (2 Tm 4,7).
La fe es el anillo nupcial que une en alianza a Dios y al hombre (no por nada
el anillo nupcial, al menos en italiano, se llama precisamente así, la «fede»)
[término que designa «fe» y «alianza». Ndt.]. Aquella, dice la Primera Carta
de Pedro, al igual que el oro, debe purificarse en el crisol (Cf. 1 P 1,7) y
el crisol de la fe es el sufrimiento, sobre todo el sufrimiento causado por la
duda y por la que San Juan de la Cruz llama la noche oscura del espíritu.
Según la doctrina católica del Purgatorio, todo se puede seguir purificando
tras la muerte –la esperanza, la caridad, la humildad...--, excepto la fe.
Esta puede purificarse sólo en esta vida, antes que de la fe se pase a la
visión, por esto la prueba tan frecuentemente se concentra sobre ella en esta
tierra.
No se trata sólo de algunas almas excepcionales. La misma dificultad que
empujó al Bautista a enviar mensajeros a Jesús es la que impide aún al pueblo
judío reconocer en Jesús de Nazaret al Mesías esperado. Y no sólo ellos. La
Segunda Carta de Pedro nos refiere la pregunta que serpenteaba en su tiempo
entre los cristianos: «¿Dónde queda la promesa de su venida? Pues desde que
murieron los Padres, todo sigue como al principio de la creación» (2 P 3,4).
También hoy es ésta la razón que tiene más gente lejos de creer en la
redención acontecida: «¡Todo sigue como antes!».
Pedro sugiere una explicación: Dios «usa de paciencia con vosotros, no
queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen a la conversión» (2 P
3,9). Pero más que razones especulativas hay que sacar del propio corazón la
fuerza que hace triunfar la fe sobre la duda y el escepticismo. Es en el
corazón donde el Espíritu Santo hace oír al creyente que Jesús está vivo y
real, en un modo que no se puede traducir en razonamientos, pero que ningún
razonamiento es capaz de vencer.
Basta con una palabra de la Escritura a veces para hacer inflamar esta fe y
renovar la certeza. Para mí esta semana ha realizado esta tarea el oráculo de
Balaam proclamado en la primera lectura del lunes pasado: «Lo veo, aunque no
para ahora; lo diviso, pero no de cerca: de Jacob avanza una estrella, un
cetro surge de Israel» (Nm 24,17). Nosotros conocemos esta estrella, sabemos a
quién pertenece este cetro. No por abstracta deducción, sino porque desde hace
dos mil años la realización de la profecía está bajo nuestros ojos.
Nos preparamos para celebrar, como cada año, la aparición de la estrella.
Hemos recordado al principio que la Eucaristía es el verdadero pesebre en el
que es posible adorar al Verbo de Dios no en imagen, sino en realidad. El
signo más claro de la continuidad entre el misterio de la encarnación y el
misterio eucarístico es que con las mismas palabras con las que, en el «Adoro
te devote», saludamos al Dios escondido bajo las apariencias del pan y del
vino, podemos, en Navidad, saludar al Dios escondido bajo las apariencias de
un niño. Pongámonos por lo tanto en espíritu ante Jesús Niño en el pesebre y
cantemos juntos la primera estrofa de nuestro himno, como si hubiera sido
escrita para él:
Adóro te devóte, latens Déitas,
quae sub his figuris vere látitas:
tibi se cor meum totum súbicit,
quia te contémplans totum déficit.
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[1] Jacopone de Todi, Laude XLVI: “Li quattro sensi dicono: / Questo si
è vero pane. /Solo audito resistelo, / Ciascun de lor fuor remane. / So’
queste visibil forme / Cristo occultato ce stane” [«Los cuatro sentidos dicen:
Esto no es sino pan. Sólo el oído se opone y les obliga a la retirada. Bajo
estas formas visibles está escondido Cristo»]. Cf. F.J.E. Raby, The Date
and Authorship of the Poem Adoro te devote, en “Speculum”, 20, 1945, pp.
236-238. El texto confirmaría la lección «quae sub his formis», en lugar de «quae
sub his figuris», en la primera estrofa.
[2] Las pinturas con este tema han constituido una sección de la exposición
titulada «La salvación en imágenes» (“Seeing Salvation”) celebrada en Londres
en el año 2000 y reproducida en parte en el catálogo de la exposición: cfr.
The Images of Christ, Londres 2000, pp. 62-73.
[3] San Agustín, Sermo 23°, 3 (CCL 41, 322); lo mismo afirma Gregorio
de Nissa, Or. cat., 32 (PG 45, 80).
[4] Ecclesia de Eucharistia, 55
[5] Cfr. M. Righetti, Storia liturgica, II, Milán 1969, pp.329-339
[6] Cfr. S.Th. III, q. 76, a. 1. El principio de la natural
concomitancia es retomado por el concilio de Trento (Denzinger - Sch`nmetzer,
1640) que en cambio en este punto no hace sino citar a Santo Tomás, sin dar a
esta explicación valor dogmático.
[7] S. Th. III, q.76. a.2,ad 2.
[8] Es el punto en que basa toda su exposición de la Eucaristía M.J. Scheeben,
I misteri del cristianesimo, cap. 6, Morcelliana, Brescia 1960, pp.
458- 526.
[9] San Agustín, In Ioh., 26, 2 (PL 35, 1077).
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]