Dios
existe
No
había en mí predisposición alguna para la religión, excepto el hecho de que
no tenía
religión. Si mis padres,
de quien tan sólo he recibido cariño y
buenos ejemplos, hubiesen tenido fe, me la habrían
comunicado naturalmente.
Pero carecían de ella, si bien el socialismo no había apagado del todo el
protestantismo de mi
madre. Tenía yo clara
propensión a la ausencia
intelectual, moral y, en lo posible, física. Pero, según las Escrituras, la
gracia no hace
acepción de personas. Creo haber demostrado que, cuando se ha
fijado en mí, puede igualmente
fijarse en cualquier
otra persona. Lo que me ha
sucedido a mí puede sucederle a cualquiera; al mejor y al que no es tan
bueno,
al que no
sabe nada y lo mismo al tenido por sabio, mañana al lector, quizás
esta tarde; de seguro que algún día.
Ante todo, surgen en mí estas palabras: vida espiritual. Nadie me las dice, no las formo yo mismo, las oigo como si fueran pronunciadas en voz baja junto a mí por una persona que viera lo que yo no veo aún. La última sílaba de este preludio murmurado toca apenas en mí la orilla del consciente, que empieza la avalancha al revés. No digo que se abre el cielo; se eleva de repente, fulgor silencioso, de esa insospechada capilla en que moraba misteriosamente. ¿Cómo describirlo con palabras huidizas, que me niegan sus servicios y amenazan con interceptar mis pensamientos para depositarlos en el almacén de las quimeras? Si a un pintor le fuese dado entrever colores desconocidos, ¿con qué los pintaría? Es un cristal indestructible, de transparencia infinita, de luminosidad deslumbradora, casi inaguantable (un grado más me anonadaría). Más bien azul. Un mundo diferente de resplandor y densidad tal que lo nuestro es sombra frágil de sueños incompletos. Él es la realidad, la verdad; la veo desde la orilla oscura en que estoy detenido todavía. Hay un orden en el universo y en la cima; más allá de este velo de bruma resplandeciente, la evidencia de Dios. Evidencia hecha presencia y evidencia hecha persona de aquel mismo a quien yo habría negado un momento antes, al que los cristianos llaman Padre nuestro. Me doy cuenta de que es dulce, dulzura sin par; no con el significado pasivo que a veces se da a este nombre. Dulzura activa que quiebra, más potente, toda violencia. Capaz de hacer estallar la piedra más dura y, más duro que la piedra, el corazón humano.
Su
irrupción desplegada en plenitud va acompañada de alegría que es tan sólo la
exultación de sentirse salvo, la alegría del naúfrago alcanzado a tiempo.
Diferente, sin embargo, porque para mí es el momento en que soy izado hacia la
salvación. Me doy cuenta entonces del lodo en que, sin saberlo, estaba hundido,
viéndome aún en él atrapado medio cuerpo. Me pregunto cómo he podido vivir
allí, y respirar allí.
Al mismo tiempo me ha sido dada una nueva familia: la Iglesia, que tiene a su cargo conducirme adonde debo ir. Bien entendido que, a pesar de las apariencias, me queda por andar largo camino, que no podrá ser recorrido si no es cambiando de dirección. Todas estas sensaciones, que me cuesta traducir al lenguaje adecuado de las ideas y de las imágenes, ocurren a la vez entrelazadas. Pasarán los años y no habré agotado su contenido. Todo está dominado por la presencia, más allá y a través de una inmensa asamblea, de Aquel cuyo nombre jamás podré yo escribir sin que me invada el temor de herir su ternura. Delante de Él tengo la dicha de ser un niño perdonado, que se despierta para saber que todo es don.
ANDRÉ FROSSARD, París, Francia
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